Vicente Leñero - "Fumar o no fumar"

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Novelista, cuentista, dramaturgo, periodista, guionista y ensayista mexicano. Sin duda, uno de los grandes autores mexicanos del siglo XX pero que ha quedado en un segundo plano por su independencia (se cuenta que no comulgaba con ciertos corrillos literarios, tanto de autores como de famosas agentes literarias en el boom latinoamericano, a los que por cierto da un buen repaso en su volumen de cuentos "Más gente así"). En su obra hay una enorme variedad, desde la novela policiaca a la crónica periodística, desde el teatro irreverente al humor (imprescindible "La gota de agua").
Este cuento pertenece al volumen "Mucha más gente así" de 2017, volumen publicado tras su muerte y que recoge cuentos que habían quedado inéditos.


Se lo escuché en persona a Octavio Paz y él mismo lo repitió en una entrevista. Su médico lo había conminado a dejar de fumar, ahora sí. Octavio pensó entonces que sin el cigarro, lamentablemente, no podría seguir escribiendo, pero endureció la voluntad y dejó el vicio. Descubrió poco después, dijo, que su pasión por escribir había sido más intensa que su pasión por fumar.
Hubo un tiempo ya lejano en que todos fumábamos: con espontaneidad, sin temor alguno, envueltos en sublime delectación. Sentarnos ante la máquina de escribir y encender un cigarrillo era un gesto automático que parecía invocar a la imaginación, facilitar nuestra tarea, acelerarla. Fumábamos como chacuacos mientras tecleábamos, mientras compartíamos la noche con amigos y enemigos en reuniones sociales bajo techo; o en las cafeterías, o en las antesalas de los médicos, o en la calle para rumiar nuestras penas o celebrar nuestras alegrías. Los escritores cultivábamos la costumbre porque éramos precisamente escritores, no faltaba más. Ése era el adjetivo de nuestro oficio; estigma del presunto genio artístico.
Recuerdo a Carlos Fuentes encendiendo un cigarrillo con la colilla del que terminaba de consumir. A Ramón Xirau, a la manera de Sartre, con los dedos pulgar, índice y mayor manchados por la amarilla nicotina. A Jesús Reyes Heroles derramando accidentalmente la ceniza de su Pall Mall sobre la crema de espárragos y cuchareándola luego para sorberla como si así disfrutara mejor su sopa. Recuerdo a Rodolfo Usigli con la boquilla de carey ensartada en los labios para alejarse de la tosedera o para presumir esa elegante pose como la de María Félix, que coleccionaba tales chunches hasta que prefirió el habano taurino —como Juan Silveti, como Fidel Castro, como Churchill, como Mark Twain— porque la convertía en mujer devoradora del flaco Agustín Lara prendido a su agónico pitillo frente al piano. Recuerdo a Juan Rulfo en El Ágora sacudiendo con la uña del índice la cardeña y masticando el óvalo de su Delicados hasta triturarlo con los dientes. Recuerdo al Gabo García Márquez expeliendo rosquillas de humo todavía vicioso en los años sesenta. Recuerdo al presidente De la Madrid fumando a escondidas, con temblorosa ansiedad, después de las ceremonias públicas inaguantables para un adicto, y a José María Fernández Unsaín acompañando su copita de anís invadida por granos de café con unos Dunhill ingleses dizque inofensivos que le traían de Nueva York, decía, pero que a nadie convidaba.
Y ya que se habla del habano taurino de María Félix, habría que recordar al vicioso de Sigmund Freud que según su biógrafo Peter Gay se atrevía a fumar veintidós puros diarios que le provocaron un cáncer brutal: perdió media mandíbula, y aun así continuó fumando.
No se puede olvidar a los fumadores de pipa. Desde los imaginarios Mamá Cachimba, Popeye, Sherlock Holmes y el inspector Maigret de Simenon, hasta nuestros próximos Joaquín Díez-Canedo, diestro en la hazaña de mantener encendida la cazoleta, o el gordo Ludwik Margules que nunca aprendió a hacerlo bien para desesperación de quienes lo observábamos.
Todos fumábamos, pues. En mi familia solamente yo, en la clandestinidad, hasta que mi padre me sorprendió una tarde en el comedor familiar con una risita socarrona: ya puedes, no te hagas, a mí no me importa.
