No sé donde se publicó este cuento por primera vez. Ahora se puede encontrar en el volumen "Cuentos para perros", una antología publicada en 1995, y en las "Obras Completas" de 2004.
Nadie sabe lo espantosamente triste que es casarse y tener ocho hijos noruegos.
Sólo lo sabía aquel honrado matrimonio de Albacete, que jamás había salido de Albacete y cuyos antepasados, aun los más podridos antepasados de todos, no habían pisado tampoco un palmo de terreno más allá de la campiña de Albacete. Aquel honrado matrimonio de Albacete era el único que sabía lo espantosamente triste que es casarse y tener ocho hijos y que los ocho les salgan noruegos en vez de salirles de Albacete. Pero no noruegos dudosos o de mentira, como otros noruegos que andan por ahí falsificados. No. Estos eran hijos noruegos auténticos, que solamente hablaban en danés y que tenían el pelo rubio, rubio, como las llamas de lumbre de los hogares sencillos de Noruega.
Cuando tuvieron así, noruego, el primer hijo, no le dieron demasiada importancia. No se apuraron excesivamente.
—Después de todo —pensaron—, el primero no nos va a salir ya bien. No nos va a salir de Albacete y todo, como nosotros, y hasta con su naricita parecida a nuestras naricitas. Esto no es tan fácil como parece. Hay que tener más costumbre. Para conseguir uno normal, antes tendremos que desperdiciar cuatro o cinco lo menos. Es lógico.
Pero también el segundo fue noruego. Y el tercero también. Y el cuarto. Y así hasta el octavo, que, además de ser noruego, era blanco con manchas de café.
—Yo creo que esto ya no es natural —dijo la madre con franca melancolía—. A nadie le ocurre esto, Señor. Es demasiada torpeza ya…
Y fueron a consultar a un médico de barba blanca que pintaba marinas con una maquinita de retratar.
Y el médico les dijo, después de oírles sus lamentos:
—Le dan ustedes a esto una importancia que no tiene. La cosa es bien natural. No tiene nada de extraño. Comprendan ustedes que en alguna parte tienen que nacer los niños noruegos.
—¡Es verdad! —exclamó el matrimonio—. Realmente en alguna parte tienen que nacer los niños noruegos, tiene usted razón.
Y se marcharon a su casa un poco más convencidos y más alegres.
Pero esta alegría duró poco, porque los honrados padres sufrían mucho con aquellos niños noruegos, que alejados siempre de ellos, hablaban en su idioma, escondidos en un rincón, bebiendo ginebra en vasos grandes y cantando canciones de marineros que, traducidas al castellano, querían decir esto, poco más o menos:
La luna se bebe toda el agua del mar durante el día…—Antes que así, hubiese preferido tener hijos huerfanitos —decía la pobre madre con frecuencia.
y por la noche la vomita como si fuera leche.
Y es una maravilla el efecto en el mar…
Y lloraba mucho, una hora, antes o después de merendar.
Y un día, cuando los niños noruegos eran ya noruegos gordos con bigotes, aquel matrimonio recibió una carta del amo de Noruega, diciéndoles que se había enterado de que tenían ocho hijos noruegos, y que hicieran el favor de mandarlos enseguida a Noruega, pues eso era una trampa y no valía hacer eso. Que eso no estaba permitido y que como lo hiciesen otra vez ya verían las consecuencias. Y que a ver si hacían el favor de mandarlos pronto. . .
Y el honrado matrimonio contestó que no se los mandaba. Que ya les habían tomado cariño y que no se separarían jamás de ellos. Y que, además, no eran ocho sino que eran siete, pues el blanco con manchas café tenía mala la barriguita y no servía.
Entonces, el amo de Noruega vino desde allí a hacerles una visita, en su carroza de caballos blancos, que parecían palomas grises, y les habló muy conmovido, con su corona de diamantes torcida por el temblor.
—Es preciso que ustedes me den estos chicos noruegos —dijo—. Me hacen falta a mí. Los necesito yo. En Noruega no nace apenas nadie. No me queda ya casi ninguno. Parece que no, pero hacer noruegos es bastante difícil. Ustedes que viven en España lo notarán. Verán muchos franceses, abundantes ingleses, colonias enteras de alemanes, comerciantes chinos, rusos a montones… Pero noruegos verán pocos. Es lo más difícil. A mí me costó mucho dinero reunir mil o dos mil para formar Noruega. Al principio nacían bien allí y con facilidad. Dios me ayudaba. Pero después la cosa fue mal. La gente de allí dice que no quiere tener hijos noruegos. Que es más fácil tenerlos franceses o rusos. Y, en parte, tienen razón. Y yo estoy desesperado, caballeros. Si ustedes, que los tienen fácilmente, no me los quieren vender, no tendré más remedio que cerrar Noruega. Y esto será mi ruina. Vengan ustedes conmigo. Yo les daré lo que necesiten. Allí pondrán ustedes una tienda de niños noruegos y ganarán todo el oro que quieran.
Pero el honrado matrimonio de Albacete no aceptó.
Pensó que ya que tenían aquella mina, aquel manantial inagotable de niños noruegos y rubios, serían necios si lo vendiesen a otro.
Y compraron un campo muy grande que había tirado en el suelo allí, cerca de Albacete. Y allí tuvieron más hijos noruegos. Muchos más hijos noruegos, auténticos como los primeros. Y los hijos se casaron. Y se formó un gran pueblo. Un pueblo noruego de verdad.
Y la Noruega antigua se arruinaba con la competencia que le hacía aquella Noruega moderna acabada de fabricar, aún caliente, que estaba más cerca de todos los sitios y en donde no hacía el frío helado de aquel Océano Glacial. Y la Noruega antigua se arruinó por completo.
Y el matrimonio de Albacete hizo un buen negocio; y cuando hubo ganado lo necesario para pasar una vejez tranquila, cerró Noruega, vendió todo y se fueron a vivir a un chalet de las afueras con sus dos millones de hijos noruegos con bigotazos rubios.
Y como recuerdo de aquella aventura sólo conservaron una postal con la vista de una calle principal de Cristianía.