Ottessa Moshfegh - "La habitación cerrada"

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Novelista, cuentista y ensayista estadounidense. Sus cuentos son cualquier cosa menos amables y están poblados de personajes son seres inestables y primarios, pero también débiles, retorcidos, a menudo estúpidos y crueles consigo mismos y con los demás.
Fue finalista (Shortlist) del Premio Booker en 2016.
Este cuento fue publicado en el número de primavera de 2016 de la revista The Baffler y está incluido en la antología "Nostalgia de otro mundo" de 2021.
La vrsión es la de Inmaculada C. Pérez Parra.


Takashi se vestía con andrajos negros y largos, medias de red rotas y botas negras enormes con cordones largos y sueltos que hacían plaf en el suelo cuando caminaba. Olía muy fuerte a sudor viejo y a humo de tabaco y tenía la cara llena de costras de reventarse los granos y estrujarse el pus con las uñas sucias y mordidas. Se tapaba las costras con un maquillaje que era demasiado pálido para su piel. Usaba tijeras para cortarse todas las pestañas. A veces se dibujaba un bigote retorcido con rotulador negro. Era muy inteligente y le angustiaban la muerte y el sufrimiento. Tenía un algo que me gustaba mucho. Llevaba el pelo largo y decolorado y teñido con los colores del arcoíris. En ocasiones se mordía el labio y la sangre le corría hasta la barbilla. A veces vomitaba en público solo para montar el espectáculo. Los desconocidos corrían en su ayuda, ofreciéndole pañuelos y botellas de agua. La gente se paraba a hacerle fotos cuando andábamos por la calle. El gusto de Takashi en música clásica era justo igual que el mío: Saint-Saëns, Debussy, Ravel. Tenía talento para el violín. Decía que su instrumento valía más que el coche de su padre. A veces mascaba chicle de regaliz, su sabor favorito, pero su boca seguía sabiendo a excremento cuando nos besábamos. Takashi fue mi primer novio verdadero.
La primavera pasada, nos quedamos encerrados en un cuarto de ensayo, encima de la gran sala de conciertos de la escuela de música donde los dos íbamos a clase los sábados por la mañana. Esto pasó durante un ensayo de la orquesta joven, en la que Takashi tocaba el violín. Primero pensé que a lo mejor Takashi había organizado la trampa para aprovecharse de mí sexualmente, pero no era el caso. Cómo sucedió fue muy divertido: subimos por una escalera de caracol secreta que había detrás de la sala de conciertos mientras la orquesta afinaba. Solo queríamos explorar un poco antes de que empezara el ensayo de Takashi. En el cuarto de ensayo, cerramos la puerta y luego no la pudimos volver a abrir.
El cuarto cerrado contenía un sofá, un radiador, varias sillas y atriles, pero piano no. Como era pianista, nunca formé parte de ninguna orquesta. En aquel entonces estaba estudiando composición más que nada, y eso me impedía tocar con frecuencia. No era tan extrovertida como Takashi. Todo me ponía nerviosa, de hecho. En parte por eso me gustaba tanto Takashi, que parecía no tener miedo, como si pudiese hacer lo que quisiera, aunque fuese algo asqueroso. En un rincón del cuarto había un perchero con trajes que reconocí del montaje estudiantil de Fígaro. La ópera había sido parte del festival en el que se estrenó mi primera composición para violín y orquesta. Takashi había tocado muy bien la parte del violín. La parte del clavecín era tan difícil y yo estaba tan nerviosa que mi profesora de piano, la señora V. tuvo que sustituirme en el último momento.
Aporreamos la puerta cerrada y chillamos, pero nadie nos oía. Escuchamos gritar al director y después la orquesta empezó a tocar. Intenté abrir la cerradura con una de mis horquillas. Takashi tenía un cuchillo pequeño que llevaba a todas partes para autolesionarse y los dos intentamos usarlo como destornillador para desarmar la cerradura o sacar la puerta de sus goznes, pero fue imposible. La otra puerta era una salida de incendios de acero reforzado y estaba atrancada. Después supimos que detrás de aquella puerta había otra escalera secreta que usaban solo los de mantenimiento. El cuarto tenía una ventana que daba a un callejón. Al otro lado del callejón había un aparcamiento de hormigón de varias plantas. Estábamos en un quinto piso.
