Lajos Zilahy - "El yate blanco"

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Novelista, poeta, cuentista y dramaturgo húngaro. Autor con una gran capacidad de observación que plasmó en toda su obra. Sus novelas fueron auténticos superventas durante la primera mitad del siglo XX. También creo su propia compañía cinematográfica (Pegazus) con la que se llevaron a la pantalla, durante la década de los 30 del siglo pasado, varias de sus novelas (de algunas, él fue el guionista).
En sus primeras obras su mirada se centra en los problemas morales y sociales que envolvían a las clases burguesas europeas del período de entreguerras. Posteriormente su análisis fue centrándose en otros grandes grupos sociales de poder, como la aristocracia y las altas esferas financieras.
Este cuento fue publicado en Athenaeum en 1932. Yo lo encontré en una vieja antología de cuentistas húngaros en la que no figura ningún dato de edición.
Desconozco quién es el autor de la traducción.


EL último verano pasé en una isla del Adriático mis cortas semanas de vacaciones. Acostumbraba a levantarme muy temprano, cuando apenas apuntaba el día y brillaban aún con dorado centelleo algunas estrellas en el cielo. Antes que nada, me dirigía a las higueras y me desayunaba con higos en compañía de un mirlo negro. Al principio, el pájaro me recibió con miradas desconfiadas, pero más tarde se habituó a mí de tal modo que ya debía faltarle muy poco para posárseme en un hombro.
Comíamos los higos lentamente, con una tranquilidad tan grande que pensé a veces que la vida en el Paraíso debió parecerse bastante a la nuestra. Y lo que más me admiraba era que el mirlo, pese a su reducido tamaño, consumiera muchos más higos que yo, cuando nadie ignora que soy persona de buen apetito.
También el primer día noté algo raro mientras estábamos desayunando, como si la tierra se moviera bajo mis pies. Bajé la vista y advertí que se trataba de una tortuga del tamaño de mi sombrero. Alargó su arrugado cuello, me miró y soltó un «¡fa!» muy raro. No sabía qué quería de mí, pero, por si acaso, le eché un higo. Se lo tragó precipitadamente, manejándolo con sus patas delanteras como si usara tenedor y cuchillo, y cuando acabó volvió a mirarme: «¡fa!». Pronto comprobé que, en aquel concurso de despachar higos cuanto antes, la tortuga superaba por largo a mi amigo el mirlo.
A la siguiente mañana, la tortuga trajo consigo a su cónyuge y al tercero se presentó con toda su abundante prole, en total unas diecisiete tortugas, sin olvidar a los tataranietos que, aunque no mayores que media nuez, no se quedaban atrás de sus tatarabuelos en cuanto a comer higos.
El cielo, en tanto, se iba iluminando de delicados fulgores rojizos. El sol todavía no se había alzado. Era la hora en que solía encaminarme a orillas del mar para pescar con caña, convencido de que se trataba del momento en que entran mejor los peces al cebo. Sin embargo, nunca logré levantarme lo suficientemente pronto como para anticiparme a los pobres pescadores del lugar. Algunos de ellos se alejaban de la costa en sus barcas, remando silenciosamente, y otros tendían sus artes de alambre o, sentándose en las rocas lamidas por el mar, acechaban inmóviles el menor movimiento del sedal de su caña.
