Nawal al-Saadawi - "La mujer en la literatura árabe"

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Novelista, ensayista, cuentista, psiquiatra y feminista egipcia. Su familia tuvo origen campesino humilde pero ascendió a clase media gracias al empeño de su abuela
paterna que luchó porque sus hijos accedieran a la educación. En 1973, como psiquiatra, inicia unas investigaciones sobre agresiones sexuales a las mujeres, derribando así siglos de silencio en torno al tabú del sexo. Es sobre todo conocida por sus obras sobre la condición de la mujer árabe y por su militancia feminista. Debido al recelo que inspiraban sus obras y a la campaña que desde las páginas de la revista al-Sahha (Salud) dirigió en pro de la salud, que incluía la lucha contra la pobreza y la discriminación, sufrió tres meses de cárcel bajo el régimen de Sadat, que suspendió la revista y prohibió la publicación y distribución de sus libros en Egipto. Es fundadora de la Asociación de Solidaridad de las Mujeres Arabes (AWSA), que goza del estatuto de organización consultiva en el Consejo económico y social de la ONU, arbitrariamente disuelta el 15 de junio de 1991 por las autoridades egipcias. Este trabajo pertenece al libro "La cara desnuda de la mujer árabe" (The hidden face of Eve: Women in the Arab World) de 1977. El tiempo transcurrido no lo ha hecho envejecer demasiado y eso no es bueno en este caso.La versión es la de María Luisa Fuentes.
Editado. Nawal falleció el domingo 21 de marzo de 2021. Ojalá, como ocurre en ocasiones, la noticia de su fallecimiento lleve asociado el descubrimiento de su obra por muchos que no la conocían.

La imagen de la mujer que han descrito los escritores y poetas árabes antiguos y contemporáneos no se diferencia apenas de la dada por sus homólogos occidentales. Las posibles diferencias se deben únicamente a que escribieron sus obras en tiempos y lugares distintos, o a que algunos escritores fueron más avanzados que otros. En cualquier caso, las variaciones son superficiales y no afectan a la imagen esencial de la mujer; porque ésta, viva en una sociedad industrial o en un medio agrícola, en un sistema feudal o capitalista, retrógrado o avanzado, oriental u occidental, cristiano o musulmán, sigue estando sometida al hombre bajo el sistema patriarcal.

Toda obra literaria se desarrolla a partir de una tensión interna y de unos conflictos que, independientemente de que se resuelvan o no en el desenlace, de que sean trágicos o cómicos, siempre constituyen un argumento que merece la pena ser contado. Tal y como sucede en la vida, existen conflictos y situaciones que pueden provocar en nosotros lágrimas y risas al mismo tiempo.

Quizá el conflicto más importante que ha existido, y que aún sigue existiendo, es el que plantean las relaciones hombre-mujer. Se trata de un conflicto iniciado el mismo día en que a la mujer se le impidió, contrariamente a lo que habría sido natural y razonable, poner su apellido a sus hijos y establecer el linaje. El sistema según el cual éste se establece a través del apellido del padre, no por haber durado milenios, es más natural o justo. Las injusticias aunque duren mucho tiempo no dejan de ser una injusticia. El conflicto entre hombres y mujeres, que empezó con el establecimiento del sistema patriarcal, se ha mantenido durante siglos hasta llegar a nuestros días. El hombre siempre ha temido que algún día la mujer pudiera recobrar los derechos que una vez perdió y, por ello, se ha dedicado a someterla física y psíquicamente por medio de leyes sagradas, de teorías científicas sobre su “esencia” y su psicología, de códigos morales e incluso valiéndose de ciertas emociones a las que ha denominado “amor, nobleza y protección”, pero que en realidad no eran más que celos y afán de dominio y posesión. Este temor casi obsesivo también se manifiesta en sus repetidos intentos por limitar la libertad de la mujer y controlar totalmente su vida, a veces de forma consciente y otras, inconscientemente. Parece como si el hombre intuyera que en el momento en que bajara la guardia, la situación cambiaría y la mujer se convertiría en un ser superior y muy poderoso.

A pesar de que durante los últimos cinco o seis mil años el hombre se ha servido de toda su capacidad racional y de su imaginación para dominar y someter a la mujer, no ha conseguido vencer el profundo miedo que ella le ha inspirado siempre y, en consecuencia, nunca ha sido capaz de suavizar la estrecha vigilancia a la que la ha tenido sometida. Han debido de existir razones muy sólidas que le aconsejaban mantener una extrema precaución. La primera de ellas es que el hombre violó las leyes naturales e impuso una situación antinatural. Porque las mujeres, desde que aparecieron sobre la faz de la Tierra, han parido hijos y establecían ellas el linaje. Los hombres no descubrieron hasta hace relativamente poco los misterios del embarazo y el nacimiento, permaneciendo durante años sumidos en la más absoluta ignorancia con respecto a estos procesos; parece normal, pues, que temieran todo ese misterio. Y por ello, temían el misterioso poder de las mujeres de dar vida, engendrar y parir hijos. El hombre de hoy en día no ha conseguido vencer este miedo, que sus predecesores padecieron durante millones de años. Algunos siglos de luz no han bastado para disipar ese miedo irracional que se remonta al principio de los tiempos.

