Mirta Yáñez - "Cortado en dos"

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Novelista, poeta, cuentista y ensayista cuabana, además de guionista de cine y televisión. Es investigadora (es doctora en filología y miembro de la Academia cuabana de la lengua) del discurso femenino en la literatura cubana, con especial hicapié en la narrativa. y sus trabajos. Además, en colaboración con otras investigadoras ha contribuido a difundir la obra de autoras prácticamente olvidadas o poco conocidas en el panorama de la literatura cubana. Es una de las responsables de la antología Estatuas de sal que recoge cuentos de diversas autoras cubanas desde los tiempos coloniales hasta la década del noventa del siglo veinte.
Este cuento se encuentra recogido en dos antologías, El búfalo ciego y otros cuentos de 2008 (antología de cuentos de la propia autora) y Habaneras de 2000 (antología de cuentos de varias autoras cubanas) pero no sé dónde fue publicado por primera vez.


    Están tocando a la puerta, qué pasillo más largo, tanto calor en diciembre, cuánta escandalera la de estos perros ladrando a quién sabe qué. No tuvo que cerrar los ojos para sobreimponerse la imagen de la helada ladera en el terruño gallego, apenas un rato silenciosa cuando los lobos dejaban de quejarse por el hambre durante aquel invierno tan duro. La niñita que entonces ella era, envuelta en la pelliza, las manos cuarteadas por el frío, los lamparones ásperos y despellejados, empuñando a pesar de todo la cubeta de leche recién ordeñada de la vaca Canela. Por cuánto pudiera tener una vaca aquí, en el patio. ¡Barcos a la vela y armas al hombro! Los cuatro perros arremolinados junto a sus piernas achacosas, casi no la dejaban avanzar por el comedor, lleno de muebles modernos. Mira que son incómodos. Y encima de todo esa mesa de pleívu, una desgracia divina. Ya vuelven a llamar a la puerta. ¿Seguiría en pie el establo después de sesenta, válgame Dios, setenta años? Oyó los pájaros revoloteando por el cielo raso, nidos de gorriones y cagaditas en las paredes, su hogar desde que vino a esta tierra. Calorosa y bullanguera como demonio, lo mejor que tiene. ¿No era ésta toda su casa? Y aquella otra. Del portalón y la habitación única para los dieciocho hermanos. Sonaba ahora el timbre eléctrico. Ese ruido le caía como una patada en ya se sabe dónde. Aún se detuvo un rato más en el salón. Cuenta, uno, dos, tres, todavía completos los tres vitrales enmarcados en el cristal mostaza de las ventanas: allí los peces de color amarillo, o morado, o azul, sobre un fondo azul más oscuro, tan diferente al mar espeso y negro de la travesía con las cabezotas metálicas de los submarinos alemanes rondando muy cerca, los dieciocho hermanos apiñados en torno a una cesta con queso y pan negro, nadie se mareaba aunque el peligro acechaba de tantas formas, ¿qué les esperaría a los viajeros en aquel nuevo mundo dio Colón?, luego otro paisaje marino, esta vez un barquito de velas avituallado por cordelajes y el cuerpo de navegación coloreado con ese tono encarnado tan singular e irrepetible, no hay otro sitio como La Habana para encontrarse ese rojo cuando lo atraviesa una ráfaga de sol por las mañanitas; el tercer diseño presentaba una escena rural, éste era el favorito, sí señor, con las montañas, el río que serpenteaba a lo lejos, las cinco palmas muy derechas, un bohío y el restallante pájaro rojo en pleno vuelo, la pincelada de amaranto que no podía faltar, ay, si parece que se mueve. ¡Riiiiiiiiing!
    Cuando al fin se abre la puerta, la muchacha parada en el portal no sabe qué hacer. Detrás de la anciana (y sus cuatro perros) cree adivinar una lámpara de bronce, gigantesca, con aquellos arabescos que, desde lejos, seguían recordando cabezas de serpientes. De sus ocho bombillos apenas quedaban encendidos ahora tres, pero iluminaban lo suficiente el salón húmedo, fresco, con olor a cuero, a madera dulzona por la encerrazón. Contrastaba su penumbra hospitalaria con el quemante mediodía de la calle. La muchacha reconoció, con un ramalazo de angustia, los anquilosados sillones de damasco, allí seguro aún las quemaduras del tabaco de abuelo, las mesitas japonesas, el televisor Philco del año cincuenta y tres con su cajón sombrío y pasado de moda, el cuadro de la ninfa y sus angelotes en el trance de colocarle la corona de azahar, el mantón sevillano claveteado en la pared del fondo y, faltaba más, los tres vitrales, todavía enteros, con aquel pájaro rojo en pleno vuelo, todo ahora en tamaño encogido, dentro de aquella atmósfera ecléctica y corriente del salón de la abuela.
