Sylvia Iparraguirre - "En el invierno de las ciudades"

Posted by La mujer Quijote in ,

Novelista, cuentista y ensayista argentina. Su obra ensayística se centra en el campo de la lingüística. Con su marido y con Liliana Heker fundó El Ornitorrinco (1977/1986), la revista que está considerada como la primera publicación de resistencia cultural durante la dictadura militar argentina. Los temas que aparecen en su narrativa van desde la violencia a los personajes fuera del sistema o la desigualdad.
Este cueto pertenece al volumen del mismo título publicado en 1988.


    A veces, como hoy, le daba por sentarse en las plazas. Entonces se quedaba absorta, observando. Inventándole historias a la gente. Historias que después no iban a ninguna parte, no estallaban en ningún lado. Pero sabía algo: debía tener cuidado al observar. El puesto de observador encierra riesgos temibles para una naturaleza obsesiva. Por ejemplo, el chico de piernas flacas y moradas que terminaban en pies descalzos. La ropa seguramente de otro, el pantalón a mitad de las rodillas de cuatro años. El chico flaco condenado a vivir durante meses en su memoria la hostigaba sin descanso, la ahogaba en su propia inutilidad. Pero eso es cosa fácil. Lo desechaba de su mente por sufrimiento frívolo. ¿Qué tendría que haber hecho? Nadie lo sabe. Mientras tanto, el chico existe, crece en algún lugar mezquino con sus piernas moradas para siempre. Primer domingo de invierno, tarde tristísima. Había deambulado en la tarde como un barco perdido y al fin había llegado a la plaza. La plaza era una isla desierta y dentro de esa isla otra islita, su banco. Por ahora, su lugar en el mundo. Plantar un árbol en la islita, esperar que crezca y después abrazarse ferozmente a él. Entonces sí dejarse arrastrar por la corriente, que no era ya el río calmo de la vida, sino más bien una corriente turbia y tumultuosa, casi negra, como un túnel, en la que debía tratar de mantenerse arriba, en la islita. Una paloma se posó en el respaldo del banco. No debía distraerse de las palomas. Pero esa mañana, como muchas otras desde hacía un tiempo, no se había despertado con la imagen del chico sino con la carta. Las cartas suicidas también formaban parte de su actividad mental. Y las otras cartas. Insensatas pero reales. Cartas a tías solteronas en lejanos e imperceptibles pueblos de provincia. Tías a las que la casa paterna, solitaria, llena de espejos y de historias del pasado, se les caía encima. Entonces, cómo soportar esa soledad que grita a la distancia, ése no saber qué hacer con tantos recuerdos y la creencia en el Destino. La obligación de la carta optimista. Sobrina a la que se ha visto crecer sin sospechar nada, escribe cartas reconfortantes para usar de linterna cuando una se despierta a medianoche y los recuerdos son tantos en esa casa enorme y oscura. Como boca de lobo. Y los espejos. Y el reloj de la sala. Cartas con las que hacía o creía hacer señales a un náufrago. Pero ¿quién era el náufrago? Mejor mirar los coches, uno tras otro por la tarde invernal. Tarde que sedimenta dentro de su cabeza, como un montón de uvas aplastadas. Otro banco, no muy lejos del suyo. Muchacho que mira a chica en una plaza, sí. Tal vez un encuentro. Imposible. Los encuentros ya no se producen más. Mujer que en algún tiempo tuvo la cara parecida a una madonna. Sus tías lo decían. Ellas saben. Tías lejanas próximas a desaparecer. Por eso las cartas eran reales, estampilladas y mandadas. ¿Vería el muchacho del otro banco los últimos vestigios de su cara de madonna? El misterio de la forma. Cuidado con la apariencia. Si el muchacho del banco se acercaba, ella le iba a contar el sueño de hacía una noche. Así nomás. Una puerta alta y blanca de dos hojas, con filetes de oro, estilo Luis XV. El silencio es total. Las imágenes en colores. Tomo los picaportes dorados y abro las dos hojas a la vez. Un salón ovalado. El piso de mármol brilla; en los costados, ventanas curvas. Dorado y blanco y mármol, con una araña de luces que chisporrotea arriba, fría y remota como una constelación. Cierro las puertas y me quedo parada. Frente a mí, otra puerta igual a la anterior. El silencio vibra. Algo va a pasar. Lentamente, las dos hojas se abren, no hay nadie. Entonces, escucho los cascos. Nítidos, clarísimos sobre el mármol fulgurante. Aparece un centauro. No es el centauro convencional. Es más chico y feo. La parte de caballo parece la de un pony, un poco manchada y peluda. La parte del hombre se desdibuja. Yo estoy desnuda, pero también estoy vestida en el otro extremo de la habitación. Lindo tema para empezar una conversación en el banco de una plaza. Por qué atormentarse con las vidas imaginarias. Basta la propia. Algo había caído muerto a sus pies, hacía poco. Y ahí había quedado. Pero igual, todo seguía siendo palabras. El muchacho del banco se había levantado y caminaba hacia ella. No iba a ser fácil.
