Narrador, poeta, ensayista y, sobre todo, uno de los más grandes dramaturgos españoles el siglo XX. Se le ha enmarcado en la Generación del 27 (no mezclar ni confundir con La otra Generación del 27 de dramaturgos). Teatro poético, teatro sicológico, teatro fantástico, etiquetas y más etiquetas. Leed su teatro, es imprescindible para entender buena parte de la literatura de la primera mitad del siglo XX.Era la primera vez, desde que había memoria, que anclaba un barco grande, frondoso de mástiles y velas, con algas de climas extraños, en aquella apartada aldea de pescadores. Los arrapiezos y las mujeres del puerto, hundidos los pies desnudos en las rebalsas de la marisma, donde las redes, brillantes de sales recientes, se secaban al sol, habían señalado su presencia con júbilo de sorpresa desde que apareció lejos —promesa y revelación— y habían seguido todos sus movimientos, anhelantes de esperanza, hasta que le vieron ágil, encabritado sobre la espuma como en un vuelo raso de golondrina blanca, enfilar el regazo del puerto. “¡Viene aquí, viene aquí!” Y cuando las anclas cayeron y los torsos amarillos y cobrizos de la tripulación se asomaron a la borda, un movimiento de pudor aldeano hizo atrás a la curiosidad, arracimándola en grupos medrosos, como en las islas antiguas a la llegada de los descubridores.
Este cuento apareció en el número del 7 de octubre de 1930 de la revista Estampa. Se ha publicado también en el volumen Un teatro de cordiales fantasías. Estudios sobre Alejandro Casona de 2019 que recoge distintos trabajos y estudios.
—¡Es Santi! —gritó una voz.
—¡Santi, verdad! —repitieron varias—. Santi, el de Anchona.
Santi, patrón del barco, atezado y recio, derribado hacia atrás el sudeste con rebrillos de agua salada, había dado en una lengua desconocida la última orden y bajaba la escalerilla, torpón todo él, zurdo de pies y manos como un oso. A l tocar tierra, levantó los ojos hacia la casa desmoronada de los Anchonas, asomada a las rocas altas, con su corredor añil colgado de maíz. Después dio un paso hacia el ruedo asustadizo de niños; se detuvo, abiertos los brazos, y llamó interrogando casi:
—¡Bernardo!
El hijo, alborotada la pelambre roja de estopa, lento de emoción y de respeto, avanzó hacia él. Fue un abrazo largo, sin palabras. Santi le tenía firme contra el pecho, le miraba hondo a los ojos azules, con miradas maduras de esperar. Le apretó más. Volvió a decir, ya sin exclamación, con una emoción sencilla:
—Bernardo...
—Madre está buena —musitó al fin el rapaz, levantando los ojos hacia el padre.
***
Bernardo era un niño desgarbado, huraño y fosco, con ráfagas de represada ternura que sólo la madre conocía de tarde en tarde. No hablaba apenas, no jugaba nunca, buscaba la soledad como un alimento. Tenía uno de esos cuerpos desmedrados, sin carne, temblorosos de llamas interiores, incapaces de sostener mucho tiempo toda el alma que les ha caído dentro.
De pequeño había padecido una crisis de misticismo contemplativo, y un día, a la hora del catecismo, había confesado temblando cómo en el socavón de Naya, donde nacía la fuente del pueblo, se le había aparecido la Virgen mientras guardaba las vacas. Y fue entonces cuando el cura, inducido a evocación por el cuento y el nombre del rapaz, había pronunciado, entre cazurro y crédulo, poniendo las manos ungidas sobre su cabeza:
—¡Bernadetto!
Verdad es que nadie había comprendido el sentido de aquella exclamación; pero los compañeros doctrinos la aceptaron con júbilo como un mote, como una confirmación; los grandes lo repitieron, y Bernadetto fue para siempre.
Más tarde, en el retiro de la casa, en la soledad de los cantiles, en el cuenco de las barcazas varadas, con libros de relatos y estampas marineras, Bernadetto de Anchona, enhebrador de sueños imposibles, hundía sus imaginaciones en agua salada y en silencio, y se iba creando en los adentros una nueva vida azul. Era en el fondo el mismo misticismo contemplativo del socavón de Naya, que a impulsos de emociones nuevas rodaba hasta el mar; el mismo vuelo de la fantasía, odiadora de razones y disciplinas, hacia la libertad; la misma fe encendida a otra luz. Porque Bernadetto, hambriento de mar, emocionado de mar, casi sonoro de mar como una caracola, no soñaba la mar llana de los pescadores y raqueros; era la suya la mar aventurera de los piratas, erizada de mascarones, de sirenas arponadas, de islas de hielo, con grutas de coral y tesoros emboscados de algas.
