Wenceslao Fernández Flórez - "El hinchismo"

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Maestro de humoristas (los integrantes de "la otra generación del 27" lo consideran así junto con Camba y con Gómez de la Serna) y, para mí, uno de los creadores del realismo mágico, movimiento nacido en Galicia mucho antes que en América.
Esta artículo pertenece al volumen recopilatorio "De portería a portería" de 1949 y que recoge sus crónicas futbolísticas de la temporada 1948-1949 y que son consideradas como una continuación de las ceónicas taurinas (crónicas de distintos festejos de la década de 1930 y que se publicaron como libro en 1946 bajo el título "El toro, el torero y el gato"). El autor consideraba el fútbol, no como un deporte, sino como un fenómeno de masas, que igual que los toros le provocaba un profundo aburrimiento.
En España, el fútbol tuvo su aurora en Vizcaya y en Galicia. Lo trajeron los marinos británicos y los muchachos que iban a educarse a Inglaterra. Pronto fué pasión. Como en todas partes. Casi en mi adolescencia, el Club Coruña y el Club Deportivo escindieron la opinión de la capital gallega en antagonismos irreductibles, tan hondos como ni antes ni después se conocieron. El vecino más entusiasta del Deportivo se llamaba Pelletier, y era dueño de la mejor confitería de la ciudad. El partidario más ardiente del Coruña se apellidaba Vinós, y era suya la más elegante camisería. Ambos, dos hombres de corrección impecable.
Desde que sus preferencias los significaron, ningún “coruñista” volvió a probar los exquisitos pasteles de Pelletier. Vanamente se renovaban las tentaciones de aquel escaparate de la calle Real, porque hasta una simple mirada a ellos ponía amargura en el alma y en el paladar de los discrepantes. Y para siempre jamás renunciaron los “deportistas” a las embellecedoras corbatas, a los impresionantes bastones, a los gabanes ingleses que, en otro trecho de la misma calle, convertían la muestra de Vinós en una seducción deslumbradora.
Pero yo había olvidado ya todo aquello cuando acudí el domingo a perfeccionar mi educación futbolística con las enseñanzas que quisiese brindarme un encuentro entre el veterano Deportivo coruñés y el Madrid. Muchos años pasaron desde aquella época; los hombres cambian; las costumbres se modifican, cada generación se precia de descubrir inéditas posturas.
Muchos años pasaron. Pero los hombres que desdeñaban las corbatas o que fruncían el ceño ante los pasteles estaban todavía en el Estadio de Chamartín, silbando frenéticamente al equipo forastero.
Fué la primera vez que me puse en contacto con los que sé llamaban “hinchas”. (Pudiendo elegir a su antojo cualquier otra denominación, no me explico por qué eligieron ésa tan fea). Son conmovedores. Quizá haya quien objete que, en buena norma deportiva, la admiración y el aplauso deben ser para el mejor, y haga quien haga una buena jugada, merece que se le reconozca y premie. Pero este concepto resulta demasiado estrecho e inimportante para el “hincha”. El “hincha” no cabe en él. ¿Qué es el “hincha”? El “hincha” es un idealista. Alabados sean los hombres capaces de sentir fuertemente un ideal. Él pone su ilusión, su esperanza, sus anhelos en que su club sea invencible. ¿Nada más? Sí; pone también su dinero, su garganta, sus músculos, su hígado. Se contorsiona en el asiento, se dispara su corazón, vocifera contra el árbitro o para animar a sus jugadores o para increpar a los otros, salta cuando ocurre un gol, bracea a cada vicegol. Si al final de un encuentro se les hiciese un análisis de sangre, se descubriría en ella más adrenalina que en la de los once “equipiers”. ¡Sufren, caramba, sufren! No creo que pueda discutirse su derecho a hablar en primera persona del plural cuando se refieran a victorias de su equipo. Hay hombres que necesitan goles. ¿Para qué? ¡Ah!…, eso ya no puedo explicarlo. ¿Para qué necesita usted fumar cierta clase de cigarrillos? ¿Para qué reclama usted tantas y cuantas tazas de café cada día? Pues si otros quieren goles, sea usted comprensivo. Necesitan goles; ésta es la verdad; y los extraen de una entidad “ad hoc”. Que San Pedro se los bendiga.
Al terminar el partido, avancé con ánimo despreocupado por la avenida. Iba feliz, porque me había despegado de la espesa muchedumbre, porque la tarde era tibia y aun luminosa y porque estaba convenido que cenase aquella noche con unos amigos agradables. Tarareaba suavemente.
Una mano se posó en mi hombro.
—Le doy a usted mi pésame —declaró un conocido.
—¿Por qué?
—¡Hombre…; tres a uno…! ¿No es usted coruñés?
—¡Ah, claro!
Más adelante, otro comentarista:
—Lo he sentido por ti, chico. Habrás pasado un mal rato.
—Figúrate.
Comprendí que los “hinchas” no conciben una posición ecuánime, y al suponer que otro se aferra a cualquier preferencia, le otorgan una consideración, lo proclaman normal como aficionado. Cambié la expresión de mi rostro, incliné la cabeza y corté el canturreo. Vi claramente que otra actitud hubiese parecido monstruosa. La cosecha de pésames fué creciendo. Antes de llegar a mi casa tenía la impresión de que los tres goles me los hicieron a mí, y de que la pelota había entrado por la puerta de mi alma.
Aún luchaba con el lazo del “smocking”, cuando sonó el teléfono. Eran los amigos con quienes iba a comer.
—¡Hola! —saludó alegremente.
Y una voz cortésmente entristecida me habló: —Nos hemos enterado de eso… de los tres goles…
—Sí…; es verdad…
—Naturalmente…, no estarás para fiestas…
—Bueno —me defendí—; sin embargo, el Deportivo ha jugado muy bien…
—Desde luego…, pero tú…, ya lo suponemos…, te encontrarás deprimido…
—Hizo un gol de los buenos —encomié, desesperado por perder la apetecida diversión.
—Ya sabemos, ya sabemos. Mira: somos de confianza… No vengas… No queremos caras tristes.
—¡Oye! —rugí.
—Nada…; estás disculpado…; en tu lugar, también nosotros…
Y colgó, convencido de haber interpretado mi estado de alma.

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