Pauline Smith - "El maestro"

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Novelista, dramaturga y cuentista surafricana (aunque sus padres eran ingleses y no holandeses, suele etiquetarse también como escritora afrikáner). Fue, junto a Olive Schreiner (imprescindible su "Historia de una granja africana") una de las pioneras de la literatura postcolonial surafricana (término que suele incluir a Zimbabwe) escrita por blancos (luego vendría gente como Doris Lessing, Nadine Gordimer o J. M. Coetzee).
Sus primeros escritos fueron unos diarios que abandonó a la muerte de su padre. En 1908 conoció al escritor inglés Arnold Bennet que fue quien la animó a continuar escribiendo y a mostrar la vida cotidiana de los bóer en su literatura (su obra A.B. A Minor Marginal Note, obra en la que describe su experiencia como escritora, es un homenaje a Bennet).
En su obra el mito calvinista de los bóer como pueblo elegido en busca de su tierra prometida se muestra desde un punto de vista idealizado.
Este cuento pertenece a la colección "El Karoo Menor" ("Karoo Menor", "Pequeño Karoo" o "Karoo meridional" es la región de suráfrica donde Pauline nació y creció) publicado en 1925.
La versión es la de Miguel Sevilla Gil.

Debido a una enfermedad de pecho que mi abuela creía que tan sólo ella sabía curar, muchas veces, de pequeña, iba a la granja de mis abuelos de Nooitgedacht, en el valle del Ghamka. En Nooitgedacht, donde vivían juntos mis abuelos desde hacía más de cuarenta años, mi abuela se había rodeado siempre de gente joven, muchachos y muchachas, y también de niños pequeños que se le aferraban a las faldas o que ella lanzaba al aire para que los recogiera mi abuelo. No había ni uno solo de sus hijos y nietos que no sintiera cariño por el abuelo y la abuela Delport, y cuando murió la tía Betje, a todos nos pareció bien que los huerfanitos Neeltje, Frikkie, Hans, Koos, Martinus y Piet se fueran a vivir a Nooitgedacht. Entonces tenía mi abuela más o menos sesenta años. Era una mujer enorme y vigorosa; y sin embargo, como suele ocurrir con las mujeres fuertes, movía los pies con agilidad y presteza. Una vez vi que llegaba un barco navegando hacia el puerto de Zandtbaai, y muchas veces mi abuela, cada vez que se movía con sus anchas faldas y con los niños de la tía Betje caminando igual que barcazas a su alrededor, me lo traía a la memoria.
Aquella enorme mujer amable y sabia, que en su corazón sentía amor por todo el mundo, veía en todo lo que nos acontecía la voluntad de Dios; y cuando, tres semanas después de que nos vinieran los niños de la tía Betje, llegó una noche, Dios sabe de dónde, un forastero que pedía refugiarse de la tormenta, mi abuela supo que lo había enviado el Señor.
El desconocido, que, cuando lo trajo mi abuela a la sala principal, dijo que se llamaba Jan Boetje, era un hombre menudo y moreno con una barba pequeña y puntiaguda que parecía que no era suya. Tenía las mejillas delgadas y blanquecinas, al igual que las manos. Casi nunca levantaba la mirada si no era para hablar, y, cuando lo hacía, era como si delante de mí estuviese viendo al hijo de la viuda de Naím resucitando de entre los muertos, sacado de la Biblia de mi abuelo. Pues sí, corno si viniera de entre los muertos, así llegó a nosotros Jan Boetje aquella noche, y sin embargo en lo primero que pensé fue en la comida. Rápidamente me apresuré a hacer café y se lo serví.
Cuando Jan Boetje terminó de comer y beber, ya sabían mis abuelos todo lo que había que saber acerca de él. Era holandés y hacía muy poco que había llegado a África del Sur. No tenía ni amigos ni parientes en la colonia, y se dirigía andando de camino hacia las minas de oro del norte del país.
