Grace Paley - "Deudas"

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Este cuento pertenece al volumen "Enormes cambios en el último minuto" de 1974. La versión es la de J. M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez.


 

Hoy vino a visitarme una señora. Dijo que tenía en su poder los archivos de su familia. Se había enterado de que yo era escritora. Y pensó que quizás pudiera ayudarle a escribir sobre su abuelo, un célebre renovador del teatro yiddish, un gran soñador. Le dije que ya había utilizado absolutamente todo lo que sé sobre el teatro yiddish en un relato que escribí, y que no tenía tiempo de aprender más cosas para escribir luego sobre ello. En mi caso, ha de transcurrir mucho tiempo entre el saber y el contar. Me ofreció un porcentaje de los beneficios, pero eso es algo demasiado confuso. Nunca haría irrumpir la vida de su abuelo bajo mi pluma.

Al día siguiente, mi amiga Lucia y yo tomamos café y hablamos de esa mujer. Lucia comentó lo duro que debía de ser tener archivos de la familia o incluso sólo historias sobre abuelos notables o tíos famosos cuando uno tiene ya sesenta o setenta años y no hay ningún escritor en la familia y los niños han llegado ya a la mitad de su vida. Dijo que era una lástima perder toda aquella herencia, sólo por el propio carácter mortal de uno. Le dije que sí, que lo comprendía. Tomamos más café. Luego me fui a casa.

Pensé en nuestra conversación. En realidad, yo nada le debía a aquella señora que me había visitado. Tal vez debiera algo a mi propia familia y a las familias de mis amistades. Es decir, explicar sus historias con la mayor sencillez posible, a fin, se podría decir, de salvar algunas vidas.

Como fue idea suya, la primera historia es la de Lucia. La cuento para que algunos recuerden a la abuela de Lucia, y también a su madre, que en esta historia tiene ocho o nueve años.

La abuela se llamaba Maria. La madre, Anna. Vivían en Manhattan, en la calle Mott, a principios de siglo. Maria estaba casada con un hombre llamado Michael. Este hombre había trabajado mucho, pero la mala suerte y algunos recuerdos espantosos lo condujeron al hospital de locos de Welfare Island.

Anna hacía todas las mañanas el largo viaje en tranvía y luego en tren y el tranvía de nuevo, para llevarle la comida caliente. Él no podía soportar las comidas del hospital. Cuando Anna salía de las calles empedradas de Manhattan, cuando cruzaba el puente y salía al campo, a Welfare Island, siempre se sorprendía. Se entretenía jugando en las verdes riberas del río. Cogía flores silvestres en los campos, y luego subía al pabellón de los hombres.

Una tarde llegó como de costumbre. Michael se sentía muy débil y le pidió que le ayudara a recostarse y que le sostuviera al borde de la cama mientras comía. Así lo hizo, y por eso cuando él cayó hacia atrás y murió quedó en los débiles bracitos de la niña. Pesaba mucho. Le sostuvo así sólo uno o dos minutos, y luego le dejó caer en la cama. Avisó a un enfermero y se fue a casa. No lloró, porque no le quería. Habló primero con una vecina y luego, juntas, se lo contaron a su madre.

Pero la parte principal de la historia es ésta:

Aquel hombre, Michael, no era su padre. Su padre murió cuando ella era pequeña. Maria, con varios hijos pequeños, había procurado sobrevivir y afrontar los tiempos difíciles lo mejor posible. Vivió con familias distintas del barrio, parientes más o menos próximos, y trabajó de firme ayudando en las tareas de las casas. Trabajaba bien y sucedió que, además, se hizo famosa por el excelente pan que hacía. Normalmente, vivía un tiempo en una casa preparando un pan formidable. Hasta que, un día, el hombre de la casa decía: «Maria hace un pan excelente. ¿Por qué no puedes aprender tú a hacerlo igual?» Y lo más probable es que después pareciera admirarla en otros aspectos. Prudentemente, su esposa pedía a Maria que se buscase otra casa, muchas gracias.

Un día, en la fiesta de primavera de la calle, conoció a un hombre llamado Michael, pariente de amigos. No podían casarse porque Michael tenía esposa en Italia. Para vivir con él, Maria planteó a su lúcida mente las siguientes verdades:

  1. Aquel hombre, Michael, era alto y tenía una cicatriz peculiar en el hombro. Su difunto marido también era insólitamente alto y también tenía una cicatriz en el hombro.

  2. Aquel hombre era pelirrojo. Su difunto marido también era pelirrojo.

  3. Aquel hombre era sastre. Su marido era sastre.

  4. Y se llamaba Michael. Igual que su difunto marido.

Y así, razonando consigo misma, Maria pudo permitirse no vivir sola durante un período importante de su vida, disponer de un padre para una mejor formación de sus hijos, de la satisfacción de un hombre en la cama, de un esposo a quien servir. Con todo y con eso, y pese a que murió en sus brazos, a Anna, la niña, no le gustaba nada aquel hombre. Una lástima, porque él siempre la llamaba «mi pequeña». Cuando iba a verle al hospital, le encontraba siempre esperando en el pasillo o al borde de la blanca cama, y ella siempre le decía: «Hola, tío, aquí tienes la comida. De parte de mamá. Bueno, tengo que irme».

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