Yo casi no sabía más italiano que el de los nombres de los avíos de pescar, los vientos, los peces y las denominaciones marítimas de los alrededores. Pero eso bastaba y sobraba para permitirme pasar horas y horas en plática con aquellos hombres. Algunos de ellos eran unos viejos venerables con más de ochenta años, unos ancianos erguidos, vigorosos y esbeltos, que durante su dilatada vida habían recorrido todos los mares de la tierra en busca de aventura y a los que luego había recluido la miseria tras de un pan diario y seguro. Podían contar emocionantes historias de pesca sucedidas en las heladas costas de Alaska, en el Océano Indico, en el Mar Rojo o en torno a las grandes islas de África. Su gran pobreza y la sencillez de sus vidas parecía igualarlos a todos; supe sin embargo, ahondando algo más, que, tras aquella monótona y aparente uniformidad, vibraban fortísimas e independientes personalidades, cuyo valor no conocían ni estimaban más que sus mismos camaradas. Uno de ellos, por ejemplo, había sido un auténtico genio en el arte del arponeo; otro, un maestro incomparable en el de capturar determinados peces; aquel conocía e interpretaba como nadie los menores síntomas de las aguas de altura... Por supuesto, todas estas destrezas tienen un valor escaso para nuestra mentalidad de hombres de la ciudad. Pero, para ellos, aquellos talentos especiales representaban las mismas diferencias jerárquicas que, en nuestra existencia de «civilizados», tan distante de la de los trabajadores del mar, representan la de ser director de un banco o virtuoso del violín, platero o cerrajero o maestro de obras.
Quien se haya asomado al Adriático habrá visto sin duda esos hermosos barcos de pesca negros, que rozan el azul del mar con velas de un delicioso color naranja. Los del país les llaman bragozze, o arados de mar, y son unas embarcaciones de arcaico perfil que de noche o de día, en invierno o verano, surcan las olas incansablemente y sólo descansan cuando no hay viento. Las bragozze, entonces, sin ese aliento momentáneamente agotado y asmático, ven desmayarse sus grandes alas anaranjadas, como gigantescas mariposas inanimadas, inertes. Y cuando azota el mar algún temporal, se retiran temerosas a los puertos, se balancean apretujadas, íntimas, y entrechocan las puntas de los mástiles al cabecear, como si hablaran entre sí nerviosamente.
A alta mar salen siempre por parejas, y estas asociaciones duran a veces toda la vida. Entre una y otra bragozze, separadas por varios centenares de metros, se tiende la red que, semejante a una bolsa enorme, recorre las honduras y se avecina al fondo del mar, cosechando así el difícil sustento de esos pescadores. Porque era difícil ese sustento. Desesperadamente escaso y difícil.
Con todo, tiempos hubo en que esta gente vivía bien y aun no faltaba entre ella quien llegó a hacer fortuna. El mar lanzaba entonces de sus simas cantidades extraordinarias de pescado y la mercancía alcanzaba unos precios excelentes. Pero después, vino... ¡vino, Señor!... vino la máquina. Un buen día trepidó el motor en las barcas pesqueras, llegaron las barcazas motorizadas de los grandes armadores y, por decirlo así, los arados del mar fueron sustituidos por «tractores». El motor era capaz de oponerse al viento y, lo que era más importante, a la falta de viento, y mientras las antiguas bragozze yacían con las velas abatidas esperando durante largas jornadas un soplo de brisa, las barcas con motor salían al mar trepidando, araban, amasaban, dragaban el limo y las arenas del fondo. Y eso fue lo que disminuyó enormemente la pesca, pues, por grande que sea el mar, tales artefactos recorrían cada metro cuadrado con las inmensas redes modernas, que exterminan y diezman generaciones y generaciones de peces.
Tumbadas sobre un costado y abandonadas por sus dueños, descubrí no pocas bragozze medio hundidas en caletas y bajíos. Tienen bastante que ver con los viejos molinos de viento de las llanuras húngaras, por cuyas puertas irrumpe la hierba, ya que también ellos han sido arrumbados a un estado ruinoso por los grandes molinos eléctricos.
Es evidente la hermosura de esas viejas naves de alta proa y amplio castillo, con brillantes adornos de cobre en su proa batida por los vendavales, y abunda en ellas cierto aire primitivo transmitido a sus perfiles, que eran los mismos en tiempos del Imperio Romano. No hay en ellas el menor elemento de fabricación mecánica; hasta su detalle más diminuto es obra de la artesanía del hombre y ni el seductor amarillo-naranja de las velas se debe a la química industrial, ya que los pescadores las tiñen con aquellos raros limos entre amarillentos y rojizos que revisten con espesas capas la superficie de las rocas grandes. El casco de las bragozze, y su cubierta, a la que se embadurna con alquitrán, son libremente azotados por las olas. El interior cuenta con dos espacios. Uno de ellos, que queda a oscuras, es el que llaman cámara, tan bajo de techo que hay que andar por él encorvado. Todo su mobiliario consiste en una imagen religiosa, una lámpara de petróleo y una gran vasija tapada con juncos, que contiene una mezcla de agua dulce y vino. Por fin, varias mantas oscuras por el suelo: las camas de los pescadores.