Durante un rato después de que hablara Jan Boetje de las minas de oro mi abuela permaneció sentada y en silencio, pero luego dijo:
—Señor, yo, que soy vieja, todavía no he visto a ningún hombre feliz que haya estado cavando la tierra en busca de oro, corno tampoco a nadie que haya sido feliz cuando lo ha encontrado.... Seguro que es el pecado y el sufrimiento lo que los atrae hacia el oro, y pecado y sufrimiento es lo que les llega de él. Mire usted, quédese con nosotros aquí en la granja para darles clases a mis nietos, los huérfanos de mi hija Lijsbeth, y tal vez encuentre la paz.
Jan Boetje le respondió:
—Señora, si usted lleva razón, y el pecado y el sufrimiento me han traído hasta su país en busca de oro, ¿puedo ser acaso un hombre de confianza para sus nietos?
Mi abuela replicó, con su clara voz suave y tan llena de amor y piedad:
—¿Acaso existe algún pecado que no se pueda perdonar? ¿Y alguna pena que no se pueda compartir?
Jan Boetje respondió:
—Mi pena no la puedo compartir, y mi pecado ni yo mismo lo podré nunca perdonar. Y de nuevo dijo mi abuela:
—Señor, lo que yace en el corazón de un hombre lo conocen solamente Dios y él. Haga usted lo que le parezca mejor, pero seguro que, si desea quedarse con nosotros, le confiaré a mis nietos porque sé que el Señor lo ha enviado.
Durante un largo rato (eso me pareció a mí) Jan Boetje permaneció sentado frente a nosotros sin decir palabra. Yo no podía respirar, y sin embargo era como si todo el mundo pudiera oír mi respiración. Hacía tiempo que se habían acostado los niños de la tía Betje, y tan sólo mis abuelos y yo estábamos con él. Mucho, mucho tiempo esperó, y cuando por fin Jan Boetje dijo "Me quedo," era como si me hubiera oído pedirle a Dios ayuda gritando en su favor.
Y así ocurrió que Jan Boetje se quedó con nosotros en la granja y se dedicó a dar clases a los niños de la tía Betje. El aula era una vieja cochera (el abuelo ya había construido una nueva) y allí pusimos mi abuela y yo una mesa y varios taburetes para Jan Boetje y sus alumnos. La cochera no tenía ninguna ventana, y para que hubiera luz Jan Boetje y los niños se sentaban cerca del postigo abierto. Desde aquella puerta se veía el naranjal, donde se habían bautizado todos los hijos y también muchos de los nietos de mi abuela. Más allá, y por encima de los naranjos, se erguían las cumbres de las enormes montañas de Zwartkops, tan oscuras en el verano, y tan blancas cuando se llenaban de nieve en el invierno. Entre las montañas, hacia el valle a lo lejos, se veía el puerto de Ghamka, por el que pasaban los hombres en dirección al norte del país en busca de oro. El río Ghamka bajaba por aquel paso de montaña y regaba todas las granjas del valle. Si uno bajaba desde los montes hacia Nooitgedacht, lo podía cruzar a través del vado de Rooikranz.
Dentro de la cochera guardaba mi abuelo los enormes toneles de aguardiente y el tabaco, las calabazas y el grano, los arados y azadones, las fustas y los arreos, y todas esas cosas que a menudo se necesitan para una granja. De las vigas de la parte alta también colgaban las enormes pieles que utilizaba para fabricar los arneses y los zapatos camperos. El aula de Jan Boetje siempre olía a tabaco, a aguardiente y a pieles de animales, y cuando el suelo de barro, que estaba cerca de la puerta, se cubría con la mezcla fresca de abono y cenizas, daba olor a sangre de buey y también a estiércol de vaca.
Nosotros, cuando llegó Jan Boetje, no teníamos libros en la granja, excepto la Biblia y todos aquellos viejos manuales de escuela que mis tías y tíos, al casarse, habían juzgado que no eran lo suficientemente útiles como para llevárselos. Los hijos de la tía Betje tenían la Biblia como libro de lectura, y una de las pieles de mi abuelo a modo de pizarra. Sobre aquel pellejo, con una arcilla azul que se sacaba del fondo del río, enseñaba Jan Boetje a los pequeños el alfabeto, y a los mayores las tablas aritméticas. Geografía también les enseñaba, pero era un tipo de geografía como nunca se había enseñado en toda la región de Platkops. Sí, seguro que el mundo nunca podía ser tan maravilloso y extraño como nos lo pintaba Jan Boetje (pues yo también iba a su clase de geografía) dentro de aquella cochera de mi abuelo, y siempre que hablaba de las ciudades y de las maravillas que había visto, yo pensaba en lo amarga que debía de ser aquella tristeza, y lo grave del pecado que lo había alejado de todo aquello para estar con nosotros. Y cuando, como a veces sucedía, después, me preguntaba: "¿Qué vamos a elegir como lectura, Engela?," yo siempre escogía el capítulo catorce de los Paralipómenos o el capítulo octavo del Libro III de los Reyes.