Y esta su nueva religión tuvo su nuevo sacerdote: un viejo navegante, de pasado turbio, que hacía años había arribado al pueblo como un tablón podrido de naufragio. Lobo de mar habría sido; el Lobo le llamaba la gente, medrosa de su deformidad y su aspereza. Tenía una pata de palo, como un pirata de cuento, y un brazo mutilado, en cuya manga se insinuaba la primitiva ortopedia de un garfio de hierro. Vivía en el faro desmantelado, completamente solo, y su presencia en la aldea había suscitado una oleada de leyendas donde había piraterías, pescas de ballenatos, perlas, islas caníbales. Los hombres lo daban por loco y hablaban simplemente de un combate de negreros contra los ingleses y una dentellada de tiburón.
Bernadetto sentía por él una devoción supersticiosa, y a menudo pasaba largas horas a su lado, fascinado de fantasías, atónito de relatos marineros o absorto en la contemplación de los catalejos, astrolabios, cartas náuticas, arquetas incrustadas de carey y sables de abordaje que decoraban la ruina del faro. A los ojos del niño —desmesuradamente azules, transparentes de alma—, todo aquello tenía un prestigio de magia armilar y marinera. Colgados en un garfio, una vieja casaca roja y un tricornio galoneado de plata, resucitaban en él estampas valientes de piratas y contrabandistas. El viejo Lobo le había contado a retazos su historia, quebrada en anécdotas: se había batido con los comodoros ingleses, había naufragado en costas deshabitadas, conocía playas y lenguas fantásticas y tenía un tesoro enterrado en una isla que sólo él conocía.
—¡Mi isla! —decía, con fiebre en los ojos y en las manos—. ¡Ay, si yo tuviera un barco mío, mío sólo! Mira...
Y engarabitaba los dedos, señalando su isla en la vitela de una carta marina que tenía pintadas carabelas heráldicas, y las razas, y la flora, y las estrellas. Y hablaba de una clave de números y una dirección que indicaba la sombra de un peñasco al atardecer. Sí, decididamente estaba loco; pero Bernadetto no lo creía; su alma desbordaba toda de fe, de esa fe maravillosa de los iluminados, que no pueden creer más que lo imposible.
Sin embargo, sentía un escondido rubor a presentarse con él delante de gente; recordaba el amargor de dudas y de miedo que le dejaron las palabras de la vieja Treldes —la bruja agorera— un día que los vio pasar juntos camino del faro:
—¡Satanás! ¡Con lobos te andas, rapaz, mi probe oveja bellida!
De pequeño había padecido una crisis de misticismo contemplativo, y un día, a la hora del catecismo, había confesado temblando cómo en el socavón de Naya, donde nacía la fuente del pueblo, se le había aparecido la Virgen mientras guardaba las vacas. Y fue entonces cuando el cura, inducido a evocación por el cuento y el nombre del rapaz, había pronunciado, entre cazurro y crédulo, poniendo las manos ungidas sobre su cabeza:
—¡Bernadetto!
Verdad es que nadie había comprendido el sentido de aquella exclamación; pero los compañeros doctrinos la aceptaron con júbilo como un mote, como una confirmación; los grandes lo repitieron, y Bernadetto fue para siempre.
Más tarde, en el retiro de la casa, en la soledad de los cantiles, en el cuenco de las barcazas varadas, con libros de relatos y estampas marineras, Bernadetto de Anchona, enhebrador de sueños imposibles, hundía sus imaginaciones en agua salada y en silencio, y se iba creando en los adentros una nueva vida azul. Era en el fondo el mismo misticismo contemplativo del socavón de Naya, que a impulsos de emociones nuevas rodaba hasta el mar; el mismo vuelo de la fantasía, odiadora de razones y disciplinas, hacia la libertad; la misma fe encendida a otra luz. Porque Bernadetto, hambriento de mar, emocionado de mar, casi sonoro de mar como una caracola, no soñaba la mar llana de los pescadores y raqueros; era la suya la mar aventurera de los piratas, erizada de mascarones, de sirenas arponadas, de islas de hielo, con grutas de coral y tesoros emboscados de algas.