—Deberíamos anudar los trajes unos a otros, hacer una cuerda, atar un cabo al radiador y lanzar el otro al callejón. Luego podrías bajar y volver a subir y sacarme —le dije a Takashi.
Se rascó las venas de la muñeca.
—Quedémonos aquí para siempre —dijo—. De todas formas, deberías bajar tú. Pesas menos. Eres una chica.
Después de eso, estuvimos un rato callados. Luego saqué unos cuantos trajes de las perchas y me los probé. Veía mi reflejo en la ventana. Parecía una payasita minúscula con la blusa y el chaleco grandes. Takashi encontró una peluca corta gris y se la probó.
—Te sienta muy bien esa peluca —le dije.
Se la quitó y la sostuvo entre las manos y la acarició como si fuese un gatito al que quisiera mucho.
Me quité el traje y até todas las prendas del perchero unas a otras con un nudo doble. Takashi sujetó en alto una camiseta interior azul, la olisqueó y la tiró al suelo.
—Si tenemos que mear, podemos mear en ella —dijo.
Por suerte, no tuve que mear. Atamos la cuerda improvisada al radiador. Abrimos la ventana y lanzamos la cuerda. El cabo no llegaba al suelo, pero si uno de los dos bajaba por ella hasta el final, la distancia que quedaba hasta la acera era solo de una planta o dos. No creí que fuese un salto letal.
Me vino una idea a la mente. Era una pregunta: «¿Estás viendo esto, Dios?». Dios parecía una mosca en la pared, una cámara oculta. Le mencioné la idea a Takashi. Me dijo que era ateo, pero que creía en el infierno. Me asomé por la ventana abierta y miré hacia abajo. Un vagabundo empujaba un carrito de la compra lleno de basura por el estrecho callejón.
—¡Eh! —grité.
Takashi me agarró del brazo y me dijo que me callase.
—¡Estamos atrapados aquí arriba! —chillé.
Cuando Takashi me tapó la boca con la mano, le sabía a polvos de talco de la peluca y a excremento.
Le mordí un dedo, no muy fuerte, pero sí lo bastante para que me soltara. Cogí la camiseta interior azul para mear y la tiré por la ventana, esperando que llamase la atención del vagabundo. La camiseta flotó a la deriva hasta un lado del callejón y desapareció detrás de un contenedor. Le hablé a Dios con el pensamiento. «Por favor, abre la puerta», le dije. Volví a intentar abrir ambas puertas. Seguían cerradas, por supuesto. Entonces me sentí muy estúpida.
Intenté explicarle a Takashi la idea de que la mente domina la materia.
—Si crees algo, en serio y de verdad, se convierte en realidad —le dije—. ¿No crees?
—Creo en la muerte —fue su respuesta.
Se asomó a la ventana y escupió sangre al callejón. Le burbujeó por la barbilla un poco de sangre y saliva. Se sentó en el sofá y volvió a acariciar la peluca.
Tenía que intentar escaparme de la habitación cerrada. Tiré de la cuerda. Parecía que estaba bien asegurada al radiador, así que me la enrollé alrededor del brazo y me agarré y empecé a salir al alféizar de la ventana. Takashi se incorporó en el sofá y se rascó las costras de la cara y me observó. Le dije que no me daba miedo caerme, y durante un instante no estuve nerviosa. En absoluto.
Lo que pasó después es completamente cierto. Una vez que había salido del todo por la ventana, me aferré a la cuerda, bajé un poco y apoyé las suelas de los zapatos contra el costado del edificio. Luego, un coche subió chirriando por el callejón. Era de color cobre muy brillante. El motor hacía mucho ruido. El coche se detuvo con un chirrido debajo de mí. Me quedé congelada. Takashi lanzó la peluca gris por la ventana y me pasó al lado. Grité y tiré hacia arriba para volver a entrar por el alféizar de la ventana. Miré hacia abajo, a pesar de que me mareaba. Allí arriba en el cielo hacía mucho viento. Salió un hombre del coche. Hizo gestos violentos y enojados mientras me señalaba con el dedo y gritaba:
—¡Jovencita, será mejor que vuelvas a meterte dentro en este mismo instante! —no había visto nunca a nadie tan enfadado. Ni siquiera mi madre me había parecido nunca así de enfadada. El hombre repitió—: ¡Jovencita!