Jan Boetje me preguntó un día:
—¿Qué es lo que te hace elegir siempre la Oración de Salomón en el Templo, Engelac?
Y yo, que no sabía lo cerca del amor que se encontraba mi misericordia, le respondí:
—Porque, señor, el rey Salomón, que es quien exclama: "Óyelo Tú en el cielo, lugar de tu morada, y perdona", también pide en favor del extranjero que viene de tierras lejanas.
A partir de aquel día Jan Boetje, que era amable y cariñoso con sus alumnos, también fue amable y cariñoso conmigo. Muchas veces a partir de entonces noté que sus ojos se fijaban en mí, y cuando a veces venía y se sentaba en silencio a mi lado mientras cosía, algo me latía tan fuerte en el corazón que era como un dolor y una alegría al mismo tiempo. Excepto con sus alumnos, no hablaba con nadie de la granja si no se dirigían a él en primer lugar, pero ahora conmigo sí hablaba, y cuando yo salía al campo para acompañar a la pequeña Neeltje y a sus hermanos, que iban en busca de todo aquello que siempre es maravilloso para un niño, Jan Boetje nos acompañaba. Y entonces era cuando yo le enseñaba a Jan Boetje de qué tipo de zarzas podía comer el fruto y cuáles seguramente podían matarlo, qué clase de hojas y arbustos podían curar a cualquiera de muchas dolencias, y qué raíces y flores servían para aplacar la sed. Numerosas cosas sencillas de este tipo le enseñé en el campo, y en muchas, muchas ocasiones después le di gracias a Dios por haberlo hecho. Sí, todo lo que mi amor podía hacer por Jan Boetje no era más que guiarlo en mitad del desierto.
Cuando Jan Boetje llevaba con nosotros algo más de seis meses, fue el cumpleaños de Neeltje la pequeña. Mi abuela lo convirtió en un auténtico día de fiesta para los niños, y Jan Boetje y yo tuvimos que ir con ellos, en una carreta tirada por dos mulas, a un barranco pequeño que había más allá del vado de Rooikranz. Hacía un día tan claro y apacible, como suele ocurrir en nuestro valle del Ghamka durante el mes de junio, y mientras avanzábamos, Neeltje y sus hermanos cantaban todos juntos con unas voces tan agudas y melodiosas que me hacían recordar a los ángeles de Dios. Debido a mi dolencia de pecho nunca podía cantar, y sin embargo aquel día, teniendo sentado junto a mí a Jan Boetje, era como si mi corazón estuviera tan lleno de cánticos que él pudiera incluso oírlos. Sí, yo, que ahora estoy tan vieja, tan anciana, nunca llegué a sentir más aquel gozo que entonces me arrastraba en cuerpo y alma.
Cuando ya habíamos avanzado unos quince minutos desde la granja, llegamos al vado de Rooikranz. Había habido poca lluvia y nieve en las montañas aquel invierno, y en el amplio lecho del río no había más que un arroyuelo. Por allí las orillas son muy empinadas, y en el lado contrario, a lo lejos, están las enormes piedras rojas que le dan nombre al vado (1). Allí fabrican la miel las abejas silvestres y tienen su morada los gansos salvajes, y aquel día, ¡qué bonitas se veían en medio del aire apacible y claro las piedras rojas en contraste con el cielo azul, y qué bellas se veían frente a las rocas las blancas alas de los gansos salvajes!