Y esta su nueva religión tuvo su nuevo sacerdote: un viejo navegante, de pasado turbio, que hacía años había arribado al pueblo como un tablón podrido de naufragio. Lobo de mar habría sido; el Lobo le llamaba la gente, medrosa de su deformidad y su aspereza. Tenía una pata de palo, como un pirata de cuento, y un brazo mutilado, en cuya manga se insinuaba la primitiva ortopedia de un garfio de hierro. Vivía en el faro desmantelado, completamente solo, y su presencia en la aldea había suscitado una oleada de leyendas donde había piraterías, pescas de ballenatos, perlas, islas caníbales. Los hombres lo daban por loco y hablaban simplemente de un combate de negreros contra los ingleses y una dentellada de tiburón.
Bernadetto sentía por él una devoción supersticiosa, y a menudo pasaba largas horas a su lado, fascinado de fantasías, atónito de relatos marineros o absorto en la contemplación de los catalejos, astrolabios, cartas náuticas, arquetas incrustadas de carey y sables de abordaje que decoraban la ruina del faro. A los ojos del niño —desmesuradamente azules, transparentes de alma—, todo aquello tenía un prestigio de magia armilar y marinera. Colgados en un garfio, una vieja casaca roja y un tricornio galoneado de plata, resucitaban en él estampas valientes de piratas y contrabandistas. El viejo Lobo le había contado a retazos su historia, quebrada en anécdotas: se había batido con los comodoros ingleses, había naufragado en costas deshabitadas, conocía playas y lenguas fantásticas y tenía un tesoro enterrado en una isla que sólo él conocía.
—¡Mi isla! —decía, con fiebre en los ojos y en las manos—. ¡Ay, si yo tuviera un barco mío, mío sólo! Mira...
Y engarabitaba los dedos, señalando su isla en la vitela de una carta marina que tenía pintadas carabelas heráldicas, y las razas, y la flora, y las estrellas. Y hablaba de una clave de números y una dirección que indicaba la sombra de un peñasco al atardecer. Sí, decididamente estaba loco; pero Bernadetto no lo creía; su alma desbordaba toda de fe, de esa fe maravillosa de los iluminados, que no pueden creer más que lo imposible.
Sin embargo, sentía un escondido rubor a presentarse con él delante de gente; recordaba el amargor de dudas y de miedo que le dejaron las palabras de la vieja Treldes —la bruja agorera— un día que los vio pasar juntos camino del faro:
—¡Satanás! ¡Con lobos te andas, rapaz, mi probe oveja bellida!
***
Cuando una repentina enfermedad puso en peligro la vida de la madre y el padre anunció su probable llegada en el barco, que al fin era ya suyo, Bernadetto atravesó una larga crisis de angustia y de esperanza. Salvó la madre y la esperanza quedó: ¡el padre, apenas recordado; el velero lejano, que aparecería un día!
Y ya estaba Santi de Anchona en su casa y el barco soñado y ágil amarrado por unos días al puerto. Bernadetto vivía ahora los momentos ansiados tanto tiempo: el barco de velas frondosas cargado de sabe Dios qué maravillas, los hombres extraños de ojos oblicuos y voz cantada, y, sobre todo, el padre, ¡su padre, patrón de marineros, que había guerreado en la manigua, que había estado en Asia y en tierras de negros y sabía mandar en una lengua bárbara!
Esperó, temblando, la hora de sobrecena, la hora íntima de los relatos y los proyectos. Contemplaba con amoroso orgullo al padre bárbaro. ¿Qué pasado, arcano hasta entonces, se le iba a descubrir? ¿Y qué porvenir se anunciaría para él, que ya empezaba a florecer en pubertad?
Habló el padre. Y a medida que el padre hablaba, Bernadetto sentía desplomarse en su alma todo el filial orgullo, todas las ilusiones, una por una, irremediablemente.
Santi, en horas de mala fortuna, había asistido como voluntario al desastre colonial de Filipinas, y en Cuba había tropezado y caído en el empeño de sostener la pobre hacienda paterna, y, al fin, se había hecho a la mar en busca de plata, aprovechando antiguos conocimientos de otras tierras, con una tripulación de coloniales humildes, guajiros y tagalos. Pero Santi no era marino; era hombre de tierra y costa; él quisiera su vida anfibia, como la de los viejos Anchonas, que tendían las redes y cogían maíz. Y recordaba los penosos viajes: cargamentos de naranjas y madera, aduanas, carbonajes, calmas interminables de tasajo y aburrimiento, trámites de consulado.