El hombre no ha podido borrar de su memoria la imagen de la mujer-madre, dadora y creadora de vida, y antigua diosa.

El mito de Adán y Eva cuenta la historia del miedo del hombre hacia la mujer, sin el cual no se habrían atribuido a Eva las cualidades del mal, el pecado y los poderes maléficos. La mujer-demonio no es más que la encarnación del miedo del hombre. La mujer, que con su poder, encanto y seducción, hizo caer en la trampa a Adán, y lo hizo descender de las esferas celestes a la tierra firme, y que fue la causa de su perdición, su caída y su muerte, debió de ser una criatura con un poder aterrador.

La psicología moderna ha destacado el hecho de que en la psique humana existe un estrecho vínculo entre el miedo y el odio. Se trata de dos sentimientos que siempre están asociados y se refuerzan mutuamente. Según Freud, el hombre odia a la mujer y la cree en el origen de muchos peligros. En su ensayo El tabú de la virginidad, afirma que el hombre suele proyectar sus odios internos sobre el mundo externo, es decir sobre algo que detesta o desconoce. Como para el hombre, según este autor, la mujer es un ser peligroso, su primera relación sexual con ella está rodeada de una atmósfera amenazante. Así los sentimientos de Freud, científico cultivado y moderno, hacia las mujeres no se diferencian esencialmente de los de los hombres de algunas tribus africanas, que creen que si una mujer le pisa la pierna a un hombre, éste se volverá impotente o que si un hombre toca a una mujer durante la menstruación, morirá.

El temor a la mujer ha invadido al pensamiento científico, las artes y la literatura, y, en ocasiones, se ha convertido en una verdadera enfermedad. Existe un evidente paralelismo entre el pánico que experimentaba Freud ante una mujer y la aberración emocional de Bernard Shaw con relación al sexo femenino. En el ámbito literario, Shaw no ha sido el único escritor misógino; muchos otros han compartido sus mismos sentimientos. Entre los escritores árabes, podemos citar a Tawfiq al-Hakim y ’Abbas Mahmud al-’Aqqad. Las ideas expresadas por Freud sobre la pasividad de la mujer aparecen también en las obras de Tolstoi y Chejov. Éste último ensalza la fragilidad y debilidad de las mujeres en la historia titulada Mi amor; y esas mismas “cualidades femeninas” cautivaron a Mahmud al-Aqqad, según manifiesta en sus reflexiones sobre la vida árabe y egipcia:

Desde un punto de vista sexual las mujeres se refugian en la pasividad y en el recato, ya que la naturaleza ¡as ha destinado a ser el premio que consigue el hombre más fuerte y valiente. La mujer esperará a que el hombre más valeroso la conquiste primero, para después reaccionar de forma ambigua, mostrando sus dos facetas contradictorias: por un lado su libertad de elegir; y por otro, la lógica de una situación a la que se ha visto abocada sin haber sido consultada. Una ejemplo perfecto al respecto es el comportamiento de las gallinas que esperan pacientemente el resultado de la batalla entre los gallos o ceden a la voluntad del macho sin aparentar siquiera resistencia.

Si se parte de la convicción de que la mujer es pasiva por naturaleza, es normal que la energía y la fuerza se consideren cualidades antinaturales en ella. Una mujer enérgica y de fuerte personalidad es un ser anormal, un monstruo de la naturaleza, digno de desprecio y odio, o, al menos, de crítica y sarcasmo.

El hombre odia a la mujer de carácter enérgico porque proyecta sobre ella todos los temores acumulados por el sexo masculino durante siglos. Por ello, la fuerza y el carácter de una mujer son signos irrefutables de su maldad, superchería, hipocresía, astucia, malos propósitos, capacidad de destrucción y seducción, y de su condición de bruja y hechicera.

Si, como dice Mahmud al-’Aqqad, la mujer es pasiva por naturaleza, acepta la voluntad del hombre, pero respondiéndole con una mezcla de libertad y sumisión, ¿cómo es posible que otro escritor egipcio, Zaki Mubarak, afirme que la mujer es un demonio que conduce al hombre por el camino de la perdición? ¿Por qué Ibn al-Muqafa, otro pensador árabe, la considera capaz de hacerle perder la razón, la salud, la riqueza y la grandeza? ¿Cómo es posible que un ser pasivo por naturaleza adopte, en un abrir y cerrar de ojos, una actitud fuerte, activa y enérgica, como ocurrió con la mujer del Faraón que intentó seducir a José? Era una hermosa mujer que le ofreció sus encantos, ante lo que José implorando a Dios exclamó: “¡Oh Dios!, mi refugio y protector, Dios que me muestras el buen camino”. Si José no hubiera sido un servidor de Dios, ni hubiera creído en su omnipotencia, habría sucumbido a sus encantos y habría caído en el mal y el pecado.