    Hasta ese momento había estado convencida de que el único recuerdo sobre su tierra era una interminable caminata bajo el sol (ese sol redondo y amarillo como de tarjeta postal); el anuncio desmesurado de la cerveza en la valla del aeropuerto con la espuma dorada desbordándose de la copa, la mirada casi lasciva del hombre que afirmaba en un globito salido de la boca empañada por el último sorbo: Esto es Cuba, Chaguito; el asfalto que parecía derretirse bajo sus zapaticos blancos (los de salir) hasta llegar a la escalinata del artefacto volador, más grande que el anuncio, mami, qué miedo me da. Oh, mira que durante tanto tiempo se tragó el cuento del solitario perrito chino que se despedía una y otra vez con tristeza, cada vez que su madre le cantaba la canción para que se durmiera pronto en las noches congeladas del primer apartamento de New Jersey, ese maldito frío.
    La anciana dijo varias frases y la muchacha pensó que le estaba hablando también en chino:
    ―Bernal no regresa hasta las dos. Ya se lo expliqué a la ideológica. Pero no te preocupes que él llega a tiempo para preparar el círculo.
    La muchacha titubeó. Bernal era el hijo de tío Antonio. Tenía borrosa la cara del tío Antonio que pasaba solo su vida de viudo en las afueras de Miami. ¡Pero Bernal! Bernal pelado a la malanguita, con unos espejuelos sudados que se le rodaban hasta la punta de la nariz, trepado siempre en la mata de mangos del patio, para regalarle después uno de aquellos frutos amarillos y jugosos que ella recordaba con un corrien-tazo de electricidad en la nuca.
    ―Bueno ―dijo la muchacha―. Vuelvo más tarde.
    Quién se iba a atrever. De qué manera iba a decirle: Mire para eso, abuela, yo soy Rosie, la nieta de afuera. La del Norte. Aquella que se fue chiquitica, cuando sus padres y sus tíos, es decir, todos sus hijos, abuela, también se fueron. Ésta que habla un español demasiado correcto, sin comerse las eses ni los finales de palabra. Usted, abuela, está igualita. ¿Y yo? ¿Le recuerdo en algo a su nieta? La niña que robaba mangos con el primo Bernal. Ni manera. Así que Rosie dio media vuelta y cruzó hacia el parque de enfrente. Dios mío, qué cambiado y qué parecido estaba todo. Allí no seguía ya el puesto de fritas que tanto le arrebataba, los cartuchos de a peseta con las frituritas de calabaza, mariquitas de plátano, chicharrones de viento. Ni el anuncio lumínico de TOME MEJORAL. Ni el vendedor de billetes en la esquina, ni la carretilla con frutas y viandas. De todo eso se podía encontrar a montones en La Sagüesera; pero, qué va. No era lo mismo. Rosie, de pie, en medio del parque, con su pesado maletín colgándole al hombro, dedica una mirada a la avenida que baja a la izquierda, el cuchillo con la casona de la abuela, la panadería y el edificio del policlínico. Le parecen las cosas tan descoloridas, los baches de la calle, sólo en La Habana, que ella supiera, se podían encontrar esos baches cavernícolas, los automóviles del cuarenta todavía rodando, Ave María. Entonces, a qué viene esta euforia. Esas ganas de ponerse a brincar con el tropel de chiquillos que correteaban por el parque. ¡Por su parque! Se sentó de través en uno de los bancos de mármol. Esa posición le permitía observar la casona de la abuela, con las ventanas de vitrales (los peces, el barquito y el pájaro rojo) y la mata de mangos del patio, que empinaba su copa por encima del techo. Dime tú: en plena ciudad semejante árbol, una banda de perros y gatos de todos los pelajes habidos y por haber, los gorrioncitos que anidaban en el encofrado del salón. Y seguramente palomas, sí, palomas. Con esas mismas que abuela cocinaba sus sopas en caso de que a ella o a Bernal les doliera el estómago. ¿No serían acaso aquellas que estaban posadas en el parque las descendientes de las antaño sacrificadas al caldo calientico preparado por la abuela? Los cachetes le arden