28
enero

Alasdair Gray - "Bolsillos grandes con carteras abotonadas"

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Novelista, poeta, cuentista, dramaturgo, guionista de radio y televisón y pintor (la mayoría de sus libros están ilustrado por él mismo) escocés. Es un autor difícil de encasillar, aunque posmoderno encaja bien (uno de los autores en lengua inglesa favoritos de la muy posmoderna Kathy Acker). Escribir su primera y más popular novela (Lanark) le llevo casi treinta años (1954-1981) y consiguió que Anthony Burgess dijera de él que era "el mejor novelista escocés desde Walter Scott".
Además, su sentido del humor y su posición política en el nacionalismo escocés ha hecho de él un autor muy popular entre el público (escocés, claro, la prensa inglesa lo ha llamado anglófobo, sobre todo a partir de su reciente artículo "Settlers and Colonists").
La versión del cuento es la de Mercè López Arnabat.

Una mañana agradable de septiembre. Un hombre no precisamente joven avanza pensativo por el estrecho sendero de una antigua línea férrea. El ruido le recuerda la proximidad de la autopista, pero zarzas, saúcos y espinos limitan su campo de visión al sendero que se extiende en línea recta frente a él hasta que, en un pequeño claro que se abre a su derecha, ve a dos chicas sentadas al pie de un viejo poste del telégrafo. El hombre se detiene y levanta la cabeza para examinar la madera gris y agrietada del poste, los travesaños, y los aisladores semejantes a pequeños tarros de mermelada de los que cuelgan cables rotos. Ha visto que las chicas, un par de adolescentes de aspecto ceñudo y taciturno, llevan pesadas botas de plataforma y holgados pantalones militares que contrastan con la esbeltez de sus cuerpos. --¿Qué mira? --le pregunta malhumorada una de ellas.
-Los cables de este viejo poste --responde el hombre sin bajar la vista--. No hace tantos años mantenían en contacto este país nuestro con un imperio comercial de importancia mundial.
-¿Que no hace tantos? ¡Hace siglos! --replica la chica con desprecio.
Mirándola de soslayo, el hombre se da cuenta de que lleva un pendiente en el labio inferior y otro en la aleta de la nariz.
-¿Siglos? Sí. Supongo que dejó de utilizarse antes de que vosotras nacierais.
El hombre sigue mirando hacia arriba hasta que la otra chica se levanta, se despereza, finge un bostezo, dice "Me voy", y se pierde entre la maleza. Su compañera sigue sentada en la misma postura en la que la ha encontrado el paseante.
Al poco, el hombre se saca un periódico doblado del bolsillo del abrigo, lo extiende sobre la porción de hierba que ocupaba la chica que se ha ido, y se agacha con cuidado hasta quedar sentado con las manos abrazadas a la rodilla de una pierna flexionada. Mirando de reojo a la chica (que sigue aparentando indiferencia), dice en voz baja:
-Tengo que hacerte una pregunta complicada sobre cierta palabra que empieza por jota. ¿Te escandaliza? ¿Te molesta? No me refiero a cuando se usa como palabrota. No me gustan las palabrotas. Me refiero a cuando se usa para denominar el acto... lo que hacen los amantes. ¿Sí?
Le concede un momento para que conteste y luego sigue con voz diligente, como si hubieran llegado a un acuerdo.
-Entiendo perfectamente que una joven bonita como tú (ella hace un gesto de desdén), no pongas esa cara, no tenga ningún deseo de jotaetcétera con un viejo aburrido como yo, y menos aún al lado de unas vías abandonadas y entre toda esta maleza. Pero supongo que no tienes trabajo y necesitas dinero.
-¡Joder! --exclama ella--. No veas.
-No digas palabrotas. El mundo está lleno de injusticias, pero no soy ningún hipócrita: me alegro de tener el dinero que tú necesitas. De lo que se trata, por lo tanto, es de discutir cuánto estoy dispuesto a pagar yo y que estás tú dispuesta a hacer a cambio. Te advierto que, para satisfacer mis necesidades, bastará seguramente con una pequeña charla. Nunca he sido un entusiasta de la vertiente horizontal de este tema.
-¡Diez libras! --dice la chica, mirándole por fin a la cara.
El hombre asiente y dice:
-Me parece razonable.
-Pero ya. Si no es por adelantado, nada --insiste con la mano extendida. El hombre extrae los billetes correspondientes de la cartera que lleva en el bolsillo.
-Gracias --dice ella mientras se levanta y se los guarda en el bolsillo--. Hasta luego.
El hombre la mira desilusionado.
-Eres demasiado raro para mí --le dice ella--, además de demasiado viejo. Y tienes razón: el mundo está lleno de injusticias.
La chica se pierde entre la maleza. El hombre suspira ensimismado.
Entonces se oye ruido de hojas. La otra chica reaparece y se le queda mirando. El hombre no reacciona hasta que ésta le dice:
-No me había ido. Os he estado escuchando desde hay detrás. A mí no me pareces raro. No hasta el punto de darme miedo. Yo diría que eres... diferente.
-¿Te llamas...? --pregunta él con desgana.
-Davida.
-Creía que la costumbre escocesa de derivar el nombre de la hija del del padre se había perdido.
-Se ha vuelto a poner de moda. ¿Cómo te llamas tú?
-No pienso soltar nada más por hoy. No cuentes con ello.
Pero no aparta los ojos de ella. La chica le corresponde con una sonrisa hasta que él, resignado, la invita a sentarse a su lado. La chica se sienta algo más lejos de donde indica la mano del hombre, se agarra las piernas con los dos brazos, y pregunta decidida:
-¿Qué le ibas a decir a Sharon?
-También quieres que te dé dinero.
-Sí, algo, pero no tanto como a Sharon. El dinero da igual. Dime lo que quieras: no me enfadaré.
El hombre la mira, abre la boca, traga saliva, cierra los párpados con fuerza y masculla:
-Bolsillosgrandesconcarterasabotonadas.
-¿Qué?
-Bolsillos --repite--. Con. Carteras. Abotonadas. ¡Por fin!
-¿Y eso te pone? --dice Davida mientras contempla incrédula sus bolsillos.
-Sí --le espeta él--, porque la violencia es sexy. Son bolsillos militares, pensados para llevar cargadores, granadas y raciones de campaña. En una mujer resultan turbadores... irresistibles. Por inadecuados, precisamente.
-Sí, supongo que por eso están de moda, pero no tampoco es como para emocionarse.
-A mí me gusta emocionarme con estas cosas --gruñe él, y se tapa la cara con las manos.
-¿Eras profe?
-No me sacarás nada más. ¿Por qué te parece que he sido maestro?
-Porque eres mandón pero, al mismo tiempo, educado. Por eso. Además, los profes tienen que aparentar que son mejores que las personas normales: por eso se vuelven un poco majaras cuando se jubilan. ¿Qué querías hacer con los bolsillos de Sharon que valiera diez libras?
El hombre se resiste a volver la vista hacia ella.
-¿Querías meterle las manos dentro? ¿Así? --dice riendo mientras se mete las manos en los bolsillos--. ¿Y después irlas moviendo? ¿Así?
-¡No quiero oír más guarradas! --ordena un muchacho alto y delgado que sale de la maleza--. ¿Cómo te atreves a hacerle insinuaciones obscenas a esta jovencita? ¡Abusador de menores!
-¿Quién, yo? ¡Ja! --exclama el hombre antes de tenderse en la hierba con las manos en la nuca. Le ha parecido que se imponía dar una imagen lo más relajada e inofensiva posible, dado que ahora se encuentra en inferioridad numérica. Al lado del muchacho alto hay otro bajito con la cabeza rapada y una cara inexpresiva, detalles ambos que le confieren un aspecto mucho más amenazador. Y, a su lado, Sharon, que repite en tono burlón:
-Bolsillos grandes con carteras abotonadas.
-Deberíais habernos dejado solos un poco más --dice Davida--. Había empezado a pasárselo bien.
-¡Había empezado a satisfacer su inclinación fetichista y antisocial con una chica que podría ser su nieta! --grita con rabia el muchacho alto.
-¡Dos chicas en un cuarto de hora! --dice Sharon--. Tenemos testigos. Tendrá que pagarnos.
-Ya os he pagado --protesta el hombre.
-Le recomiendo que no adopte esa... actitud si quiere seguir de una pieza --dice el muchacho alto mientras va sacándose del bolsillo de los pantalones un cuchillo con la hoja muy larga. El otro muchacho, el más bajo y de aspecto más amenazador, dice entonces:
-Hola, señor McCorquodale.
El hombre se incorpora para verlo mejor.
-¡Shon! ¿Qué tal por casa? --pregunta.
-A mi padre aún no lo han soltado, pero a Sheila le va bien con lo de las teles de alquiler. Se fue a Australia.
-Sí, Sheila era la más lista de todos vosotros. Le aconsejé que se fuera de Escocia.
-¡Ya me parecía a mí que era profe! --dice Davida con aire de suficiencia.
-¡Serás imbécil! --grita el muchacho alto al otro--. Si no te hubieras metido, le habríamos desplumado, nos habríamos largado y no habría pasado nada. No somos de por aquí, no tenemos antecedentes... no habrían podido dar con nosotros. Si no queremos que nos identifique, ahora tendremos que cortarle las manos y la cabeza y enterrarlas en el quinto pino.
El muchacho corta el aire con rabia. Las chicas ponen cara de asco.
-No le hagas eso al viejo Corky --dice conciliador el más bajo--. Los había mucho peores.
-¿Que los había mucho peores? --protesta el ex maestro mientras se pone de pie de un salto. ¿No os hice sufrir bastante a ti y a tus hermanos en clase de gimnasia? Yo sí te recomiendo --le dice al muchacho alto-- que guardes ese cuchillo. Salta a la vista que no sabes utilizarlo.
-¿Y tú sí? --replica sarcásticamente el chico.
-Pues sí. Yo pertenezco a la generación que hizo el servicio militar. Tu has hecho la instrucción a base de televisión y de videojuegos. A mí a los dieciocho el ejército británico me enseñó a matar con armas y sin ellas. Davida, Sharon, Shon, convenced a vuestro amigo para que guarde ese cuchillo del pan. Decidle que es un joven fornido, pero que yo soy más fuerte de lo que parezco, y que, si realmente le interesa el combate sucio, le puedo enseñar más de un truco que le dejará anonadado. Decidle que le he dado a Sharon todo el dinero que llevaba, de modo que, si no le basta, tendrá que venirse a casa conmigo.
Y el señor McCorquodale sonríe desilusionado ante los pantalones de combate del muchacho alto.

26
enero

Carol Ann Duffy (II)

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El primer poema pertenece a Standing Female Nude y la versión es la de Pedro Serrano y Carlos López Beltrán.
El segundo poema es de "La gramática de la luz y otros poemas" y la versión es la de Mirta Rosenberg y Lorena Canales.
La versión del último poema es la de Edgar Amador.

Los delfines
Mundo es donde se nada, o baila, así de simple.
Estamos en nuestro elemento pero no somos libres.
Fuera de este mundo no puedes respirar por mucho tiempo.
El otro tiene mi forma. Sus movimientos arman
mis pensamientos. También los míos. Hay un hombre
y hay aros. Y una culpa constante que fluye.

Ninguna verdad encontramos en estas aguas;
no hay explicaciones que tiemblen en nuestra carne.
Fuimos benditos y ahora ya no lo somos.
Después de viajar en este espacio por días aprendimos
a traducir. Era el mismo espacio. Es el mismo
espacio siempre y encima de él está el hombre.

Y ahora ya no somos benditos, pues el mundo
no se hará más profundo para soñar en él. El otro sabe
y por amor me refleja como soy.
Miramos nuestra piel de plata centellear
como el recuerdo de otro sitio. Hay una pelota colorida
que hemos de balancear hasta que el hombre haya desaparecido.

La luna ha desaparecido. Circulamos por gastados surcos
de agua con una misma nota. Música de la pérdida irremediable
en el corazón del otro que petrifica el mío.
Hay un juguete de plástico. No hay esperanza. Nos hundimos
hasta el fondo del estanque hasta que el silbato suena.
Hay un hombre y nuestra mente sabe que moriremos aquí.



Hermanos
Alguna vez dormí en una cama con esos cuatro hombres que comparten
una cara más vieja y a quienes se puede hacer reír, incluso ahora,
con citas al azar de la obra de teatro en la que actuamos. No hay camino
a la creación de la tierra de Dios, digo. Ellos sonríen y asienten.