Al proclamar la naturaleza pasiva de la mujer, el hombre se metió en un callejón sin salida, porque, partiendo de esa premisa, cualquier signo de fortaleza por parte de aquella sólo podría ser una argucia, un deseo de hacer el mal, una muestra de su astucia, hipocresía o perfidia. En la literatura árabe abundan los personajes femeninos astutos de los que el hombre ha de huir para no caer en sus redes mortales. Se trata de mujeres que manipulan las situaciones, conspiran y seducen a los hombres. El propio Mahmud al-Aqqad cae víctima de su propia lógica. Afirma que la mujer es un ser pasivo y, unas líneas más adelante, afirma con vehemencia que tiene una capacidad especial para dañar a sus semejantes y una inclinación natural hacia la depravación.

Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que la superchería es un rasgo característico de las mujeres; forma parte de su naturaleza independientemente de la sociedad en la que vivan. No es el producto de las costumbres o ¡as leyes. En ninguna época ha existido mujer alguna que no pecara de ella.

Al-’Aqqad va más lejos en su razonamiento y niega a las mujeres la voluntad de ser falsas o astutas, haciendo suyas las mismas ideas que sus antepasados, pensadores y filósofos, defendieron cuando le negaron a Eva el carácter voluntario de sus malas acciones, afirmando que no eran resultado de su voluntad y capacidad de elegir, sino un mero reflejo de la voluntad de Adán o de los deseos y designios de Dios.

Muchos han sido los escritores árabes que han destacado por su profundo odio hacia las mujeres. Ejemplo de ellos son Al-Ma’arri, Al-’Aqqad y Al-Hakim. A Al-’Aqqad se le conoce como el “mayor enemigo de las mujeres” y su odio hacia el sexo femenino quedó plasmado en muchas de sus obras, en las cuales llegó a superar en intensidad a su maestro Schopenhauer. Para Al-’Aqqad la mujer es un niño grande; tiene muchas de las caracteríasticas propias de los niños: la precipitación, la inmadurez, la imitación y la dependencia de los demás; es una criatura voluble, caprichosa, mentirosa e hipócrita; características que demuestran que es un ser salvaje y primitivo, que ni siquiera con los años puede mitigar o refinar estas cualidades.

Pero Al-’Aqqad a veces defiende también ideas diametralmente opuestas. En sus escritos asistimos al proceso por el cual esa criatura infantil e inmadura, esa gallina impasible que es la mujer, se transforma, de repente, en un ser extremadamente poderoso. En su novela Sara retrata a una mujer del siguiente modo: “Ella es la fuerza que representa a todos los seres vivos del universo y a cada uno de nosotros”. Para el autor esta fuerza es tan poderosa, abrumadora e injusta que no se diferencia de la de un tirano. En uno de sus poemas expresa así sus sentimientos:

Querida mía, cuán cruelmente injusta eres

Y cuán grande es mi aflicción

Tu imperio es todopoderoso

Pero me niegas cualquier explicación.

La mayor tiranía que un hombre puede sufrir

Es la tiranía que él mismo se permite.

Me hieres hasta las entrañas

y aun así, beso la mano que empuña el cuchillo.

El peor dolor que un hombre pueda soportar

es aquel con el que siente placer y se deleita.

Aquí tenemos un ejemplo claro de cómo el odio se puede transformar en amor apasionado, en un sentimiento enfermo que encuentra placer en la crueldad, la injusticia y el dolor, en un amor masoquista que acepta la humillación, se arrastra, se somete, e incluso “besa la mano” que le inflige el castigo y que hunde la daga en el corazón del amante.

Sin embargo, el masoquismo de ’Aqqad, se metamorfosea en seguida en sadismo, en agresión contra la mujer. Según él, el hombre debe dominar con firmeza a la mujer. Debe someterla sin piedad y asegurarse de que no caerá cautivo de su fitna y belleza. En su opinión, la belleza de la mujer no es auténtica, ni completa, no existe por sí misma, porque depende de la apreciación del hombre. Sólo el hombre existe por sí mismo porque es totalmente independiente y por tanto la auténtica belleza es la suya. De hecho la belleza de la mujer es sólo “fealdad”.