En mis años ingenieriles empecé con los Casinos para deportistas —así los publicitaban, para deportistas; qué escándalo, clamarían ahora los policías antidoping—, mientras los peones fumaban Faros o Carmencitas, los maestros de obras Alas y los ingenieros en jefe aquellos Pall Mall de Reyes Heroles de cuatro pulgadas, importados. Como becario en Madrid compraba a las viejecitas cigarreras de la calle, pieza por pieza, unos Bisontes que sabían a rata. De regreso a México probé los Belmont, pero Arreola me previno, mentiroso: producen impotencia, cuidado. Y cambié a los Raleigh sin boquilla —así llamábamos al filtro— y después con boquilla y más tarde a los Marlboro rojos o a los Benson & Hedges cuando quería darme el gusto porque empezaba a salir con la novia que sería mi mujer. Desde luego no me alcanzaba el sueldo para los Benson, de manera que regresé a los Marlboro pero blancos, con filtro, ahora anunciados como lights y gold, para convencer a Estela de que según los médicos éstos resultaban inofensivos. En épocas de gripe me consolaba con los mentolados de cualquier marca aunque siempre me han parecido propios —perdón por el dislate— de féminas o mariquitas.
En la cinematografía mundial, desde sus inicios, el cigarrillo ha sido, o había sido hasta estos tiempos en que sólo fuman en pantalla los malos de la película, un recurso actoral de vital importancia: tanto para testimoniar el realismo del “todos fumamos” —o fumábamos— como para facilitar a los actores qué hacer con las manos. El mejor ejemplo repetido como tópico facilón es el de Humphrey Bogart, inexpresivo de suyo, hierático, torpe, a quien el cigarrillo proporcionó la palanca de Arquímedes para mover el mundo de la expresión.
Y qué sería de aquella nueva ola francesa de Godard y Resnais y Truffaut sin sus personajes fumadores y sus enseñanzas eróticas cuando nos mostraron en pantalla que nada tan sublime como fumar un Gitanes luego de hacer el amor. Lo sugería Sarita Montiel al terminar los años cincuenta cantando “fumando espero al hombre que yo quiero” porque “fumar es un placer genial, sensual”.
Cierto, quiéranlo o no, los cigarrillos son sublimes, tal como reza el título del libro de un exvicioso, Richard Klein, en el que se analiza todo lo bueno y malo que es necesario saber sobre la más inocente de las drogas exportadas por nuestro continente americano como regalo al mundo luego de que Gérard Depardieu disfrazado de Cristóbal Colón —según aquella película, 1492— se enganchó con el tabaco de los guanahaníes aún no contaminado, por supuesto, con los alquitranes y las porquerías añadidas hoy por las empresas tabacaleras para envenenarnos. Debo acotar, entre paréntesis, que el libro de Klein, Los cigarrillos son sublimes, me fue obsequiado por Ignacio Padilla, en quien sus colegas hemos cifrado todas nuestras esperanzas… como fumador puntual, digo, como insólito espécimen de los escritores que hoy siguen fumando.
Richard Klein no intenta formular una apología de los cigarrillos a la manera de Cabrera Infante en Puro humo, de Paul Auster en Smoke, o del empecinado Julio Ramón Ribeyro en su cuentario Sólo para fumadores, para quien el tabaco fue hasta la muerte su mejor amigo, su pataleta contestataria contra el conformismo. “Mi historia se confunde con la historia de mis cigarrillos”, escribió. Y hubiera podido utilizar las palabras del prologuista de Klein, Carlos Boyero, para entonar su letanía pasional: “el cigarrillo me ha sido fiel en la alegría y en la tristeza, en la plenitud y en la soledad, en el relajamiento y en la angustia, en la salud y en la enfermedad, en la distracción y en el aburrimiento, en el amor y en el desamor, en la seguridad y en la incertidumbre”.
Así ora el protagonista antes de que el lector se encuentre con un álbum fotográfico estimulante salpicando las páginas: Mary McCarthy fumando (murió a los 77), James Dean fumando (murió a los 24 en un accidente), Leonard Bernstein fumando durante un ensayo con la Filarmónica de Nueva York (murió a los 72), Melina Mercouri fumando (murió a los 64), Audrey Hepburn fumando (murió de cáncer a los 64), Coco Chanel fumando (murió a los 88), Yul Brynner fumando (murió a los 65), Picasso fumando con una larga boquilla de corcho (murió a los 92). No hay foto, pero debería haber, del comunista español Santiago Carillo que acaba de morir también a los 92 sin dejar de fumar hasta su último suspiro apestando a los Fortuna.
Cierto pues lo que cantaba Sarita Montiel, fumar es un placer sensual, pero cierto también el urgente regaño de Jaime Labastida: “fumar mata y es horrible, horrible, la muerte del fumador”.
Por razón de ese miedo a la pena de muerte sin indulto, el común de los consumidores de más de una cajetilla diaria decide, en algún momento de su vida, divorciarse de los amados pitillos.
