Poeta, cuentista, biografa, dramaturga y articulista madrileña. Durante la Guerra Civil escribió eso que llaman novela de género (de aventuras con el seudónimo de Rocq Morris y romántica con el seudónimo de Sylvia Visconti) para luego ya adentrarse en la literatura de mayor calidad. También fue colaboradora de la revista "La codorniz" (sí, en "la codorniz" también escribieron mujeres) con el seudónimo de Baronesa Alberta. Parte de su obra dramática fue escrita en colaboración con su marido, Claudio de la Torre (esto la sitúa como cuñada de la fantástica poeta de la generación del 27 Josefina de la Torre).Eran dos hermanas, gordas, sonrosadas, siempre vestidas de rosa o azul pálido, peinadas ambas igual, con dos trenzas voluminosas que remataba un lazo tieso a juego con el traje. Sus impecables calcetines blancos se les quedaban bien pegados a las piernas, no como a nosotros, que siempre se nos caían, dándonos aspecto de niños pobres. Y era porque las gordas tenían un par de pantorrillas robustas, como pilastras. Hoy pienso que pudieron haber sido pintadas por Renoir, sombreadas sus encendidas mejillas por la fronda del árbol. Digo el árbol porque uno solo, una sola acacia, adornaba la acera de la calle y ellas pasaban a diario ante nuestros ojos.
Este cuento pertenece al volumen "Pasaron por aquí" de 1985.
Nunca hablamos con ellas, nunca oímos el timbre de su voz. Ni siquiera supimos sus nombres. Pero seguimos su vivir, paso a paso, durante años.
Las vimos vestidas de Primera Comunión, sueltas las trenzas en tirabuzones. Iban muy tiesas y arrogantes. («Parecen dos palomas», dijo la portera al verlas pasar.) Detrás iba la madre, bien trajeada, y una tía, también gorda, que vivía en la casa, seguramente recogida por caridad, pues compartía las faenas caseras con la criada y muchas veces la vimos, subida a una escalera, fregoteando los cristales del mirador o bajando a la compra con un capacho, cosa que no hacía entonces ninguna señora. También la encontramos en la farmacia, comprando calomelanos o Elixir Estomacal Sáinz de Carlos para el cuñado, que andaba doliente. Una vez compró crema «Peca Cura». ¿Sería para ella? Seguramente no, que ya tenía barrida toda presunción por su desalentado destino de pariente pobre.
Más adelante, las gordas de enfrente empezaron la carrera de piano y cada tarde salían a la misma hora, a clase, escoltadas por la tía que les llevaba los libros de música y que las seguía un poco a la zaga, en un trabajoso trotecillo de mujer gruesa y muy trajinada.
Un día aparecieron de luto. Los calcetines, teñidos de negro, les dejaban una marca amoratada en las potentes pantorrillas. Alguien dijo que, al morir, el padre se había llevado la llave de la despensa.
Mi hermano y yo, desde el balcón, vimos salir el entierro y nos figuramos al pobre señor, en su ataúd, bien agarrado a aquella llave que dejaba a los suyos poco menos que en la miseria.
Meses después fue la mudanza. Vimos el modesto ajuar de las gordas de enfrente mientras lo iban cargando en el gran charabán de «Federico del Rieu» tirado por cuatro percherones de patas peludas. Durante un rato el espejo del paragüero, posado en la acera, despedía destellos de luz que nos deslumbraban. Allí habían colgado sus capas de colegialas las dos hermanas, allí el abrigo negro, con solapas de piel, del difunto padre, allí su borsalino, negro también, que se llevó el trapero. En un cesto bajaron la lámpara de canutillos de cristal que tantas veces habíamos visto lucir tras los visillos, en el comedor; y una mecedora donde la tía se sentaba a remendar la ropa; y el armario, la coqueta y el lecho de la alcoba matrimonial. ¡Qué deslucido, qué triste todo a la intemperie!
El piano lo descolgaron por la ventana con una maroma.
—¡Que no aguanta! ¡Que no aguanta, co…! —gritaba uno de los mozos que lo iba a recibir en la calle.
Y no aguantó. A la altura del entresuelo se destrenzó la cuerda y el piano de las gordas de enfrente, con gran estrépito, cayó en la acera.
«Do, si, do, si, do, re, do…» Volvimos a oír el goteo de las notas como cuando, en verano, con todas las ventanas abiertas, nos llegaba el sonsonete monótono de las escalas de piano.
Bajaron en tropel las cuatro mujeres de la casa para ver el desastre. La madre, muy colérica, increpaba a los de la mudanza; la infeliz de la tía, mirando al piano despedazado se santiguaba como ante un difunto. Las niñas lloraban. Se reunió un grupo de curiosos.
Ya anochecía cuando se terminó la recogida de todo. Arrancó el carromato de las mudanzas y el ajuar de las gordas de enfrente emprendió su camino hacia la pobreza y el olvido.
La única pertenencia que dejó atrás aquella familia fue la palma del Domingo de Ramos atada a los barrotes del balcón. Al cabo del tiempo se fue pudriendo; una noche el vendaval la arrancó de cuajo y, al día siguiente, la vimos entre desperdicios en el carro de la basura.
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on 24 febrero 2023
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