Zoila Ellis - "La sala de espera"

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Poeta y narradora beliceña. Su profesión ha estado entre la Magistratura y la política. Actualmente sus intereses se centran en la recuperación de la cultura garifuna.
Sus historias pintan una imagen de la vida de los beliceños, tanto la del interior de Belice como la de la diáspora, mostrando sus miedos, sus prejuicios, sus esperanzas y sueños.
Este cuento pertenece a "De héroes, iguanas y pasiones".
La versión es la de Omar Fuentes.

En todas partes hay salas de espera: en hospitales que hieden a desinfectante y al olor frío del alcohol que impregna a los enfermos; en las prisiones que apestan a orina, a sudor y a desesperación humana; en las oficinas del gobierno que están humedecidas por el espeso vaho del aburrimiento burocrático marcado por el "clic-clic" de las máquinas de escribir y el masticar de chicles; en las comisarías de policía, impregnadas de violencia; en las estaciones de autobús; en todas partes... Y además, existe esta sala de espera.
Las paredes están impecables, pintadas de un blanco brillante, los bancos están colocados de la misma forma que los de una iglesia. No hay plantas o flores que alivien la mirada. No cuelgan pinturas que den la bienvenida a los fieles creyentes.
A este sitio acuden los esperanzados, los desesperados, los sumisos, los orgullosos, los ricos, los pobres, los inteligentes, los torpes, los ambiciosos, los chulos, las putas, los educados, los analfabetos y los soñadores. Principalmente, los soñadores.
A este lugar vino Elisa Barker, criolla, morena clara y con buen cabello (su madre era mestiza y tenía sangre galesa, que provenía de alguna rama familiar). El guardia la había importunado momentáneamente al pedirle en la puerta de entrada que mostrara el interior de su lujoso bolso de piel blanca antes de auscultarla con lo que a ella le pareció un detector de armas. No la tocó. De hecho, el guardia actuó con total corrección, pero aun así, Elisa se sintió incómoda. Le molestó aquello. No estaba preparada.
Normalmente tenía el privilegio de dejar atrás con majestuosidad a mujeres de la limpieza, guardias, secretarias y otras personas, pero este hombre fue insistente. Tan sólo esa insistencia le había impresionado; le hizo titubear y por lo tanto había perdido la inercia. Se había enfurecido cuando el guardia revisaba su bolso, pero, prudentemente, se controló. Al recuperar el aplomo, entró con confianza a la sala de espera.
Todos los presentes se volvieron para verla. Ella no hizo caso de las miradas. Estaba acostumbrada a ellas. Mientras se abrochaba el collar de oro, antes de salir de casa esa mañana, se había mirado en el espejo, evaluando con honestidad sus rasgos. La permanente que se había hecho hacía poco caía en forma de rizos sobre los hombros. El maquillaje que usaba era fresco y sofisticado. Tenía los dientes blancos y en perfecto estado, la nariz recta, la boca llena de ofrecimientos y un cuerpo contorneado en las partes exactas. Detrás de ella podía ver al hombre con el que se había casado, treinta años más viejo. No le importaba lo que la gente dijera. Era problema suyo si le amaba o no. Se había convertido en la señora Barker, vivía en Southern Foreshore en una casa grande con tejado a dos aguas, sirvienta y coche propio, y comenzaba a olvidar que alguna vez había sido otra persona.
Encontró lugar al lado de una mujer que apestaba a kush-kush. Elisa arrugó la nariz y sacó del bolso una revista de glamour resplandeciente. Hojeó las páginas de la revista fingiendo leer.
Se sintió completamente perdida. No había pedido consejo a ninguna de sus amistades. De cualquier forma, en realidad eran amigos de su marido; todos ellos habían viajado por el mundo y Elisa, en secreto, se sentía avergonzada de no haber estado nunca en Nueva York, Los Ángeles o Chicago. Su vecina, la señora Collins, una joven beliceña casada con un brigadier de la Armada británica, había estado incluso en Gales. Tampoco se lo había dicho a su esposo. Sentía que le había atraído por ser audaz, agresiva y segura de sí misma. Pensó que él atribuía las maneras sofisticadas que exhibía a haber recorrido mundo y no quería que él averiguara que a duras penas había salido de Placencia, el pueblecito donde vivía, antes de conocerle. Había aprendido cosas del mundo exterior gracias al empleo en el que atendía a turistas, a través de amigos que habían viajado y de cualquier persona de la que pudiera aprender. Además, Elisa sabía que era inteligente. Siempre lo había sido.
