Griselda Gambaro - "Relato donde toda la gente muere"

Posted by La mujer Quijote in ,

Novelista, dramaturga y cuentista argentina. En sus cuentos suele primar un mundo entre fantástico, surrealista y llanamente alegórico en los que la internalización de los mecanismos represivos de la sociedad y de la cultura reducen la individualidad a la nada o la anulan en un silencio acrítico. Algunos de sus cuentos fueron adaptados por ella misma al teatro. Su teatro ha sido calificado de "teatro ético" porque cuestiona la moral y se pregunta qué es la moral planteando preguntas sobre la justicia, la dignidad, el perdón.
Este cuento pertenece al volumen El desatino de 1964.

Al principio, la gente solía detenerse brevemente en la calle, con un sentimiento ingenuo, mezcla de admiración y envidia, para observar las antenas que comenzaban a aparecer sobre los techos. Estaban formadas por una simple varilla vertical cortada en el extremo por una horizontal más corta. Quedaban bien, sustituyendo las antiguas veletas que marcaban el camino del viento, los gallos rojos girando sobre los pivotes; incluso sustituyeron a los gatos o perros de terracota en las casas de los suburbios. Al ver a los gatos o a los perros, los niños muy pequeños preguntaban: «¿Son de verdad?», y los tocaban con una suerte de repetida alegría.

Algunos vecinos admiraban sonrientes la aparición de las antenas en las casas cercanas, otros censuraban el gasto, pero todos se prometían la emulación con una determinación feliz. Y era un día de callado regocijo en los adultos, de vocinglero en los niños (que habían olvidado gatos y perros de terracota), cuando por fin aparecía un técnico, pedía una escalera y la antena quedaba colocada en el punto más alto, triunfalmente, como la marca de una montaña vencida.

Las antenas recogían algo del aire (así imaginaba la gente) y lo trasmitían hacia el interior de las casas. Pero, por supuesto, no recogían polvo ni gotas de lluvia sino personas en un estado que podría llamarse de gracia o ideal. Sí, las antenas cosechaban personas del aire y las llevaban bajo los techos, ubicándolas en sitios convenientes, no en el pasillo o en la puerta de calle sino en el comedor o en el dormitorio; irrumpían desde la pantalla de un brillante aparato y resultaba imposible rechazarlas, no prestarles atención. Siempre contaban historias intrigantes o divertidas, y cuando se dirigían directamente a quien los observaba, por lo general un ser anónimo, de poco fuste hasta el momento, requerían complicidad con la sonrisa en los labios.

De este modo, la gente dejó de estar sola dentro de las casas, donde había vivido peleándose, haciendo el amor, comiendo, sintiéndose molesta incluso cuando algún vecino venía a pedir un favor a la hora de la comida o del sueño y no se marchaba rápidamente. Pero con el aparato creció la tolerancia, no fue necesario importunar a su vez, salir, hablarse, darse cuenta, justo en el momento de la comprensión, de que los otros resultaban extraños. Así, antes un hombre arrojaba una piedra al azar, y la piedra caía siempre en el ojo de alguno, pero ahora podía arrojar todas las piedras que quisiese con absoluta tranquilidad: nadie recibiría el impacto, esto si se le hubiera ocurrido lanzar piedras en lugar de tener las manos mansamente plegadas sobre el regazo. La gente se reunía en las habitaciones y observaba; sentía a los suyos cercanos y el corazón conocía por fin el sosiego de saberse excluido de las desdichas del mundo, despojado incluso de las propias desdichas. El aparato aportaba a ese centro, a ese nudo cerrado de seres, la vida como debía ser, desalojaba la nostalgia. Inmóviles —salvo el ávido parpadeo sobre las pupilas, el temblor de los oídos recogiendo sonidos—, los niños jugaban a vigilantes y ladrones, las parejas al amor, los pobres a los ricos y los ricos al desencuentro.