El odio y sadismo de ’Aqqad hacia las mujeres le lleva no sólo a creerse con derecho a castigarlas, hacerlas sufrir y traicionarlas, sino también a invitar a los demás hombres a hacer lo mismo. En algunos versos de sus poemas se pueden ver con bastante claridad sus perversos sentimientos hacia las mujeres. Sirvan de ejemplo las siguientes líneas: “Serás culpable si deseas dar a las mujeres lo que ni siquiera el Creador les ha dado”. “¡Traiciónalas! Y nunca seas fiel ni honesto con ellas. Sólo así responderás con sinceridad a su naturaleza esencial”.

Lo que ’Aqqad quiere decir es que sólo con la traición un hombre puede alcanzar el corazón de una mujer y ganar su amor. La mujer, en su opinión, sólo es fiel al traidor y solamente ama a quien la odia o abandona. Nunca dice sí, salvo cuando quiere decir no. La mujer es resbaladiza, astuta y mentirosa; piensa únicamente en el modo de engañar y de poner en práctica su capacidad de destrucción.

En el Corán se describe así a las mujeres: “Tienen una gran habilidad para traicionar a los demás”. ’Aqqad continúa explicando que dañar, conspirar y engañar son actos que integran su naturaleza, son armas que utiliza contra el hombre, independientemente de que éste la odie o la ame: “Es inútil culparla y recriminarle alguno de sus actos, nunca cambiará de conducta. El amor al engaño es consustancial a ella. Es su escudo, su protección, su maquillaje y un ejercicio mental que le infunde vida. El engaño es el arma que utiliza en sus maquinaciones contra amigos y enemigos”.

Sadismo y masoquismo son las dos caras de una misma moneda, y, por tanto, no es sorprendente encontrar dosis sustanciales de ambos en la narrativa y poesía de Aqqad. Sin embargo, en general, su actitud sádica y agresiva hacia las mujeres es exagerada, y consecuencia, probablemente, dé un complejo de inferioridad secreto que intenta contrarrestar demostrando su plena, aunque en realidad vacía, masculinidad. Su actitud revela un deseo intenso, aunque impotente, de dominar con crueldad a las mujeres. Se apoyó en El Corán para defender alguna de sus opiniones, concretamente en las azoras en las que se dice que los hombres son más responsables e inteligentes que las mujeres, porque la vida de éstas últimas no se rige por la fuerza de la razón, ni por la firmeza de su voluntad y sus opiniones.

Ninguno de los escritores cuyas obras he tenido ocasión de leer, independientemente de su procedencia, lengua o religión, ha podido superar esta concepción atávica de la mujer, aunque algunos de ellos se han destacado por su apasionada defensa de los derechos humanos y la justicia social, y se han opuesto firmemente a cualquier tipo de opresión o tiranía. Tolstoi, escritor de gran talento literario, en sus obras denuncia los males de la sociedad rusa feudal o burguesa, pero cuando habla de las mujeres no encuentra nada mejor que decir que: “La mujer es un instrumento del diablo. Suele ser estúpida, pero Satán le presta su inteligencia cuando ella actúa bajo sus órdenes”.

En la literatura árabe son muy frecuentes las imágenes en las que se identifica a la mujer con el diablo y se la describe como un ser con muchas caras:

A veces, cuando la miras, te sientes en compañía de un niño juguetón que abre sus ojos inocentes con toda la sorpresa e ingenuidad de la espontaneidad, sin artificio ni engaño. Luego, al cabo de unos instantes, la miras de nuevo, y te encuentras frente a una criatura vieja y astuta que ha consumido su vida conspirando y maquinando argucias contra otras mujeres y otros hombres. Ríe, y la pasión por ella te domina. Luego, vuelve a reír quizá pocos minutos después, y te encuentras frente a un espíritu con un gran sentido del humor, una inteligencia aguda y sarcástica, una mente filosófica y un ingenio que sólo poseen los que se enfrentan a la vida con valentía.”

En estas “reflexiones” ’Aqqad, una vez, más, se contradice con respecto a lo que había afirmado en otro momento: que las mujeres no tienen cerebro, y que habría que encerrarlas entre cuatro paredes, por ser criaturas sin inteligencia, piedad ni moral religiosa, “idólatras que nunca han sabido lo que es creer”.

'Aqqad y otros hombres de letras árabes contemporáneos no han progresado mucho con respecto a las opiniones de sus antecesores. Tampoco la imagen de la mujer que dan difiere mucho de la de las esclavas de Las mil y una noches. Los personajes femeninos que aparecen en sus obras siguen siendo mujeres caprichosas, esclavas juguetonas y hermosas, diablescas astutas, capaces de utilizar miles de artificios; peligrosas y versadas en las artes del engaño y la conspiración; amantes seductoras que cautivan con su pasión. En todo lo referente al sexo y el amor, son tan activas como Satán. La mujer, sea cual sea el papel que desempeña, el de reina o el de la esclava comprada en el mercado, sigue siendo una esclava. Aunque sea hija de un rey, una mujer valiente que lucha con coraje y firmeza, y su amante, un cobarde que tiembla de miedo ante cualquier dificultad, tendrá que dirigirse a él como “mi señor” y deberá servirlo. Ese fue el caso de Mariam al-Zanaria, que terminó sirviendo a Nur al-Din. En la mayoría de las historias, a la mujer se la compra y se la vende, y, al final, adopta la actitud sumisa de una esclava.