Se aburrió de hojear la revista y, al tiempo que suspiraba profundamente, se aventuró a echar una mirada alrededor para ver lo que los demás hacían. Le molestó que al parecer todos sabían lo que estaba ocurriendo, o lo que tenían que hacer. Se sintió como una tonta, la desenvoltura la abandonaba. Alguien le tocó el hombro y ella se sobresaltó. Era la mujer que tenía a su izquierda, la que olía a perfume barato. Elisa intentó no mostrarse tan perturbada como en realidad estaba.
-¿Ya tiene su formulario? -preguntó la mujer con amabilidad, señalando hacia el mostrador en el que algunas secretarias murmuraban con seriedad en medio de un ir y venir constante.
-¡Ah, gracias! -contestó Elisa con cortesía- estaba esperando recobrar el aliento.
-Claro -asintió comprensivamente la mujer con la cabeza-, me pasó lo mismo el primer día que vine. ¡Qué espanto!
Elisa no contestó, sólo asintió con una leve sonrisa de superioridad como si nunca hubiera sentido temor. Tomó de nuevo la revista esperando ahuyentar otra conversación. Cuando se sintió suficientemente segura guardó la revista y se levantó con determinación, dirigiéndose al mostrador. Observó a las secretarias que se encontraban al otro lado del panel de cristal transparente, notando que la observaban. Aun así, transcurrieron cinco minutos antes de que alguna de ellas viniera a atenderla.
Cuando la secretaria llegó al mostrador, Elisa comenzó a decir con petulancia:
-Quisiera un formulario para un visado, por favor.
Para su indignación, la mujer la miró sin contestarla, pero haciendo un gesto aburrido con una mano de una manicura perfecta, señalando hacia abajo. Elisa se paralizó, quedó perpleja. Luego notó que a la altura de la cintura en la división de cristal había un pequeño orificio. Comprendió que tendría que inclinarse para hablar a través del panel. Se trataba de una posición humillante. Sintió que todos miraban su trasero prominente mientras se acomodaba con torpeza para hablar a través del orificio. La inclinación hizo que el peinado bien arreglado que llevaba se cayera hacia adelante, y cuando terminó de hablar su blusa se había levantado hasta el punto de descubrirle el ombligo. Por si fuera poco, la secretaria no se inclinó igual que ella para responder a la pregunta acerca del formulario, sino que señaló, sin sonreír, después de que Elisa repitiera dos veces la pregunta, un letrero que estaba encima de su cabeza.
Leyó el anuncio, sintiéndose aún más tonta, que explicaba con instrucciones claras lo que se debía hacer con los formularios que formaban una pila ordenada en el extremo izquierdo del mostrador. Después de recoger dos, regresó al asiento que había tomado antes. Ahí rellenó con rapidez los formularios. Por suerte, había traído consigo unas fotografías. Entregó el formulario junto con las fotografías y se volvió a sentar a esperar. Después de que pasaron los primeros veinte minutos no pudo aparentar por más tiempo que leía la revista; tampoco deseaba dormitar y perder el momento en el que la llamaran. Además, el banco de madera hacía que le comenzara a doler el trasero. Se puso en pie y caminó hasta la parte posterior de la habitación, donde se apoyó contra la pared, observando a las personas que la rodeaban.
La sala de espera estaba repleta. La mayoría de las personas estaban sentadas silenciosamente y con aspecto ansioso. De vez en cuando se hablaban unos a otros. Se escuchaba el murmullo tenue de las madres callando a sus hijos, mientras los comentarios pasaban de unas personas a otras. Principalmente había criollos en la habitación y la mayoría eran mujeres. De vez en cuando, Elisa escuchaba algo indistinguible que provenía de los altavoces, entonces alguna de las personas se ponía en pie y se dirigía a los cubículos que se asemejaban a cabinas telefónicas y se alineaban en una esquina de la sala. En ocasiones, se ponían en pie varias personas y se acercaban al cubículo juntas rondando alrededor. Les llevaba cinco minutos, algunas veces más, pero cada vez que regresaban Elisa observaba indistintamente caras sonrientes, desconcertadas o desilusionadas y, en consecuencia a eso, podía saber si obtuvieron un "Sí" o un "No". Después de estar en el mismo lugar de pie durante más de una hora, viendo a las numerosas personas que regresaban, notó que eran pocas las que tenían éxito. Elisa comenzó a sentir el principio de la tensión que embargaba a las demás personas de la sala. ¿Qué pasaría si no lo consiguiese? Fue la primera vez que ese pensamiento cruzó por su mente. Ni siquiera había soñado que le pudiera ocurrir lo mismo por lo que otras personas habían tenido que pasar. Aquellas personas que "no lo conseguían", que tenían que "entrar por la puerta trasera", eran las víctimas de planes complejos que en ocasiones habían terminado en una cárcel mexicana.
