No sé cuando fue escrito este cuento. Parece ser que no está muy claro y se sitúa la fecha en el periodo entre la muerte de Carlos II de Inglaterra y la de la propia autora (entre 1685 y 1689). La primera referencia que he encontrado de su publicación es de 1697, ocho años después de la muerte de Aphra.
La versión es la de Jesús Serrano Reyes.
Puede leerse el texto original aquí.
Aproximadamente a comienzos del pasado mes de junio (tal y como lo recuerdo) Bellamora llegó a la ciudad proveniente de Hampshire y se vio obligada a hospedarse la primera noche en la misma posada donde la diligencia paraba. Al día siguiente cogió el carruaje para Covent Garden, donde pensaba que encontraría a la señora Brightiy, una pariente suya. Con ella había planeado continuar sin ser descubierta por sus amigos del campo durante medio año. Así que ordenó que llevaran el baúl, la ropa y la mayor parte del dinero y las joyas después de ella a la casa de la señora Brightiy por medio de un extraño transportista con quien habló en la calle cuando estaba cogiendo el carruaje, sin tener ni idea de las exquisitas costumbres de la refinada ciudad. Cuando llegó a la calle Bridges, donde se alojaba su prima desde hacía tres o cuatro años, se sorprendió con extrañeza de que no pudiera conseguir saber nada sobre ella. No, no encontró a nadie que hubiera escuchado el nombre de su prima alguna vez. Hasta que, finalmente, al describir a la señora Brightiy a uno de los tenderos del lugar éste le dijo que había habido una señora así que él había visto algunas veces allí hacía año y medio, pero que creía que se había casado y se había mudado al Soho.
En su asombro, se olvidó por completo del baúl, del dinero y de lo demás y fue de un sitio para otro en el coche de alquiler por toda la parroquia de St. Ann preguntando por la señora Brightiy, describiéndola físicamente. Pero resultó en vano porque ni un alma pudo darle ni referencias ni noticias de tal señora. Después de deambular infructuosamente y de que hasta el cochero y los mismos caballos se cansaran, llegó casualmente a una casa particular donde vivía una buena, discreta y anciana señora venida a menos que se había visto obligada a alquilar habitaciones para poder ganarse el sustento. Por ella supo que había una cierta señora que llevaba allí algo más de doce meses, que había llegado a los tres meses de casarse. Pero ahora había salido fuera con su marido al teatro o a tomar el aire fresco y creía que no regresaría hasta la noche. Esta conversación con la buena señora animó el espíritu decaído de Bellamora hasta tal punto que, después de pedirle permiso para hospedarse allí, despidió al cochero precipitadamente olvidando el baúl y los accesorios más valiosos de él.
Cuando estuvieron solas, Bellamora quiso saber si podría permitirse la libertad de enviar a por una botella de vino español, lo que le concedió no sin cierta dificultad. Luego, empezaron a charlar durante una media hora sobre asuntos intrascendentes. A lo largo de la conversación la anciana señora le preguntó a la hermosa ingenua (debo decir imprudente) cuál era su nombre y su lugar de procedencia. A ambas preguntas respondió muy directa y sinceramente, aunque no discretamente. Entonces quiso saber si los padres de Bellamora vivían y el motivo de su llegada a la ciudad. La hermosa e inconsciente criatura contestó que su padre y su madre estaban muertos y que se había escapado de su tío con el pretexto de hacer una visita a una joven dama, su prima, que se había casado hacía poco y vivía a más de veinte millas de su tío en la carretera de Londres; que el motivo por el que había abandonado su tierra era para evitar el odioso acoso de un caballero cuyas pretensiones amorosas se temía que habrían sido su perdición para siempre. Tras decir esto, lloró y sollozó de la forma más extravagante. La discreta señora se esforzó en reconfortarla con los argumentos más tiernos y convincentes que pudo, prometiéndole amistosamente toda la ayuda que pudiera esperar de ella durante la estancia de Bellamora en la ciudad. Y lo hizo con tanta formalidad y con una rectitud tan explícita que la preciosa criatura inocente iba a hacer todo un descubrimiento de las más insoportables desgracias para su imaginario. Y (sin duda) ocurrió, al no darse cuenta del regreso de la dama que ella esperaba que fuera su prima Brightiy. El caballero, su marido, la vio dentro de la casa tras ordenar al cochero que llevara a algunos de sus compañeros de copas. Esto le dio a las mujeres una mejor oportunidad para saludarse entre ellas. Así lo hicieron sorprendiéndose las dos. Cuando la señora subía a su habitación, la dueña de la casa le dijo que había una señora joven en el salón que había llegado de fuera, del campo, ese mismo día, con el propósito de visitarla. La señora aceleró el paso para ver quién era y Bellamora, al acercarse para saludar a quien esperaba que fuera su prima, se paró de pronto, justo cuando llegaba ante ella y suspiró sonoramente:
-¡Ah, señora! Me he perdido. No es a su señoría a quien busco.
