A.M. Homes - "En una colchoneta, flotando en el agua"

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Este cuento pertenece al volumen "Cosas que debes saber" de 2002.
La versión es la de Julio Vivas.





Está tumbada sobre la colchoneta en el agua. Flotando, Todos los días, cuando vuelve del colegio, se pone el bikini y se tumba en la piscina; así evita picar entre comidas.
—Las apariencias lo son todo —dice cuando aparece el chico tras atravesar el seto y llega hasta el borde de la piscina; lleva pantalones militares de camuflaje, y tiene numerosas espinas enganchadas en la camisa.
—La próxima vez que cambien el código de la puerta de servicio, acuérdate de decírmelo —le comenta el chico—.
He tenido que pasar por donde los Eisenstadt y por debajo de la tela metálica.
Se limpia la cara con la manga de la camisa.
—Han emitido un aviso, o algo así; no recuerdo si por el calor o por el aire.
—Puede que me evapore —dice la chica. Hace una pausa, y añade—: Puede que arda espontáneamente. ¿Te preocupa alguna vez ese tipo de cosas?
—No puedes explotar en el agua —le dice el chico.
La colchoneta va hacia el borde.
El chico se sienta a un lado de la piscina, se inclina, aprieta la nariz contra la barriga de la chica y la olisquea.
—Hueles a haber nadado. Hueles a limpia, a blanco, como la lejía. Cuando te huelo, se me dilatan las narices, se me abren los ojos.
—Quítate la camisa —le dice la chica.
—No me he puesto protector solar —contesta el chico.
—Quítate la camisa.
Se la quita pasándosela por encima de la cabeza, lo que deja ver dos poblados nidos bajo sus brazos.
El chico mece la colchoneta. La entrepierna de sus pantalones de camuflaje se tensa como una tienda de campaña.
Le mete una mano dentro de la parte inferior del bikini y se mete la otra en los pantalones.
La chica lo mira.
El chico cierra los ojos. Le brillan las pestañas. Cuando termina, mete la mano en la piscina, chapotea con ella y la mueve de atrás para delante como si estuviera probando el agua, tomándole la temperatura. Se la seca en los pantalones.
—¿Te gusto por lo que soy? —le pregunta la chica.
—¿Quieres algo de comer? —le responde el chico.
—Sírvete tú mismo.
Trae galletas para él y una fuente de zanahorias enanas que ha sacado de la nevera para ella. La fuente es de cristal claro y está fría, llena de pequeños trozos de color naranja. «Tapaculos», los llama el chico.
La colchoneta es una bandeja plateada, una superficie brillante que mantiene el calor.
—¿Tienes idea de qué es lo que me reconcome?
—Te reconcomes por tonterías —dice el chico.
Un pedazo de Chips Ahoy cae al agua. Se hunde.
La chica se pone unas gafas de buceo y un respirador, y mira al cielo. El respirador amplifica el sonido de su respiración, un raspante y acuoso borboteo.
— Mallory, mi delirio, tú eres mi Mallomar, mi galleta preferida —canta el chico—. Bañada en chocolate, suave... Estás hecha para mí.
La chica vuelca la colchoneta y se mete en el agua. Nada.
—Me voy —oye que dice el chico—. Me voy, me voy, me fui.
Al atardecer una extraña descarga eléctrica hace sonar todos los timbres de la manzana. Por los
intercomunicadores un coro de voces sin rostro canta una ronda de: «¡Hola! ¿Quién es? ¿Hay alguien ahí?»
La chica sale de la piscina; sus pies mojados palpan cuidadosamente las losetas. Detrás de ella hay un jardín de piedra japonés, un muro que mantiene la tierra en su lugar como una orden de protección. Se sienta en las piedras calientes. Chorrea. Riega las rocas. En el colegio, cuando era pequeña, le dieron una lata de agua y un pincel: recuerda que pintaba la verja del patio de recreo y miraba cómo se oscurecía primero y se aclaraba después cuando el agua se evaporaba.
Observa cómo desaparecen sus huellas.
El perro sale de la casa. Le mete el hocico entre las piernas.
—Pero ¿quién te crees que eres? —le pregunta, y lo aparta a empujones.
A lo lejos se ve la silueta de las colinas; están enclavadas sobre un precipicio, siempre en peligro de caerse, de romperse, de resbalar.
Adentro se oye un ruido, se ve el destello de una luz.
—¡Mierda! —grita su madre.
La chica se levanta. Abre la puerta corredera de cristal.
—¿Qué ha pasado?
—Le di al interruptor y la bombilla estalló.
La chica entra, tiene la piel de gallina, fría, blanca.—Se me cayó la planta —dice su madre.
Se le ha caído de cabeza una violeta africana.
—No podía ver bien hacia dónde iba.
Se ha puesto una máscara de gel azul sobre la cara.
—Me duele la cabeza.
En el suelo hay un montón de tierra oscura. La chica va por el miniaspirador. La televisión está en marcha en la cocina, aunque nadie la ve: «La gente tiene a menudo la sensación de que algo anda mal, de que no está donde debe...»