Observaba a una mujer negra y gorda -tenía un afro grasiento y llevaba un vestido floreado brillante, zapatos y medias blancos, además de tres cadenas de oro que le colgaban del cuello- que venía de regreso de un cubículo con un semblante que reflejaba el fracaso y la desilusión dibujados en cada línea del rostro. Parecía que quería llorar. La mujer regresó al lugar donde estaba el banco en que había dejado a sus tres hijos y los preparaba para salir cuando otra mujer, que estaba tres bancos detrás de ella, la llamó.
-Señora June, ¿cómo le fue? ¿Se lo dieron?
La señora June chascó la lengua y sacudió la cabeza. Se sentó con lentitud, cansada.
-¡Ay, niña Ruthie, son unos desalmados, no tienen corazón!
La mujer pidió a Ruthie que fuera a sentarse a su lado.
-¿O sea que nunca se lo darán?
-Así son las cosas.
Ruthie se quedó absolutamente perpleja.
-Pero ¿cómo fue? ¡Si tiene el certificado del banco y la carta de invitación y todo lo demás!
-Ruthie, hija, podría tener todo el dinero del banco y todas las cartas de invitación del mundo y de todas formas ese hombre me haría pasar un mal rato. No sé, el hombre me miró fijamente y me dijo que pensaba que yo no regresaría.
-Pero ¡qué descarado!
-Esa no es la palabra que merecen. Si no fuera buena y no tuviera respeto por la autoridad, le hubiera dicho algunas cosas que lo pondrían colorado. Tuvo el atrevimiento de decirme que yo iba a trabajar allá, que muchas mujeres que van nunca regresan. Mi pobre hija ha trabajado mucho al otro lado para mandarme el billete de avión y el certificado del banco. ¡Todo ha sido en vano!
-¡Después de haber venido desde tan lejos! -exclamó Ruthie con comprensión.
-Me levanté a las cinco de la mañana hoy, Ruthie, cogí el autobús de Coroza, con los niños, para venir aquí.
-¿Y los niños? ¿Qué le dijeron de ellos?
-Mira, ¡mejor ni me preguntes eso! Todo lo que él sabe es que la madre debe venir con ellos y, como tú sabes, Maybelle está en Chicago -se detuvo para dar un largo suspiro-. Mi pobre niña sólo quería verlos. Este pequeño es el último, Charlie. Sólo tenía tres meses cuando ella se fue. Yo le he criado a los tres. Pero creo que ahora necesitan a la madre.
-Es verdad, ahora tendrá que hacer algo o enviarlos como ilegales.
-Tal vez. Pero ella no quería que fuera así. ¡Ay!, pero lo que más me molesta es que este mismo hombre se lo dio a mi sobrina Catherine, que no tiene cuenta de banco y sus cuatro hijos ya están allí de ilegales. A ella sí se lo dieron.
-Mujer, este lugar es su sino, no tuvo suerte -luego bajó la voz de forma que Elisa tuvo que esforzarse para escuchar-. Me dijeron que puede ir a Stann Creek para que aquella señora le haga unos baños y rece por usted. Dura tres días.
-¿Crees que funcionará, Ruthie? Nunca había oído hablar de eso. Debería hacerlo.
La señora June se puso de pie.
-Bueno, Ruthie. Ya te veré otra vez. ¡Que tengas suerte!
Elisa se había acercado a las dos mujeres y logró escuchar la última parte a pesar de que habían hablado en voz baja y en tono confidencial. Lo que escuchó no le hizo sentirse nada mejor. Miró su reloj de plata. Había transcurrido una hora más. Mientras la tensión crecía dentro de ella, recorrió de un lado al otro de la sala observando los retratos de las personas buscadas por el FBI.
-¿Lo conseguiste, Hortence? -escuchó que una mujer vieja que se sentaba atrás preguntaba a otra vestida de uniforme de un banco. La que se llamaba Hortence asintió con la cabeza sonriendo.
-Gracias a Dios -exclamó la otra, añadiendo enseguida-. ¿Qué te dieron?
Como dos conspiradoras, se agacharon cuchicheando de manera que Elisa no pudo escuchar lo que decían.
Después de que la mujer llamada Hortence saliera, Elisa escuchó decir a la mujer con quien había cuchicheado mientras se volvía hacia la que estaba a su lado.