¡Dios! ¿Qué mar era aquélla? El hijo sentía un ahogo de fantasías heridas, y abría los ojos asombrados, suplicantes, esperando aún. Por momentos estallaban como bengalas en la narración nombres evocadores de puertos, de vegetaciones y de razas: palabras sólo.
Santi seguía hablando, reposado, aldeano. Ahora la vida ya estaba asegurada, ya el barco era suyo; pero los años pasan y la tierra siempre tira; aquél sería el último viaje; ya era hora de dejar la cochina mar, de recuperar las tierras del abuelo, tan miserablemente perdidas, de vivir en paz con la mujer y el hijo. Y si los tiempos no venían buenos..., ¡corcho!, un arado no pesa más que un timón. El último viaje, decidido; el barco, afortunadamente, se vendería muy bien...
Bernadetto no pudo sofocar más tiempo un sollozo convulsivo, rebelde, caída la cabeza entre las manos sobre los manteles.
Y ya estaba Santi de Anchona en su casa y el barco soñado y ágil amarrado por unos días al puerto. Bernadetto vivía ahora los momentos ansiados tanto tiempo: el barco de velas frondosas cargado de sabe Dios qué maravillas, los hombres extraños de ojos oblicuos y voz cantada, y, sobre todo, el padre, ¡su padre, patrón de marineros, que había guerreado en la manigua, que había estado en Asia y en tierras de negros y sabía mandar en una lengua bárbara!
Esperó, temblando, la hora de sobrecena, la hora íntima de los relatos y los proyectos. Contemplaba con amoroso orgullo al padre bárbaro. ¿Qué pasado, arcano hasta entonces, se le iba a descubrir? ¿Y qué porvenir se anunciaría para él, que ya empezaba a florecer en pubertad?
Habló el padre. Y a medida que el padre hablaba, Bernadetto sentía desplomarse en su alma todo el filial orgullo, todas las ilusiones, una por una, irremediablemente.
Santi, en horas de mala fortuna, había asistido como voluntario al desastre colonial de Filipinas, y en Cuba había tropezado y caído en el empeño de sostener la pobre hacienda paterna, y, al fin, se había hecho a la mar en busca de plata, aprovechando antiguos conocimientos de otras tierras, con una tripulación de coloniales humildes, guajiros y tagalos. Pero Santi no era marino; era hombre de tierra y costa; él quisiera su vida anfibia, como la de los viejos Anchonas, que tendían las redes y cogían maíz. Y recordaba los penosos viajes: cargamentos de naranjas y madera, aduanas, carbonajes, calmas interminables de tasajo y aburrimiento, trámites de consulado.
¡Dios! ¿Qué mar era aquélla? El hijo sentía un ahogo de fantasías heridas, y abría los ojos asombrados, suplicantes, esperando aún. Por momentos estallaban como bengalas en la narración nombres evocadores de puertos, de vegetaciones y de razas: palabras sólo.
Santi seguía hablando, reposado, aldeano. Ahora la vida ya estaba asegurada, ya el barco era suyo; pero los años pasan y la tierra siempre tira; aquél sería el último viaje; ya era hora de dejar la cochina mar, de recuperar las tierras del abuelo, tan miserablemente perdidas, de vivir en paz con la mujer y el hijo. Y si los tiempos no venían buenos..., ¡corcho!, un arado no pesa más que un timón. El último viaje, decidido; el barco, afortunadamente, se vendería muy bien...
Bernadetto no pudo sofocar más tiempo un sollozo convulsivo, rebelde, caída la cabeza entre las manos sobre los manteles.
***
Se despedían por tercera vez, ya en la puerta. El cura estrechaba, bondadoso y reiterativo, la mano callosa de Santi.
—Una lumbrera, Santi, créeme a mí. ¡Si tú hubieras visto al rapaz aquellos años! ¡qué devoción, qué alma la suya! Era todo fe, un iluminado, un elegido. Lo del socavón de Naya no sería verdad, cualquiera sabe; pero hubiera sido un misionero de fuego, quizá hubiera llegado a mártir. Yo hice lo que pude por fortificarle aquella fe; y lo conseguí, vaya: a un abismo le hubiera llevado con los ojos vendados. Fue después cuando cambió; sin perder fuego, eso sí. Ese empecatado Lobo me lo trastornó.