En Las mil y una noches hay cientos de historias de mujeres cautivas que se valen de la magia y la brujería para conseguir a sus amantes. Las mujeres hechizan a sus maridos ^ara que no obstaculicen el camino de sus deseos. Es interesante subrayar que en esta obra la brujería es monopolio de mujeres seductoras, versadas en el arte de la conspiración, que siempre consiguen que sus amantes caigan en sus brazos. Estas mujeres utilizan pociones y drogas para sumir a sus maridos en un sueño profundo y poder deslizarse hasta la cama de otro hombre. El libro presenta, con su propia lógica y su peculiar sistema de ritos, una imagen de la mujer que ha servido para mantener y reforzar la que se ha ido traspasando a través de los siglos. Y así ocurre en toda la obra, desde el cuento del sultán Mahmud, gobernador de las Islas Negras, al iniciarse el primer volumen, pasando por todas las interminables noches, hasta la historia de Qamar al-Zaman y su amante, en el cuarto tomo. Los engaños, argucias y conspiraciones que aparecen en Las mil y una noches están invariablemente asociados a las mujeres, al amor y al sexo.

Sin embargo, Shawahi y muchas de las mujeres que aparecen en estos cuentos son ejemplos de mujeres árabes fuertes y enérgicas. Mujeres que participan sin dudarlo en actividades políticas y en la guerra, luchando, espada en mano, en las primeras filas del campo de batalla. Una mujer así fue Hind Bint Rabia, a la que ya nos hemos referido anteriormente, que mató a un gran número de seguidores de Mahoma en la batalla de Ahad. Esta anécdota puede explicar por qué en Las mil y una noches las mujeres que luchan en las guerras no son musulmanas, sino brujas o hechiceras.

Del mismo modo que algunas mujeres árabes destacaron en el campo de batalla, en las actividades políticas y en la fitna, otras sobresalieron, por su versatilidad y creatividad, en los ámbitos de la literatura, las artes y las ciencias. Hubo mujeres libres y esclavas que alcanzaron cotas muy altas en estos quehaceres. Harun al-Rashid se casó con varias mujeres cultas y letradas, que sabían dar respuestas inteligentes a sus preguntas filosóficas, o a problemas vitales; mujeres que estaban lo suficientemente instruidas en el arte de la poesía como para completar con gracia y armonía un verso o una estrofa incompleta, o componer un poema admirable, aunque en los cuentos de Las mil y una noches los poemas escritos por mujeres aparecen en forma de citas.

En estos cuentos, la mujer-espíritu, o mujer-genio, ocupa un lugar muy destacado, lo que indica que la creencia en los “misteriosos” poderes femeninos seguía estando muy arraigada entre los árabes, y seguía relacionándose con los poderes sobrenaturales de los genios, los diablos, las brujas, la fitna y el sexo. En la literatura árabe moderna, aunque la mujer no ha adoptado la forma de estos genios, sí que ha asimilado su sustancia; exteriormente tiene apariencia humana, pero en el interior sigue siendo un genio, cuya naturaleza le induce al engaño, la traición, la conspiración y la seducción. Pertenece más al mundo de los espíritus que al de los seres humanos. Zaki Mubarak, al describir lo que considera características esenciales de las mujeres, dice que tienen mayor poder para destruir a los hombres que Satán y todos sus diablos juntos. ’Aqqad es de la misma opinión, pero atribuye esta capacidad destructiva y seductora de la mujer a su debilidad innata. Eva comió de la fruta prohibida y tentó a Adán para que hiciera lo mismo, porque por naturaleza ansiaba todo lo prohibido. Como resultado de su debilidad esencial, pasó a personificar la seducción y la tentación. Para Al-’Aqqad el árbol prohibido “simboliza y encarna todas los factores subyacentes en el interior de una mujer: el deseo de ser sometida, que engendra el gusto por la rebelión, la inconstancia (motivo por el que se niega a sí misma), la sospecha, la duda, la desconfianza, la obstinación, la curiosidad y la incapacidad para resistir, a no ser que sea suscitando pasiones, exhibiéndose o seduciendo.”