-Es mi vecina, ¿sabes? Es una buena chica. Trabaja en un banco. Le dieron la Múltiple Indefinida.
-¡Vaya! ¡Qué bien! -exclamó la otra, con un tono de envidia evidente en la voz-. Espero que no me pongan trabas.
-¿Ésta es la primera vez? -preguntó la mujer que estaba al lado de Hortence.
-Sí, tengo a todos mis hijos al otro lado, en Los Angeles. Sólo estoy esperando a que mi último nieto, al que estoy criando, termine la secundaria aquí para mandárselo a mi hija y luego me reúna con ellos.
-¡Qué bien, chica! Yo voy a Chicago a ver a mi hijo. Me dicen que hace frío allí, pero chica, no puedo estar más tiempo en Belice. Las cosas son demasiado caras aquí. Y el poquito dinero que puedes ganar apenas logras que alcance. Mi suegra me cuenta que allí el kilo de pollo cuesta dos dólares. ¿Puedes creerlo? Y dice que puedes encontrar muy baratos la mejor ropa y zapatos en las ofertas; baratos, baratos, baratos. Incluso se acaba de comprar una casa allí. Dice que nunca regresará.
-¡Qué bien, chica! Belice ya no es el lugar de antes ¿Has escuchado lo que todos esos extranjeros están haciendo en el Norte? Oí que mataron de un disparo a un hombre indio hace tres semanas. Ahora vienen y cultivan marihuana. En poco tiempo se apoderarán de Belice.
-Por eso me voy yo, antes de que eso pase.
La amiga de la que hablaba con Hortence se rió. Elisa escuchaba intensamente hasta el punto de quedarse absorta en la conversación y no escuchar la voz metálica que decía su nombre. Repitieron el nombre y al ver que nadie se movía, alguien de la fila de enfrente gritó:
-Elisa Barker. ¿Quién es?
Con prisa nerviosa, Elisa recogió el bolso de la silla y caminó rápidamente hasta las cabinas. Las sandalias de tacón alto producían un sonido entrecortado sobre el suelo de baldosas.
Se dirigió al único cubículo vacío que había y después de colocar el bolso sobre el mostrador inspiró profundamente antes de dirigir una sonrisa radiante a la persona que estaba al otro lado.
-Hola. Soy Elisa Barker.
El hombre no respondió a la sonrisa sino que examinó algo que sostenía en la mano. Ella notó, al mirar más de cerca, que era la tarjeta que ella había rellenado antes.
-Dígame, señora, desea un visado de turista, ¿verdad?
-Sí, señor -contestó, completamente apabullada por el tono frío e impersonal de la pregunta. Miró la mano izquierda del hombre y vio que llevaba un anillo grueso de matrimonio.
-¿Está casada, señora?
-Sí, señor.
-¿Vive ahora con su esposo?
-¡Por supuesto! ¡Apenas hace un año que estamos casados! -contestó Elisa con indignación. El hombre apartó la mirada del formulario que examinaba y le sonrío con cinismo.
-¿Cuál es su ocupación, señora?
-Soy ama de casa.
-¿Tenía alguna experiencia o formación de algún tipo antes de casarse, señora?
-Pues, y... yo... trabajaba en un hotel —tartamudeó Elisa.
-¿Dónde?
-En Placencia. Era la recepcionista.
-Ya veo, ¿cuándo fue eso, señora?
-Hace dos años. Luego me casé.
-¿Ha trabajado desde entonces?
-No, señor, no he trabajado.
-¿Cuál es el propósito de su visita a los Estados Unidos, señora?
-Iré de vacaciones.
-¿Y quién se hará cargo de los gastos de este viaje?
-Mi esposo.
-¿A qué se dedica su esposo, señora?
-Tiene un negocio.
-¿Me puede decir cuál es el ingreso anual de su esposo?
Elisa estaba confundida. Se frotó las manos.
-Yo... yo no lo sé. No habla de eso conmigo.
-¿Me puede decir qué clase de negocio es el que tiene?
-Ya le dije que no lo sé. No habla de sus asuntos conmigo —su voz era agitada.
-Está bien -dijo él airadamente, como si nada hubiera tenido ninguna importancia desde el principio. Elisa sintió un nudo en la parte inferior del cuello provocado por la tensión.
-Veamos -dijo mientras volvía a examinar el formulario-. ¿Trae consigo el certificado bancario?
Ella negó con la cabeza.
-¿No? ¿Y su libreta de ahorros? ¿No?