Lo que era posible retrocede y se empequeñece, y ante mis otros ojos
ellos se achican hasta ser un monaguillo, un niño que practica las escalas,
un niño que juega al tenis contra una pared, un bebé que llora en la noche
como un sonido nuevo debatiéndose por hallar una forma.

Ocasionalmente, cuando la gente me pregunta, me agrada enumerar sus nombres.
No tengo fotos, pero me gusta repetir sus nombres.
Mi madre los eligió. Escucho su vida en esas palabras,
las palabras de cría, la palabra que le rompió el corazón.

Mucho en común, yo, con ladrones y empresarios,
padres y desempleados que cobran el seguro. Ahora no tenemos nada
que decirnos, pero el tiempo nos posee. Qué altos se han vuelto. Algún día
pagaré por un cajón y veré cómo lo cargan sobre sus hombros.



La mujer de Lázaro
He penado. He llorado toda una noche con su día
por mi pérdida, he rasgado el atuendo con que me casé
de mis pechos, he aullado, chillado, me he arrastrado
por las lápidas hasta que mis manos sangraron, vomitando
su nombre una y otra vez, muerto, muerto.

Me fui a casa. Vacié el lugar. Dormí en una sencilla cuna,
viuda, un guante hueco, medio fémur blanco
en el polvo. Guardé trajes negros
en bolsas negras, metí allí zapatos de hombre muerto,
enlacé el doble nudo de una corbata alrededor de mi cuello liso,

demacrada monja en el espejo, tocándose sola. Conocí
las Estaciones del Duelo, el icono de mi cara
en cada marco sombrío; pero todos esos meses
estuvo lejos de mí, cada vez más pequeño
hasta encogerse como una instantánea, yéndose,

yéndose. Hasta que su nombre dejó de ser un conjuro
de su rostro. El último cabello de su cabeza
salió flotando de un libro. Su aroma salió de la casa.
Se leyó el testamento. Verán, se desvanecía
hasta el pequeño cero en el oro de mi anillo.

Hasta que se fue. Y entonces fue leyenda, lenguaje.
Mi brazo en el brazo de un profesor de escuela –el sacudir
de la fuerza de un hombre bajo la manga de su abrigo-
por entre los setos. Pero fui fiel
tanto como pude. Hasta que él fue sólo memoria.

Pude así estar esa tarde en el campo
con un chal de fino aire, sanada, capaz
de mirar los bordes de la luna sucederle al cielo
y a una liebre salir de entre el seto; y notar luego
a los hombres de la aldea correr hacia mí, gritando.

Detrás de ellos mujeres y niños, perros ladrando
Y supe. Supe por la astuta luz
en la cara del herrero, los ojos chillones
de la camarera, las súbitas manos sosteniéndome
entre la ardiente acidez de la gente corriendo frente a mí

Vivía. Vi el horror en su cara.
Oí la loca canción de su madre. Respiré
su fetidez; mi consorte en su podrido sudario,
húmedo y despeinado debido al sellado flojo de la tumba
graznando su nombre de cornudo, desheredado, fuera de su tiempo.

22
enero

Marianne Moore

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Poeta y ensayista estadounidense. Junto a T.S. Eliot, Ezra Pound y William Carlos Williams forma parte de la primera generación de poetas modernistas estadounidenses.
A principios del siglo XX la poesía estadounidense carecía de tradición literaria propia, más aún la poesía escrita por mujeres, salvo el caso excepcional de Emily Dickinson, la única poeta comparable con Moore en opinión del también poeta Robert Lowell. Moore buscó una voz propia por caminos diferentes al resto de poetas modernistas. Consideraba que el camino hacia el verdadero arte era un camino complejo, por eso su poesía es sinuosa, indirecta, de negación (más efectista que la afirmación), planteando problemas sin resolverlos y forzando así al lector a sacar sus propias conclusiones.
Los poemas pertenecen a Poemas escogidos de 1935.
La versión es la de Lidia Tailleffer de Haya.

La poesía
A mí tampoco me gusta.
     Pero, al leerla con absoluto desprecio, descubrimos en
     ella, al fin y al cabo, sitio para lo auténtico.

 
Una tumba
Hombre que contemplas el mar,
que no dejas verlo a aquellos que tienen tanto derecho como tú,
es de naturaleza humana ponerse en medio de algo,
pero no puedes interponerte en el centro de esto;
el mar no tiene nada que ofrecer, salvo una tumba bien excavada.
Los abetos van en procesión, todos con una pata de pavo verde esmeralda en la copa,
reservados como sus contornos y en silencio;
no obstante, la represión no es la característica más sobresaliente del mar;
el mar es un coleccionista, rápido en devolver una mirada rapaz.
Hay otros —aparte de ti— que han experimentado esa mirada,
cuya expresión ya no es de protesta; los peces han dejado de buscarlos,
pues sus huesos han desaparecido.
Los hombres echan sus redes, ignorando que profanan una tumba,
y se alejan remando deprisa; las palas de los remos
se mueven al unísono, igual que las patas de la araña de agua, como si no existiera la muerte.
Las ondas avanzan en forma de falange, hermosas bajo la espuma,
y desaparecen sin aliento mientras el mar se agita dentro y fuera de las algas;
los pájaros dan vueltas a toda velocidad en el aire, emitiendo sus habituales silbidos;
el caparazón de la tortuga avanza al pie de los acantilados azotándolos;
y el océano, al ritmo de los faros y el tintineo de las boyas,
se mueve como siempre, como si no fuera ese océano en el que las cosas que caen se hunden,
en el que si giran y dan vueltas no es por voluntad ni por conciencia.


Al progreso militar
Utilizáis la inteligencia
como una piedra de moler
     grano.
La pulís
y con retorcido ingenio os
      reís
de vuestro torso,
postrado donde el cuervo
     cae
sobre tantos corazones débiles
como su dios dispone;
     llama
y bate las alas,
hasta que el tumulto trae
     más
hombrecillos negros
para volver a recuperarse:
     la guerra
a bajo coste.
Ellos claman por la cabeza
     perdida
y buscan su recompensa
hasta que el cielo vespertino
     enrojece.

Novelista, cuentista, ensayista y editor mejicano. Su obra gira en muchas ocasiones en torno al mundo del cine y a sus mitos, sus trabajos están llenos de referencias a divas y galanes a los que se acerca desde la admiración pero también desde la burla. Hernán Zavala lo considera uno de los pocos autores humorísticos de la literatura mejicana.
Al contrario de lo que parece más habitual, que a partir de un cuento se elaboren obras más extensas (como la "Mrs. Dalloway" de Virginia Woolf o "La noche de la iguana" de Tennessee Williams), este cuento ha hecho el camino inverso ya que procede de la reelaboración de una de sus novelas ("En defensa de la envidia" de 1993).
La carrera literaria de Alatriste parece haber terminado tras verse involucrado en varios escándalos por plagio, tanto en su faceta de autor como de editor.


Me parece que perdonar a nuestros enemigos
es el más morboso y curioso placer.