El segundo compartimiento es una suerte de bodega en la que se ven amontonados los cabos y las redes junto a la cocina, si es que puede darse tal nombre a una gran cazuela de hierro bajo la que el fuego se mantiene tras una capa de ceniza. Allí cuecen y asan el pescado; desde luego, sólo el más inferior y de menor precio, los saldos del mar. El pan es la famosa polenta italiana, de harina de maíz. Y eso es cuanto compone el menú de esas gentes: pescado y polenta, polenta y pescado. En las grandes fiestas, tal vez cae también una tajada de carne de oveja. Pero ni aún el pescado y la polenta se obtienen así como así. Son muchas las bocas necesitadas y hay muchos niños en casa, ya que esos pescadores aman tanto a los niños que puede observarse, y no pocas veces, cómo se pasan unos a otros alguna churretosa criatura. Este pequeñuelo es lanzado al aire, rodeado, festejado, y todos se sienten contentos con él y con sus alegres carcajadas.
En general, y si alguien me preguntase ahora qué hacía la gente en aquellas diminutas bahías y aldeas, no podría menos que contestar: jugar con los niños de la mañana a la noche. Chicas mayores, mujeres y ancianos, todos se dedicaban a jugar con la gente menuda; ese era el espectáculo que se me ofrecía dondequiera que fuese o por dondequiera que pasara: al parecer, el tesoro de algunos pobres es la alegría de jugar con los niños. Cierto que por la costa nadie padecía los inconvenientes del «hijo único». Por grande que fuera su pobreza, las criaturas nacen y pululan en aquellas zonas costeras como el pescado menudo...
Seis años antes, todavía en la época de la prosperidad económica aunque ya en su última etapa, un precioso yate había llegado con su velamen de deslumbrante blancura al puerto del balneario inmediato. No tenía más de doce metros de eslora pero albergaba dos camarotes, un comedor en miniatura, una cocina como de juguete, baño, y aún espacio para dos marineros. Todo relucía y fulguraba en aquel yate tan elegante, y no había que ser Salomón para saber que debía pertenecer a una persona muy adinerada.
Pronto la conocimos. Era un hombre muy aficionado a la pesca con caña, que pasaba a bordo todo su tiempo libre y quien, para no aburrirse en ningún momento, viajaba en compañía de una muchacha muy hermosa y muy joven. Es posible que fuera la esposa del capitán-propietario, pero claro que a nadie se le ocurrió preguntárselo.
El caballero, de quien decían ser holandés, era grueso, frisaba en los cincuenta años y, a primera vista, pertenecía al tipo de hombres que se encuentran en Londres o Barcelona, París o Nueva York, Madrid o Roma, y que siempre van tras algún negocio de envergadura.
Contrató para su balandro a dos pescadores del lugar, y supimos entonces que sabía lo que se hacía, ya que se disponía a zarpar para una nueva excursión de pesca y no es recomendable surcar el Adriático sin gente de la región a bordo, pues, bajo sus mansas aguas, acechan peligrosísimos arrecifes.
Plácidamente dedicado a la pesca, el yate ancló un día muy cerca de la costa, casi a la sombra de los olivos, y después de almorzar y de encender un buen cigarro de La Habana, el caballero holandés notó que el mecánico del yate discutía animadamente con los dos pescadores contratados, que reposaban tendidos en cubierta. Como no entendía el italiano, le preguntó al mecánico en su idioma:
—¿Qué dicen éstos?
