Rafael Sánchez Ferlosio - "Cuatro colegas"

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Novelista, cuentista y ensayista español. Autor enmarcado en la Generación del 50 (tal vez la última gran generación de la literatura española: Carmen Martín Gaite, Gil de Biedma, Juan Marsé, Carmen Laforet, Francisco Brines, Gamoneda, Aldecoa, ...). Inició su obra como cuentista y novelista en el marco del realismo social de posguerra (imprescindible su novela El Jarama aunque él parece ser que estaba más orgulloso de Alfanhuí). En la década de los 60 dejó un tanto de lado la narrativa para dedicarse al ensayo. Entre otros muchos galardones, fue Premio Cervantes en 2007.
El cuento está dedicado a Medardo Fraile.


De los cuatro colegas que tenía yo en aquella oficina, uno era simpático y educado, otro antipático y educado, el tercero antipático y maleducado y el cuarto simpático y maleducado. Yo, que soy más bien amigo de las distancias, guardaba el siguiente orden de preferencia: primero, con gran ventaja, el antipático educado; después el simpático educado y, casi a la par con él, el antipático maleducado, y finalmente, a enorme distancia, el simpático maleducado, del que si la objetividad no me obligase a reconocer que era, realmente, una buenísima persona, diría que resultaba un ser absolutamente abominable. El antipático maleducado era bastante duro de tratar, pero con él cabía la alternativa de la fuga y la prudencia, en tanto que la comparación entre el segundo y el cuarto me daba la ocasión de reparar en cómo mientras la buena educación es un remedio enteramente eficaz contra la antipatía, por el contrario, la simpatía, lejos de aliviar en nada la mala educación, la agrava y la potencia.
En efecto, aun después de tantos años, no puedo olvidar a aquel simpático maleducado, con los esfuerzos sobrehumanos a que me obligaba para domar la ira que me estallaba en el cuello y en las sienes y me bajaba hasta los nudillos y las uñas de las manos cada vez que me golpeaba riendo campechanamente los omoplatos con la más cordial de las familiaridades, a la vez que decía: «¡Sánchez! ¡Qué tío más grande!». Siempre me guardé bien de pedirle el más mínimo favor, aun a sabiendas de que era el hombre más generosamente dispuesto a hacerlos, que incluso parecía disfrutar más él mismo que el beneficiario. Pero yo aborrecía su manera de interpelar, de responder o de reír; aquellas «autocarcajadas» —como las designaba yo para mis adentros— con las que celebraba sus propios y constantes juegos de palabras, para los que demostraba la más idiota de las facilidades. Y, sobre todo, la manera de quitarse el sombrero y el abrigo, dejándolos caer en la primera silla que tuviese a mano. A solas en el despacho, miraba yo aquel abrigo encima de la silla, parte de las solapas medio apoyadas contra la parte baja del respaldo, pero nunca plegado, ya con el forro para afuera, ya con el forro para adentro, sino mitad enseñando el paño, mitad enseñando el forro —¡azul celeste, lo recuerdo bien!—, y esta mitad que me enseñaba el forro, presentando el arranque de la manga sobresaliendo un poco, porque al sacar el brazo se despreocupaba de que la manga se viniese un poco tras el brazo —pero no del todo como cuando se vuelve un calcetín—; así que mientras la otra manga, que presentaba el paño, caía a la otra parte, tocando el pavimento, aquel muñón o tubo de la manga semivuelta —hecha más rígida por la propia doblez— sobresalía diagonalmente, en la cima de aquel montón informe, apuntando hacia el abierto montante de la puerta, como un obús dispuesto a bombardear por elevación a cualquier pobre cliente que avanzase por el pasillo hacia la puerta cerrada del despacho. Pero ni aun todo el tormento que la visión de aquel abrigo llegaba a producirme tenía fuerza bastante para hacerme vencer mi repugnancia ante la sola idea de tocarlo y recolocarlo en la postura que tienen los abrigos de las personas que tienen la más mínima dosis de buena educación.
Se llamaban, por el mismo orden en que al principio los he cualificado, Medina, Yanguas, Núñez y Menéndez. Pero yo cualifico y clasifico olvidándome de que yo mismo podría ser juzgado. Sin embargo, las cuatro combinaciones posibles con las dimensiones de la simpatía y la educación las agotaban mis cuatro compañeros. ¿Dónde podría entrar yo?

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