como si tuviera muy alta la temperatura. Rosie se pone la palma de la mano sobre la frente. Seguro que está volada en fiebre. ¿Gripe? ¿Los nervios? Inesperadamente acude a la planta de sus pies una sensación granulosa. Mueve los dedos tratando de recordar: el caldo de paloma hirviendo, la sábana bordada que la cubre hasta la barbilla en la cuna de nogal barnizado y en los pies unos escarpines enormes, llenos de borra de café. Pero no es verdad ahora, tan sólo la sensación que sobrevive veinte años. Aquellos hervores infantiles (treintinueve grados, oh, está pasada, cuarenta grados) que la abuela confiaba contener con la borra quemante de café, almacenada en unas medias blancas que se iban tiñendo lentamente de color marrón sobre los piececitos, la niña en la cuna delirando, la mirada lejana y asustada de Bernal, la frente ardiendo como ahora. Lo de los pies, mentira, una ilusión provocada por las palomas y la visión de las manos de la abuela, suaves, algo rojizas y llenas de arrugas, las mismas que palpaban su frente afiebrada veinte años atrás. Miró el maletín a su lado y pensó inopinadamente en las tres maletas desbordadas que dejara en la habitación del hotel. La madre se había empeñado en rellenarlas hasta los topes. ¿Qué diría Bernal? ¿Qué pensaría Bernal de su prima Rosie? ¿Se acordaría también de las tardecitas trepados en la mata de mangos leyendo muñequitos de Lulú y Tobi? Ahora ella conocía a muchas niñas como Lu-lú. ¿Pero cómo sería hoy el primo Bernal? Cuando el tío Antonio decidió «que se había muerto para siempre», con la frase melodramática que lo condenaba al ostracismo familiar, todo por haberse quedado con la abuela, nadie, allá, llegó a saber nada de Bernal. Aunque en las fotos que subrepticiamente mandaba por correo la abuela, se veía la misma mirada compasiva y tímida, los lentes caídos, la semejante sonrisa cálida que ostentaba en la puerta de la habitación las veces que Rosie volaba en fiebre. Como ahora mismo.
    Volvió a sonar la puerta.
    Cuando la anciana abrió de nuevo, la muchacha aguardaba otra vez en el umbral. Tenía un aire enfermizo y la frente llena de sudor. Las mejillas aparecían encendidas como si hubiera corrido ladera abajo por la montaña. A la vaca Canela le gustaba esconderse y costaba tanto trabajo dar con ella.    También los colores se le subían a la niña pastora en el amanecer nevado. Ahora este calor.
    ―Ah, ah, pasa y siéntate. Qué cara traes. ¿Quieres tomar café? Está acabado de colar. Qué solera hace, ¿no es verdad? Lo mejor que puede pasarle a cualquiera. La frialdad es lo último. Yo no soporto el frío. Cuando era chiquilla se me pelaban las manos. ¿Quién traía la leche si yo no iba? Cada cual hacía lo suyo. No te conté que el frío más grande lo pasé esa vez que se incendió el granero del señor marqués. Yo acababa de tener el tifus. Mamá me cuidaba tanto las trenzas larguísimas, y luego casi me quedo sin pelo. Se quemaba el granero, te decía eso. Y la candelada llegaba hasta mi casa. ¡A correr se ha dicho! Yo tenía todavía las piernas muy débiles y no podía ni caminar. Primero salvaron a la vaca Canela y después mi hermano mayor me llevó cargada hasta el lindero del bosque. Y allí me dejó. Un frío de puñeta, mi niñina. El señor marqués se paró a mi lado, de casualidad, y puede ser que le diera lástima el temblor que yo estaba pasando y me echó arriba el capote de su caballo. Gracias a los cielos. Mi ropón se había llenado todo de hielitos, la cabeza rapada. ¡Metía miedo! No molesten a la muchacha ―la abuela regañó a los perros con un movimiento de la mano, de arriba abajo, como sacudiéndose un líquido invisible, gesto campesino, secular, le pareció a Rosie. Luego empezó a servir el café desde una jarra de porcelana con flores azules y rosadas, muy descascarada en los bordes. Hubo un silencio espinoso. La abuela lo rompió:
    ―Seguro que tú eres periodista.