-No, señora -respondió la otra-. Estaba a punto de pensar que no teníais intención de hacerme ese honor. Pero me alegro de encontrarme con vos tanto como vos, si os hubierais encontrado con vuestra más querida amiga. ¿Os habéis olvidado de mí, señora Bellamora? -continuó.
El nombre hizo que se sobrecogieran las dos.
-¡Ay! -replicó la joven con cierta alegría-. Ahora recuerdo. Me alegro de haber tenido el gusto de conoceros. Pero no puedo acordarme cuándo ni dónde.
-En realidad fue hace algunos años -replicó la señora-, pero en otra época. Entretanto, si no tenéis alojamiento, me atrevo a asegurar que seréis bienvenida por la señora de la casa.
La hermosa desdichada le dio las gracias y, mientras le preparaban una habitación, la señora la entretuvo por su cuenta. A las diez en punto se separaron. La dueña llevó a Bellamora a su nuevo alojamiento y la dejó que descansara de todos sus aparentes infortunios. Regresó con la otra señora, que quería averiguar el motivo por el que se refugiaba en la ciudad.
A la mañana siguiente la buena señora de la casa fue a verla y se encontró a Bellamora casi inundada en lágrimas. Con muchas palabras de dulzura y amabilidad consiguió finalmente que dejara de llorar. Le preguntó el motivo de aquellas muestras evidentes de sufrimiento y le juró, si se lo contaba, mantenerlo como el más grande de los secretos. Tras un poco de recelo, se lo relató así:
-Hace más de tres años, cuando mi madre aún vivía, me cortejó un tal señor Fondiove, un caballero de buena posición y de verdadera valía. Alguien que me atrevo a creer que me amaba de verdad. Insistió en su pasión por mí con todas las peticiones serias y honestas imaginables hasta algunos meses antes de la muerte de mi madre, que en ese momento tenía más interés por verme casada con otro caballero de una posición mucho mejor que la del señor Fondiove. Pero se trataba de alguien cuyo aspecto físico y su carácter no se adecuaban en absoluto a mis gustos. Eso hizo que, desgraciadamente, Fondiove se aprovechara de mí. Al encontrarme un día completamente sola en mi habitación, tumbada en la cama en un estado de aflicción y desdicha, fruto del miedo sin sentido que tenía entonces y tengo ahora, se declaró con tanto ímpetu y con tan infausto éxito, con reiteradas promesas de matrimonio para cuando yo quisiera contestárselas, a las que unía los más sagrados juramentos y las más espantosas maldiciones, que en parte por mi aversión al otro y en parte por mi propensión a apiadarme de él, me perdí.
Al decir estas palabras volvió a recaer en una demostración de pena más desorbitada que antes, tan exagerada que se cortó en seco. Cuando estuvo suficientemente recuperada, la anciana señora le preguntó por qué creía ella que había buscado su perdición. A lo que ella respondió:
-Estoy embarazada de él, señora, y me extraña que no os dierais cuenta anoche. ¡Ay, falta menos de un mes para dar a luz! Estoy avergonzada, maldita y perdida para siempre.
-¡Oh, tened fe, señora! No penséis eso -dijo la otra-, pues el caballero todavía puede resultar sincero y casarse con vos.
-¡Ay, señora! -replicó Bellamora-. Dudo que quiera casarse conmigo, porque poco después de la muerte de mi madre, cuando dependía de mis propias decisiones, lo que sucedió aproximadamente hace dos meses, él me propuso matrimonio. Me lo pidió de la forma más formal y le dije que no. Todavía continúa pidiéndomelo.
-Es raro -replicó la otra-. Me parece a mí que es por vuestra culpa por lo que seguís siendo tan desdichada. ¿Por qué no aceptasteis y por qué no lo vais a aceptar ahora a favor de vuestra propia felicidad?
-¡Ay, ay! -exclamó Bellamora-. Esa es la única cosa que temo en el mundo, porque estoy segura de que no me amará después. Además, desde entonces he aborrecido su vista. Este es el único motivo que me obligó a abandonar a mi tío y a todos mis amigos y parientes en el campo, esperando que este lugar público y muy poblado sea más privado, especialmente, señora, en vuestra casa, con vuestra felicidad y discreción.
-De lo último podéis estar segura -dijo la otra-. Pero ¿qué planes habéis hecho para dar a luz a la criatura que lleváis dentro?
-¡Ay, señora! -exclamó Bellamora-, me habéis traído a la mente otra desdicha.