OSCAR WILDE
Cartas a Lord Alfred Douglas

Mi único instante de gloria es un recuerdo o, si se quiere, un recuerdo que proyectado hacia el futuro resulta glorioso, pues yo, Uriel Eduardo Alatriste, como todos los mortales tuve un primer amor, pero al contrario de muchos mortales, el mío fue con un mito, con la Afrodita azteca, con The Mexican Spitfire, nada más y nada menos que con Lupe Vélez.
Ahora todo el mundo sabe que Lupe fue una envidiosa de lo peor, pero entonces, cuando se inició nuestro romance, nadie tenía la menor idea de que un cuerpecito tan redondo y suculento como el de ella fuera capaz de almacenar tanta envidia. Tengo una foto en la que (sentada frente a un tocador, vestida con un camisón transparente, de espaldas a la cámara, su rostro se refleja en un espejito de mano) muestra su portentosa anatomía. La dedicatoria es un insulto y prueba que, además de envidiosa, en los años en que dejé de verla se dejó crecer en vanidad sin límites: “Para que veas lo que te perdiste”. Alude a nuestro romance, cuando todavía se llamaba Guadalupe Villalobos y no era famosa; cuando nos íbamos dizque a platicar a la sombra del ahuehuete que estaba en la esquina de casa de su abuelito, y yo le sobaba los senos mientras ella me contaba la película que había visto esa tarde, mezclando la anécdota con descripciones casi pornográficas de los hombres que habían aparecido en la pantalla, y, para variar, terminábamos haciéndonos promesas de matrimonio, pidiéndonos que no nos fijáramos ni en otros hombres ni en otras mujeres, medio jadeantes, sin que yo hubiera acabado de comprender nada de lo que me había contado.
En alguna de nuestras usuales tertulias del año 45, Salvador Novo descubrió la foto de Lupe, que yo tenía sobre una mesita llena de objetos familiares. Mientras la observaba dijo con sarcasmo inaudito (no en él, que siempre se burló de todo, sino inaudito porque iba dirigido a Lupe en esa pose de tentación) que la Vélez siempre fue de aspecto muchachil y rostro lilial, dulce, arrogante y querubínico, pero de un carácter, heredado de la rama paterna de su familia, que desmentía su apariencia angelical.
—Lupe fue propensa a la ira —agregó Novo, levantando su hoy famosa mano siniestra—, caprichosa, mimada, dilapidadora, orgullosa, arisca. Su imagen venía a ser el reverso de su temperamento melindroso.
—Y eso por decir lo menos acerca de ella, ¿no, Chava? Y, claro, sin el menor deseo de ofender.
—Al contrario, querido Uriel: ¡en su defensa! Y, ya que la quisiste tanto, tú deberías hacer lo mismo.
Levantó su copa y brindó por ella con voz engolada y estentórea:
—En defensa de la envidia.
Le conté entonces, conmovido por su frase, cómo nos cachó su mami en un retozón non sancto, cómo me sacó del armario (donde nos sorprendió), y nunca más me permitió verla. Lo nuestro era amor, amor del bueno, y hubiéramos hecho una pareja histórica si su bendita progenitora no hubiera soltado el tipludo grito de “puutaaa”; si no me hubiera jalado de las orejas; si al menos me hubiera dejado explicarle, para que no se estuviera imaginando cosas, por qué tenía metida mi mano dentro de la pantaletita de su hija. No creo que haya sido adrede, pero con aquella actitud su madre condenó a Lupe a asumir eso que ahora se llama “rol vital”, y, la mera verdad, queriendo evitarlo le metió lo puta hasta la médula de los huesos, y no solamente hizo pedazos su autoconfianza, sino parte de la mía también.
—Pude haber sido su redentor, Salvador, y mírame, fui el instrumento que el destino usó para tirarla a la perdición. Llevo esa culpa sobre mi conciencia.
—Urielito de mi vida, siento decirlo, pero estás que ni mandado a hacer para personaje de don Federico Gamboa.
Preferí ignorar si su comentario era un insulto o un piropo, y seguí pensando en la cara de espanto que puso Lupe, ahí en el armario, paralizada en su posición fetal; en sus ojos que me suplicaban que la salvara de la arpía, que no la dejara sucumbir ante la loba; en los girasoles que yo le había ido ensartando en el cabello; en su cuerpo terso, todavía delgado, aunque lleno de curvas por todos lados; en su seno albo, fuera del sostén, que fue la última imagen que tuve de aquel amor pendenciero (pues el jalón de su madre me nubló la vista). Por más que hice después, nunca la pude volver a ver, parece que alguna vez me escribió una nota de auxilio que no llegó a mis manos, y que para liberarla de mi influencia e insistencia, su madre (otra vez su madre) se la llevó a vivir a Los Ángeles. Obras son amores y no buenas razones, pero no pude hacer nada por detenerla, por evitar que la loba cimentara la desvaloración hacia sí misma que la llevó a su trágico final. Algún amigo que la vio hacer sus pininos en Hollywood me habló de ese sentimiento de inseguridad que fue su peor defecto, y que sin duda se acrecentó cuando su relación conmigo terminó de manera tan abrupta.
—Ya sé que vas a pensar que es una explicación simplista —le dije a Novo bastante contrito, con la foto de Lupe entre las manos, sintiendo el dolor de su dedicatoria—, pero no he podido liberarme de la culpa que siempre he sentido hacia ella.
—El destino es el destino, Uriel. Contigo o sin ti, la ambición de Lupe hubiera triunfado sobre sus buenos propósitos. ¡Convéncete!
No sin amargura, entonces, me puse a contarle todo lo que sabía acerca de la serie de acontecimientos, dignos de película de los hermanos Marx, que a Lupe le costaron la vida.
Resulta que una mañana (muy quitada de la pena, como si su historia no estuviera a punto de ponerla a prueba) Lupe entró al vestidor de su mansión de Beverly Hills, y sin qué ni para qué, sin justificación alguna, encontró a una de sus secretarias probándose uno de sus vestidos favoritos: la Vélez, que se las traía como pocas, montó en cólera, se le fue encima a la chica vociferando maldiciones, e importándole un rábano el valor del vestido, se lo arrancó a manotazos dejándola desnuda. ¡Menuda sorpresa! La muchacha tenía un cuerpo prodigioso; firme, pequeño, torneado, apenas cubierto por un levísimo vello rubio que le hacía aparecer la piel como cáscara de melocotón. La Vélez, muda, retrocedió. En ese momento se le vinieron a la cabeza multitud de cosas que había venido escuchando en los últimos días: le habían dicho que su agente (que era el amante en turno de Lupe) salía con esa secretaria, que había perdido el seso por ella, que la malvada medio lo explotaba, y que si él seguía con Lupe era por birlarle los dolarucos que la chamaca le exigía. El chisme le había parecido una exageración, ¿cómo iban a pensar que ese galancete muerto de hambre iba a preferir a otra mujer?, pero tener enfrente el motivo de la exageración (propiamente de carne y hueso) la amedrentó un poco, y, dado que era muy morbosa, la conmovió la intimidad inintencional que se había creado en el estrecho vestidor. La jovencita, ofendida, se sacó de dentro un mal carácter que nunca le hubiera sospechado, se quedó parada donde estaba, abrió las piernas como para que sus caderas y su sexo resaltaran, acarició sus senos, alborotó su cabellera negra y le dijo: “Vieja envidiosa, lo que pasa es que ya está refea y no soporta que una esté tan güena”. Lupe se acordó de la chiquilla indocumentada que le habían traído hacía tres años, de su mirada gacha, su vestido negro y sus modales michoacanos; “dele chance”, le había pedido la señora Beulah Kinder (que había sido su asistente y compañera durante los últimos años), y, por lástima, la Vélez había contratado a la infeliz. ¿En este monstruo se había convertido aquella niña tímida? ¿Qué contestarle ahora? ¿Con qué argumentos rebatirla (que no fuera darle un buen jalón de pelos)? ¿Cómo defenderse de la insolencia de la fiera? ¿Cómo sacar la garra, la autoridad, si su cuerpecito la había desarmado? Sin pensarlo más, Lupe le aventó un cojín que tenía a mano y le dijo, con voz temblorosa, de pito de tren alejándose de la estación: “Vístete y lárgate, desgraciada. Uno las saca del fango y así pagan, canijas”. No satisfecha con la humillación, la secre tomó el vestido rojo de lentejuelas (el famoso vestido del escote que llegaba hasta el principio de la nalga, que tantos desvelos le causó al último marido de Lupe), unos zapatos de raso blanco y el chal bordado con chaquiras e hilo de oro donde se veía el paisaje mexicano, con los dos volcanes, la nopalera y el sol despuntando en el horizonte. “A mí se me va a ver muchísimo mejor”, dijo la escuincla envalentonada, “así que me lo llevo, total, como dice el Johnny” (o sea, el hasta ese momento no mentado agente, pero nombre del hombre en el que habían estado pensando las dos mujeres), “usté yaʼstá paʼl arrastre. ¡Quédese con su rencor, vieja horrible, que yo me llevo puesto este vestido!”, y se fue.
La Vélez no pudo, o no fue capaz de detenerla. Se derrumbó en el sillón de su tocador, llorando, cumpliendo una rutina de sobresaltos faciales que terminó en una expresión similar a la que se ve cuando alguien se mira en un espejo estrellado. Parecía un picasso cubista. Nunca (lo sé a ciencia cierta) en todos sus años de actriz había logrado tal eficacia en el gesto, tal dimensión de la actuación, tan conmovedora imagen. Presa de la impotencia prendió la marquesina que rodeaba el espejo. La luz, su reflejo, la mala suerte, le mostraron un rostro surcado por líneas de rímel, donde las patas de gallo, la incipiente papada, las arrugas en las comisuras de la boca, la V en la frente, le enseñaban la versión actual de lo que había sido su belleza. Lupe pasó una mano por su cara, intentando inútilmente reencontrar la lozanía de su juventud, sustituida ahora con plastas de maquillaje, con rubor exagerado, con sombras verdes y violetas en los ojos, falseada en las fotografías que circulaban por ahí con tomas bien pensadas, con ángulos en que la luz la favorecía, con gestos repetidos hasta el cansancio; su juventud truncada, disimulada su gordura, ocultando su decrepitud, simulando su belleza, que en la soledad de su vestidor era un lujo de la ausencia. Se le apareció entonces, como fantasma en el espejo, el cuerpo esbelto de la secretaria. Lupe creyó ver los movimientos suaves, como de película en cámara lenta, con que abrió las piernas, irguió el busto, alborotó la melena, y ella, The Mexican Spitfire, imaginó cómo se entreabrían sus labios, los de la cara, brillantes por un resto de saliva, y esos otros de su bajo vientre, humedecidos por la violencia de su rabia, por el poco recato con que ella la miraba. La Vélez sintió que se desvanecía, que se derretía su famoso orgullo en el charco de su pasión, humillada porque deseaba que su secretaria no se hubiera ido, porque se excitaba con el solo recuerdo de sus muslos firmes, con el de las nalgas musculosas, con el de los vellos tupidos y abultados que remataban en la imagen escondida de su sonrisa vertical; pensó en la cabellera —rumorosa, estrepitosa, volcánica— que no era más la de la chica, sino la de una ninfa odiada y deseada al propio tiempo. El mismo deseo que sentía era una forma de humillación, de locura, de decrepitud anticipada. En el espejo se le aparecieron (filmados en blanco y negro) los ojos oscuros, la piel satinada, la tez canela, la carcajada lanzada al aire, el orgullo sin medida, el desprecio en todo su esplendor. El recuerdo entero contrastaba con su rostro en el espejo, cada momento más estropeado, tupido de colores revueltos en los párpados, resquebrajado el colorete de las mejillas, la tristeza y la envidia campeando por todos lados. Con esa cara, con esa mueca descompuesta, la Vélez decidió su vida.
—No sigas, Urielito —me dijo Novo, cubriéndose los ojos con las manos—, ¡nomás de imaginármela se me pone la carne chinita, chinita!
—Ojalá y todo hubiera acabado ahí, Chava, pero no.
—Te imaginas lo que hubiera hecho De Sica con ella de tenerla al alcance de la cámara.
Esa noche Lupe dio una gran fiesta a la que asistieron todas sus amistades, y por lo que se dejó ver, también una que otra de sus enemistades. Cuando todos se hallaban reunidos en un patio mexicano —lleno de fuentes, arreglos florales y mesas rebosantes con bandejas de sopes, guacamole, quesadillas, pambazos y tacos diminutos— Lupe apareció en lo alto de una escalera, ataviada como princesa azteca —falda blanca y colorada, sin blusa pero con un portabustos verde (en forma de nopal), y penacho monumental, gris y blanco, manufacturado con plumas de guajolote— custodiada por una docena de guerreros entre babilónicos y olmecas —con cascabeles huicholes en las muñecas y los tobillos, que agitaban al ritmo de un tunkul que resonaba a lo lejos—. El público quedó perplejo frente a la aparición precolombina, y los guerreros, aprovechando la confusión que causó entre la concurrencia la sofisticada vestimenta de la anfitriona, empezaron a besarse los unos a los otros mientras un rumor de escándalo surcaba el patio mexicano. Lupe, parada en lo alto de la escalinata, iluminada por dos poderosos reflectores, con una mano en lo alto y la otra sobre su chichi izquierda, glamurizada por el hielo seco que brotaba de unos enormes jarrones de Talavera, era lo más parecido a la visión del más allá hollywoodense. Su belleza, pese a todo, era deslumbrante y le iba al parejo a su enorme inseguridad.
Gracias a que el agente se lo había pedido, los invitados se formaron en una larga fila al pie del primer escalón y empezaron a aplaudir y a gritar bravo bravo, mientras Lupe descendía lentamente, en zigzag, tomando de la mano a cada uno de sus guerreros. Cuando estuvo abajo, uno por uno de aquellos sorprendidos invitados al ágape (ya para entonces calificado de inmisericorde por los partidarios del buen gusto), le dijeron que estaba hecha un mango. Ésa fue la manera que el agente encontró para pedirle perdón.
La historia, el origen y los motivos de este perdón son una apología de la truculencia, pues esa mañana, por teléfono, su agente y amante de turno se había tenido que zampar no sólo la chuleta de Lupe, sino el reclamo que no podía contener un segundo más en la garganta: “Cómo puedes engañarme con una tipeja como mi secre”; “¿pero cómo crees, Lupita?”; “¿de verdad le dijiste que estaba palʼ arrastre?”; “¡híjoles, pero qué mentirota!, ¿me crees capaz, mi reina?”; “ella misma me lo dijo, canalla, bajo, padrote, cinturita. ¡Te creo capaz de eso y más!”; “darling, donʼt be silly, si para mí tú eres todo, lo mejor de lo mejor, me cai”; “que te caiga tu abuela, mantenido, conmigo no vas a jugar”; “ay, ay, ay, Lupitita, no me trates así”; “si tú crees que una mujer de esa calaña es más guapa que yo lo vas a pagar muy caro”; “mira nada más, ora sí que la hicimos. Te apuesto lo que quieras a que en la próxima fiesta todo el mundo te dice que estás muy buena, que eres la más buenísima de todas las mexicanas de California”; “pus entonces que esa fiesta sea esta misma noche”. Y así quedó concertado el convivio, y que él, Johnny The Greatest, se ocuparía de que asistiera la crema y nata del mundo celuloide.