A Tawfiq al-Hakim se le conoce con el sobrenombre del “enemigo de la mujer”. Sus ideas son muy similares a las de ’Aqqad aunque quizá se diferencian en algunos detalles puntuales. En su historia Alrobat al-moqadass (El hueso sagrado), al-Hakim retrata a una mujer que se rebela contra su vida. Sin embargo, esta rebelión no se debe a que tenga ambiciones intelectuales o a que desee hacer algo valioso en la vida, sino más bien al vacío emocional al que las circunstancias la han llevado. El intelectual en esta historia, que de hecho representa al autor, afirma que la mujer ya no tiene convicciones ni creencias religiosas, y él tiene que conseguir despertar su conciencia y hacerla distinguir entre el bien y el mal. Al-Hakim describe a la mujer como una criatura que sólo obedece con fidelidad y lealtad a sus instintos más bajos, a sus deseos físicos, y que se comporta, en cierto sentido, como la heroína de Al-’Aqqad, Sara, que no concede el más mínimo valor a los aspectos religiosos, intelectuales o sociales.

Es inevitable pensar que Al-’Aqqad y Al-Hakim temían de forma consciente o inconsciente al tipo de mujer que describían, una mujer con excepcionales poderes y una gran vitalidad sexual, características ambas que no se ajustan a lo que los principios religiosos, morales y sociales imponen. Para Al-Hakim la mujer se cree con derecho al placer y la disipación, y habla de ello “con gran confianza y en términos desafiantes, como si los considerara sus derechos legítimos”.

En la literatura árabe también se trata el problema del honor en relación con la virginidad (tal y como se expuso en la primera parte de este libro). En realidad, estos conceptos no han evolucionado mucho desde sus formas antiguas, primitivas y absurdas. En su novela Do’a al-karawan, Taha Hussein describe los convencionalismos existentes con respecto al honor. La pequeña Hanadi es sacrificada como un cordero por su tío materno, con la ayuda y apoyo de la madre, a la que el autor retrata como una mujer débil e incapaz de proteger a su hija hasta el punto de que colabora en su asesinato. El tío queda impune, y nadie lo considera un criminal, sino que, por el contrario, es un hombre valiente y repetable por haber defendido el honor de su familia (con frecuencia repite el proverbio árabe que dice: “El deshonor sólo se puede lavar con sangre”). El joven ingeniero responsable de haber mancillado el honor de Hanadi también elude el castigo y, al final de la novela, se ve recompensado con el amor de la hermana de la víctima, Amna. Al principio, la historia gira en torno al deseo de Amna de vengarse del joven que ha sido la causa de la terrible muerte de su hermana. En sus propias palabras: “Ahora ya no hay remedio para que inevitablemente luchemos entre nosotros. Antes o después llegará un momento en el que tendremos que saber si no hay que pagar algún precio por la vida de Hanadi o si todavía queda en la Tierra alguien capaz de vengar la sangre que ha sido derramada”.

En ningún momento Amna piensa en vengarse de su tío cuya mano fue la que empuñó el cuchillo que terminó con la vida de su hermana. El autor en esta novela dice de las mujeres: “Son un estigma que hay que ocultar, un horma que hay que proteger, y un T’ard que hay que mantener intacto”.

En esta novela de Taha Hussein, la mujer es un ser desamparado en cuanto pierde su virginidad, impotente cuando decide vengarse de los que la han agraviado, y queda anulada en el momento en que se enamora. Gravita inerte alrededor del hombre, sin armas, poder, fuerza ni voluntad para siquiera defenderse a sí misma. Siempre es una víctima que el hombre destruye y aniquila, aunque también muchas otras cosas la destruyen: el amor, el odio, la venganza y el sometimiento material, psicológico, emocional y moral absoluto al hombre. En alguna ocasión, Taha Hussein demuestra una cierta simpatía hacia la mujer, pero sus sentimientos son los de cualquier árabe: la misericordia condescendiente del hombre superior y poderoso que mira desde las alturas a una mujer débil e inferior. Describe la lucha sexual entre Amna y el ingeniero como la de un hombre que combate con todas sus armas, poder y resolución contra la mujer para conquistarla, someterla y dejarla indefensa. Una descripción que serviría para ilustrar casi a la perfección las relaciones sadomasoquistas.

La mujer en las obras literarias de Naguib Mahfuz, quizá el escritor egipcio contemporáneo más conocido, sigue siendo “una mujer”, ya sea pobre o rica, ignorante o culta. Siempre es fundamentalmente la misma: una mujer que conserva su honor (o himen) intacto y lleva una vida sexual casta. En la mayoría de los casos en que no es así la causa es la pobreza. Quizá esto suponga un paso adelante con respecto a las obras de los escritores anteriores, en las que las mujeres perdían el honor porque se dejaban llevar por sus bajos instintos, sus pasiones (en el sentido sexual de la palabra), su debilidad femenina, o porque no tenían cerebro. Aunque para Naguib Mahfuz, los pecados de las mujeres se atribuyen a razones económicas (la pobreza), su concepción del honor es la misma y se concentra en los órganos genitales externos.