—Me están contando que los barcos a motor van a arruinarlos de aquí a poco, y que si tuvieran una tratta todavía podrían defenderse. Pero que, de seguir así, les espera un invierno bastante malo, ya que ni hay que decir que no disponen de la tratta.
—¿Y qué es eso de tratta?
El mecánico se lo explicó: una gran red con la que se circundan las bahías en grandes, kilométricos semicírculos. Por supuesto, es algo bastante caro, ya que se requiere mucho hilo y mucha cuerda; sólo el material para fabricarla costaba la friolera de cinco mil liras...
Uno de los pescadores, Antonio El Viejo, se acercó entonces medio gateando al gordinflón holandés e, incorporándose sobre las rodillas y gesticulando acaloradamente con ambas manos, se lanzó a un discurso excitado e interminable, del que el forastero no logró entender una palabra.
—¿Qué dice este hombre?
—Dice que en estos últimos tiempos —tradujo el mecánico— ha subido aún más el precio del pescado y que con una tratta es posible pescar hasta dos toneladas, a veces en una sola marea, de modo que si alguien les prestase esas cinco mil liras no haría ningún mal negocio. Parte del beneficio le tocaría a él. Para hacer y manejar la tratta se necesitan unos diez hombres, pero este personal se reclutaría muy fácilmente en la familia de Antonio El Viejo entre padres, hijos, hermanos, cuñados... Lo único que necesitan es la tratta o, mejor dicho, las cinco mil liras para el material. Y dice que sería una brillante inversión del dinero.
El holandés contempló fijamente las volutas de humo de su habano y no dijo nada. «Otra vez con el cuento de siempre —pensó—. ¡Qué ocasión tan brillante para invertir dinero!» ¿Cuántas veces había oído esa misma frase en boca de personas inteligentes y cultas, tras unas puertas tapizadas? Pero, con todo, apenas si hacía unos meses que había perdido casi ochenta mil dólares en una «brillante inversión» de dinero.
De golpe, se sintió invadido por la cólera. Que el infierno se llevara a ese hombre... ¿No se había refugiado allí, en las coloridas aguas del Adriático, para olvidar sus cuitas y preocupaciones de negocios? Y he aquí que, apenas instalado bajo los tranquilos cielos y olivos, ya llegaba a arrodillársele un pidón, con los harapientos pantalones sostenidos por una cuerda de cáñamo. Una tratta o sabe Dios qué. Un «bonito negocio», y las eternas recomendaciones de cómo emplear bien su dinero. Era realmente inaudita la inoportunidad de ese viejo pescador al atreverse a recordarle otra vez aquellos ochenta mil dólares tan penosa como inevitablemente perdidos... una pérdida que ya él estaba a punto de olvidar.
Pero Antonio El Viejo no entendió por qué el caballero holandés no decía nada ni por qué aquel hombre extranjero y distinguido le miraba con ojos brillantes de cólera. Así que se alejó muy turbado, y se puso a quebrar con las manos, no sabiendo qué hacer, unos trozos de madera seca.
En el holandés creció aún la ira y ni siquiera la hermosa muchacha lograba cambiarle el humor. Verdaderamente estaba tan enojado que, al regresar a tierra, hizo una irritada señal al viejo Antonio para que lo siguiera hasta el hotel. Una vez en él, le tiró sobre la mesa aquellas miserables cinco mil liras: allí las tenía, que se largara con el dinero y se comprara la tratta, si es que no quería más que eso.
Su gesto no había tenido nada de benéfico, ni mucho menos, de comercial: sencillamente, estaba furioso. Y era la suya una furia como la del jugador que lleva muchos días perdiendo en el casino, y al volver a casa masculla rechinando los dientes: «¿De modo que se trata de perder?, ¡pues bueno!», y arroja contra el asfalto de la calle toda la calderilla que le queda. Lo del holandés era algo muy parecido: «¿Una tratta?, ¡pues bueno! Después de la quiebra de la Creditanstal de Viena y las acciones de Kreuger, puedo también perder algo en este asuntito de la tratta»...
