El cuento pertenece al volumen "אניהו" (en español se tituló "Un hombre sin cabeza y otros relatos") de 2002. La versión es la de Ana María Bejarano.
De todos mis amigos, el que más teorías tiene es mi amigo Gur. Y de todas sus teorías, la teoría con más probabilidades de ser cierta es sin duda alguna la del aburrimiento. La teoría del aburrimiento de Gur sostiene que la causa de casi todo lo que sucede en el mundo es el aburrimiento: los amores, las guerras, los inventos, los estucados de las paredes… El noventa y cinco por ciento de todo es puro aburrimiento. En el cinco por ciento restante incluye, por ejemplo, la paliza de muerte que recibió en el metro de Nueva York hace dos años, cuando dos negros lo atracaron. Y no es que aquellos dos no estuvieran también un poco aburridos, no, pero parecían mucho más hambrientos que otra cosa. El concepto ese, y desde todos sus puntos de vista, le gusta explicarlo en la playa, cuando ya está demasiado cansado como para seguir jugando a las palas o para meterse en el agua a nadar. Y allí estoy yo, escuchándolo por enésima vez, con la oculta esperanza de que hoy, por fin, llegue una tía buena a nuestro trozo de playa. Y no es que vayamos a intentar ligar con ella ni nada parecido, sino sólo por tener donde fijar la vista.
La última vez que tuve ocasión de oír la teoría de Gur fue hace una semana, cuando unos guripas lo pescaron en la calle Ben Yehuda con una caja de zapatos llena de marihuana.
–La mayoría de las leyes también se deben al aburrimiento –les explicó Gur cuando lo llevaban en el furgón policial– y está muy bien que sea así, porque les da más sentido. Los que se burlan de la ley se ponen nerviosos por si los atrapan y así van matando el tiempo. Y los policías, los policías se ponen más que eufóricos, porque cuando alguien impone la ley es cosa más que sabida que el tiempo vuela. Por eso, en principio, no tengo ningún problema con que me hayáis detenido. Sólo hay una cosa que me cuesta un poco entender, ¿por qué habéis tenido que esposarme?
–Cierra la boca —le ladró el policía de las gafas de sol que iba sentado a nuestro lado. Se le notaba que no le hacía ninguna gracia llegar ahora a la comisaría con un par de gilipollas que fuman hierba porque se han quedado sin dinero para cerveza, en lugar de con un violador en serie, un acosador o incluso un simple atracador de bancos.
Durante el interrogatorio, Gur y yo nos lo pasamos en grande, porque aparte de que allí había aire acondicionado había también una agente muy simpática y muy guapa que se quedó con nosotros unas cuantas horas –y hasta nos preparó un café en unos vasos de poliespán y a la que Gur le contó lo de su teoría sobre la guerra de los sexos consiguiendo que se riera por lo menos dos veces. La verdad es que el ambiente era absolutamente pastoral salvo por un terrorífico incidente: uno de los policías, que según parece había visto demasiados episodios de la serie NYPD Blue, entró de repente en la sala y quiso pegarnos a los dos. Pero nosotros espabilamos y lo reconocimos todo antes de que pudiera acercársenos siquiera. Ahora, como sólo estoy contando los momentos interesantes, seguro que parece que todo pasó muy deprisa, pero la verdad es que cuando todo ese asunto de rellenar impresos terminó ya se había hecho de noche. Entonces Gur llamó a Orit, que había sido su novia durante casi ocho años seguidos y que sólo hacía medio año que se había vuelto lo suficientemente lista como para dejarlo y buscarse otro novio más normal, y que llegó enseguida a la comisaría para pagar la fianza y sacarnos de allí. Fue sola, sin el novio, y todo el rato se comportó como si no se tratara más que de otra de las muchas cargas que Gur le imponía, porque se la veía fuera de sí de rabia. Aunque por otro lado no podía ocultar que estaba muy contenta de volverlo a ver y que lo echaba mucho de menos. Después de que nos sacara de allí, Gur quiso ir a tomar con ella un café o algo, pero nos dijo que tenía que marcharse corriendo porque trabajaba en el Super-Pharm en turno de noche y que quizá para otra vez. Gur le dijo que muchas veces la llamaba y le dejaba unos mensajes muy cariñosos en el contestador pero que ella nunca le devolvía la llamada y que, excepto cuando lo detenían, nunca la podía ver. Ella le hizo saber que era mejor que no la llamara, porque nada bueno podía ya salir de su relación y que menos aún saldría algo bueno de él si seguía quedando con gente como yo que no hacía otra cosa que comer shawarma, fumar porros y mirarles el culo a las chicas. La verdad es que no me sentí ofendido porque hablara así de mí, porque lo dijo con verdadero cariño y, además, era verdad.
–Ahora sí que llego tarde –dijo, subiéndose a su escarabajo y, mientras se alejaba, todavía tuvo el detalle de decirnos adiós sacando la mano por la ventanilla.
Después anduvimos todo el camino desde la comisaría de Dizengoff hasta casa sin hablar, cosa que en mí es de lo más normal, pero rarísimo en Gur.
–Oye, una cosa –le dije cuando llegamos a mi calle–, al novio ese de Orit, ¿quieres que lo reventemos a golpes?
–Déjalo –masculló Gur–, es un buen tipo.
–Lo sé –continué yo–, pero de todos modos, si quieres, le partimos la cara.
–No –dijo Gur–, pero creo que voy a irme en tu bici a mirar un rato a Orit en el Super-Pharm.
–Claro que sí, toma la llave.
Aquello era un pasatiempo fijo para él, ir a mirar a Orit cuando le tocaba trabajar en el turno de noche. Y la verdad era que, desde el punto de vista teórico, estar escondido durante cinco horas detrás de unos arbustos para ver a alguien teclear en la caja registradora y meter una caja de Acamol y unos bastoncitos para los oídos en una bolsa de plástico tiene que ser algo producido por el aburrimiento, sólo que cuando se trataba de Orit todas esas teorías de Gur nunca cuadraban.