Todos se sentían mucho más felices que antes, a excepción de los que trabajaban para que los otros recibieran imágenes e historias en sus casas; esos experimentaban una decepción palpable. No bastaba actuar, se hallaban demasiado conscientes porque debían cambiarse de ropa, maquillarse, recordar la letra, los gestos. Solo esporádicamente podían sentarse a su turno y desdoblarse (no importaba si en los mismos que habían sido), sustituirse, olvidarse. En cierta forma, se sentían estafados porque ellos representaban a los magos y quedaban fuera de la magia. Sin embargo, contra toda lógica pero con entera certidumbre, esperaban un aparato autónomo donde ya no serían necesarios porque repetiría eternamente los episodios de todo lo que forma la vida después del nacimiento, es decir, el canto, la pena, la muerte del primer hijo y el nacimiento del primer hijo…; una vida increíblemente rica y completa, sin que contara para nada el mismo y penoso orden del tiempo exterior que conduce a la muerte. No, el tiempo solo correría allí, dentro del aparato, libre de las cronologías como en la poesía más pura.

Largas y complicadas antenas dibujaron redes de pescadores sobre los techos, tocándose, entremezclándose sin dejar filtrar el sol, apenas la lluvia. La gente concluyó por alegrarse de que afuera reinara también una penumbra descansada. Comprendía que llovía arriba, por encima de las antenas, debido a cierta atmósfera húmeda que invadía los cuartos, por los resfríos más frecuentes que se curaban solos, como si ni siquiera la enfermedad pudiera hacer presa de nadie. Debajo de los asientos creció un poco el musgo, suave al tacto como un terciopelo, y luego cayó dejando inadvertidas zonas opacas en la madera. Desapareció el musgo y no fue sustituido por nada porque incluso la lluvia dejó de caer. Todo tiene un sentido o aparenta tenerlo, ¿y para qué la lluvia o para quién? El hambre se transformó lentamente en una felicidad o una pesadilla de otros tiempos. Los campos se reencontraron en un sabor áspero y salvaje que pertenecía, más que ningún otro, a la tierra.

Los hombres y las mujeres seguían inmóviles. El cuerpo no es más fuerte que el alma, el alma estaba sentada, absorta, y el cuerpo no hacía más que acceder a todo, como siempre. Las mujeres comprendieron que eran mejores de lo que ellas mismas habían supuesto, porque dejaron de preocuparse por minucias, de comentar la vida de los otros e incluso de alegrarse discretamente por las desgracias ajenas como solían hacer mientras se compadecían. Y los hombres, de intereses más amplios y ambiciosos, renunciaron a ellos apáticamente, concentrados tan solo en la vida contada.

Los niños se movían a veces mientras las madres los chistaban sin volver el rostro. Se agitaban al compás de la música: «¡Ooooh!, ¡oaaay! ¡aaaaoyh!», demasiado inquietos aún, con la energía de la infancia, provocando en el ánimo de los padres uno de los últimos sentimientos, el fastidio por ese movimiento que los distraía. Algunos, los que tenían a los niños sentados a sus pies, se inclinaban, sin desviar el rostro del aparato, y les tanteaban los cabellos, que se habían vuelto largos y frágiles, con la mano ya sin forma procuraban sujetarlos por los hombros. Luego, por algún motivo, los niños se fueron quedando quietos, cada vez más quietos en la semioscuridad, mientras los padres se concentraban en los huéspedes hasta olvidarlos. Hubo excepciones: algunos quisieron preguntar como antes: «¿comiste?», «¿tomaste la leche?», pero temieron la respuesta y callaron. Los niños podían decir: «no», o «quiero la leche», con esa cansadora cantilena que les fue propia en un tiempo, recordada súbitamente. No querían enfrentar ninguna penosa disyuntiva, por eso, aun los padres mejores o más desaprensivos con los huéspedes, se contuvieron y callaron, sorprendidos y felices por ese estado de paz absoluta que reinaba en la habitación. Sin levantarse, se inclinaron y trataron de tantear nuevamente para saber si los niños seguían allí, pero las manos servían de poco y el gesto, realizado como en sueños, ciego, no les aclaró nada. Los niños desaparecieron o crecieron, imposible conocer lo sucedido porque en ese momento una de las personas sonreía a todos y decía: «Usted, querido, que nos está mirando…».

This entry was posted on 04 julio 2021 at 20:34 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comentarios

Publicar un comentario