Seudónimo de Lucia Lopresti, fue una novelista, cuentista y ensayista italiana. También escribió una obra teatral (adaptación de una de sus propias novelas). Su obra ensayística se centra sobre todo en el mundo del arte (era doctora en Historia del arte). Fue también, junto a su marido, el crítico de arte Roberto Longhi, creadora y colaboradora de la revista cultural Paragone.
Su obra se caracteriza por el uso de un lenguaje muy elaborado. En sus relatos largos sobre todo, mantiene un gran equilibrio en su mezcla de historia e invención, melancolía e ironía, espanto ante la vida y sumisa esperanza. Esta síntesis de materiales tan diversos suele convertirse en su mejor aliada a la hora de construir los perfiles de las mujeres que protagonizan sus historias.
Este cuento pertenece al volumen "Le donne muoiono" publicado en 1951.
La versión es la de María Esther Benítez.
Las últimas millas de su viaje de prófugos las hicieron Lucilio y Priscila en carro de bueyes, lentamente. El Po no estaba lejos, la llanura era rasa, escasísima en cultivos y árboles; y en aquel precoz otoño estos pocos, altísimos y sin hojas, más parecían artefactos que plantas. Hacía tres meses que duraba el viaje y ya ningún accidente parecía natural: la medida de lo natural se había perdido. Agotadas, consumidas las reacciones de los primeros días y las primeras marchas, el pavor de la huida, el rencor ante la invasión, el espanto de Roma y de la casa perdida no eran ya sino recuerdo sombrío y feble, escombros áridos, estériles. La larga aventura ya nada tenía de aventurero, el propio miedo se hundía en la incomodidad, cedía ante la irritación, el mal humor; por lo demás, el nivel de las exigencias disminuía, día tras día. Exigencias físicas, materiales, que las de otra naturaleza no daban señal de haber existido nunca, y los caracteres, las personas, se confundían ahora en una uniformidad que no era acuerdo humano, sino cansancio. En medio de tantas dudas, sobresaltos y sospechas parecían faltar los temas, hermano y hermana callaban durante horas, como había ocurrido en los primeros días del éxodo y bajo el terror apremiante de los vándalos.
Pero éstas debían ser las últimas horas de peregrinaje, la meta divisada y nada segura parecía estar cercana; un nuevo e incurable espanto invadía a Priscila, necesitaba más las palabras que el respirar. Las enhebró al azar, con su voz aguda y pobre:
—¿Qué es aquélla mancha de allá? Aquellas nubes parecen montañas. ¿Duermes?
Con los ojos cerrados, inmóvil, Lucilio no respondía y la llamada de la muchacha se transformó en una declarada irritación que le sirvió de respuesta y, casi, de consuelo. Así actuaba Lucilio también en Roma, por motivos no mucho más graves que el exceso de calor; se calmó Priscila, abandonándose una vez más al desagrado de las insoportables sacudidas de aquella narria que avanzaba sin carretera, por el terreno desigual de los campos, entre rastrojos quemados y manchas de pantanos. No había señales de vida y la dirección del camino parecía quimérica, un movimiento vano en la inmensidad de un marco. El cielo, bajo y gris, perdía densidad, se hacía poroso e impreciso, y el horizonte se estrechaba, a cada ojeada, en torno al carro. Aún era pleno día, pero empezaban a divisarse, aquí y allá, vapores rojizos que se reducían a lucecitas y antorchas si el carro los rozaba; su frecuencia hablaba de una población que no se mostraba de ningún otro modo. Pronto la niebla fue tan espesa que a Priscila le pareció haberse vuelto sorda. El sentido de aquel viaje que estaba a punto de acabar se perfeccionó en la pérdida de toda percepción dimensional y el necesario y total abandono al albedrío del conductor creó más una intimidad que una confianza. Los encuentros eran ahora frecuentes, pero semejantes a repentinas apariciones. Rozó el cubo de la rueda anterior un descomunal caballo negro, brillante como de sudor, y lo montaba un hombrecillo amarillo de piernas cortas, cubierto de pieles. El boyero que guiaba el carro, a horcajadas sobre el buey más gordo, lanzó un grito ronco, medido como un reclamo, y de inmediato se alzó un clamor que se convirtió en horrendo estrépito, compuesto de voces bestiales y humanas, de golpes y de una indefinida y compacta violencia.