Aunque Naguib Mahfuz ha defendido posturas políticas progresistas y ha abogado por la necesidad de la justicia social, su actitud y sus opiniones sobre la mujer no se diferencian mucho de las de sus predecesores. Apoya el derecho de la mujer a recibir una educación y a trabajar siempre que sea para ayudar al padre o al marido en los ingresos familiares, y siempre que sus deberes no la obliguen a transgredir los preceptos morales y religiosos (morales en el sentido patriarcal). Además acepta la doble moral sexual según las cual, si un hombre y una mujer mantienen relaciones sexuales, la deshonra sólo recae sobre ella. Mahfuz, a veces, a través de alguno de sus personajes, reclama apasionadamente el establecimiento de un sistema socialista e imagina un modo de vida más humano y próspero: “La esperanza de poder realizar lo que siempre había soñado, sin transgredir los preceptos de la religión, le produjo un profundo sentimiento de felicidad”.

Es inevitable que Naguib Mahfuz caiga víctima de ciertas contradicciones irreconciliables. Por una lado, acepta que la mujer trabaje y gane dinero pero, al mismo tiempo, le niega la libertad individual. Le permite amar, pero, si realmente lo hace, la condena porque ha sido deshonrada. Considera que sólo dentro del matrimonio puede existir una relación legítima entre un hombre y una mujer, pero cuando una mujer piensa en términos de matrimonio, la acusa de conservadurismo, precaución e incapacidad para amar. Uno de sus protagonistas, comentando los deseos de su novia de que se comprometan formalmente, dice: “Lo que ella quiere es casarse conmigo, no quererme. Por eso es tan precavida y fría”. En una ocasión la describe como un animal sin inteligencia ni creencias religiosas, y, en otras, la retrata como un ser fuerte y poderoso. “Un hombre no emprende nada a menos que tras él haya una mujer. El papel que desempeñan las mujeres en nuestras vidas es parecido al de las fuerzas gravitatorias que hay entre las estrellas y los planetas.”.

La separación entre el amor y el matrimonio se remonta al antiguo concepto del hubb ’udri, o amor platónico, según el cual el matrimonio, del que el sexo forma parte, era relativamente pecaminoso. Esto llevó a la división de las mujeres en dos categorías: la mujer que tiene una gran capacidad de seducción y es apasionada sexualmente y la madre, pura, virtuosa, virgen, asexuada y desapasionada.

En la literatura árabe hay muchos ejemplos de ambos tipos de mujeres. La madre simboliza el amor desinteresado y noble, mientras que la otra mujer representa un amor degradado. El respeto que los árabes profesan a sus madres es sagrado, y se manifiesta claramente en muchas canciones, poemas, novelas y en determinadas tradiciones.

La mayor parte de las protagonistas de las novelas de Naguib Mahfuz sólo tiene un deseo: legitimar su existencia a través del matrimonio. La vida de las mujeres se reduce a pensar en los hombres y en soñar con un marido. Una vez casadas, se dedican exclusivamente a cuidar y complacer a sus maridos, y es la madre la que debe enseñar a su hija cómo lograrlo: “Todos los días, debes ser una mujer nueva para él, desafiante, tentadora y seductora”.

Uno de sus personajes es un hombre que se casa con una mujer trabajadora, de personalidad fuerte y confianza en sí misma. Este hombre, a ojos de la sociedad, es un ser débil, dominado por su mujer. De él se nos dice que no ha seguido los consejos de su madre, porque ella ya le advirtió que no dejara a su mujer trabajar fuera de casa. A este tipo de marido, Naguib Mahfuz lo describe como un hombre fracasado porque es la mujer quien toma las decisiones y quien domina su vida. Su esposa no le ama realmente, quiere a otro hombre, con el que traiciona a su marido. Mahfuz no se lo perdona y hace que muera durante un aborto.

Para el hombre, la mujer “femenina” representa el peligro y el sexo. Desearía que fuera pura como su madre, y, a la vez, pasiva y débil como un niño adorable. Al mismo tiempo, desea ardientemente a la mujer que lo seduce y lo cautiva con sus encantos, aunque le tenga miedo porque ante ella no puede oponer ninguna resistencia.

La mayoría de los escritores árabes contemporáneos no oculta su aborrecimiento hacia las mujeres valientes y emancipadas. El protagonista de uno de los libros de Abdel Hamid Yuda al-Sahar se enfada cuando ve que su amor, Kawsar, se ha puesto un bañador: “La sangre empezó a hervirle y le invadió un sentimiento de impaciencia y disgusto. Le pareció que estaba superficial y horrenda”.