Entonces le hizo saber la supuesta pérdida del dinero y las joyas, diciéndole que sólo le quedaban tres guineas, algo de calderilla y los anillos que llevaba puestos. La buena señora de la casa le dijo que mandara a preguntar en la posada donde había dormido la primera noche que llegó a la ciudad, pues (con suerte) allí podrían darle alguna pista sobre el transportista a quien le había encargado el baúl. Además, le repitió la promesa de darle toda la ayuda que pudiera y entonces la dejó más animada de lo que la encontró. La dueña fue a ver directamente a la otra señora, su huésped, a quien le volvió a contar la triste confesión de Bellamora. Ante el relato, la señora parecía poderosamente afectada. Al final, le dijo la dueña que ella se encargaría de que Bellamora estuviera de acuerdo a su distinción.
-Pero -añadió- el niño es (como si fuera) de mi propio hermano.
Tan pronto como comió, fue al mercado y le compró ropa de cuna. Pero quería que Bellamora no pudiera tener la más mínima noticia de aquello. A su regreso escribió una carta a su hermano Fondiove en Hantshire, poniéndolo al corriente de todo. Esto lo llevó pronto a la ciudad, sin darle ninguna explicación sobre el motivo de su repentina partida ni a sus amigos ni a los amigos de ella. Mientras tanto, la buena señora de la casa había enviado a alguien a la Posada de la Estrella en Fish Street Hill para reclamar el baúl, pues por lógica suponía que habría sido devuelto allí. Por fortuna un individuo, que hacía esa ruta, lo llevó al alojamiento esa misma noche, sin que ella lo supiera.
Tan pronto como Fondiove llegó a Londres, se dirigió al alojamiento de su hermana, donde se le recomendó que no lo viera Bellamora hasta que ellas se la hubieran trabajado. La dueña comenzó a hacerlo de la siguiente manera. Le dijo que sus cosas se habían extraviado durante el viaje y que temía que se hubieran perdido; que tenía poco dinero y, si los supervisores de los pobres (exactamente así los llamaban porque miraban por encima) tenían la más mínima sospecha de que una persona extraña y sin casarse se alojaba en su casa preñada y a punto de parir como Bellamora estaba, se metería en problemas si ellas no podían asegurarle a la parroquia veinte o treinta libras, que no podrían conseguir de ella porque no las tenía. De otra forma, la enviarían al correccional y a su hijo al hospicio municipal. Una puede imaginarse lo espantosa que resultaría esta conversación para una persona con una juventud, belleza, educación, familia y distinción como la suya. Sin embargo, protestó vehementemente, pues prefería soportar todo eso a ser expuesta al escarnio de sus parientes y amigos del campo.
La otra le dijo entonces que debía escribir a su tío una carta de despedida como si se fuera a embarcar en un barco correo para Holanda. Así no podría enviar a nadie a buscarla en la ciudad cuando supiera que no estaba en la casa de su prima del campo, la recién casada. Así lo hizo y se mantuvo en su habitación incomunicada, como una prisionera. Allí la visitaron a diario la hermana de Fondiove y la dueña, pero ni un alma más. Así siguió durante más de tres semanas. No se permitía entrar a ningún sirviente en su habitación, hasta el punto de hacerle la cama por miedo a que la gran barriga que tenía les diera problemas. Pero, a pesar de todas las precauciones, el secreto se había propagado a través del sirviente de una señora de abajo que había oído por casualidad la charla de ésta con su marido. Pronto salió de allí y se difundió hasta que llegó a los largos oídos de los lobos de la parroquia. Éstos decidieron hacerle una desagradable visita al día siguiente. Pero Fondiove, gracias a la Providencia, la evitó. La noche anterior su hermana, su cuñado y la dueña de la casa lo hicieron pasar a la habitación de Bellamora. Cuando lo vio estuvo a punto de desmayarse, pero cogiéndola en sus brazos de nuevo -lo que estaba deseando hacer-, con lágrimas en los ojos, le suplicó que se casara con él antes de que fuera entregada. Si no era por esto, ni por ella misma, al menos por el interés del niño que esperaba de un momento a otro y que no podía nacer fuera del matrimonio, porque así no podría heredar los bienes de ninguno de los dos. La presionó con tantas explicaciones que al final dio su consentimiento. Así que llamaron a un honesto oficiante que puso fin a la disputa. De modo que se fueron juntos a la cama aquella noche.
Al día siguiente fueron al mercadillo por varios asuntos propios de las mujeres de su estado. Mientras estaban fuera llegaron las alimañas de la parroquia (quiero decir los supervisores de los pobres, los que se comen su pan) buscando a una joven morena (ésa era Bellamora) que estaba en casa a punto de parir. La dueña les mostró todas las habitaciones de la casa, pero no pudieron encontrar a tal señora. Finalmente, se acordó y los condujo al salón, donde les abrió una pequeña puerta secreta y les enseñó su gata negra que acababa de tener gatitos, asegurándoles que nunca causaría problemas a la parroquia aunque tuviera ratas o ratones en la casa. Y así los despidió, tan cabezones como llegaron.
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on 27 diciembre 2012
at 20:42
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