Lucilio alzó los párpados, Priscila se asomó desde el carro y lo vio rodeado y casi asaltado por una multitud que a primera vista le pareció de monstruos y después identificó con cerdos. Era una piara enorme y desenfrenada que se arrojaba chillando entre las patas de los bueyes, oprimía las ruedas y después se unía tras el carro como una estela fangosa y tempestuosa; pero el conductor no se inmutaba y seguía pinchando a sus animales para que avanzasen. Otro chillido gutural, otra cabalgada: esta vez era un asnillo, con un chaval negro, más desnudo que vestido, y risueño. Se dedicaba a golpear al animal a más no poder, todo le servía, cuerda, palo, piernas, y el animal, con la cabeza baja, no demostraba sentirlo. Ahora se retiraba la luz, no del cielo invisible, sino de aquel vapor denso que lo había sustituido y se hacía cada vez más sólido y sucio. Estos encuentros, interpretados como signos de la inminente llegada, devolvieron a Priscila todo el cansancio y el pánico de cada final de etapa ante el techo y la yacija desconocidos. Se encogió en el fondo de la carreta, tocó con mano insegura su preciosa cajita de sándalo, estiró hasta las rodillas la piel de oso; y deseó desesperadamente no bajar y dormir en el carro parado, de inmediato. Entre tanto Lucilio, con su repentina vivacidad, se había puesto a hablar rápida y entrecortadamente con el boyero. Utilizaba con agresiva petulancia y casi con orgullo un lenguaje pesado y retorcido, sólo a medias latín, y entre aquellos sonidos extravagantes su hermana reconocía, como viejos juguetes comunes, frases y exclamaciones de la abuela materna, nacida en el valle del Po y contenta sólo cuando podía charlar a su modo, lejos de los senadores y los obispos. «Esos hunos, ¿cómo serán?», decía aquella vieja atrevida que no tenía miedo de nada, y mucho menos de la muerte que le andaba tan cerca. Y murió de muerte violenta, justamente en el saqueo de Atila, sin que el nieto, oculto en un cuartito de doble fondo, pudiese hacer más que recordar la congoja y quedar un poco tocado de la cabeza. Priscila, huésped de parientes ricos desde que nació, y unida a su hermano sólo por los últimos trastornos, cae ahora en uno de esos olvidos atentos que la asaltan como un letargo. Examina a su hermano: cómo, al hablar, Lucilio mueve la nariz; cómo sus dientes montados luchan contra las palabras. Y luego aspira por la nariz, dos, tres veces. Es feo, es muy feo. Tenía que casarse con Terencia. El carro se ha detenido.
La secreta atención de la muchacha se ha extinguido, de nuevo la sujeta una desalentada pereza: ¡con tal de que no haya que bajar en seguida! Ahora es casi oscuro, el boyero, desmontado, trajina en torno al yugo, a los bueyes. Un sordo rumor de maderas, unas órdenes lentas. No se divisa una casa, un techo, también el mundo sonoro está cegado por la niebla, parece que se han parado entre las nubes.