Muy breves días después, el caballero holandés, en compañía de la hermosa muchacha, desapareció en el horizonte a bordo de su pequeño yate blanco.
Languideció el verano. Poco a poco, los días comenzaron a acortarse, el sol a dejar de calentar con la misma fuerza y la clientela del balneario a dispersarse gradualmente. Sopló la ora, el viento de aquellas costas, e hizo por fin su entrada el invierno y después una primavera que vio una vez más los brotes nuevos de los olivos. En una palabra, las estaciones repitieron su ciclo, volvió la temporada veraniega y, cuando ya estaba finalizando, reapareció el pequeño yate blanco del holandés.
Cuando el hombre bajó a tierra, a todos nos pareció que había envejecido unos años. Ahora llegaba solo; nadie le preguntó por su compañera y notamos además que andaba sin tripulación, únicamente con el mecánico, y que él mismo se encargaba de las maniobras de las velas.
Se fue en derechura a dormir al hotel, esta vez un hotelillo modesto y barato, y no le dirigía la palabra a nadie. A la mañana siguiente, la criada, que chapurreaba el alemán un poco, le notificó al llevarle el desayuno que estaban allí abajo los hombres de la tratta y que solicitaban verlo urgentemente.
Tratta, tratta... —le preguntó bostezando el holandés—. ¿Y qué es eso?
Las explicaciones de la mujer le hicieron recordar confusamente algo. Así que pescadores y... ¡claro, lo de la tratta! Pero el asunto volvía a irritarle tan vivamente como el verano anterior. ¡De manera que esos tipos no estaban dispuestos a dejarle en paz nunca! ¿También a ellos se les había metido en la cabeza que él era su vaca de ordeñar dinero? Por medio de la camarera, pues, les mandó a decir que se fueran al diablo y que lo dejasen tranquilo.
El hombre se quedó en la cama todo el día, hasta bien avanzada la tarde, y por fin se decidió a abandonar la habitación y salir a dar un paseo. Apenas puso un pie en la calle, advirtió junto a las mesas de fuera un abundante grupo de harapientos, varios de los cuales yacían tumbados en el suelo. Y al verle aparecer, toda aquella gente se incorporaba presurosa, se descubría, lo saludaba con agitadas voces... El caballero holandés reconoció entre ellos a Antonio El Viejo y adivinó en seguida que todos aquellos eran los de la tratta y que desde la mañana no se habían movido de allí, esperándolo ante la puerta de su hospedaje. Les dirigió una mirada de aversión y se alejó a toda prisa, en una franca huida.
Pero los tipos de la tratta le siguieron en tropel, hablando todos al mismo tiempo y en voz alta y gesticulando teatralmente; de toda aquella palabrería, el hombre en fuga sólo entendía una sola palabra: tratta, tratta...
Cuando por fin le rodearon, el holandés tuvo que abrirse paso a codazos, propinando varios involuntarios golpes a dos de aquellos hombres y renegando con toda su alma en francés y en inglés. ¡Qué impertinentes! ¡Cuánta insolencia! ¿Es que no iban a dejarlo en paz?
Caminando, el grupo había llegado al pequeño puerto del balneario, donde pronto llamó la atención de todos; al fin se adelantó uno de los taberneros, que conocía el alemán.
Como fuera de sí, Antonio El Viejo empezó a explicarle que aquel señor extranjero no quería ni oírlos, siendo ellos gente tan decente como cualquiera.
—De acuerdo, pero ¿qué demonios quieren? —preguntó el holandés.
—Lo de la tratta... ¡Tienen que resolver lo de la tratta!
El caballero holandés cedió. Está bien: que resuelvan lo de la tratta. Lo que es a él no le iban a sacar un céntimo más; durante aquel año, el mundo había dado una gran vuelta, y también la había dado su fortuna. Pero vaya: que terminasen ya de una vez. ¿De qué se trataba?