La fiesta resultó carnavalesca, esperpéntica, apoteósica, digna de la fábrica de sueños en que siempre quiso vivir mi Mexican Spitfire. Empezó como una ilusión de Cecil B. de Mille y terminó con la mayoría de los ilusionados cantando Cielito lindo, completamente borrachos. Dicen que Cary Grant (que ya empezaba a destacarse como el prototipo de la futura virilidad de la meca del cine) estuvo muy solícito, platicando alegremente con Ricardo Montalbán; que Dolores del Río se paseó por los jardines bailando tap, al ritmo del jarabe tapatío, con la peregrina intención de volver a fascinar a Fred Astaire (ya se sabe que así había conseguido su contrato para Flying Down to Rio, entre otras malas artes que también puso en práctica); que Chaplin perdió el sentido por una mesera de trece años a la que le propuso que actuara con él en su próxima película; y que el Ciego Benítez (que, aunque no hablaba ni escribía inglés, reporteaba para una revista norteamericana de nota roja), creyéndose Mike Hammer le fue a dar una patada en los güevos a Ronald Reagan, que empezaba a destacar en papeles de segunda, pero que ya le caía muy gordo; esto no solamente echó por tierra el buen ambiente que se estaba creando en la fiesta, sino que ahora a él, al Ciego, le ha costado la visa americana porque Reagan tiene influencias en el gobierno gringo y ha puesto a Benítez en la lista de indeseables. Este hecho (patada en los güevos y no pérdida de visa) fue seguido de otros, a cual más desafortunado: el primero fue que Benítez, huyendo de unos gorilones amigos de Ronnie, empezó a llamar a los gritos a la secretaria, la provocadora de todo el drama, y Lupe, ipso facto, se sintió ofendida.
—No vayas a creer, Chava —dije, interrumpiendo mi relato para darle más suspenso—, que todo esto lo estoy inventando; nanay, me lo contó el mismo Ciego en La Mundial, la cantina de todos los periodistas, cuando me vi con él para saber toda la verdad sobre este negro suceso en la vida cultural mexicana.
—El Ciego siempre ha sido bueno para el chisme, ni hablar del peluquín.
“Mira, hermanito”, me dijo Benítez muy circunspecto, “ofendida es poco, Lupe se sintió mancillada, ultrajada, casi violada, pues como tú bien sabes, no tenía ni pizca de sentido del humor, y fíjate, lo que vino después le destrozó el corazón.”
Como respuesta a los gritos del Ciego apareció la secretaria de marras, enfundada en el vestido de lentejuelas (también de marras), tras unos macetones que guardaban la alberca. ¿Cómo había entrado ahí?, ¿cómo burló la orden de “disparen a matar” que había dado Lupe a los guardias por si la veían aparecer de incógnita? La luz entera de la fiesta, entonces, pareció caer sobre la joven que, entre los restos de la neblina provocada por el hielo seco, caminó hacia donde se encontraban los mudos espectadores; el vestido se le amoldaba al cuerpo como anillo al dedo, y todos pensaron que venía desnuda, firme y dura, tal como Lupe la había visto esa mañana en su vestidor, con la misma soberbia con que le infligió el insulto y la clandestina excitación. Los invitados, sorprendidos por la nueva aparición (la primera había sido la de Lupe), recularon, guardando un silencio temeroso, con la vaga impresión de que las mexicanas tenían la costumbre de presentarse de esa forma fantasmagórica. El camarada Benítez (como entonces era conocido en el gremio reporteril), valiéndose del desconcierto fue a donde se había quedado parada la secre, la abrazó, y en el mejor estilo de Rodolfo Valentino la besó prolongadamente.
“A mí me había dado la impresión”, acotó el Ciego en la aludida comida que tuvimos, “de que todo el mundo mostraba una excesiva alegría, una forma terrible e involuntaria de hilaridad, que yo atribuí a que todos se habían percatado de los graciosos gestos que hacía Reagan al sobarse los bajos. Desgraciadamente, Urielito, ésa no era la causa.”
Cundía entre los invitados, efectivamente, un tono de bacanal, de desmadre, o de pelea campal en cantina de western. En ese momento, Lola del Río, que empezaba a darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, suspendió el zapateado que ejecutaba sobre una de las mesas rebosantes de manjares nacionales, y dejó escapar algo similar a un aullido. The Howling, dijo uno de los invitados. Los entonces jovenzuelos, Grant y Montalbán, fueron a consolar con palmaditas en la espalda a la ya para ese momento histérica Lola del Río; ésta los codeó demostrando aptitudes pugilísticas hasta ese entonces ignoradas, fue hasta donde el Ciego y la secretaria protagonizaban su escena de amor, y de un aventón los tiró a la alberca. “Hoy mismo, cuando me hacías el amor, mendigo invidente, me juraste felicidad eterna”, jadeó Dolores, ya histerizada sin remedio, incapaz de cualquier pensamiento constructivo.
“Ojalá, y eso hubiera sido cierto, Uriel”, me comentó el Ciego visiblemente perturbado, saboreando unas enfrijoladas de fantasía. “Ojalá. Es cierto que la cortejaba y que de haber podido me habría acostado con ella, pero Lola era rejega, y aunque se decía enamorada de mí, nunca me las dio. Alguna vez escribiré una especie de largo reportaje autobiográfico en el que, aunque mienta, me la eche literariamente con todas las de la ley, pero te juro que en la realidad no se me hizo con ella, ¿qué gano yo con negártelo?”
“¡Vieja arpía!”, gritó desde la alberca la secretaria, dando palmotadas para no ahogarse, “todas ustedes son unas envidiosas.” El destino, que aparentemente no tenía nada que ver con la pobre, la había colocado frente a las únicas dos mexicanas que habían triunfado en Hollywood —y ese mismo destino truncó sus ambiciones de tiple—. La versión que el Ciego dio de ese suceso (en un fragmento que publicó el suplemento México en la Cultura de su proyectado reportaje autobiográfico) es una vil mentira. Ni Lupe fue a tratar de ahogar a la jovencita, ni Lola del Río se soltó a llorar desconsoladamente en el hombro de Fred Astaire, ni Ronnie Reagan echó balazos al cielo, ni pasaron ninguna de las otras mentiras que el Ciego escribió. Lo sé porque yo tengo en mi poder un recorte de The Beverly Hills Herald, donde se puede comprobar que la verdad fue muy otra, verdad que yo estoy tratando de reproducir aquí (por así convenir a mis intereses): a duras penas la secretaria salió de la alberca empapada hasta el último milímetro de su piel de melocotón, el vestido se le había enrollado a la altura de la nalga y era un remedo inútil de su piel morena, el maquillaje y el peinado se le habían descompuesto, pero aunque estaba para dar lástima, su belleza era aún más patente gracias a las gotas de agua que le escurrían por todo el cuerpo, reflejando con destellos multicolores la luz de los reflectores; y si antes había aparecido como un fantasma, entonces, en esa pose —embravecida, encueradona y vulgar— era uno más de los manjares mexicanos preparados para esa cena. Desde lejos, Lupe Vélez lo miraba todo, medio espantada, con la excitación crispándole el deseo, pero encorajinada, sin atinar a comprender la encrucijada que la mala suerte le había tendido. Quizá se acordó del día en que su santa madre nos descubrió en el armario a punto de cometer lo peor y sintió el mismo escalofrío de angustia recorriéndole el cuerpo, con la certeza de que el tiempo de la saña volvía para acabar con su vida. Sus ojos, grandes y expresivos, se achinaron con el mismo horror de siempre, chasqueó la lengua, encogió los hombros, miró al cielo, pero un instante después, su mirada chocó con la figura enclenque de su agente, con su rostro habitualmente baldío, y una corazonada fulminante le hizo saber que algo había tenido que ver él en todo aquel enredo que se había creado a su alrededor. Lupe quiso encender sus pupilas, pero el famoso hechizo hipnótico de su mirada la había abandonado, y su labio inferior la hacía aparecer como una imbécil; sin embargo (consta en la crónica de sociales a la que hice referencia) el ya mentadísimo agente tuvo la delicadeza de enrojecer cuando se percató de que The Mexican Spitfire se lo hubiera querido escabechar. Tenía la cara inflamada, pálida e hinchada y le costaba trabajo respirar.
“Y sí, mi hermano, fue todo culpa de él”, me aseguró el Ciego. “Él me había contratado para asistir a la cena y representar la escena de amor con la secretaria, ¿qué te voy a contar?, aunque no estaba tan buena como decían. Yo de güey que acepté, bueno no tanto, pues estaba muy pobre y necesitaba unos dólares milagrosos, así que estuve de acuerdo en representar el papel de galán. Según el tipo, ésa era la única manera para que Lupe se convenciera de que él no andaba con la secretaria: si la chica tenía el mal gusto de andar conmigo, la Vélez sabría que era imposible que hubiera aceptado salir con él. Cuando me lo dijo, así con esa desfachatez que tienen los pochos, me dieron ganas de madreármelo, y si no lo hice fue por hambre, te lo juro. Él inventó toda la escena, la aparición, el beso y todo, pero no contaba con mi odio visceral hacia Reagan, ¿pero a quién no le dan ganas de patear a un tío así, que es un descastado y un arribista? Y, bueno, ya sabes todo el resto.”
—El asunto no fue ni tan fácil, ni tan claro, Urielito —me interrumpió Novo, que tenía su propia versión de los hechos—, en la base de todo se encontraba una injuria, o en el mejor de los casos, una mala jugada. Tú ya sabes que Pepe Gorostiza vivió enamorado de Lupe, ¿no? —(yo ya sabía)—, pues él me dio otra versión de los hechos.
La versión de Gorostiza, palabras más, palabras menos, es la siguiente: parece ser que fue el mismo agente el que le sugirió a la secretaria que se burlara de Lupe, pues ésta estaba últimamente muy engreída y por cada contrato quería cobrar una fortuna. Sammy Goldwyn ya se había quejado con el representante, pues de seguir Lupe en ese plan de expensive diva, todo el negocio se iba a ir al traste. Una bajadita de humos, viniendo de la misma secretaria, no le haría ningún mal, pensó el agentucho, pero el tiro le salió por la culata. Con la bromita la Vélez cayó en tal estado depresivo que se vio obligado a inventar la fiesta apoteósica, el show de Benítez y todo lo demás, pero la Lupe salió con su domingo siete: no fue más que ver el estado del desaguisado que se había armado para sentir la misma corazonada fulminante de esa tarde: tomó tres botellas de tequila, llamó a los que parecían los más machitos entre los guerreros de su comitiva olmeco-babilónica, y se fue a la recámara con ellos (y las tres botellas) dispuesta a una encerrona de alcohol y sexo. En la madrugada la fiesta había degenerado hasta el punto de parecer una caricatura. En el jardín, varios de los invitados, arrodillados, le rezaban a una Diana cazadora (reproducción de la del Paseo de Reforma), que estaba en lo alto de una de las tantas fuentes, otros se arrastraban por el suelo en busca de botellas semivacías, con colillas de mariguana en la comisura de los labios; algunos otros simplemente seguían haciendo el amor cubiertos por manteles que habían jalado de las mesas, para que con el sereno de la mañana no les diera pulmonía. Lupe, en su cuarto, desmayada en su cama, en medio de los guerreros muy machitos, se despertó con un agudo dolor en el bajo vientre. Algunos dicen que había bebido tequila hasta decir basta, otros que unas quesadillitas de huitlacoche le cayeron mal; unos que se había embotado de barbitúricos, los más coinciden en que una combinación de todo le había no solamente destrozado el intestino, sino que, como era de esperarse, le habían robado las ganas de vivir, y así, en ese estado que lindaba con la extravagancia nutricional, Lupe se levantó de su cama y fue al baño a volver el estómago. Encendió la luz, se hincó sobre el guáter, y en el agua de la taza volvió a ver la imagen que, como remordimiento, desde esa mañana la acechaba. Volvieron las arrugas de los labios, las patas de gallo, la mueca cadavérica, las oquedades marcadas por el rímel: la decrepitud, toda, reflejada en el fondo del caño.
—¿Te la imaginas? —me preguntó Novo, al ver que me era imposible cerrar la boca del puro susto—. La belleza deslumbrante, el orgullo sin fronteras, la vieillesse dorée del star system nacional derrotada en un escusado como espejo. Cualquiera que se precie se suicida y Lupe no iba a ser menos, metió la cabeza en el agua y se ahogó.
Los diarios del día siguiente dijeron que había sido un desafortunado accidente. A mí, Novo (transmitiéndome la versión de Pepe, que en su vida dijo una mentira) me dejó convencidísimo de que había sido un suicidio, y, para no quedarme con la duda, me volví a ver después con el Ciego Benítez, que me lo confirmó, aunque con una variante un poco más asquerosa.
—Así es, Urielito, Chava no te mintió, aunque no es que haya metido la cabeza en el agua de la taza, sino que el susto le provocó náusea, y la náusea un desmayo, y Lupe murió ahogada, voluntariamente o no, en su propio vómito.
Oyéndolo vi a la muerte en Lupe Vélez como rondándome por todas partes, sentí que me acompañaba una calaca, y pensé en ella asustada, en cuclillas dentro del armario, ajada en el espejo, humillada por la secretaria, asustada porque su madre la llamaba puta, desahuciada en el fondo del caño, noviando en la esquina conmigo creyendo que el futuro entero le pertenecía. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que la acompañaba a comprar el pan?, ¿cuánto desde que su abuelito, don Antonio Villalobos, nos contaba historias de la Revolución, en su casa de la calle de La Fuente? La vida, entre el miedo, la obstinación, la envidia y las imágenes desproporcionadas, seguía y seguiría siendo siempre un circo. Tal vez en ese momento me prometí, en recuerdo del brindis que Novo hizo de mi amada, salir en defensa de la envidia y escribir la extraordinaria historia, de malentendidos y mala saña, de aquella siniestra fiesta en que mi amada perdió la vida.