Tras su acceso de locuacidad el propio Lucilio se había dejado caer en los cojines del fondo y en una especie de entorpecimiento; en ese instante los dos hermanos se parecen terriblemente. Pero se avecina una claridad humeante, son antorchas arrastradas a ras de suelo como perros atraillados. Hay que bajar, dice Lucilio, hablando para sí; pareció responderle un renovado clamor de gruñidos y gritos que la lejanía convertía en misteriosa amenaza. Ambos, esta vez, sacaron la cabeza fuera del toldo que los había cubierto y se quedaron unos minutos en esa postura, parpadeando a la luz de la antorcha más próxima, sostenida por una figura encapuchada. Aunque no los rostros, sí la actitud de los rostros implicaba, al margen del parecido, una fraternal monotonía de medios expresivos: frente ceñuda, párpados entornados. Igual la palidez, pero la mejilla derecha del hombre, enormemente hinchada, alteraba el significado de sus movimientos, los dotaba de una mítica preponderancia. Bajo su mentón de recién nacido aparecieron los negros cabellos de Priscila, cuyos ojos de profundas órbitas parecían carbones. La nariz de ella, larga y estrecha, su boca severa y cerrada hicieron llorar a un niño que debía encontrarse en las cercanías. La intención imperiosa de la voz de Lucilio, que se decidió a reclamar las espaldas de un hombre como estribo, se perdió en una aspereza de acento mal calculada y quedó truncada, resultó claro que el patricio balbucía. Una poderosa cabeza emergió de la oscuridad y, bajo ella, las espaldas de socorro; desembarazándose trabajosamente de ropas y paquetes, Lucilio se asomó, midió el salto, cayó como un insecto cojo, salpicándose de barro hasta la nariz; y gesticulaba. Seca y agotada, pero casi sin ayuda, Priscila se deslizó detrás de él y posó el pie sobre una gran piedra lisa que había divisado. Allí se quedó, inmóvil e inquieta.
Pasados siete días la fraternal pareja no tenía aún otro abrigo que la cabaña de tierra batida donde se había refugiado esa primera noche. Niebla y lluvia, infinito rumor de aguas, en gotas, en arroyos, en torrentes; los fosos se desbordaban, el río lejano retumbaba. En la niebla constante se movían sombras grandes y pequeñas, las pequeñas se acercaban más a menudo y eran niños que se asomaban a la puerta, llevando en la mano extraños juguetes: un fragmento de águila dorada, un trozo de vieja loriga, un espejito herrumbroso, elocuentes arneses encontrados. Y de la niebla surgía, a horas caprichosas, una muchachita de color cobre que les tendía leche y carne cocida. Después la niebla se levantaba, se unía a un cielo de plomo y a través de una áspera lluvia acicular se reconocían, como en un tejido de trama gastada, las míseras cabañas de aquellos a quienes los prófugos llamaban siervos; tanto Lucilio, que solía interrogarlos, como Priscila, que no abría la boca, estaban inseguros de cuál era para aquella gente desconocida el valor de su llegada y de sus dificultosas explicaciones. La hipótesis de que no los hubieran entendido e identificado era demasiado probable para que la discutieran otra vez; el último centro urbano y civilizado donde arrancaron a duras penas indicaciones sobre una villa de los Valerios estaba demasiado lejos e inaccesible, ahora. La voluntad de Priscila duerme, la de Lucilio disparata. ¿Son estos lugareños, nietos de esclavos, aquellos buenos cristianos que la abuela recordaba? Desde luego han cedido una barraca y traen comida. Cien veces interrogados sobre la villa (grandes gestos, en altura, en amplitud) permanecen impasibles, clavados sus ojos oblicuos, con sus narices aplastada; ¿piensan?, ¿recuerdan? Los dos patricios comen la carne y beben leche; pan no lo ven, y ni siquiera se acuerdan de pedirlo. Después se retiran al fondo de la cabaña, se tumban sobre sus yacijas, duermen; para probar que siguen viviendo no tienen más que esos medios, comer y beber con sus propios dientes, con sus propias gargantas, dormir a su propia manera, con sus propios sueños.
Si Lucilio sale, su hermana respira más a gusto. Los frágiles bienes salvados, unas pocas ropas, le parecen menos mezquinos, menos precarios, menos expuestos; quizá podrá ordenarlos, arreglarlos en paz, devolverles su vieja dignidad de vestiduras romanas. Pero su hermano regresa pronto y a menudo empapado hasta los huesos, las gotas de lluvia en su cara pálida parecen lágrimas de pena, vuelve a ser el muchacho débil que fue de adolescente, atemorizado ante cualquier enfermedad. Otras veces a Priscila la ayudan recuerdos vivos como el soplo de la tramontana, consoladores. Las patas rojas de las palomas de Julia, silenciosas sobre las brillantes agujas de pino; la voz asmática de la vieja Propercia, vestal secreta y fanática; o sólo cierta túnica violeta bordada en oro, en vano deseada. No cosas perdidas, le parece, sino que encontrará claras e intactas. Estos vándalos, ¿cómo serán?, piensa con su abuela, sin acordarse de su fin. Genserico no lo habrá destruido todo. Roma es grande y profunda. Priscila alza la cabeza tranquilizada, está a punto de hablar de esperanza. Pero Lucilio, envuelto en lanas secas, ya duerme.