    Rosie contestó enseguida que sí. ¿Por comodidad? ¿O por qué diablos?
    ―Todos los amigos de Bernal estudian periodismo. Se pasan la santa vida pregunta que te pregunta. Y tú tan callada. ¿No quieres preguntar algo?
    Qué clase de lío. Rosie tenía un sinfín de preguntas por hacerle a la abuela. Pero así, francamente, no se le ocurría nada de nada. Mira los vitrales y cuenta, uno, dos, tres, maravilla que todavía estén completos, el pájaro rojo en pleno vuelo, se diría que se mueve. La abuela espera que diga algo. ¡Me cacho en la mar salada! Rosie abrió la boca y tragó una bocanada de aire: sin anuncio de ningún tipo le había llegado, desde qué socavón del subconsciente, aquella vieja expresión de fastidio del abuelo. El abuelo ibérico, de legítima cepa, el abuelo del tabaco habano y el sombrero de yarey, que se quitaba solamente para bañarse (aunque a Rosie no le constaba]; el abuelo aplatanado, aunque seguía bailando la jota el día de nochebuena, guardaba lejos del alcance de los nietos la reproducción en madera preciosa del hórreo, pronunciaba tercamente unas eses sonoras, espesas. Otra imagen de sopetón: su entierro en un cementerio arbolado, la abuela sollozando muy bajo, tapada la mitad de la cara por un pañuelito de encajes hecho a mano, de pie junto a una descomunal losa abierta, Bernal le toma la mano a la niña. Rosie estaba azoradísima, pero la abuela no parecía notarlo. Preguntar algo por salir del paso.
    ―¿Así que no le gusta el frío?
    ―En mi pueblo, donde nací, había mucha nieve. Todavía debe de haber. Mi casa estaba a orillas de un río que ya ni me acuerdo cómo se llama. En el invierno todo se congelaba y era muy bonito. Uno de mis primos se durmió en la nieve y no lo vimos más.
    La abuela quedó pensativa y habló de algo que no venía a cuento:
    ―En la montaña yo tenía una amiguita, una vecina que me acompañaba a cuidar las ovejas. Si los lobos se acercaban, ella cogía una lata y metía mucho ruido con una rama seca, mientras yo corría reuniendo al rebaño. A veces, cuando me quedo dormida, sueño con ella. No le veo la cara, no recuerdo cómo era su voz, ni siquiera pudiera decirte su nombre, pero sé que es ella. Al verano siguiente vine para acá y nunca más regresé ―la abuela se inclinó hacia Rosie y le dijo en un murmullo:
    ―¿Me trajiste sórbetos?
    Rosie dijo que no, y sin saber por qué sintió mucha vergüenza. Le volvieron a la memoria las tres maletas abarrotadas de cosas (¿inútiles?), donde no traía ni siquiera uno de esos misteriosos sorbetes que reclamaba la abuela. Rosie desvió la vista hacia el pasillo, mira que es largo, y distinguió, a través de la puerta trasera, el tronco de la mata de mangos donde Bernal y Rosario (cuando ella todavía se llamaba Rosario, Charito para la abuela) se trepaban a robar frutos dorados, eternos. ¿No era ésta toda su casa? Y aquella otra.
    ―Pero, abuela ―la palabra se le escapó, aunque a nadie pareció extrañarle, la voz de Rosie era chillona, familiar, desgarrada―. Dígame, ¿usted no extraña?
    ―¡Has visto qué calor está haciendo en diciembre! Bernal también prefiere el calor ―la abuela hizo una pausa― ¿Te gustan los dibujos de los vitrales? Las montañas son iguales en todas partes, pero mira ese pájaro rojo, no hay otro como él. Siempre está volando. Mi tierra aquella y esta otra también es la mía ―la abuela se hundió en el sillón de damasco como si dormitara, y luego dijo:
    ―Un pedacito allá y otro aquí. El corazón queda cortado en dos.
Rosie sintió que la mentira y toda aquella historia de la entrevista periodística pesaban demasiado. La frente le ardía como si también hubiera cerca un granero ardiendo en medio del invierno. Volvió a tragar un buche de aire y dijo por segunda vez en la tarde: Abuela. Entonces la puerta de la calle se abrió y entró Bernal. Caballeros, ése tenía que ser Bernal.

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