18
enero

Chimamanda Ngozi Adichie - "Una experiencia privada"

Posted by La mujer Quijote in ,

Parece que en mayo de este año se publicará la tercera novela de Chimamanda, "Americanah" (el término se usa en Nigeria para etiquetar despectivamente a los nigerianos demasiado americanizados).
Este cuento pertenece al volumen "Algo alrededor de tu cuello" de 2009.
La versión del cuento es la de Aurora Echevarría.

Chika entra primero por la ventana de la tienda de comestibles y sostiene el postigo para que la mujer la siga. La tienda parece haber sido abandonada mucho antes de que empezaran los disturbios; las estanterías de madera están cubiertas de polvo amarillo, al igual que los contenedores metálicos amontonados en una esquina. Es una tienda pequeña, más pequeña que el vestidor que tiene Chika en su país. La mujer entra y el postigo chirría cuando Chika lo suelta. Le tiemblan las manos y le arden las pantorrillas después de correr desde el mercado tambaleándose sobre sus sandalias de tacón. Quiere dar las gracias a la mujer por haberse detenido al pasar por su lado para decirle «¡No corras hacia allí!», y haberla conducido hasta esta tienda vacía en la que esconderse. Pero antes de que pueda darle las gracias, la mujer se lleva una mano al cuello.
-He perdido collar mientras corro.
-Yo he soltado todo —dice Chika—. Acababa de comprar unas naranjas y las he soltado junto con el bolso.
No añade que el bolso era un Burberry original que le compró su madre en un viaje reciente a Londres.
La mujer suspira y Chika imagina que está pensando en su collar, probablemente unas cuentas de plástico ensartadas en una cuerda. Aunque no tuviera un fuerte acento hausa, sabría que es del norte por el rostro estrecho y la curiosa curva de sus pómulos, y que es musulmana por el pañuelo. Ahora le cuelga del cuello, pero poco antes debía de llevarlo alrededor de la cara, tapándole las orejas. Un pañuelo largo y fino de color rosa y negro, con el vistoso atractivo de lo barato. Se pregunta si la mujer también la está examinando a ella, si sabe por su tez clara y el anillo rosario de plata que su madre insiste en que lleve que es igbo y cristiana. Más tarde se enterará de que, mientras las dos hablan, hay musulmanes hausas matando a cristianos igbos a machetazos y pedradas. Pero en este momento dice:
-Gracias por llamarme. Todo ha ocurrido muy deprisa y la gente ha echado a correr, y de pronto me he visto sola, sin saber qué hacer. Gracias.
-Este lugar seguro —dice la mujer en voz tan baja que suena como un suspiro—. No van a todas las tiendas pequeñas-pequeñas, solo a las grandes-grandes y al mercado.
-Sí —dice Chika.
Pero no tiene motivos para estar de acuerdo o en desacuerdo, porque no sabe nada de disturbios; lo más cerca que ha estado de uno fue hace unas semanas en una manifestación de la universidad a favor de la democracia en la que había sostenido una rama verde y se había unido a los cantos de «¡Fuera el ejército! ¡Fuera Abacha! ¡Queremos democracia!». Además, nunca habría participado si su hermana Nnedi no hubiera estado entre los organizadores que habían ido de residencia en residencia repartiendo panfletos y hablando a los estudiantes de la importancia de «hacernos oír».
Le siguen temblando las manos. Hace justo una hora estaba con Nnedi en el mercado. Se ha parado a comprar naranjas y Nnedi ha seguido andando hasta el puesto de cacahuetes, y de pronto se han oído gritos en inglés, en el idioma criollo, en hausa y en igbo: «¡Disturbios! ¡Han matado a un hombre!». Y a su alrededor todos se han puesto a correr, empujándose unos a otros, volcando carretas llenas de ñames y dejando atrás las verduras golpeadas por las que acababan de regatear. Ha olido a sudor y a miedo, y también se ha echado a correr por las calles anchas y luego por ese estrecho callejón que ha temido, mejor dicho, ha intuido, que era peligroso, hasta que ha visto a la mujer.
La mujer y ella se quedan un rato en silencio, mirando hacia la ventana por la que acaban de entrar, con el postigo chirriante que se balancea en el aire. Al principio la calle está silenciosa, luego se oyen unos pies corriendo. Las dos se apartan instintivamente de la ventana, aunque Chika alcanza a ver pasar a un hombre y una mujer, ella con una túnica hasta las rodillas y un crío a la espalda. El hombre hablaba rápidamente en igbo y todo lo que ha entendido Chika ha sido: «Puede que haya corrido a la casa del tío».
-Cierra ventana -dice la mujer.
Chika así lo hace, y sin el aire de la calle, el polvo que flota en la habitación es tan espeso que puede verlo por encima de ella. El ambiente está cargado y no huele como las calles de fuera, que apestan como el humo color cielo que flota alrededor en Navidad cuando la gente arroja las cabras muertas al fuego para quitar el pelo de la piel. Las calles por donde ha corrido ciegamente, sin saber hacia dónde ha ido Nnedi, sin saber si el hombre que corría a su lado era amigo o enemigo, sin saber si debía parar y recoger a alguno de los niños aturdidos que con las prisas se ha separado de su madre, sin saber quién era quién ni quién mataba a quién.
Más tarde verá los armazones de los coches incendiados, con huecos irregulares en lugar de ventanillas o parabrisas, e imaginará los coches en llamas desperdigados por toda la ciudad como hogueras, testigos silenciosos de tanta atrocidad. Averiguará que todo empezó en el aparcamiento cuando un hombre pisó con las ruedas de su furgoneta un ejemplar del Santo Corán que había a un lado de la carretera, un hombre que resultó ser un igbo cristiano. Los hombres de alrededor, que se pasaban el día jugando a las damas y que resultaron ser musulmanes, lo hicieron bajar de la furgoneta, le cortaron la cabeza de un machetazo y la llevaron al mercado pidiendo a los demás que los siguieran: ese infiel había profanado el Santo Libro. Chika imaginará la cabeza del hombre, la piel ceniza de la muerte, y tendrá arcadas y vomitará hasta que le duela la barriga. Pero ahora pregunta a la mujer:
-¿Todavía huele a humo?
-Sí. —La mujer se desabrocha la tela que lleva anudada a la cintura y la extiende en el suelo polvoriento. Debajo solo lleva una blusa y una combinación negra rasgada por las costuras—. Siéntate.
Chika mira la tela deshilachada extendida en el suelo; probablemente es una de las dos túnicas que tiene la mujer. Baja la vista hacia su falda tejana y su camiseta roja estampada con una foto de una Estatua de la Libertad, las dos compradas el verano que Nnedi y ella pasaron dos semanas en Nueva York con unos parientes.
-Se la ensuciaré —dice.
-Siéntate —repite la mujer—. Tenemos que esperar mucho rato.
-¿Sabe cuánto...?
-Hasta esta noche o mañana por la mañana.
Chika se lleva una mano a la frente como para comprobar si tiene fiebre. El roce de su palma fría suele calmarla, pero esta vez la nota húmeda y sudada.
-He dejado a mi hermana comprando cacahuetes. No sé dónde está.
-Irá a un lugar seguro.
-Nnedi.
-¿Eh?
-Mi hermana. Se llama Nnedi.
-Nnedi -repite la mujer, y su acento hausa envuelve el nombre igbo de una suavidad plumosa.
Más tarde Chika recorrerá los depósitos de cadáveres de los hospitales buscando a Nnedi; irá a las oficinas de los periódicos con la foto que les hicieron a las dos en una boda hace una semana, en la que ella sale con una sonrisa boba porque Nnedi le dio un pellizco justo antes de que dispararan, las dos con trajes bañera de Ankara. Pegará fotos en las paredes del mercado y en las tiendas cercanas. No encontrará a Nnedi. Nunca la encontrará. Pero ahora dice a la mujer:
-Nnedi y yo llegamos la semana pasada para ver a nuestra tía. Estamos de vacaciones.
-¿Dónde estudiáis?
-Estamos en la Universidad de Lagos. Yo estudio medicina, y Nnedi ciencias políticas.
Chika se pregunta si la mujer sabe lo que significa ir a la universidad. Y se pregunta también si ha mencionado la universidad solo para alimentarse de la realidad que ahora necesita: que Nnedi no se ha perdido en un disturbio, que está a salvo en alguna parte, probablemente riéndose con la boca abierta a su manera relajada o haciendo una de sus declaraciones políticas. Sobre cómo el gobierno del general Abacha utiliza la política exterior para legitimarse a los ojos de los demás países africanos. O que la enorme popularidad de las extensiones de pelo rubio era consecuencia directa del colonialismo británico.
-Solo llevamos una semana aquí con nuestra tía, ni siquiera hemos estado en Kano —dice Chika, y se da cuenta de lo que está pensando: su hermana y ella no deberían verse afectadas por los disturbios. Eso era algo sobre lo que leías en los periódicos. Algo que sucedía a otras personas.
-¿Tu tía está en mercado? —pregunta la mujer.
-No, está trabajando. Es la directora de la Secretaría.
Chika vuelve a llevarse una mano a la frente. Se agacha hasta sentarse en el suelo, mucho más cerca de la mujer de lo que se habría permitido en circunstancias normales, para apoyar todo el cuerpo en la tela. Le llega el olor de la mujer, algo intenso como la pastilla de jabón con que la criada lava las sábanas.
-Tu tía está en lugar seguro.
-Sí —dice Chika. La conversación parece surrealista; tiene la sensación de estar observándose a sí misma—. Sigo sin creer que estoy en medio de un disturbio.
La mujer mira al frente. Todo en ella es largo y esbelto, las piernas extendidas ante sí, los dedos de las manos con las uñas manchadas de henna, los pies.
-Es obra del diablo -dice por fin.
Chika se pregunta si eso es lo que piensan todas las mujeres de los disturbios, si eso es todo lo que ven: el diablo. Le gustaría que Nnedi estuviera allí con ella. Imagina el marrón chocolate de sus ojos al iluminarse, sus labios moviéndose deprisa al explicar que los disturbios no ocurren en un vacío, que lo religioso y lo étnico a menudo son politizados porque el gobernante está seguro si los gobernados hambrientos se matan entre sí. Luego siente una punzada de remordimientos y se pregunta si la mente de esa mujer es lo bastante grande para entenderlo.
-¿Ya estás viendo a enfermos en la universidad? -pregunta la mujer.
Chika desvía rápidamente la mirada para que no vea su sorpresa.
-¿En mis prácticas? Sí, empezamos el año pasado. Vemos a pacientes del hospital clínico.
No añade que a menudo le invaden las dudas, que se queda al final del grupo de seis o siete estudiantes, rehuyendo la mirada del profesor y rezando para que no le pida que examine un paciente y dé su diagnóstico diferencial.
-Yo soy comerciante -dice la mujer-. Vendo cebollas.
Chika busca en vano una nota de sarcasmo o reproche en su tono. La voz suena baja y firme, una mujer que dice a qué se dedica sin más.
-Espero que no destruyan los puestos del mercado -responde; no sabe qué más decir.
-Cada vez que hay disturbios destrozan el mercado.
Chika quiere preguntarle cuántos disturbios ha presenciado, pero se contiene. Ha leído sobre los demás en el pasado: fanáticos musulmanes hausas que atacan a cristianos igbos, y a veces cristianos igbos que emprenden misiones de venganza asesinas. No quiere que empiecen a dar nombres.
-Me arden los pezones como si fueran pimienta.
Antes de que Chika pueda tragar la burbuja de sorpresa que tiene en la garganta y responder algo, la mujer se levanta la blusa y se desabrocha el cierre delantero de un gastado sujetador negro. Saca los billetes de diez y veinte nairas que lleva doblados en el sujetador antes de liberar los pechos.
-Me arden como pimienta -repite, cogiéndoselos con las manos ahuecadas e inclinándose hacia Chika como si se los ofreciera.