Cuando ya cruzamos el arroyuelo, Jan Boetje paró la carreta y se bajaron Neeltje y sus hermanos para corretear por el lecho del río, a gritos y manoteando para echar a los gansos de las rocas que tenían por encima. Tan sólo yo me quedé con Jan Boetje, y entonces, cuando comenzó a fustigar a las mulas, éstas no quisieron moverse. Jan Boetje se puso de pie dentro del carro y las estuvo golpeando hasta que se echaron para atrás hacia el arroyo. Jan Boetje saltó de la carreta y con el otro extremo del látigo, que era como un palo, comenzó a dar golpes en los ojos a las mulas, y aquel rostro suyo, que tan grato era para mí, se volvió de pronto extraño y terrible. Le grité: "¡Jan Boetje! ¡Jan Boetje!," pero la dolencia que tenía en el pecho se apoderó de mí y fui incapaz de decir palabra. Dentro del carro me levanté para bajarme, al tiempo que Jan Boetje sostenía un cuchillo en la mano y se lo clavaba a las mulas en los ojos para cegarlas. Afilado y penetrante, por encima de las risas de los niños y del ruido que hacían los gansos salvajes, se oyó un gemido terrible, y me caí de la carreta para darme contra la suave arena grisácea del fondo del río. Cuando volví a levantarme las mulas se habían alejado bajando por el arroyo, con el carro detrás dándoles golpes, rajándose a pedazos, mientras Jan Boetje corría tras ellas; y tan rápidamente se había apoderado su locura de él, que aún los niños seguían con sus risas y manoteos, y todavía seguían volando por encima de nosotros los gansos salvajes entre las piedras rojas.
Dios sabe cómo me las arreglé para reunir a todos los niños y, tras mandar a los chicos mayores que volvieran apresuradamente a la granja, allí llegué finalmente junto con Neeltje y los más pequeños. Mi abuelo salió a nuestro encuentro. Le conté todo lo que pude, pero era muy poco lo que conseguía hablar, y él se marchó cabalgando río abajo. Cuando llegamos a la granja, los niños corrieron hacia donde estaba mi abuela en la casa, sin embargo yo me fui sola a la cochera. Abrí y volví a cerrar la puerta tras de mí, y a oscuras tantee hasta dar con la silla de Jan Boetje. Durante mucho, mucho tiempo me quede allí sentada, con la cabeza apoyada en los brazos encima de su mesa, y era como si en todo el mundo no existiera mas que una sola pena que me partía el corazón, y una sola oscuridad que olía a tabaco, aguardiente y pellejos. Si, mucho tiempo me quede allí sentada, y cuando por fin mi abuela dio conmigo:
— Mi pequeña Engela -dijo-. Luz de mi corazón!, tesoro mio!
Las mulas, a las que les había sacado Jan Boetje los ojos, las mató mi abuelo de un disparo, y durante mucho tiempo las astillas y trozos que quedaban del carro estuvieron dispersos por el lecho del río. A Jan Boetje mi abuelo no lo pudo encontrar, aunque mandó a varios hombres que lo buscaran por todo el valle, y tras muchos días pensamos que Jan Boetje se había ido al norte del país por la noche, a través del puerto de montaña. Estuve entonces tanto tiempo enferma que mi padre vino desde su granja de la región de Beaufort para verme. Me hubiera llevado con él de vuelta, si yo no le hubiera pedido, sollozando en mitad de mi enfermedad, a mi abuela que me cuidara; y mi padre, para quien estaba bien todo lo que hacía mi abuela, una vez más me dejó con ella.
No hacía muchos días que se había marchado mi padre cuando el viejo Franz Langermann vino a casa de mis abuelos trayendo noticias de Jan Boetje. Franz Langermann ocupaba la vivienda del puente de peaje que había en la entrada del paso de montaña, y hasta allí había llegado Jan Boetje preguntando si podía venderle una carretilla vieja que había en la verja de pontazgo. La carretilla era muy pesada y enorme, y la habían desechado los obreros que se dedican a arreglar el camino del puerto. Franz Langermann le había preguntado a Jan Boetje que iba a hacer con aquella carretilla, y Jan Boetje le había contestado: "Yo, que he matado a unas mulas, voy a trabajar como una mula si es que deseo vivir"; y le había dicho a Franz Langermann: "Vete a la granja de Nooitgedacht y dile a la señora Delport que todo lo que hay dentro de una lata que esta en mi cuarto es para ella en pago por las mulas, pero también hay suficiente como para pagar esta carretilla si esa señora desea darte la cantidad justa."