La tierra forma un pequeño montículo, una pequeña colina sobre la alfombra de color azul pastel. Se agacha y la aspira vestida con su bañador de punto blanco. Su madre la mira, y luego se agacha y cepilla la alfombra de arriba a abajo.
—¿Lo recogiste? —le pregunta a la chica—. ¿Lo sacaste todo?
—Todo —dice la chica.
—Se me cayó de cabeza —dice su madre—. No lo soporto. Necesito saber que la belleza existe. La belleza es un consuelo, una forma de recordar que la bondad es aún posible. Y yo la maté.
—No está muerta —le responde la chica—. Sólo está bocabajo.
Su madre es alta, como una línea larga y delgada, como una raíz que desciende.
Desde el jardín llegan sonidos de hombres que hablan en español, de podadoras, de herramientas para cortar la maleza que rascan frenéticamente; es como el sonido de mil largas uñas que se abrieran camino hacia la casa.
Una palpable sensación de distancia divide ambos mundos: nosotros y ellos. Ellos dependen de la mujer de la limpieza y de su hijo para que les traigan lo que necesitan; su madre afirma que se ha olvidado de cómo hacer la compra. Lo único que pueden hacer es abrir la puerta de la nevera con la esperanza de que haya algo dentro. Viven de un modo superficial en un extraño estado de sitio.
Están de pie en el pasillo, frente a la puerta del dormitorio de su hermana.
—No eres mi dueño —dice su hermana.
—No quisiera serlo, créeme —le responde una voz masculina.
—¿Por qué no? ¿Acaso no soy lo bastante buena? —dice su hermana.
—¿Vuelve a reñir con él?
—Sí, por el teléfono conectado a internet —dice su madre—. No sé quién es quién, en los altavoces los dos suenan igual.
Su madre llama a la puerta.
—¿Has tomado tus medicinas, Julie?
—¡Apártate de mi camino! —dice su hermana, que cada vez grita más.
—¿Qué quieres para cenar? —le pregunta la madre a su hija—. Tu padre llegará tarde, ¿puedes esperar?
—He comido zanahorias.
Entra en el dormitorio de sus padres y se mira en el espejo del baño: aún está ahí. Tiene los ojos verdes y los labios rosados y cuarteados. Su piel, seca por el cloro, está un poco irritada. Se vuelve y se mira por encima del hombro: tiene la espalda como una pasa por haber estado tumbada en la colchoneta mojada.
Abre el armario del baño: hay frascos, tubos, crema para la garganta y para las caderas, loción, poción, bronceador en barra, corrector, humectante, base. Se lo pone todo encima.
—Bebe mucha agua, hoy hace calor —le dice su madre.
Sus padres tienen una de esas camas cuyas partes se mueven independientemente; la parte de su padre está ahora elevada, doblada en dos secciones. Ambos quieren lo que quieren, necesitan lo que necesitan. Su madre está acostada bocabajo.
La chica vuelve a la piscina. Se zambulle y levanta miríadas de gotas. Las lociones de su madre se le desprenden del cuerpo y forman una mancha de aceite a su alrededor.
Su padre llega a casa. Ve abrirse la puerta principal a través del cristal. Lo ve ir de habitación en habitación.
—¿Está puesto el aire acondicionado? —su voz le llega apagada—. ¿Está puesto el aire acondicionado? —repite—.
Me está dando otra vez el ahogo.
Su padre enciende la luz del dormitorio, lo cual hace que sus padres aparezcan de relieve; las puertas correderas de cristal se iluminan como si fueran una pantalla de IMAX con la imagen de mamá y papá. La chica lo ve desabotonarse la camisa.
—Estoy sudando —le oye decir.
Incluso desde donde está puede ver que está empapado. Su padre afirma que el sudor es «la prueba de su sufrimiento». Bajo la camisa lleva una camiseta de seda pegada al cuerpo, de la que sobresale una mata oscura de pelo que le sube por la espalda. La imagen tiene algo de repugnante: es como si fuera un simio intentando hacerse pasar por humano. Tiene algo de vergonzoso también: es como si llevara puesta lencería, lo cual da la sensación de que está más que desnudo. La chica se siente como si estuviera viendo algo que no debería ver, algo demasiado personal.
Su madre se vuelve en la cama y se sienta.
—Hay algo que no anda bien —dice su padre.
—Es el tiempo —contesta su madre.
—No es normal —dice su padre—. Llamaron a Ben a media tarde. Le dijeron que su casa se estaba deslizandorápidamente por la colina. Tuvo que irse corriendo.
—Éste es un lugar imprevisible —comenta su madre.
—La cuestión es que ya no es como era —dice su padre mientras se pone una camisa seca—. Ahora es un lugar en el que todo el mundo se cree que es alguien y nadie quiere quedarse fuera.
La chica sale de la piscina, va hacia la puerta y presiona la cara contra el cristal. Ellos no se dan cuenta. Al fin, llama.