Por fin reapareció el buen tiempo, el sol brillaba cegador, encendiendo espejos en la llanura inundada. Esa mañana Priscila, al levantarse sombría y destrozada, encontró en la falaz primavera una energía portentosa y empezó a charlar sin pausa. Dijo y juró que quería ir en persona a buscar la villa; ella sola, y hablando en latín, no esta lengua de animales. Lucilio, que meditaba con su barba larga delante de la puerta y se horrorizaba ante el barro y los pantanos, apenas tuvo tiempo de apartarse para dejarle paso; la vio alejarse decidida, apretadas a las flacas piernas las ropas, uno de cuyos bordes se arrastraba todavía por el lodo. Se alejó como segura de la dirección, después dio una gran vuelta circunspecta, en torno a las cabañas, tras las que desapareció.
Entre las ruinas se encontraron después los dos Valerios; ruinas de una construcción fastuosa que podía haber sido la casa de sus abuelos. Priscila se apoyaba en el ángulo de una pared rajada, Lucilio alzaba la cabeza hacia un gran agujero del techo; así se vieron y casi no dieron señal de reconocerse, ni comentaron cómo lo que buscaban hacía tantos días había sido descubierto por cada uno precisamente hoy. Iban escoltados por la esclavita de color de cobre y por el hombre musculoso que los había ayudado a bajar del carro; ambos se avergonzaron un poco de esa escolta. Desde ese instante sus movimientos fueron embarazosos, sus pasos tambaleantes, de excursionistas curiosos, mientras que los gestos de sus dos guías eran sencillos, claros, familiares. El hombre tiraba al montón de la esquina ladrillos y cascotes que atestaban el mosaico del suelo, la chiquilla sabía posar el pie con prudencia para evitar las vigas podridas. La visita se prosiguió en grupo y con un desinterés cada vez mayor. Era como si los dos patricios no reconocieran el uso de las salas, el gusto de las incrustaciones marmóreas, y como si no sintieran añoranza frente a aquellas ruinas. Ante un corredor oscuro y a los pies de una escalera intacta retrocedieron como si les repugnara subirla. Ahora los dos guías los precedían o los seguían con toda libertad, desapareciendo, reapareciendo por una abertura inesperada, dominando el lugar: debían de connoerlo a la perfección y la indiferencia de los romanos crecía. Pero Priscila alzó los ojos; había bordeado por segunda vez una pared intacta al borde de un pavimento hundido, y ahora, al otro lado del abismo, la muralla opuesta le devolvía como por irónico encantamiento la imagen más familiar de su infancia, la mártir Felicitas, orante entre dos apóstoles; igual que en el Celio, en el cubículo de la abuela mantuana. Se detuvo y se le antojó que, de haber querido, habría podido volar sobre la sima. Todo se volvió benévolo, y sin miedo a caer se agitaba y llamaba a Lucilio y lo sacudía.
—Mira —decía—, mira bien...
Manchada de polvo de cal, quemada y casi amoratada por el frío, la pared era el telón que se había alzado para Priscila, y para Lucilio permanecía inerte. Primero reacio, después casi asustado, estaba a punto de soltarse cuando también a él se le reveló la imagen; y empezó a bailarle el mentón.