Preguntó mi abuela a Franz Langermann:
—¿Pero qué es lo que puede hacer Jan Boetje con una carretilla?
Y Franz Langermann respondió:
—¡Mire usted, señora! Por todo el país quiere ir arrastrando la carretilla como una mula para recoger todo lo que pueda encontrar y luego venderlo otra vez para poder vivir. Y le digo más: de unas tiras que le di ya se ha hecho Jan Boetje sus propios arreos.
Mi abuela fue a la habitación de Jan Boetje y encontró la lata tal como había dicho Franz Langermann. Allí había todo el dinero necesario para pagar las mulas y la carretilla, pero no había nada mas. Mi abuela saco la lata, se la dio a Langermann, y dijo:
— Haga el favor de llevarse esta lata tal como está, y que ese señor le dé a usted lo que he debe, pero en ningún momento voy a aceptar ninguna cantidad por las mulas. ¿Acaso no hace ya siete meses que lleva Jan Boetje dando clases a mis nietos? Que Dios guarde a Jan Boetje y quede en paz.
Sin embargo, Franz Langermann no quería llevarse la caja de metal.
— Mire usted, señora -decía-. Le juré a Jan Boetje que tan solo aceptaría el dinero de la carretilla, y que el resto lo dejaría.
Mi abuela volvió a colocar la caja en el cuarto de Jan Boetje, y a cambio le dio a Franz Langermann todo lo que se necesita para un viaje (comida: carne seca de buey, galletas y un saquito de cabritilla lleno de fruta escarchada). Todo cuanto pudo cargar Franz Langermann se lo dio mi abuela. Sin embargo yo, que le hubiera dado a Jan Boetje el mundo entero, en todo el mundo no había nada que pudiera darle. Tan solo cuando Franz Langermann abandonó la casa y cruzó el patio corrí tras él con mi pequeña Biblia en la mano y le dije gritando:
— ¡Franz Langermann! Franz Langermann! Dígale a Jan Boetje que vuelva a Nooitgedacht! ¡Dígale que mientras yo viva lo esperare!
Sí, lo dije. Dios sabrá cual era para mi el sentido de mi mensaje, o que significado podía tener para Jan Boetje, pero era como si me fuera a morir si no se lo hacía llegar. Aquel día vino mi abuela, ya bien entrada la noche, al cuarto donde yo permanecía despierta. Me atrajo hacia sus brazos y me rodeo, y en medio de la oscuridad, grite:
—¡Abuela! ¡Abuela! ¿Entonces el amor no es más que esta tristeza?
Y aún consigo escuchar la voz tenue y clara que me respondió en forma extraña:
—Una alegría, una tristeza; un apoyo, un impedimento.... El amor al final viene a ser únicamente lo que uno quiere que sea.
Fue al día siguiente cuando mi abuela me pidió que le hiciera el favor de dar las clases en lugar de Jan Boetje. Al principio, por considerar que mi dolencia de pecho siempre me hacía sentirme asustada, no creí que lo dijera en serio; pero si que lo decía de veras, y de pronto vi que, en honor de Jan Boetje, tenia fuerzas como para hacerlo, y reuní a los niños, fuimos a la cochera y les di la clase.