Chika se aparta. Recuerda la ronda en la sala de pediatría de hace una semana: su profesor, el doctor Olunloyo, quería que todos los alumnos oyeran el soplo al corazón en cuarta fase de un niño que los observaba con curiosidad. El médico le pidió a Chika que empezara y ella se puso a sudar con la mente en blanco, sin saber muy bien dónde estaba el corazón. Al final puso una mano temblorosa en el lado izquierdo de la tetilla del niño, y al notar bajo los dedos el vibrante zumbido de la sangre yendo en la otra dirección, se disculpó tartamudeando ante el niño, aunque él le sonreía.
Los pezones de la mujer no son como los de ese niño. Son marrón oscuro, y están cuarteados y tirantes, con la areola de color más claro. Chika los examina con atención, los toca.
-¿Tiene un bebé? -pregunta.
-Sí. De un año.
-Tiene los pezones secos, pero no parecen infectados. Después de dar de mamar debe aplicarse una crema. Y cuando dé de mamar, asegúrese de que el pezón y también lo otro, la areola, encajan en la boca del niño.
La mujer mira a Chika largo rato.
-La primera vez de esto. Tengo cinco hijos.
-A mi madre le pasó lo mismo. Se le agrietaron los pezones con el sexto hijo y no sabía cuál era la causa, hasta que una amiga le dijo que tenía que hidratarlos -explica Chika.
Casi nunca miente, y las pocas veces que lo hace siempre es por alguna razón. Se pregunta qué sentido tiene mentir, la necesidad de recurrir a un pasado ficticio parecido al de la mujer; Nnedi y ella son las únicas hijas de su madre. Además, su madre siempre tuvo a su disposición al doctor Iggokwe, con su formación y su afectación británicas, con solo levantar el teléfono.
-¿Con qué se frota su madre el pezón? -pregunta la mujer.
-Manteca de coco. Las grietas se le cerraron enseguida.
-¿Eh? -La mujer observa a Chika más rato, como si esa revelación hubiera creado un vínculo-. Está bien, lo haré. -Juega un rato con su pañuelo antes de añadir-: Estoy buscando a mi hija. Vamos al mercado juntas esta mañana. Ella está vendiendo cacahuetes cerca de la parada de autobús, porque hay mucha gente. Luego empieza el disturbio y yo voy arriba y abajo buscándola.
-¿El bebé? -pregunta Chika, sabiendo lo estúpida que parece incluso mientras lo pregunta.
La mujer sacude la cabeza y en su mirada hay un destello de impaciencia, hasta de cólera.
-¿Tienes problema de oído? ¿No oyes lo que estoy diciendo?
-Lo siento.
-¡Bebé está en casa! Esta es mi hija mayor.
La mujer se echa a llorar. Llora en silencio, sacudiendo los hombros, no con la clase de sollozos fuertes de las mujeres que conoce, que parecen decir a gritos: «Sujétame y consuélame porque no puedo soportar esto yo sola». El llanto de esta mujer es privado, como si llevara a cabo un ritual necesario que no involucra a nadie más.
Más tarde Chika lamentará la decisión de haber dejado el barrio de su tía y haber ido al mercado con Nnedi en un taxi para ver un poco del casco antiguo de Kano; también lamentará que la hija de la mujer, Halima, no se haya quedado en casa esta mañana por pereza, cansancio o indisposición, en lugar de salir a vender cacahuetes.
La mujer se seca los ojos con un extremo de la blusa.
-Que Alá proteja a tu hermana y a Halima en un lugar seguro —dice.
Y como Chika no está segura de lo que contestan los musulmanes y no puede decir «Amén», se limita a asentir. La mujer ha descubierto un grifo oxidado en una esquina de la tienda, cerca de los contenedores metálicos. Tal vez donde el dueño se lavaba las manos, dice, y explica a Chika que las tiendas de esa calle fueron abandonadas hace meses, después de que el gobierno ordenara su demolición por tratarse de estructuras ilegales. Abre el grifo y las dos observan sorprendidas cómo sale un pequeño chorro de agua. Marronosa y tan metálica que a Chika le llega el olor. Aun así, corre.
-Lavo y rezo -dice la mujer en voz más alta, y sonríe por primera vez, dejando ver unos dientes uniformes con los incisivos manchados.
En las mejillas le salen unos hoyuelos lo bastante profundos para tragarse la mitad de un dedo, algo insólito en una cara tan delgada. Se lava torpemente las manos y la cara en el grifo, luego se quita el pañuelo del cuello y lo pone en el suelo. Chika aparta la mirada. Sabe que la mujer está de rodillas en dirección a La Meca, pero no mira. Como las lágrimas, es una experiencia privada y le gustaría salir de la tienda. O poder rezar también y creer en un dios, una presencia omnisciente en el aire viciado de la tienda. No recuerda cuándo su idea de Dios no ha sido borrosa como el reflejo de un espejo empañado por el vaho, y no se recuerda intentando limpiar el espejo.
Toca el anillo rosario que todavía lleva en el dedo, a veces en el meñique y otras en el índice, para complacer a su madre. Nnedi se lo quitó, diciendo con su risa gangosa: «Los rosarios son como pociones mágicas. No las necesito, gracias».
Más tarde la familia ofrecerá una misa tras otra para que Nnedia aparezca sana y salva, nunca por el reposo de su alma. Y Chika pensará en esa mujer, rezando con la cabeza vuelta hacia el suelo polvoriento, y cambiará de parecer antes de decir a su madre que está malgastando el dinero con esas misas que solo sirven para engrosar las arcas de la iglesia.
Cuando la mujer se levanta, Chika se siente extrañamente vigorizada. Han pasado más de tres horas e imagina que el disturbio se ha calmado, que los responsables ya están lejos. Tiene que irse, tiene que volver a casa y asegurarse de que Nnedi y su tía están bien.
-Debo irme.
De nuevo la cara de impaciencia de la mujer.
-Todavía es peligroso salir.
-Creo que se han marchado. Ya no huelo el humo.
La mujer se sienta de nuevo sobre la tela sin decir nada. Chika la observa un rato, sintiéndose decepcionada sin saber por qué. Tal vez esperaba de ella una bendición.
-¿Está muy lejos tu casa? —pregunta.
-Lejos. Cojo dos autobuses.
-Entonces volveré con el chófer de mi tía para acompañarte —dice Chika.
La mujer desvía la mirada.
Chika se acerca despacio a la ventana y la abre. Espera oír gritar a la mujer que se detenga, que vuelva, que no hay prisa. Pero la mujer no dice nada y Chika nota su mirada clavada en la espalda mientras sale. Las calles están silenciosas. Se ha puesto el sol y en la media luz crepuscular Chika mira alrededor, sin saber qué dirección tomar. Reza para que aparezca un taxi, ya sea por arte de magia, suerte o la mano de Dios. Luego reza para que Nnedi esté en ese taxi, preguntándole dónde demonios se ha metido y lo preocupados que han estado por ella. No ha llegado al final de la segunda calle en dirección al mercado cuando ve el cadáver. Apenas lo ve pero pasa tan cerca que le llega el calor. Acaban de quemarlo. El olor que desprende es repulsivo, a carne asada, no se parece a nada que haya olido antes.
Más tarde, cuando Chika y su tía recorran todo Kano con un policía en el asiento delantero del coche con aire acondicionado de su tía, verá otros cadáveres, muchos carbonizados, tendidos a lo largo de las calles como si alguien los hubiera arrastrado y colocado cuidadosamente allí. Mirará solo uno de los cadáveres, desnudo, rígido, boca abajo, y se dará cuenta de que solo viendo esa carne chamuscada no puede saber si el hombre parcialmente quemado es igbo o hausa, cristiano o musulmán. Escuchará por la radio la BBC y oirá las descripciones de las muertes y del disturbio («religioso con un trasfondo de tensiones étnicas», dirá la voz). Y la arrojará contra la pared y una feroz cólera la inundará ante cómo han empaquetado, saneado y comprimido todos esos cadáveres en unas pocas palabras. Pero ahora, el calor que desprende el cadáver carbonizado está tan cerca, tan presente, que se vuelve y regresa corriendo a la tienda. Siente un dolor agudo en la parte inferior de la pierna mientras corre. Llega a la tienda y golpea la ventana, y no para de golpearla hasta que la mujer abre.
Se sienta en el suelo y, a la luz cada vez más tenue, observa el hilo de sangre que le baja por la pierna. Los ojos le bailan inquietos en la cabeza. Esa sangre parece ajena a ella, como si alguien le hubiera embadurnado la pierna con puré de tomate.
-Tu pierna. Tienes sangre -dice la mujer con cierta cautela.
Moja un extremo de su pañuelo en el grifo y le lava el corte de la pierna, luego se lo enrolla alrededor y hace un nudo.
-Gracias -dice Chika.
-¿Necesitas ir al baño?
-¿Al baño? No.
-Los contenedores de allí los estamos utilizando como baños -explica la mujer.
La lleva al fondo de la tienda y en cuanto llega a la nariz de Chika el olor, mezclado con el del polvo y el agua metálica, siente náuseas. Cierra los ojos.
-Lo siento. Tengo el estómago revuelto. Por todo lo que está pasando hoy -se disculpa la mujer a sus espaldas.
Luego abre la ventana, deja el contenedor fuera y se lava las manos en el grifo. Cuando vuelve, Chika y ella se quedan sentadas una al lado de la otra en silencio; al cabo de un rato oyen el canto ronco a lo lejos, palabras que Chika no entiende. La tienda está casi totalmente oscura cuando la mujer se tiende en el suelo, con solo la parte superior del cuerpo sobre la tela.
Más tarde Chika leerá en The Guardián que «hay antecedentes de violencia por parte de los musulmanes reaccionarios hausaparlantes del norte contra los no musulmanes», y en medio de su dolor recordará que examinó los pezones y conoció la amabilidad de una musulmana hausa. Chika apenas duerme en toda la noche. La ventana está cerrada, el ambiente cargado, y el polvo, grueso y granulado, se le mete por las fosas nasales. No logra dejar de ver el cadáver ennegrecido flotando en un halo junto a la ventana, señalándola acusador. Al final oye a la mujer levantarse y abrir la ventana, dejando entrar el azul apagado del amanecer. Se queda un rato allí de pie antes de salir. Chika oye las pisadas de la gente que pasa por la acera. Oye a la mujer llamar a alguien, y una voz que se alza al reconocerla seguida de una parrafada en hausa rápido que no entiende.
La mujer entra de nuevo en la tienda.
-Ha terminado el peligro. Es Abu. Está vendiendo provisiones. Va a ver su tienda. Por todas partes hay policía con gas lacrimógeno. El soldado viene para aquí. Me voy antes de que el soldado empiece a acosar a todo el mundo.
Chika se levanta despacio y se estira; le duelen las articulaciones. Caminará hasta la casa con verja de su tía porque no hay taxis por las calles, solo jeeps militares y coches patrulla destartalados. Encontrará a su tía yendo de una habitación a otra con un vaso de agua en la mano, murmurando en igbo una y otra vez: ¿Por qué os pedí a Nnedi y a ti que vinierais a verme? ¿Por qué me engañó de este modo mi chi? Y Chika agarrará a su tía con fuerza por los hombros y la llevará a un sofá.
De momento se desata el pañuelo de la pierna, lo sacude como para quitar las manchas de sangre y se lo devuelve a la mujer.
-Gracias.
-Lávate bien-bien la pierna. Saluda a tu hermana, saluda a los tuyos -dice la mujer, enrollándose la tela a la cintura.
-Saluda tú también a los tuyos. Saluda a tu bebé y a Halima.
Más tarde, cuando vuelva andando a la casa de su tía, cogerá una piedra manchada de sangre seca y la sostendrá contra el pecho como un macabro souvenir. Y ya entonces, con una extraña intuición, sabrá que nunca encontrará a Nnedi, que su hermana ha desaparecido. Pero en ese momento se vuelve hacia la mujer y añade:
-¿Puedo quedarme con su pañuelo? Está sangrando otra vez.
La mujer la mira un momento sin comprender; luego asiente. Tal vez se percibe en su rostro el principio del futuro dolor, pero esboza una sonrisa distraída antes de devolverle el pañuelo y darse la vuelta para salir por la ventana.