Volvieron a despertar el instinto de posesión, los celos del propietario, el espíritu de familia. Ya no toleraban a los dos intrusos, a los dos sencillos compañeros, reducidos a su aspecto de invasores y profanadores. La esclavita rascaba concienzudamente con la uña un racimo de estuco, el hombre luchaba, a grandes manotazos, con una cerradura mojada. Impacientes, no se atrevían a inventar un pretexto para quedarse solos e intercambiaban a hurtadillas miradas elocuentes e indignadas. En una habitación terrosa descubrieron en el suelo una pala brillante que para algo debía aún servir, ya que el hombre, ágil y preciso, la cogió, la manoseó, la apoyó en el muro con cierto cuidado. Lucilio no resistió el ímpetu de sus nuevos pensamientos:
—¿Y por ahí? —preguntó alzando el pequeño mentón y como acusando a un responsable; indicaba un umbral de mármol aún brillante, pero atrancado hacía poco por maderas y hierros toscamente unidos.
—Por ahí —respondió el hombre con su acento gutural—por ahí duermen los...
Pronunció nonnuli o ninnoli, algo parecido, desde luego, y Lucilio no entendió ni se atrevió a preguntar más. Ahora el aldeano ejerció visiblemente una presión compuesta de gestos y palabras para que el grupo partiese del lugar; sus modales eran los de un guardián bonachón pero inflexible.
Al aire libre, los dos hermanos se sintieron liberados de su escolta, ya no se vigilaron. Recorrían un sendero distinto del que los había traído y sólo por eso se creyeron a solas, ocultos de los otros dos que los habían guiado en su descubrimiento. Hacían proyectos en voz alta, disputaban; Lucilio estaba excitadísimo, su boca puntiaguda parecía el pico de un pájaro que se empeñaba en sacar gusanos de la tierra. A saltos, con una especie de triste vivacidad, discutía, consentía; pero quien ganaba siempre era Priscila. Parecía que, en silencio, y durante todos aquellos días acobardados, durante los meses del viaje y de los temores, lo único que la había preocupado era el aspecto de la desconocida villa del Po. Era fácil dominar a aquel abúlico cuarentón, destinado a clérigo ya desde catecúmeno, habituado a soportar la formidable doctrina de las santas matronas de Roma.
Priscila, pues, calculaba y recuperaba el material necesario para las restauraciones, elegía obreros entre los nativos, predecía el comienzo y el final de los trabajos: un río de palabras calmas y veloces en las que el fanatismo hervía plácidamente, dominando y convenciendo a su débil hermano. Caminaba con un ritmo cada vez más rápido, sus sandalias mal atadas chancleteaban entre los guijarros; y parecía como si aquella prisa estuviera exigida por una finalidad inmediata, urgentísima. En esta carrera, pues ya lo era, a duras penas podía seguirla su hermano; su aliento era jadeante, pero casi continuamente salpicado de continuas exclamaciones, de estribillos insistentes, como un niño que quiere que le den gusto de inmediato: «¿Cuándo? ¿Cuándo?». Hasta que la marcha de la mujer, algo torcida sobre el costado derecho y también jadeante ya ella, aflojó. La cabeza, agrandada con los pesados rizos negros y más gruesa de lo que sugerían los hombros y el cuello fino, se abandonaba hacia atrás sobre la nuca, los labios blanquecinos bebían con un ligero silbido el aire húmedo de la llanura. Poco a poco las palabras escasearon y la locuaz avidez se contrajo en un silencio; Lucilio no tuvo ánimos para romperlo. De la excitación a la tranquilidad sólo conocía un camino, el del desaliento, pretexto para divagar. Divagó materialmente, deteniéndose, y lo alcanzaron los otros dos que, muy tranquilos, no habían dejado de seguirlos, la esclavita y el hombre fornido. Con ellos giró a la derecha, mientras Priscila proseguía recta.