A lo largo de los meses de la primavera y verano de aquel año, tras conseguir del reverendo del pueblo de Platkops algunos libros que pudieran ayudarme, le hice a mi abuela el favor de dar las clases; y, porque para mí era fácil sentir afecto por los niños pequeños y tener paciencia con ellos, y porque era en honor de Jan Boetje por lo que lo hacía, al final llegue a olvidar mi enfermedad de pecho y me convertí en una buena maestra; y día tras día, sentada en la silla de la cochera, pensaba en Jan Boetje tirando de su carreta por los campos; y día tras día le daba gracias a Dios por haberle enseñado de que zarzas podía comer el fruto y que flores le podían aplacar la sed. Si, en aquellas pobres y sencillas cosas mi amor tenia que encontrar consuelo. Aquel año llegó pronto el invierno al valle de Ghamka, y hubo un día del mes de mayo en que las primeras nieves provocaron la crecida del río desde las montañas. Mi abuelo llevó a los niños al vado para ver aquello. Yo no fui, y en cambio me quedé sentada trabajando con mis libros en la cochera; constantemente, aquel día, siempre que levantaba la mirada hacia el postigo abierto y veía, a lo lejos, por encima de los naranjos, las cumbres de las montañas de Zwartkops, tan puras y blancas en contraste con el cielo azul, me llegaba un triste y extraño gozo al corazón, y era como si supiera que al fin había encontrado la paz Jan Boetje, y que venía de camino para contármelo. ¡Cuanto, cuanto tiempo estuve pensando en el aquel día en la cochera!; y cuando se oyeron unas fuertes pisadas en el suelo y un murmullo de voces por el patio, no presté atención, pero luego se perdieron las voces y mi abuela, sola, apareció de pie ante mí, con los ojos llenos de lagrimas y con un libro pequeño en la mano, húmedo y aumentado por el agua, que reconocí como la Biblia que yo le había mandado a Jan Boetje. Por la parte de abajo del vado habían encontrado su cuerpo, con los arreos todavía sobre el pecho, y la vara de la carreta en una mano.
Aquella noche fui a solas al cuarto donde yacía Jan Boetje y aparté las sabanas que lo cubrían.
Por todo el pecho, allí donde hablan ido rozando las tiras de los arreos, tenia la piel dura y áspera como el cuero. Me arrodille a su lado, y apreté mi cabeza contra su pecho. Por todo mi corazón corrían, como despidiéndose, aquellas palabras tiernas y pueriles que mi abuela me solía decir: "Gozo mío y tristeza mía.... Luz de mi corazón, tesoro mío."



(1) El vado de Rooikranz, es decir, "de la fúnebre corona roja," en afrikaans.

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2 comentarios

Anónimo  

¡Hola nuevamente1 He de comenzar por decir que se me hace un poco raro no saber cómo llamarte...pero ésa no es la razón que me impulsa a escribirte.Tal vez te parezca mal que use este medio para otro fin, en lugar de para comentar la entrada,de la que,que por cierto, sí que te contaré algo, aunque sea una tontería: cuando acabé de leer el relato tuve la sensación de que sólo hubiese existido ella para mí, él queda como una sombra por mucho que sea el protagonista, tanto es así que me dí cuenta de que no recordaba el título al llegar al final, se me había borrado; al volverlo a mirar fue casi como un pellizco de la autora, como si mi propio olvido fuese parte del cuento, a pesar de que ahora no encuentre las palabras para expresar mejor mi sensación,me ha encantado. Aunque en realidad es una petición lo que me trae hoy hasta aquí. Andaba leyendo esta tarde las "Cartas a un joven poeta" de R.M.Rilke en las que menta a un escritor como uno de sus grandes referentes junto al de la lectura de la Biblia, hablo de Jens Peter Jacobsen, del que sólo he sido capaz de encontrar un fragmento de "Mogens" en castellano a través de la red;después he venido a Mango Street pensando que tal vez aquí pudiese encontrarlo, cosa para la que ya me ha servido en otras ocasiones, y por lo que he visto, tampoco está. Mi petición es la siguiente: ¿Podrías colgar algo de este hombre que tanto fascinaba a Rainer en caso de tenerlo? Por mi parte, si te interesa y al final me hago con algo de él te enviaré el link que corresponda en caso de que así me lo comunicases. Muchísimas gracias, ya de antemano, aunque sólo sea por la molestia de leer esto. BRUX

30 de noviembre de 2013, 22:05


Hola Bruno.
Pues mi nombre en internet es Arabella de Inglaterra, la mujer Quijote, un personaje de la literatura inglesa (o estadounidense, no está claro) del siglo XVIII.
En primer lugar, gracias por considerar el blog como una especie de enciclopedia donde ir a buscar lo que no hay en otros lados, aunque no es esa mi idea. Sí que es una especie de biblioteca, pero solo de lo que me gusta o que por algún motivo, normalmente personal e intransferible, me interesa.
Del autor que me comentas no tengo nada, bueno, mejor dicho, no tengo ni idea de quién es, lo he tenido que ir a mirar. Prestaré atención por si algún día me lo cruzo.
Un saludo.

1 de diciembre de 2013, 16:16

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