Su padre abre la puerta corredera de cristal.
—No te había visto —dice.
—Soy invisible —dice la chica—. Bienvenido a casa.
La chica está otra vez en la piscina. Flotando. La noche es húmeda. Vaporosa. Es difícil saber si ha llovido o si el sistema de irrigación está haciendo de las suyas. El cielo es de color negro polvoriento. Parece de carbón. Todo está un poco borroso en los bordes, pero preciso y claro en el centro.
A la orilla del césped hay un coyote. La chica nota que la mira.
—¿Qué? —le pregunta.
El coyote baja la cabeza y estira el cuello hacia delante; sus ojos son como dos luces rojas.
—¿Qué quieres?
Las patas del coyote se alargan, su piel se vuelve un abrigo, se pone de pie, su hocico se deshace en una mueca: es una vieja que sonríe.
—¿Quién eres? —pregunta la chica—. ¿Eres una amiga de mi hermana?
—Mírame —le dice la vieja.
Se quita el abrigo de piel de coyote: es más alta, más joven, está desnuda; de repente, se transforma en un hombre.
Oye a su padre y a su madre en la casa. Están gritando.
—¿Qué soy para ti? —dice su madre.
—Siempre igual, siempre igual, blablablá —contesta su padre.
—¿Tienes algo de comer? —le pregunta el coyote.
—¿Quieres una zanahoria?
—Pensaba más bien en un bocadillo o en una pizza.
—Probablemente, hoy gofres en el congelador. Nadie come nunca gofres. ¿Quieres que te prepare uno?
—¿Con mantequilla y sirope? —pregunta el coyote.
La chica asiente.
El coyote se relame los labios, vuelve la cabeza, se lame el hombro y luego las garras. Empieza a limpiarse.
—Vuelvo enseguida —dice la chica.
Va a la cocina, abre el congelador y saca una caja de gofres.
—Pensaba que hacías régimen —le dice su madre.
—Lo hacía —dice la chica, que pone los gofres en la tostadora, saca la mantequilla y corta algunas fresas.
—¿Y cómo le llamas a eso: cenar un desayuno?
—Qué importa —dice la chica mientras pone el sirope.
—Eso es lo único que dices siempre.
La chica vuelve a salir. Una joven desnuda está sentada al borde de la piscina.
—¿Eres aún tú? —le pregunta la chica.
—Sí —dice el coyote.
Le da el plato.
—Normalmente, tenemos más cosas, pero la señora que cuida la casa está de vacaciones.
—Hmm, huevos. ¿Quieres un mordisco?
La chica niega con la cabeza.
—Hago régimen —dice, y vuelve a tumbarse en la colchoneta. El coyote come. Cuando termina, lame el plato.
Tiene una lengua increíblemente larga, que se estira y se estira y se estira y que succiona como la de un lagarto.
—Delicioso —dice.
La chica lo mira y cuando le ve la lengua los ojos se le salen de las órbitas: es de un rosa subido. El coyote empieza a cambiar otra vez. La piel se le oscurece, se le vuelve color canela, como una miel oscura, y luego de un canela más brillante, como si estuviera quemándose, y después de un tono aún más oscuro, casi negro. Le empiezan a salir pequeñas plumas y luego otras más grandes, como cañones. Los pies se le ponen anaranjados y le salen pliegues y membranas. Se transforma en una pata, una gran pata negra, como un perro, pero es una pata. La pata salta a la piscina y nada hacia la chica salpicando ruidosamente.
—Estos pies son lo contrario de los tacones altos —dice—, pero, de todas maneras, son difíciles de manejar.
Las dos flotan en silencio.
Ve que su hermana sale de su habitación. Ve a los tres: madre, padre y hermana, a través del cristal.
La chica flota en la colchoneta.
Relajada, la pata estira el cuello, las plumas se le ponen blancas como cal y se vuelve un cisne, que se mueve elegantemente en círculos.
De pronto, alza la cabeza, como si presintiera algún peligro. Mueve las alas. El cuerpo le está cambiando otra vez, está mudando las plumas por piel, le sale una máscara negra alrededor de los ojos, el pico se le vuelve un hocico.
Está fuera del agua, de pie sobre las losetas, es un mapache cuyos pies tienen membranas. Se pierde en la noche. Bajo la tierra hay una transformación, una fisura, una sacudida que repercute. Es un temblor. Las luces de la casa parpadean. La alarma salta. El agua de la piscina se mueve, una pequeña marejada doméstica la agita de un lado a otro y salpica las piedras.
Las puertas correderas de cristal se abren, su padre sale y dibuja círculos en el agua con una linterna. La encuentra agarrada a la escalera.
—¿Te encuentras bien? —le pregunta.
—Sí —contesta la chica.
—Sal de ahí inmediatamente —le dice su padre—. Ya es suficiente por un día. Eres una chica que está creciendo: necesitas dormir tus horas.
La chica sale de la piscina.
Su padre le alcanza una toalla.
—Es increíble que no te arrugues y que, simplemente, desaparezcas.

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