    —¿Tenés hora?
    —No tengo —dije—, pero deben ser las seis y media.
    El muchacho miró su reloj:
    —Qué pálpito —dijo—. Las seis y veinticinco. ¿Puedo sentarme?
    —Es una plaza pública —dije.
    —Te vi tan pensativa que pensé que a lo mejor tenías ganas de charlar.
    —No veo la conexión —dije—, charlar, por ejemplo, ¿de qué?
    —No sé. De cualquier cosa. De vos.
    —¿Estás seguro? ¿No será que querés hablar de vos?
    —No tengo mucho para contar —dijo el muchacho—. Vos me gustás. Me gustaste desde que te vi cuando te sentabas en el banco.
    Miré los autos que dejaban una estela de luces en el anochecer. Disgusto latente.
    —Pero vos a mí no me gustás. Quiero decir, por fuera. A lo mejor por dentro sí.
    —¿Por dentro…?
    —Sí, por dentro. ¿Qué soñaste anoche?
    —No soñé nada. No sueño casi nunca.
    —Vamos mal. Si una persona no sueña no me interesa. Antes de anoche soñé que subía al bote en el que muere el Rey Arturo y que veía la espada Excalibur cuando el brazo sale del agua y la agarra. ¿Entendés algo de lo que digo?
    El muchacho me miró en silencio.
     —Vos sos una pedante —dijo al fin.
    —Y vos en cuanto me viste contaste la plata que tenías para saber si te alcanzaba para un hotel.
    —¿Quién te creés que sos? ¿Marilyn Monroe? —dijo el muchacho con un gesto despectivo.
    —Y vos, ¿acaso sos John Lennon para que a mí me parezca interesante hablar con vos?
    Nos quedamos callados. Volví a mirar los autos que corrían en la tarde invernal. Me apaciguaba. Nada tenía demasiada importancia.
    —Te mentí —dijo el muchacho—. Hace unos días tuve un sueño.
    Suspiré.
    —¿Cómo era?
    —Alguien me perseguía; yo trataba de correr pero era como si corriera en cámara lenta. Me desperté angustiado. Fue un sueño horrible.
    —Lo acabás de inventar —dije—. No vale nada, lo sueña todo el mundo. Tratá otra vez.
    —Si te lo conté a propósito. Querías sueños, ahí tenés uno —y se movió incómodo en el banco.
    —¿Para qué viniste a sentarte a mi banco?
    —Los bancos son de todos —dijo el muchacho.
    —Ahora te copiás de mí. Bueno, tratá de nuevo.
    —Una vez tuve un sueño. Había un hilo invisible. Atravesaba la pantalla y yo tenía que caminar sobre él.
    —Está bien —dije—. Me aburrí. No quiero hablar más de sueños. Estoy harta de sueños. ¿Sabés lo que es un centauro?
    —Sí —dijo el muchacho.
    —Si te suicidaras, ¿dejarías una carta?
    —Sí —dijo él.
    —¿Qué pondrías?
    —Pondría que me perdonaran.
    Me moví hacia él en el banco.
    —¿Por qué? ¿Por qué que te perdonaran?
    —No sé. Por todo, porque nadie tiene la culpa, porque uno tiene que aprender a vivir, adaptarse. —Se hizo un breve silencio con su respiración y la mía—. Estoy hecho pedazos —dijo.
    Le miré la cara por primera vez. Lloraba mansamente, sin ningún gesto. Miré las palomas, el cielo oscurecido y los autos incesantes. Pensé que uno podía ser una paloma o un monstruo e igual hacerse pedazos.
    —¿A qué viniste a mi banco?
    —No sé —dijo el muchacho—. Estaba buscando un amuleto, algo.
    —No sé qué te puedo dar. Solamente tengo un trébol de cuatro hojas que encontré sin querer. —Lo busqué en mi libreta de direcciones. Ahí estaba, fósil. Se lo di.
    —Hoy empieza el invierno —dijo el muchacho—. Me tengo que ir.
    —No te vayas todavía —le pedí yo.
    —Sí, me tengo que ir, pero te voy a dar algo. —Un sobre blanco doblado en dos apareció en su mano—. Vos me diste el trébol. —Me puso el sobre en la mano—. Chau —dijo el muchacho.
    —Chau —le dije.
    Algunas luces empezaron a encenderse. Caminó un poco, se dio vuelta y alzó la mano. Yo también. Una paloma oscura planeó suavemente y le rozó el hombro.

This entry was posted on 19 junio 2021 at 20:47 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comentarios

Publicar un comentario