No es fácil. Abundan los testimonios de tan asaz empeño, frecuentemente fallido. El más interesante a mi juicio, por conmovedor, por literario, es el que emprende Zeno Cosini, protagonista de la novela de Italo Svevo (seudónimo de Ettore Schmitz, contemporáneo de Joyce) publicado en 1923: La conciencia de Zeno. Tanto el autor como el personaje del libro viven obsesionados por dos tareas: tocar el violín y dejar de fumar. No consiguen ni lo uno ni lo otro. “Mis días acabaron llenos de cigarrillos y propósitos de no fumar”, monologa Zeno mientras Svevo escribe en su diario: “En este momento acabo de fumar mi último cigarrillo”. Y esa misma tarde: “Cinco minutos para las cuatro de la tarde, todavía fumando, todavía y siempre por última vez”. Y a los ocho días: “El cigarrillo que estoy fumando es el último cigarrillo”. Etcétera.
Parafraseando a un personaje de Graham Greene, Ignacio Solares escribió un cuento ubicado en un tiempo futuro en el que han desaparecido los fumadores merced a las prohibiciones y persecuciones radicales de la Organización Mundial de la Salud. Un vejete centroamericano, el último fumador, es tomado preso y condenado a morir frente a un pelotón de fusilamiento por su rebeldía humosa. Pide como última gracia terminar de fumar su habano. Después de dos caladas lo arroja al suelo antes de caer acribillado. Cuando el militar que comanda el pelotón se acerca al viejo para propinarle el tiro de gracia ve en el suelo el resto del puro. Lo levanta con curiosidad, observa la redondez de su forma, el capullo de su ceniza y se lo guarda en el bolsillo… Ha nacido un nuevo fumador.
Seguramente ni el vejete centroamericano ni Svevo ni Zeno conocieron las modernas estrategias desarrolladas por los expertos y por quienes viven del pingüe negocio de combatir la adicción. Una de ellas es el método matemático que consiste en ir disminuyendo día a día las piezas consumidas y anotando en una tarjetita la contabilidad conseguida. Así, quien fume una cajetilla diaria y se prive de un pitillo en cada jornada, a los veinte días habrá dejado el vicio con extrema facilidad, aseguran los terapeutas matemáticos. Otros recomiendan los chicles de nicotina o los parches en la espalda de marcas como Nicotín, dosificados con pizcas de veneno en descendentes gradaciones: Nicotín primera etapa, Nicotín segunda etapa… Funcionan de momento pero el vicioso recae irremediablemente con el tiempo. También existen los llamados cigarrillos de lechuga para hacerse guaje o esos adminículos de plástico que arrojan humo inofensivo —también para hacerse guaje— y que se cargan en la corriente eléctrica como los celulares o con sofisticadas baterías.
Métodos más recientes, definitivamente violatorios de la libertad personal, son el de infundir terror y la severa prohibición gubernamental. Para el primero se obliga a las tabacaleras a invadir las carátulas de sus cajetillas, antes diseñadas con ingenio y hasta con arte —las bellas portadillas de los Dunhill, de los Pall Mall, de los Camel— con terroríficas fotos de un bebé asfixiándose, de un seno cercenado, de un cuello herido por un tumor putrefacto, de un pulmón hecho asco. Y en la contraportadilla, admoniciones científicas: Los tóxicos del humo del tabaco causan irritación en los bronquios y aumentan drásticamente el riesgo de ataques de asma. Contiene óxidos de nitrógeno. Gases que provocan inflamación y obstrucción de los bronquios. Atrévete a deja de fumar. Etcétera.
El método de la actual prohibición dictatorial impide fumar en el interior de oficinas, restoranes, bares, sucursales bancarias, centros comerciales, automóviles… hasta en la casa de los amigos contagiados por el temor unánime. Todo bajo amenazas de multas y cierre de establecimientos y en un futuro hasta de pena de muerte como le ocurre al personaje de Ignacio Solares. Hay que salir entonces a fumar a las terrazas o a los jardines o a las banquetas… siempre que éstas no se encuentren en la proximidad de un sanatorio, advierte la ley. Se fuma pues en la clandestinidad del estudio en que escribo estas páginas. A veces en el rincón de una casa ajena donde ya no existen ceniceros y uno tiene que arrojarse la ceniza en la palma de la mano y tragársela luego como si fuera cacahuates. Se fuma, en fin, con un atroz sentimiento de culpa digno de ser ventilado en el diván de un psicoanalista.
Hace más de quince años visité a un cardiólogo de Médica Sur preocupado por la contaminación de mis pulmones y empeñado por supuesto en salvarme de la adicción. Lo primero: me envió a que me practicaran un electrocardiograma. Por la tarde regresé a su consultorio con mi sobre de resultados. Extrañamente, nadie se encontraba en la antesala, ni la recepcionista. En la puerta malcerrada de su cueva brillaba una rajita de luz. Me atreví y entré despacio, con cautela. El cardiólogo se hallaba de espaldas. Giró al sentir mi presencia: ¡el desgraciado estaba fumando feliz de la vida! Con una sonrisa, sin deshacerse del cigarrillo, espetó lo obvio:
—Haga lo que yo le digo, no lo que yo hago.