15
enero

Jhumpa Lahiri - "Un durwan de verdad"

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El cuento pertenece al volumen "Intérprete de emociones" de 1999 (Premio Pulitzer en 2000).
La versión es la de Antonio Padilla.


Mamá Boori, la mujer que barría la escalera, llevaba dos noches sin dormir, así que en la mañana anterior a la tercera noche, sacudió la colcha de su cama y a continuación sacudió las sábanas, una vez bajo los buzones donde vivía y una segunda vez en la puerta del callejón, lo que ahuyentó a los cuervos que se aprovisionaban de restos de verduras.
Cuando comenzó a ascender los cuatro pisos hasta el tejado, Mamá Boori se llevó la mano a la rodilla que siempre se le hinchaba al comienzo de cada estación de las lluvias. El ademán la obligó a soportar en la otra mano el peso del cubo, las sábanas y el hatillo de juncos que le servía de escoba. En los últimos tiempos Mamá Boori comenzaba a pensar que la escalera se tornaba más empinada cada día; cuando la subía, le parecía estar subiendo por una escalera de pintor. Tenía sesenta y cuatro años, llevaba el cabello recogido en un moño no mayor que una nuez y parecía casi tan delgada de frente como de través.
De hecho, lo único que parecía tridimensional en Mamá Boori era su voz: quebradiza y lastimera, amarga como la leche cuajada, aguda y estridente como para rayar la pulpa de un coco. Era con esta voz como enumeraba, dos veces al día, mientras barría la escalera, las penalidades y pérdidas sufridas desde que fuera deportada a Calcuta durante la Partición. Fue entonces, aseguraba, cuando el caos político la separó de un marido, cuatro hijas, una casa de dos pisos construida en ladrillo, un almari de palisandro y varios cofres cuyas llaves todavía conservaba, junto con los ahorros de toda una vida, anudados al extremo libre de su sari.
Dificultades aparte, la otra cosa que Mamá Boori se complacía en relatar era lo buenos que habían sido los tiempos pasados. No es de extrañar que, cuando llegó al rellano del segundo, el edificio entero estuviera al corriente del menú servido en la boda de su tercera hija.
—La casamos con un director de escuela. El arroz fue cocido en agua de rosas. Hasta el alcalde se presentó. Los invitados se lavaban las manos en cuencos de peltre. —Aquí hizo una pausa, recuperó el aliento y reajustó sus herramientas de trabajo bajo el brazo. Tras aprovechar para espantar a una cucaracha de los palos de la balaustrada, añadió—: El banquete incluía gambas con mostaza hervidas en hojas de banano. Nadie se privó de los manjares más exquisitos. Nosotros nos lo podíamos costear sin problemas. En casa comíamos carne de cabra dos veces por semana y teníamos un estanque de nuestra propiedad, siempre rebosante de peces.
A estas alturas, Mamá Boori podía ver los primeros rayos de luz que iluminaban la escalera. Aunque no eran más que las ocho, el sol irradiaba con la suficiente potencia para calentar los últimos escalones de cemento bajo sus pies. Era un edificio muy antiguo, donde el agua corriente todavía se almacenaba en bidones, con ventanas sin cristales y retretes ocultos tras un andamiaje de ladrillos.
—Un hombre recogía los dátiles y las guayabas para nosotros. Había otro que venía a cortar el hibisco. Allí supe lo que era la vida. Cuando cenaba, me servía de una cacerola para el arroz. —En este punto de la rapsodia, a Mamá Boori comenzaron a arderle los oídos; el dolor mordió a través de su rodilla hinchada—. ¿Les he dicho ya que tuve que cruzar la frontera con nada más que dos brazaletes en la muñeca? Y sin embargo hubo un día en que mis pies no pisaban otra cosa que el mármol. Pueden creerme o no, como quieran, pero ustedes ni se atreven a soñar con lujos como aquellos.
Nadie sabía bien qué había de verdad en las letanías de Mamá Boori. Para empezar, el perímetro de su antigua mansión parecía duplicarse a cada nuevo día, como lo hacían los bienes atesorados en sus cofres y almari. Nadie dudaba de su condición de refugiada; el acento con que hablaba bengalí lo dejaba claro. Con todo, a los vecinos de este edificio de apartamentos les costaba reconciliar las aseveraciones de Mamá Boori relativas a su antigua fortuna y con el más prosaico relato de cómo atravesó la frontera oriental de Bengala, junto a millares de refugiados, en la caja de un camión cargado con sacos de cáñamo. Y aún más, algunos días Mamá Boori insistía en haber llegado a Calcuta en un carro tirado por bueyes.
—¿Cómo llegó, pues? ¿En carro o en camión? le preguntaban a veces los niños cuando salían a jugar a policías y ladrones en el callejón.
A eso Mamá Boori respondía, meneando el extremo libre de su sari, a fin de que las llaves tintinearan:
—¿Qué importan los detalles? ¿Para qué arrancar la lima de una hoja de betel? Pueden creerme o no. En mi vida he pasado por penalidades que no pueden ni soñar.
Era cierto que embrollaba las cosas. Que se contradecía. Que adornaba casi todo cuanto decía. Y sin embargo, sus peroratas eran tan persuasivas, su alteración tan evidente, que no era fácil saber con qué carta quedarse.
¿Qué clase de terrateniente acababa barriendo escaleras? Eso era lo que el señor Dalal, del tercer piso, se preguntaba siempre al pasar junto a Mamá Boori, cuando iba y volvía de la oficina donde llevaba los pedidos a un distribuidor mayorista de tubos de goma, cañerías y accesorios diversos en la sección de College Street donde se alineaban los fontaneros.
«Bechareh, lo más probable es que se invente todos esos cuentos como forma de lamentar la pérdida de su familia», era la conjetura común entre las mujeres casadas.
—La boca de Mamá Boori está llena de ceniza, pero no olvidemos que ella es víctima del cambio de los tiempos —repetía el señor Chatterjee. Era éste un vecino que no había salido de su balcón ni abierto un periódico desde la independencia, aunque —quizá por ello mismo— sus opiniones siempre eran tenidas en consideración.
Con el tiempo circuló la teoría de que Mamá Boori una vez había trabajado como ayudante de un próspero zamindar del este, lo que explicaría su capacidad para exagerar el pasado a lo largo y a lo ancho. Sus guturales pretensiones no hacían daño a nadie. Todos estaban de acuerdo en que su presencia constituía un entretenimiento de primer orden. A cambio de alojarse bajo los buzones de la escalera, Mamá Boori mantenía la retorcida escalera limpia como una patena. Y, sobre todo, a los vecinos les agradaba que Mamá Boori, que dormía cada noche junto a una puerta plegable, montara guardia entre ellos y el mundo exterior.
Ninguno de los que vivían en ese edificio de apartamentos tenía grandes posesiones que merecieran ser robadas. La viuda del segundo piso, la señora Misra, era la única en disfrutar de teléfono. No obstante, los vecinos agradecían que Mamá Boori tuviera un ojo pendiente de cuanto pasaba en el callejón, filtrase a los vendedores ambulantes que acudían a vender peines o chales puerta a puerta, estuviera en disposición de llamar a un rickshaw en cosa de un momento y se las arreglara con cuatro escobazos para ahuyentar a cuanto personaje sospechoso se acercara a escupir, orinar o causar algún problema.
En pocas palabras, con el tiempo los servicios de Mamá Boori llegaron a asemejarse a los de un auténtico durwan. Aunque en circunstancias normales ésta no era ocupación de mujeres, Mamá Boori se tomaba a pecho su responsabilidad y mantenía una vigilancia no menos escrupulosa que la del mejor guardián casero a encontrar en Lower Circular Road, Jodhpur Park y demás barrios residenciales.
* * *
En el terrado, Mamá Boori colgó sus sábanas del alambre de tender. El alambre, extendido en diagonal de una esquina a la otra del parapeto, se interponía ante el panorama de antenas de televisión, anuncios comerciales y los distantes arcos del puente de Howrah. Mamá Boori consultó las cuatro esquinas del horizonte. A continuación abrió el grifo que había en la base de la cisterna. Se lavó la cara y los pies, y se pasó dos dedos por los dientes. Después comenzó a sacudir las sábanas por sus dos lados valiéndose de la escoba. De vez en cuando se detenía y echaba una mirada al cemento, en espera de identificar el bicho que le impedía dormir. Estaba tan absorta en su observación que tardó unos instantes en advertir la presencia de la señora Dalal, del tercer piso, que había subido para dejar secar al sol una bandeja de peladuras de limón.
—Hay algo en estas sábanas que no me deja dormir —anunció Mamá Boori—. Dígame, ¿ve usted alguna cosa?
La señora Dalal sentía debilidad hacia Mamá Boori y de vez en cuando le daba pasta de jengibre para que condimentara sus guisos.
—Yo no veo nada —dijo la señora Dalal al cabo de un momento. La señora Dalal tenía las pestañas casi transparentes y los dedos de los pies esbeltos y ornados de anillos.
—Entonces es que son bichos con alas —concluyó Mamá Boori, dejando la escoba para contemplar las nubes que pasaban en procesión—. Debe de echar a volar cuando voy a sacudirlos. Pero fíjese en mi espalda. Seguro que la tengo perdida de picaduras.
La señora Dalal alzó el pliegue del sari de Mamá Boori, una prenda barata y blanquecina, del color de una charca sucia. La mujer examinó la piel desnuda encima y debajo de su blusa, cuyo corte ya no se veía en ninguna tienda. Por fin dijo:
—Mamá Boori, me parece que son imaginaciones suyas.
—Le digo que esos bichos me están comiendo viva.
—Puede ser que el calor le produzca picazón —sugirió la señora Dalal.
Al oírlo, Mamá Boori sacudió el extremo libre de su sari e hizo tintinear sus llaves.
—Sé muy bien cuándo la picazón es culpa del calor —respondió. Esta picazón no es cosa del calor. Pero llevo tres noches sin dormir, quizá cuatro. ¿Quién sabe ya? Yo antes dormía en una cama limpísima, con sábanas de muselina. Me puede creer o no, pero teníamos unas mosquiteras suaves como la seda. Ustedes no pueden ni soñar con el lujo en que vivíamos.
—No puedo ni soñarlo —repitió la señora Dalal. Cerró sus pestañas transparentes y suspiró—. No puedo ni soñarlo, Mamá Boori. Lo que es yo, vivo en dos habitaciones desvencijadas, casada con un hombre que vende piezas de retrete.—La mujer volvió su rostro y examinó una de los sábanas. Su dedo repasó una de las costuras—. Mamá Boori, ¿cuánto tiempo lleva durmiendo en estas sábanas? —preguntó.
Mamá Boori se llevó un dedo a los labios antes de contestar que no lo recordaba.
—¿Y por qué no nos ha dicho nada hasta hoy? ¿Acaso piensa que no podemos darle unas sábanas limpias? ¿Aunque sea un hule? —La mujer tenía aspecto de sentirse insultada.
—No hace falta —respondió Mamá Boori—. Ahora ya están limpias. Por eso las sacudo con la escoba.
—No me venga con ésas —cortó la señora Dalal—. Necesita usted una cama nueva. Sábanas, una almohada. Una manta en invierno. —La señora Dalal enumeraba llevándose los dedos al pulgar.
—Los días de fiesta, dábamos de comer a los pobres del barrio —dijo Mamá Boori. Comenzó a llenar el cubo con el carbón apilado en el otro extremo del tejado.
—Ya hablaré con el señor Dalal cuando vuelva de la oficina —repuso la señora Dalal, enfilando la escalera—. Venga a verme por la tarde. Le daré unos pepinillos y algo de ungüento para la espalda.
—Esta picazón no es cosa del calor —respondió Mamá Boori.
Era cierto que el calor picajoso era frecuente durante la estación de las lluvias, pero Mamá Boori prefería pensar que lo que la irritaba en la cama, lo que le robaba el sueño, lo que picaba como guindillas en su piel y su cabeza de poco pelo, era de origen menos mundano.
Mamá Boori rumiaba estas cosas al ponerse a barrer —siempre barría la escalera de arriba abajo—, cuando de pronto comenzó a llover. La lluvia batió la superficie del terrado como un niño calzado con zapatillas demasiado grandes para sus pies, echando por el desagüe las peladuras de limón de la señora Dalal. Antes de que los peatones pudieran abrir sus paraguas, la lluvia se había colado por cuellos, bolsillos y zapatos. En todo el edificio, y en los edificios vecinos, las viejas persianas fueron cerradas y anudadas con cordón de enagua a los barrotes de las ventanas.
A todo eso, Mamá Boori ya estaba barriendo el rellano del segundo piso. La anciana alzó la mirada por las empinadas escaleras; el oprimente sonido del agua que se desplomaba le dijo que sus sábanas se estaban convirtiendo en yogur.
Pero en ese momento recordó la conversación sostenida con la señora Dalal. Así que continuó barriendo al mismo ritmo, el polvo, las puntas de cigarrillo y las papelinas de caramelo sembradas en los escalones, hasta que llegó a los buzones de la planta baja. A fin de impedir la entrada del viento, rebuscó entre sus cestas hasta encontrar unos periódicos que insertó en las aberturas en forma de diamante que había en la puerta plegable. A continuación puso el almuerzo a hervir sobre el cubo de carbón, graduando el fuego con ayuda de un abanico trenzado en palma.
* * *