—Pero, en fin, disposición para el estudio... ¿usted cree?
—Toda, hombre, te lo digo yo; y vocación. Ya verás cómo le toman cariño y respeto en el Seminario. ¡Una lumbrera, Santi! Ah, ese Lobo de los demonios, ése me lo echó a perder. Si a mí me lo hubieran dejado..., un mártir, no te digo más.
Santi se rascó la cabeza gacha y rebelde; aquella idea no acababa de entrarle. Decidió al fin:
—Recristo, un mártir... Cura me gusta más.
—Una lumbrera, Santi, créeme a mí. ¡Si tú hubieras visto al rapaz aquellos años! ¡qué devoción, qué alma la suya! Era todo fe, un iluminado, un elegido. Lo del socavón de Naya no sería verdad, cualquiera sabe; pero hubiera sido un misionero de fuego, quizá hubiera llegado a mártir. Yo hice lo que pude por fortificarle aquella fe; y lo conseguí, vaya: a un abismo le hubiera llevado con los ojos vendados. Fue después cuando cambió; sin perder fuego, eso sí. Ese empecatado Lobo me lo trastornó.
—Pero, en fin, disposición para el estudio... ¿usted cree?
—Toda, hombre, te lo digo yo; y vocación. Ya verás cómo le toman cariño y respeto en el Seminario. ¡Una lumbrera, Santi! Ah, ese Lobo de los demonios, ése me lo echó a perder. Si a mí me lo hubieran dejado..., un mártir, no te digo más.
Santi se rascó la cabeza gacha y rebelde; aquella idea no acababa de entrarle. Decidió al fin:
—Recristo, un mártir... Cura me gusta más.
***
Bernadetto llegó al faro escondiéndose de la gente por temor al padre, que se lo había prohibido terminante. ¡Ah, el padre; de qué modo se habían quebrado los hilos de ilusión que le ligaban a él! Nunca se había sentido tan solo. Por la mañana había estado en el puerto contemplando el barco, que se encabritaba en la mar picada ávido de encabezar nuevas estelas, y había sentido lástima del pobre barco sólo por ser de su padre; le parecía un potro salvaje uncido a un arado. ¡Barco! ¡Potro salvaje! ¡Cómo le palmotearía el viento en las ancas cuando galopara la mar salada de las sirenas!
Se detuvo un momento ante la escalerilla del faro; las gaviotas chillaban bajas, en revuelo, y en el cielo, brumoso, se anunciaba la veta roja de los relámpagos.
El Lobo, detrás de una botella de ginebra, estudiaba su carta marina. Tenía puesta la casaca pirata y el tricornio, y gesticulaba, con el dedo ganchudo del hierro fijo en un punto imaginario de la vitela —¡su isla!—, y con el índice de la mano útil trazaba caminos arbitrarios.
Oyó al muchacho con los ojos brillantes de sarcasmo. Hizo el comento:
—Marinero, marinero... Buen destripaterrones está hecho tu padre.
Bernadetto no supo protestar. Era verdad. Se avergonzó sumiso.
—Conque a labrar el surco, ¿eh?, y tú al Seminario. Rayos, y ese velero delgado... La “Golondrina” se llama; alas debía tener. ¿Tú lo viste, Nardetto? ¡Si yo tuviera la otra mano!
—Calló, sombrío de repente.
—¿Cuándo levan?
—Mañana al ser día.
El Lobo arrastraba nervioso su pata de palo, barbotaba canciones escondidas de compases remeros, enclavijando los dedos. ¡Mañana! Tembló, apretando un brazo del rapaz:
—Si te atrevieras...
Bernadetto no pudo contener un estremecimiento al oír. Una vieja emoción, recién resucitada, le encendió la sangre y le alumbró los ojos. Se transfiguró, transido de fiebres, al aliento caliente de la turbonada que se fraguaba fuera. Volvió la vista a la ventana, apretándose contra el Lobo; rodaba alto el primer trueno.
—Tendremos galerna.
—¿Miedo tú, Nardetto?
—¡Yo...!
Soñaron juntos el tesoro, la isla, las sirenas.