El hombre se sentó.
-Señora, hay muchas mujeres jóvenes, al igual que usted, que vienen aquí todos los días e intentan convencernos de que les debemos conceder un visado de turista. Lo que en realidad quieren es ir a los Estados Unidos, encontrar un trabajo y trabajar allí para mantener a sus familias aquí en Belice. Dicen que son solteras y no lo son, o al revés, dicen que están casadas cuando en realidad no lo están. Me pone en una situación difícil. No tiene un trabajo por el que tenga que regresar. Me dice que está casada, pero yo necesito una prueba de que su marido está aquí y de que viven juntos. Ninguno de los dos tiene hijos por los que tengan que volver. ¿Tiene algún familiar en los Estados Unidos?
-Sí, muchos -Elisa respondió apresuradamente, contenta de que al fin pudiera demostrar algo positivo.
-¿Parientes cercanos?
-Sí, señor; mi madre y mis dos hermanas viven allí.
-Muy bien. Por favor, espere un momento -dijo. Luego se levantó del asiento, se dirigió a la parte posterior, a la sección de archivos. Elisa se quedó ahí, retorciendo el pañuelo con nerviosismo. Comenzó a desear no haber venido nunca a este lugar. Pero quería ese visado. Ella no formaría parte de aquellos que salían a través de esas puertas con el sello de rechazado. Al menos el hombre intentaba ayudarla.
Él regresó.
-Señora -suspiró y recorrió con el brazo el cabello rubio y fino-, nuestros archivos muestran que las personas que mencionó recibieron visados para permanecer un mes y llevan ya casi tres años. Lo siento, pero eso no la ayuda -ahora él tenía un aire de haber terminado que no gustó a Elisa. Sintió que él ya había tomado una decisión. Aun así resolvió hacer un último intento. Respiró profundamente para aliviar el pánico.
-Señor -comenzó, tragando saliva, sintiendo que la tensión del cuello se alargaba hasta la frente y que el sudor se le juntaba en las axilas-, le puedo asegurar que, a diferencia de otras mujeres que han llegado aquí para decirle mentiras acerca de su estado marital y financiero, yo estoy por encima de esas cosas. Mi madre y mis hermanas han hecho algo equivocado, debo admitirlo, pero ¿yo debo ser castigada por eso? Desde que era una niña he deseado conocer los Estados Unidos porque he escuchado lo maravilloso que es ese país. Es cierto que no trabajo, pero sucede que no tengo la necesidad. Mi esposo tiene dinero. Y, aunque yo no tenga mi propia cuenta de banco, tengo un coche propio. Está justo aquí afuera por si quiere verlo.
No pudo evitar contener el tono de súplica con el que terminó el pequeño discurso. El hombre se quedó callado por un momento. Luego, con el bolígrafo hizo un movimiento de decisión final y se puso en pie.
-Señora, ¿qué prueba me puede dar de que no se convertirá en una carga para el Gobierno de los Estados Unidos?
Se quedó callada.
-Señora, me temo que no puedo darle un visado sin la prueba de su estado financiero. Mantendré su solicitud en el archivo y...
-¡Pero la puedo conseguir! -Elisa interrumpió con desesperación-. Hoy mismo, esta tarde. No hay problema.
Extendió la mano insistentemente para intentar tocarle el hombro con el fin de persuadirle, pero la mano chocó con la división de cristal provocando con el anillo de matrimonio un fuerte chasquido.
Ambos, ella y el hombre, permanecieron en silencio mirando hacia el lugar en el que había golpeado el cristal. Escuchó el ruido arrullador que inundaba la sala de espera y supo que las personas que estaban detrás de ella habían escuchado el sonido y la miraban con interés, esperando ver una escena dramática. Elisa sintió que la sangre se le subía a la cabeza de vergüenza. Se miró las manos mientras luchaba contra las lágrimas.
-Lo siento, señora -escuchó que decía el hombre con voz inexpresiva-. Tan pronto como consiga el comprobante requerido puede traérnoslo y revisaremos su solicitud. Que tenga un buen día.
Elisa no se movió, se sintió aturdida. Sólo cuando el hombre se acercó al micrófono y pronunció el nombre siguiente, recogió el bolso del mostrador y caminó hacia la puerta de cristal. Mediante un gran esfuerzo logró mantener la cabeza en alto y no mirar ni a izquierda ni a derecha. Pero cuando salía, escuchó que la vecina de Hortence suspiraba ruidosamente y le decía a su nueva amiga:
-¿Ves lo que te dije? No se lo dieron.

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