Amy Hempel - "Muerte"

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El cuento pertenece al volumen "A las puertas del Reino Animal" (At the Gates of the Animal Kingdom) de 1990.
La versión es la de Silvia Barbero.




«Algo algo algo nunca / El amor de una hora es un amor eterno.»

Si eso es verdad, pensaba yo, entonces estamos de acuerdo.
Le enseñé a Jean la dedicatoria en la tienda de libros de segunda mano. Me dijo:
—Quizá debimos casarnos con Jim.
Jean tuvo cinco novios, y todos se llamaban Jim. ¿No eran dos de los Jims amigos íntimos?, le pregunté. No, me respondió, ésa es una nueva cosecha de Jims. ¿No era uno de los Jims científico?, le pregunté. Me contestó que yo debía de estar pensando en el Jim que había hecho un doctorado.
El Jim con el que ella creía que debimos habernos casado era el Jim que se largó.
—Mira esto —y Jean me pasó un libro de segunda mano casi intacto, un libro que en su día fue un gran éxito editorial.
—Este libro me dio ganas de vivir y de divertirme —me confesó—. Leí este libro, salí del cascarón y me las arreglé para que un hombre me invitara a salir... Un hombre al que yo le gustaba y que ni siquiera había tenido otra novia.
Jean y yo somos damas de honor. En la cena que tuvimos después del ensayo, la noche anterior a la boda, la novia nos habló en plural. Dijo:
—Habéis ido a noventa dentro de un garaje cerrado. Ahora os vamos a sacar a la carretera.
Por «carretera», la novia no quería decir el Stretchmark. El Stretchmark es algo más que un garaje cerrado.
En el bar de moteros llamado Stretchmark Café, los tipos ruidosos y musculosos ignoran a las strippers y miran de manera lasciva las diapositivas de las choppers que proyectan en las paredes del local. Las chicas arrojan sus camisetas —compradas en Big Wave Dave’s, allá en Laguna— a una silla situada enfrente del escenario. La gata de la casa lleva un collar de color turquesa metalizado y huye de los hijos de las strippers, que están, como es natural, en el camerino, jugando a la Guerra de las Galaxias.
El Stretchmark está enfrente de la tienda de libros de segunda mano. Cada vez que entramos Jean y yo, el camarero se pone a cantar, imitando la voz de Bugs Bunny, aquello de «Sueño con Jeannie, la liebre de pelo castaño claro».
Jean, la palpitación de todo corazón masculino.
El camarero también tiene la chaveta perdida por sor Marianne, la ex monja que se mudó a Phoenix por problemas de salud, pero que volvió sobre sus pasos cuando se enteró de que allí las tarántulas pueden saltar más de tres metros y que algunas de ellas habían aterrizado en la silla de montar de un
caballo.
Sor Marianne, cuando tiene la mente en otra parte, no es consciente del sonido que emite cuando está sentada en la barra, algo así como el sonido intermitente de un aspersor: shstacshstacshstacshstacshstac.
Sor Marianne le tiene echado el ojo al chico de la oficina de correos. Cuando alguien compra sellos, el tipo se restriega el lado adhesivo por el pelo. Dice que el aceite del pelo humano evita que los sellos se peguen entre sí cuando entran en contacto dentro del bolso. Es un consejo práctico, y un gesto que te gusta recordar cuando te dispones a lamer el sello.
El chico de correos quiere emparejar a Jean con un amigo suyo que vive en el centro. Yo conozco a ese amigo suyo del centro. Intentó venderme una moneda que, según él, había pertenecido a Alejandro Magno, a Genghis Khan y a Bobby Kennedy. «Sólo veinte dólares... Vale, lo dejamos en dieciocho cincuenta.»
Le advertí a Jean de que al amigo del empleado de correos lo arrestaron una vez por fustigar los taxis con una cuerda de saltar a la comba, rompiendo las ventanillas y desconchando la pintura del
capó con los mangos de madera.
—Quítatelo de encima —le recomendé.
—Ni me va ni me viene —me dijo.
Y a mí me parece un buen punto de vista.
El día de la boda, antes de que un Comando Especial de Esteticistas llegara para acicalar a la novia, el hijo nacido del primer matrimonio del novio le regaló a la que no iba a tardar en ser su madrastra
un dibujo que había hecho de un ceñudo Boina Verde con una espada que le atravesaba la cabeza envuelta en llamas.
La novia colocó el dibujo dentro del marco del espejo. Lo miró y ensayó un gesto de desposada.
Para su segunda vez, la novia había elegido un vestido largo de encaje de color marfil oscuro, mejores flores y mejor comida, mejor música y un hombre mejor. En la suite nupcial —también conocida como el dormitorio de los padres de la novia—, alargó la mano para coger los pendientes. Jean le recordó que debía ponerse las joyas al final para no enganchárselas en el ingrávido encaje belga.
El primer marido de la novia dividía su tiempo entre Davis, en San Pedro, y Encinitas. Si se le mencionaba la palabra «casa», ya no podía parar de hablar del tema del alquiler, de los treinta y siete dólares y cincuenta centavos que pagaba por la casa en la que vivió veinte años atrás, en la parte alta de Emerald Bay. El nuevo propietario le subió la renta a sesenta dólares. Llegado a ese punto, no había quien pudiese evitar que contara a los presentes lo que le dijo al propietario: «Que le den por culo a todo esto», y se mudó.
Cuando se mencionaba la palabra «casa», a la novia se le caía el alma a los pies.
El novio nuevo es como una Fuerza-de-la-Naturaleza. Pero la novia le quita importancia a su aspecto, a su estatura. Dice: «Es algo que tiene que ver con la confianza. Y... sí, es algo que tiene que ver con... Quién sabe con qué. Nos perdemos por esos condenados caminos y escuchamos aullar a los coyotes.»
Mojo un dedo en el champán prenupcial y me unto la fresca burbuja detrás de las orejas, en el mismo sitio que Jean se perforó con un imperdible cuando estábamos en el instituto.
—Hombres —dijo Jean—. Al principio te odian. Pero lo único que tienes que hacer es ser graciosa y triste y alta y delgada y baja y gorda y agotarlos, agotarlos.
—Puedes verlo por el lado positivo —le dije—, pero piensa en esos hombres que, de manera inexplicable, se dan a la fuga después de conocernos un poco.
El perro de los padres de la novia entró en ese preciso instante y nos ofreció una demostración frenética de lealtad, dando saltos alrededor de nuestras piernas.
—Antes creía que me gustaría que me amasen así —dije—. Pero no quiero que me amen así.
Jean, empujando al perro de su falda, dijo:
—¿Te serviría de algo saber que era falso?
Reclamaron a la novia, que ya tenía puesto el vestido, para hacerle unas fotografías.
Jean hizo que un tirante de su vestido rosa le resbalase por el hombro.
—Ah, Jim..., no, por favor —exclamó con voz entrecortada.
—Ah, Jim..., por favor —dije yo, guturalmente.
—Ah, Jim... —dijo Jean.
—Ah —dijimos al unísono.
Jean recordó aquella vez en que le preguntó al camarero si había pensado alguna vez, con respecto a sor Marianne, en esa palabra que empieza por M, y el camarero dijo:
—¿Muerte?
—Imagina que eres tú —me dijo Jean—. Imagínate que eres tú la que se casa hoy.
Lo hago.
Me imagino despertándome en la cama de algún Jim.
Suena el teléfono. Me imagino que lo llama una chica y, puesto que soy su mujer, contesto con una voz que dice: «Hoy lo he hecho con él diez veces y vivo aquí.»
Eso es lo que significa para mí el matrimonio.

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