El prototipo de hombre de las novelas y cuentos suele ser conservador, siente repulsión por las mujeres con estudios que se mezclan y bailan libremente con los hombres, pero, también, aborrece a las mujeres que se cubren el rostro con un velo o que son pobres y se pueden descarriar fácilmente. Pero en general, las peor consideradas son las mujeres instruidas, liberadas y emancipadas. Atrapado en medio de tantas contradicciones, el hombre no sabe cómo defenderse y termina sumido en una gran confusión: “Tenía la sensación de que todo se había derrumbado a su alrededor, y comenzó a caminar por la carretera como si se hubiera perdido. En su interior, muy adentro, sentía que el mundo que le rodeaba era extraño y desconocido”.

Ante el creciente número de mujeres que buscan y encuentran empleos fuera de la casa y que participan activamente en la vida social, los hombres árabes cada vez se muestran más inseguros y confusos. Sobre todo tras la expansión de la ideología socialista por los países árabes, los movimientos en contra del confinamiento de las mujeres se están extendiendo. La literatura árabe ha comenzado a reflejar esta nueva situación, y los conflictos y problemas que surgen como consecuencia de ella. Los hombres suelen aceptar que la mujer tenga una profesión o busque trabajo para ganar dinero, pero para ellos sigue tratándose simplemente de una ayuda que alivia las cargas económicas de la familia, una función secundaria de la esposa, cuyo papel principal es cuidar a su marido y a sus hijos. Las cualidades de la mujer ideal de las novelas siguen siendo la hermosura, la sumisión, la obediencia, la falta de personalidad y de ambiciones. La mujer perfecta es la que demuestra su pureza, dulzura y modestia, como siempre. A una mujer con personalidad y ambiciones, con los ojos bien abiertos, audaz y fuerte se la considera todavía fea, repulsiva y vulgar. En otras palabras, una perdida, una prostituta.

En las obras de Naguib Mahfuz, y particularmente en su famosa Thulathia (Trilogía) se aprecia muy claramente la división de las mujeres en dos categorías. Por un lado, el personaje de Amina, la pura y virtuosa, y, por otro, su polo opuesto, la prostituta Hania Umm Yasin. Aixa, hermosa, vergonzosa y tímida, encuentra su contrapartida en Jadiya, fea, vulgar y descarada. La novela también describe dos tipos de amor, el amor platónico (hubb ’udri) caracterizado por su carácter santo y puro, y el amor pasional: sensual, prohibido y pecaminoso, que encarnan las prostitutas y mujerzuelas.

Vemos pues que los escritores árabes han asumido también las categorías femeninas que el sistema patriarcal ha institucionalizado. Porque, según este sistema, una mujer o es una madre pura y sagrada, esposa frígida, casta, y respetable o es una prostituta o amante, una mujer caliente, pusilánime y seductora.

Naguib Mahfuz utilizó estilísticamente la agresión sexual contra la mujer como símbolo de la agresión armada contra una nación. El mismísimo día que Yasin decide violar a la sirvienta negra de su mujer, y el padre obliga a su vecina Umm Mariam a acostarse con él, las tropas británicas marchan por el barrio de El Cairo en el que Yasin vive. Pero, a pesar de este simbolismo, en un plano estrictamente individual, para Naguib Mahfuz, el honor y la integridad de la mujer son totalmente diferentes del de los hombres, pues sólo dependen del tipo de relaciones sexuales que mantenga con ellos, sin atender a ningún otro tipo de consideración.

Puede resultar paradójico, pero lo cierto es que en la literatura árabe, el personaje de la prostituta suele desempeñar un papel mucho más importante que el de la mujer pura y virtuosa. Es como si la pureza y la virtud no fueran cualidades lo suficientemente atractivas como para suscitar interés en la vida real y en las historias de ficción. Parece, pues, que la prostituta representa a la mujer real, una mujer sin velo ni máscara, que se ha despojado de las mentiras que le ocultaban el rostro y ya no siente la necesidad de fingir que está enamorada o de simular virtud y devoción. En la literatura árabe contemporánea aparecen con mucha frecuencia las prostitutas. Este es el caso, en concreto, de las novelas de Naguib Mahfuz, en las que las prostitutas suelen tener características “vagamente humanas”. Una actitud que Naguib Mahfuz adopta como consecuencia de su sentimiento de superioridad, de su condescendencia y de su defensa de las teorías socialistas, pues para él son las circunstancias la causa de la perdición de estas mujeres. Sin embargo, Mahfuz todavía hace un análisis superficial de la situación, que no va más allá de las condiciones sociales, sin profundizar en la tragedia que las mujeres padecen, o en los factores reales que las han hecho víctimas de una injusticia implacable.

Los escritores y los hombres de letras árabes, clásicos o modernos, no han comprendido la tragedia moral y sexual que envuelve la vida de las mujeres y, por tanto, no han podido expresar nada que merezca la pena sobre el tema.

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