Me dirigí entonces al Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias, al que antes llamaban simplemente Huipulco, como tronido de muerte. Ahí me encontré con su director, el doctor Rodríguez Filigrana, de quien pronto me hice amigo porque le gustaba más conversar de literatura que de enfermedades. Le mostré las radiografías de mi pulmón manchadísimo recogidas minutos antes luego de acusar a una empleada de rayos equis de haber cometido una equivocación: esas placas horribles le pertenecían a una viejecita encarrujada y tosedora que se hallaba delante de mí en la fila. Pero no, son suyas, y por favor ya no me haga perder el tiempo, me dijo la empleada de rayos equis.
Rodríguez Filigrana las examinó a contraluz mientras me preguntaba si yo creía de veras que Enrique Flores Alavés había asesinado a sus abuelos. Yo le pregunté a mi vez por mis pulmones. Entonces llamó a un subalterno y me sometió a pruebas de esfuerzo en una caminadora mecánica, a soplarle sin descanso a una pelotita como de pinpón, a inflar globos, a rezar. Me citó para la semana siguiente con la recomendación de que me inscribiera en una terapia grupal del INER con fumadores empedernidos semejante a las reuniones de alcohólicos anónimos.
—¿Entonces no está seguro de que ese muchacho haya asesinado a sus abuelos? —me despidió Rodríguez Filigrana.
Preferí regresar a Médica Sur, donde acababan de instalar una clínica contra el tabaquismo. Por seis mil pesos de aquéllos y durante seis semanas —una sesión cada martes—, el fumador terminaba redimiéndose. Ésa era la garantía.
Cada cita duraba una hora. En los primeros treinta minutos la directora de la clínica realizaba mediciones —que del oxígeno en la sangre, que de la capacidad pulmonar— y en los otros treinta el paciente conversaba con una joven psicóloga de gesto hórrido. Su terapia se reducía a atemorizar al miserable fumador —exfumador ya, desde la primera sesión— mostrándole noticias médicas alarmantes y espantosas estadísticas sobre los males que causa el tabaco a la humanidad. De cuando en cuando hacía recomendaciones apoyándose en una gráfica que ella misma trazaba en el papel como estrategia para vencer la ansiedad producida por la abstinencia. Con una pluma bic dibujaba rayitas. Las rayitas verticales, semejantes a los ejercicios de la caligrafía Palmer, aparecían en un principio muy juntas entre sí, oprimidas: ésa es la ansiedad que ruge cuando el organismo reclama un cigarro, decía la terapeuta.
Poco a poco, a medida que transcurren los minutos y uno resiste y resiste, las rayitas se van abriendo como un acordeón, gracias al aguante. Poco a poco. Cada vez más abiertas. Cuando las rayitas se convierten en una línea horizontal como alambre estirado, la ansiedad ha remitido al fin. Y si el vicioso lo entiende y ejercita así su voluntad logrará convencerse de que la ansiedad por falta de tabaco dura sólo un momento. Veinte minutos, quince minutos, diez minutos. Ya. La ansiedad fue vencida.
Recordé entonces que tal estrategia era semejante a la que nos recomendaban los hermanos lasallistas del Cristóbal Colón para vencer nuestras tentaciones sexuales de la adolescencia. Parecerá una frivolidad, pero el método de las rayitas me sirvió más que los parches de Nicotín en la espalda.
—Un consejo más —me dijo la terapeuta en la última sesión—. Debe cuidarse mucho, pero mucho, del número siete… Siete días, siete semanas, siete meses, siete años. No sé por qué —confesó—, pero en algunos de esos siete, estadísticamente hablando, se puede presentar un rebote peligroso del vicio.
Tenía razón.
Me mantuve siete años, siete, siete heroicos años sin fumar… siete años de respirar a todo pulmón, de disfrutar el sabor de los alimentos —cuando la carne sabe a carne y las naranjas a naranjas—, de escribir sin la cajetilla de Marlboro lights junto a la máquina. Pero ocurrió que una noche, en una reunión de amigos cineastas, el más insospechado de los compañeros de oficio se ensañó conmigo sin razón alguna y me puso en ridículo ante todos con una payasada. Tal fue mi irritación, tal mi rabia contenida, que en lugar de responder con una mentada de madre al importuno agraviante, pedí un cigarrillo a Pedro Armendáriz; le solicité lumbre y volví a fumar.
Volví a fumar, quizás, ahora —no lo digo con orgullo— hasta los últimos lustros de mi fumadora vida.

This entry was posted on 12 noviembre 2022 at 20:56 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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