Por la tarde, como era su costumbre, Mamá Boori se reajustó el moño, liberó el extremo de su sari y contó los ahorros acumulados durante toda una vida. La anciana acababa de despertarse de una siesta de veinte minutos, disfrutada en un lecho provisional elaborado con periódicos. Ya no llovía; el olor amargo de las hojas de mango húmedas se enseñoreaba del callejón.
Algunas tardes, Mamá Boori tenía por costumbre visitar a los vecinos de la escalera. Disfrutaba entrando y saliendo de sus pisos. Los vecinos, por su parte, se aseguraban de que Mamá Boori siempre se sintiera bienvenida y nunca cerraban el pestillo hasta que llegaba la noche. Los vecinos seguían con sus ocupaciones del momento, ya fueran éstas regañar a los niños, repasar los gastos de la casa o limpiar de piedras el arroz de la cena. De vez en cuando alguien le pasaba un vaso de té o la lata de galletas mientras jugaba con los niños a ver quién tiraba la ficha más cerca del rodapié. Poco acostumbrada a los muebles, Mamá Boori se acuclillaba en umbrales o pasillos para observar gestos y costumbres con el mismo espíritu del recién llegado que observa el tráfico en una ciudad que es nueva para él.
Esa tarde, Mamá Boori decidió aceptar la invitación de la señora Dalal. La espalda todavía le picaba, a pesar de haber dormido sobre periódicos; la verdad era que un poco de ungüento no le vendría mal. Cogió su escoba —sin ella, se sentía medio desnuda— y se disponía a subir la escalera, cuando un rickshaw se detuvo ante la puerta plegable.
Era el señor Dalal. Los años transcurridos revisando facturas y pedidos le habían dejado círculos morados bajo los ojos. Sin embargo, hoy su mirada relucía de brillo. El ápice de su lengua jugueteaba entre los dientes mientras cargaba con dos pequeños fregaderos de cerámica.
—Mamá Boori, tengo un trabajo para usted. Ayúdeme a subir estos fregaderos. —El señor Dalal se llevó un pañuelo doblado a la frente y la garganta y entregó una moneda al conductor del rickshaw. A continuación, ayudado por Mamá Boori, subió los fregaderos al tercer piso. Hasta que no estuvieron en el interior del apartamento, no anunció lo siguiente a la señora Dalal, Mamá Boori y algunos vecinos que les habían seguido con curiosidad: que sus horas llevando los números del distribuidor de tubos de goma, cañerías y accesorios diversos habían terminado para siempre. Que ese distribuidor, ansioso de respirar aire más puro, y cuyos beneficios se habían duplicado, se disponía a abrir un segundo comercio en Burdwan. Y que, tras evaluar lo concienzudo de su labor de años, el distribuidor había decidido ascender al señor Dalal a encargado de la tienda en College Street. Excitado por la noticia, el señor Dalal había adquirido dos fregaderos mientras cruzaba el barrio de los fontaneros de camino a su hogar.
—¿Y qué vamos a hacer con dos fregaderos en un piso de dos habitaciones? —preguntó la señora Dalal, que ya estaba de mal humor desde la pérdida de las peladuras de limón—. ¿Quién ha oído semejante cosa? Todavía tengo que cocinar en un hornillo de petróleo. No quieres ni oír hablar de instalar el teléfono. Y todavía estoy esperando la nevera que me prometiste al casarnos. ¿Y crees que con dos fregaderos está todo arreglado?
La subsiguiente disputa tuvo lugar a gritos, lo bastante altos para ser oídos desde los buzones de la entrada. La discusión fue lo bastante enérgica y prolongada para elevarse sobre el segundo chaparrón que cayó después de que se hiciera de noche. Fue una discusión lo bastante fuerte para distraer a Mamá Boori mientras barría la escalera de arriba abajo por segunda vez en la jornada, razón que la llevó a guardarse el relato de sus penalidades y su pretérito esplendor. Mamá Boori pasó la noche en un lecho de periódicos.
La disputa entre el señor y la señora Dalal todavía se arrastraba a la mañana siguiente, cuando una cuadrilla de obreros descalzos se presentó a instalar los fregaderos. Tras dar vueltas al asunto toda la noche, el señor Dalal había decidido instalar un fregadero en la sala de estar de su apartamento y el otro en la escalera del edificio, en el rellano del primer piso.
—Así todo el mundo podrá usarlo —explicó, yendo de puerta en puerta. Los vecinos estaban encantados; llevaban años cepillándose los dientes en agua de bidón servida en tazones.
Además, el señor Dalal pensaba que un fregadero en la escalera no dejaría de impresionar a las visitas. Ahora que era encargado de la empresa, a saber quién vendría a visitarle.
Los obreros trabajaron varias horas, subiendo y bajando la escalera y comiendo el almuerzo apoyados en cuclillas contra los palos de la balaustrada. Los obreros martilleaban, escupían, gritaban y soltaban juramentos, secándose el sudor con el extremo de sus turbantes. Su presencia impidió que Mamá Boori pudiera barrer la escalera en todo el día.
A fin de matar el tiempo, Mamá Boori buscó refugio en el terrado. Mientras paseaba entre los parapetos, las caderas le dolieron por efecto de la noche pasada entre periódicos. Tras consultar los cuatro extremos del horizonte, rasgó sus sábanas en tiras y tomó la decisión de abrillantar los palos de la balaustrada más tarde.
A última hora de la tarde, los vecinos se congregaron para admirar el trabajo del día. Incluso Mamá Boori tuvo que lavarse las manos en el chorro de cristalina agua corriente.
—El agua con que nos bañábamos en nuestra casa se perfumaba con pétalos y esencia de rosas. Pueden creerme o no, pero era un lujo con el que no pueden ni soñar.
El señor Dalal se ocupó de mostrar las diversas posibilidades que ofrecía el lavamanos. Primero abrió al máximo y cerró cada uno de los grifos. Luego abrió ambos grifos a la vez para ilustrar la diferente presión del agua. Si uno accionaba una pequeña palanca situada entre los grifos era posible llenar de agua el lavamanos.
—El último grito en elegancia —concluyó el señor Dalal.
Con todo, el resentimiento no tardó en aparecer entre las mujeres casadas. Como tenían que guardar cola cada mañana para cepillarse los dientes, a todas les frustraba la espera de su turno, la obligación de limpiar los grifos después de cada uso y la imposibilidad de dejar su propio jabón y pasta de dientes en la estrecha periferia del fregadero. Los Dalal contaban con su propio lavamanos; ¿por qué razón tenían ellos que compartir uno entre todos?
—¿Es que no tenemos derecho a tener nuestro propio lavamanos? —estalló una de ellas cierta mañana.
—¿Es que los Dalal son los únicos que pueden mejorar las condiciones del edificio? —preguntó otra.
Los rumores empezaron a desatarse: que, a raíz de su discusión, el señor Dalal había hecho las paces con su mujer tras comprarle dos kilos de aceite de mostaza, un chal de Cachemira y una docena de pastillas de jabón de sándalo; que el señor Dalal había pedido la instalación del teléfono a la compañía; que la señora Dalal se pasaba el día entero lavándose las manos bajo el grifo. Por si no bastara con todo eso, a la mañana siguiente un taxi destinado a la estación de Howrah hizo chirriar sus ruedas en el callejón: los Dalal se marchaban diez días a Simia.
—Mamá Boori, no piense que he olvidado lo que le dije. Le traeremos una manta de lana de las montañas —prometió la señora Dalal por la abierta ventanilla del taxi. La mujer llevaba en su regazo un bolso de cuero a juego con el reborde turquesa de su sari.
—¡Le traeremos dos mantas! —exclamó el señor Dalal, que estaba sentado junto a su mujer, ocupado en revisar sus bolsillos para cerciorarse de que su cartera estaba donde tenía que estar.
De todos los vecinos del edificio, Mamá Boori fue la única que les deseó buen viaje desde la puerta plegable.
Nada más marcharse los Dalal, las demás mujeres comenzaron a planear sus propias reformas. Una de ellas se decidió a vender varios de sus brazaletes de boda y encargó a un pintor que diera una nueva capa a las paredes de la escalera. Otra empeñó su máquina de coser e hizo venir a un desparasitador. Una tercera fue a la platería y devolvió un juego de platillos; quería pintar las persianas de amarillo.
Los obreros comenzaron a ocupar el edificio día y noche. A fin de evitar el continuo tráfico, Mamá Boori optó por dormir en el terrado. Eran tantos los que entraban y salían por la puerta plegable, tantos los que se agolpaban en el callejón a según qué horas, que la vigilancia de la escalera ya no tenía ningún sentido.
Al cabo de unos días, Mamá Boori también se llevó al terrado sus cestas y su cubo para cocinar. No había necesidad de lavarse en el lavamanos del primer piso; ella podía lavarse en el grifo de la cisterna, como siempre había hecho. Todavía tenía previsto pulir los palos de la balaustrada con los trapos arrancados a sus sábanas. A todo eso, seguía durmiendo envuelta en periódicos.
Vinieron más lluvias. Bajo el toldo con goteras, con un periódico prendido en la cabeza, Mamá Boori se sentaba en cuclillas y observaba a las hormigas del monzón desfilar por la cuerda de tender con los huevos en la boca. Los vientos húmedos acariciaban su espalda. Ya no le quedaban muchos periódicos.
Las mañanas se le hacían largas, y las tardes, más largas todavía. Ya no recordaba cuándo había bebido un vaso de té por última vez. Sin pensar más en sus penalidades ni en su antiguo esplendor, se preguntaba cuándo volverían los Dalal con sus nuevas sábanas.
Aburrida de estar en el terrado, deseosa de hacer un poco de ejercicio, Mamá Boori comenzó a pasear por el barrio durante las tardes. Con la escoba de juncos en una mano, el sari manchado de tinta de imprenta, caminaba por los mercadillos, gastando en chucherías los ahorros de toda una vida: un paquete de arroz hinchado hoy, unos anacardos mañana, un vaso de zumo de caña de azúcar al día siguiente. Un día anduvo hasta los quioscos de libros usados que había en College Street. Al día siguiente caminó aún más lejos, hasta los mercadillos de verduras del Bow Bazaar. Fue allí, mientras examinaba los palosantos y jackfruits expuestos en un mostrador, donde sintió que unas manos rebuscaban en el extremo libre de su sari. Cuando se volvió, lo que quedaba de sus ahorros de toda una vida y el manojo de llaves habían desaparecido para siempre.
Los vecinos la estaban esperando esa tarde cuando volvió a la puerta plegable. Los gritos indignados resonaron por toda la escalera cuando le comunicaron la noticia: alguien había robado el lavamanos de la escalera. La pared recién pintada exhibía un gran agujero del que salía una maraña de tubos de goma y cañerías. El suelo estaba sembrado de pedazos de yeso. Mamá Boori apretó el mango de su escoba, sin responder.
Furiosos, los vecinos prácticamente la subieron en volandas al terrado, donde se quedó plantada a un lado de la línea de tender mientras los vecinos la increpaban desde el otro lado.
—Para eso sirve —chilló uno de ellos, señalando a Mamá Boori—. Seguro que ella misma está conchabada con los ladrones. ¿Dónde estaba cuando se suponía que debía vigilar la puerta?
—Lleva días paseándose por la calle y hablando con el primero que se presenta —informó un segundo vecino.
—Le hemos dado carbón, le hemos ofrecido un lugar para dormir... ¿Cómo ha podido traicionarnos de esa manera? —quiso saber un tercero.
Aunque ninguno de ellos se dirigía directamente a Mamá Boori, ésta no cesaba de repetir:
—Tienen que creerme... Tienen que creerme... Yo no conozco a ningún ladrón...
—Llevamos años aguantando sus mentiras —respondieron ellos—. ¿Y ahora quiere que la creamos?
Las recriminaciones no cesaban. ¿Cómo se lo explicarían ahora a los Dalal? Por fin decidieron consultar la opinión del señor Chatterjee, a quien encontraron sentado en el balcón, absorto en la contemplación de un atasco de tráfico.
Uno de los vecinos del segundo piso explicó:
—Mamá Boori ha puesto en peligro la seguridad del edificio. Y todos tenemos cosas de valor. La viuda, la señora Misra, vive sola y tiene teléfono. ¿Qué podemos hacer?
El señor Chatterjee consideró sus argumentos. Mientras pensaba, se ajustó el chal que envolvía sus hombros y contempló el andamiaje de bambú que recientemente rodeaba su balcón. Las persianas que tenía a la espalda, incoloras desde la noche de los tiempos, aparecían recién pintadas de amarillo.
Por fin, respondió:
—Mamá Boori tiene la boca llena de ceniza. Pero eso no es nada nuevo. Lo novedoso radica en el aspecto de este edificio. Un edificio así requiere emplear a un durwan de verdad.
En consecuencia, los vecinos cogieron el cubo y los trapos, las cestas y la escoba de juncos de Mamá Boori y los echaron escaleras abajo, más allá de los buzones y la puerta plegable, al callejón. A continuación echaron a Mamá Boori. Lo que necesitaban era un durwan de verdad.
De todas sus pertenencias, Mamá Boori sólo se quedó con la escoba.
—Tienen que creerme, tienen que creerme —insistía aún, mientras su silueta se alejaba. Su mano tiró del extremo libre de su sari, pero nada tintineó.