Movió el dedo en mi dirección, como si estuviese acuchillando el aire. Ahora, me lo imagino con un traje negro y zapatos negros lustrosos, pero desde tan arriba colgando en el aire no podía distinguir sus pantalones o sus zapatos. Creo que en realidad llevaba una camiseta blanca y gafas de sol oscuras. Por supuesto, hice lo que me dijo que hiciera. Forcejeé con la cuerda, me icé por encima del alféizar y escalé de vuelta a la habitación. Me escondí al lado del sofá. Se estaba tan calentito y tranquilo dentro del cuarto. Me oía el martilleo del corazón. Takashi se levantó a mirar por la ventana. Dijo ver al hombre negando con la cabeza y metiéndose en el coche. Escuché la puerta cerrarse y el coche alejarse.
—Deberíamos volver a poner la ropa en el perchero —dijo Takashi mientras subía la cuerda con indolencia.
Yo estaba muy conmocionada. Quería hablar del hombre con Takashi, pero Takashi ni me miraba. Le ayudé a subir la cuerda y desatamos las prendas y las volvimos a poner en el perchero. Quería que Takashi me dijera que le alegraba que hubiese vuelto a la habitación a salvo y que habría sentido mucho que yo muriera. Quería hablar del hombre enfadado. Quería decir que creía en el ángel de la guarda, pero me daba miedo que Takashi me mirase con condescendencia. Se sonó la nariz en una camisa blanca y se pellizcó un grano del cuello. Nos sentamos en el suelo con la espalda apoyada en el sofá y contemplamos cómo se oscurecía el cielo detrás del aparcamiento al otro lado del callejón. El ensayo de la orquesta había terminado hacía horas. Sabía que mi madre estaría enfadada por que no estuviera en casa a la hora de la cena. Takashi sacó un cigarrillo de su cartera y lo encendió. Nos lo pasamos y echábamos el humo al trozo de luna visible desde donde estábamos sentados en el suelo al lado de la ventana. Al final, Takashi me contó su teoría sobre el hombre del coche.
—Ha sido una alucinación. Estamos en un vórtice. Estamos en un agujero negro. Llevamos en él desde siempre. No hemos visto nunca nada real. Lo único real es esta habitación —se sacudió la ceniza del cigarro sobre la lengua—. No deberías haber tirado la camiseta azul por la ventana. Ahora nuestra realidad se ha pinchado. Y tengo que mear.
—No deberías haber tirado la peluca gris —le dije.
Se me volvió a acelerar el corazón al pensar en cómo había pasado volando a mi lado aquella peluca gris, como un gatito pequeño pateando en el aire. No sé qué pasó con la peluca gris. A lo mejor el hombre del coche la cogió y se la llevó a su casa.
Le dije a Takashi que ya no quería ser su novia. No dijo nada.
Después de eso, me deprimí mucho. Toda la eternidad pareció extenderse ante mí y no había nada más que el sofá y las sillas y los atriles, los trajes arrugados, el radiador y Takashi. Allí estaba el infierno, en aquella habitación cerrada. Cuando se terminó el cigarrillo, Takashi intentó besarme. Yo aparté la cara.
No mucho después, vino un conserje y nos dejó salir.
—He olido humo —dijo, mirando de reojo la costra de sangre en los labios agrietados de Takashi.
Lloré mientras bajábamos la escalera secreta y cruzábamos los pasillos oscuros y silenciosos de la escuela de música. Takashi encontró su violín y yo encontré mi cuaderno de composición donde los habíamos dejado, debajo de una mesa de la sala de conciertos en la que había ensayado la orquesta.
Fuera, la noche era cálida y agradable, como si todo estuviese bien. Takashi se despidió con la mano en la parada de autobús y yo caminé hasta el tranvía. Cuando llegué a casa, me senté en la cocina y mi madre me dio una patata hervida fría, café solo instantáneo y un vasito de yogur desnatado.
—Deberías esforzarte más por complacerme —dijo—. Por tu propio bien.
—Me esforzaré más —le dije—. Lo prometo.
Pero no me esforcé mucho por complacer a mi madre. De hecho, nunca me esforcé por complacer a nadie en absoluto después de aquel día en la habitación cerrada. Ahora me esfuerzo solo por complacerme a mí misma. Eso es lo único que importa. Ese es el secreto que descubrí.

This entry was posted on 12 agosto 2022 at 18:09 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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