—Salta la ventana en cuanto duerman, lobezno.
Se detuvo un momento ante la escalerilla del faro; las gaviotas chillaban bajas, en revuelo, y en el cielo, brumoso, se anunciaba la veta roja de los relámpagos.
El Lobo, detrás de una botella de ginebra, estudiaba su carta marina. Tenía puesta la casaca pirata y el tricornio, y gesticulaba, con el dedo ganchudo del hierro fijo en un punto imaginario de la vitela —¡su isla!—, y con el índice de la mano útil trazaba caminos arbitrarios.
Oyó al muchacho con los ojos brillantes de sarcasmo. Hizo el comento:
—Marinero, marinero... Buen destripaterrones está hecho tu padre.
Bernadetto no supo protestar. Era verdad. Se avergonzó sumiso.
—Conque a labrar el surco, ¿eh?, y tú al Seminario. Rayos, y ese velero delgado... La “Golondrina” se llama; alas debía tener. ¿Tú lo viste, Nardetto? ¡Si yo tuviera la otra mano!
—Calló, sombrío de repente.
—¿Cuándo levan?
—Mañana al ser día.
El Lobo arrastraba nervioso su pata de palo, barbotaba canciones escondidas de compases remeros, enclavijando los dedos. ¡Mañana! Tembló, apretando un brazo del rapaz:
—Si te atrevieras...
Bernadetto no pudo contener un estremecimiento al oír. Una vieja emoción, recién resucitada, le encendió la sangre y le alumbró los ojos. Se transfiguró, transido de fiebres, al aliento caliente de la turbonada que se fraguaba fuera. Volvió la vista a la ventana, apretándose contra el Lobo; rodaba alto el primer trueno.
—Tendremos galerna.
—¿Miedo tú, Nardetto?
—¡Yo...!
Soñaron juntos el tesoro, la isla, las sirenas.
—Salta la ventana en cuanto duerman, lobezno.
***
El cocinero, de guardia en la “Golondrina”, oía más el acordeón que los truenos. Estaba solo en el barco; había fiesta de despedida en la taberna. ¡Oh, las viejas canciones de emoción desvaída y la taberna del puerto sonora aquella noche de blasfemias y de libras esterlinas! La “Golondrina” se mecía al aire revuelto y al mar; borrascas primerizas, ¡bah! Las luces de la taberna le sirgaban los ojos y las piernas. El acordeón gangueaba ahora un aire criollo de siboneyes... el Camagüey lejano. Echó a andar con la mirada en alto.
Cuando una hora después la galerna arreció entre cobres de viento y trallazos rojos de relámpagos, el desertor volvió tambaleándose, despierto el miedo, hacia el barco abandonado. Un griterío le sobrecogió al embocar el malecón; se encendían luces en las ventanas, corrían hombres medio desnudos, y una bocina enloquecida clamó bajo la tronada.
Santi de Anchona, espantados los brazos y los ojos, se desasió de los hombres que intentaban sujetarle y corrió sin voz hasta el saliente alto del promontorio. Cayó de rodillas, roto. Pasada ya la barra, el barco galopaba con todas las velas, rebotando a ciegas en las crestas de la marejada; un relámpago alumbró la figura tensa del hijo en la rueda y el tricornio romancero del loco.
Detrás de Santi, la vieja de Treldes aullaba desmelenada:
—¡Satanás! ¡Ay la probe oveja bellida! ¡Lobo, lobo...!
Cuando una hora después la galerna arreció entre cobres de viento y trallazos rojos de relámpagos, el desertor volvió tambaleándose, despierto el miedo, hacia el barco abandonado. Un griterío le sobrecogió al embocar el malecón; se encendían luces en las ventanas, corrían hombres medio desnudos, y una bocina enloquecida clamó bajo la tronada.
Santi de Anchona, espantados los brazos y los ojos, se desasió de los hombres que intentaban sujetarle y corrió sin voz hasta el saliente alto del promontorio. Cayó de rodillas, roto. Pasada ya la barra, el barco galopaba con todas las velas, rebotando a ciegas en las crestas de la marejada; un relámpago alumbró la figura tensa del hijo en la rueda y el tricornio romancero del loco.
Detrás de Santi, la vieja de Treldes aullaba desmelenada:
—¡Satanás! ¡Ay la probe oveja bellida! ¡Lobo, lobo...!
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on 15 mayo 2022
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