Tranquilizado, Antonio El Viejo dijo que sí con la cabeza, se sentó en la escalinata de piedra caldeada por el sol y, rodeado por su gente, hundió la mano entre su camisa mugrienta y su camiseta, y sacó un fajo de billetes de banco, que empezó a contar con el índice y el pulgar, convenientemente humedecidos por su lengua. Entre billetes, plata y cobre, contó en la piedra ocho mil y pico de liras; luego recomenzó a contarlas y aún repitió la operación una vez más. Por fin, hizo a un lado con la mano el montón de dinero e indicó al forastero holandés que se embolsara su participación de aquel primer año en la tratta; si no creía justa la cantidad o no estaba conforme, podía preguntarle al podestá, la autoridad, quien le diría que todos ellos eran personas honradas.
Confuso, el holandés se mordisqueaba los labios.
Intentó en vano esbozar una sonrisa. Había empalidecido un poco. Sus hábitos financieros le hicieron deducir con la celeridad del rayo que sus cinco mil liras le habían producido unos intereses superiores al sesenta por ciento, lo que le pareció tan cómico que hubiera reído de buena gana. Pero no podía hacerlo. Era un hombre débil, con el sistema nervioso deshecho, e incluso, al recorrer con la mirada a todos aquellos pescadores harapientos, temió echarse a llorar.
Carraspeó y luego, al serenarse, dijo con voz comedida al tabernero que hacía de intérprete:
—Dígales que se guarden ese dinero. Que se lo repartan entre ellos. Y que deseo de corazón que la suerte los siga acompañando.
El tabernero se rascó la nuca pero, en vez de dirigir la palabra a los pescadores, aconsejó al holandés del yate blanco:
—Por favor, señor, no haga eso. Esas cosas nunca caen bien. Mire: por estas playas es una costumbre muy antigua que el dueño de la tratta, el que la pagó con su dinero, tome su parte de los beneficios, según lo que la pesca haya dejado. Hay años que apenas si queda beneficio. Pero éste no ha sido así, de modo que haga usted el favor de no cambiar la costumbre ni el buen orden de las cosas. Estos hombres serían hasta incapaces de entenderlo. Guárdese tranquilamente el dinero, que para eso es suyo; con la tratta, esta gente se ha ganado muy bien la vida estos meses, así que esas liras le corresponden a su señora y a usted.
El caballero holandés reflexionó unos instantes. Por fin, aceptó el dinero, se lo guardó en un bolsillo, estrechó la mano silenciosamente a los pescadores y se fue. De allí a muy poco, volvían a desaparecer él y su yate blanco.
Y discurrió otro año.
A fines del verano siguiente lo vimos de nuevo. Ya no venía en yate, sino en el barco de pasajeros y viajando en tercera. Por nada del mundo quiso entregar su única maleta al mozo de estación. Y parecía haber envejecido diez años; Dios sabe qué le había podido suceder allá en el gran mundo.
Los hombres de la tratta le descubrieron en la orilla al día siguiente. Melancólicamente sentado sobre una roca, contemplaba con la mirada perdida el jugueteo de las olas. La cetrina banda se acomodó a su alrededor en las rocas y le liquidó puntualmente el beneficio anual de la tratta.
De entonces acá han pasado otros cuatro años.
Y desde entonces, el caballero holandés acude todos los días a sentarse a la orilla del mar. Viste prendas cada vez más usadas. De cuando en cuando, entra en una de las tabernitas para echarse al coleto un trago. Vive por ahí, en una casita de campesinos, y cuando le viene en gana se va de pesca con su caña. El resto de su tiempo lo pasa merodeando por el puerto y jugueteando con los niños. Ha llegado a convertirse en un tipo jovial, bonachón, extraordinariamente tranquilo, y la leve comida costera, a base de pescado, incluso le ha curado una úlcera de estómago que padecía. No siente la menor preocupación por esos mundos de Dios. Año tras año, la tratta, aquella «brillante inversión», le deja lo suficiente, es decir, cuanto necesita para vivir. Porque, realmente, en aquella aldea de pescadores se vive con muy poco.

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