A partir de ese día el cielo se cerró como un casquete helado, la nieve empezó a caer menuda e impalpable sobre la tierra y sobre el hielo de las aguas, dando a la mirada la sensación de un orden encantado, de una suma facilidad de movimientos que, en la infinita llanura, se imaginaban similares a un vuelo. Y Lucilio creyó poder volar la primera mañana que vio todo aquel blanco intacto y liso; ni la experiencia del frío mortal, de los miembros mojados y entumecidos lo curó de la exaltación que lo tuvo al raso todo el día. Cuando las piernas se negaban a sostenerlo, entraba en una u otra de las barracas agazapadas entre las torrenteras y aceptaba lo que le ofrecían, comida, bebida, espectáculo. Todo era un espectáculo para él, no había instrumento o utensilios manejados con destreza que no lo fascinaran; las acciones manuales, por humildes que fueran, le daban una satisfacción integral y un alegre deseo de imitarlas.
Cuanto más primitivo y tosco era el utensilio, más agradable y hacedero le parecía el trabajo. Incluso le tentaban las faenas femeninas: el cucharán de madera de la olla, la escoba de ramas arrastrada por el suelo. Ya podía esperarlo Priscila, sentada en los cojines romanos ahora afeltrados, cavilando en hacerlo correr, con el primer deshielo, a Módena, a Mantua, para que les reconocieran derechos y poderes.
Regresó por fin con tos, con fiebre, y permaneció tumbado días y días, vagamente aterrado ante la idea de morir sin bautismo, con los oídos zumbando con anatemas doctos, con homilías célebres y temidas. Pedía continuamente bebidas calientes, y Priscila tenía que pelear con hornillos improvisados entre dos piedras y leña húmeda, mucho humo, fuego molesto. Entonces fue cuando la esclavita se instaló de modo estable en la cabaña y se mostró tan diligente que la patricia, tumbada también y alzada sobre un codo, pudo permanecer quieta y soñadora, con sus grandes ojos de carbón inmóviles. Saboreaba sus pensamientos, los rumiaba: un lecho de marfil para sí, pieles escitas en el triclinio, las paredes cubiertas de mosaico oriental, todo oro y gemas. La mocetona entre tanto va y viene, instala toscas banquetas, cambia de sitio los enseres, sopla a tiempo la llama viva, pone clavos; sonidos y gestos todos que tienen para Priscila una consistencia de sueño. No le agradan las acciones menudas, sino sólo una actividad problemática y pomposa, mitad bélica y mitad sacerdotal, en la que haya que predicar y dar órdenes. Si sus manos son ásperas, es por descuido, no por ejercicio, y sus yemas eran lívidas y rugosas desde que jugaban con las tabas, hace veinte años. A Lucilio pociones y cocimientos, a Priscila sopas negras y espesas, así funcionaba la esclavita; y mientras el hermano se lo agradecía, siguiendo con la mirada sus faenas y casi bebiendo su meollo, su hermana perfeccionaba la impasibilidad, engullendo sin pestañear. Ocurrió, pues, que por diversos caminos, consentidor el uno, indiferente la otra con tal de que la sirviesen, los dos romanos se fueron adaptando a unas costumbres rudas y elementales y las encontraron, por decisión o por distracción, naturalísimas. Dóciles, aceptaban incluso las interpretaciones que la esclava atribuía a los pocos objetos personales traídos de Roma; confundía lo útil con lo ornamental y viceversa. Priscila ya no sacaba con frecuencia del estuche su Virgilio, su Lucano y las terribles epístolas de Jerónimo. Creía tener otras cosas que hacer.
El sol volvió a mostrarse y era espléndido y frío como una gema, la tierra estaba helada. Una mañana —Lucilio, ya levantado, iba de un lado a otro— Priscila empezó a renquear a su manera aproximada e impaciente en torno a sus cosas, descuidadas durante días y días. Hacía paquetes, envolvía ropas, anudaba fardos; y se vio a la esclavita volverse desde el lar y lanzar hacia Lucilio una sonrisa astuta que le dibujaba como dos bigotitos en las comisuras de los labios. Pero Lucilio no se reía, sino que apartaba la mirada de los movimientos convulsivos de su hermana, tan escéptico y mortificado como expuesto a excitarse y seguirla, de haber hablado Priscila. Pero Priscila no hablaba. Apretando los dientes, arrastraba cojines y cajas, los amontonaba torpemente y sin orden junto al umbral de la cabaña. Exhausta por el esfuerzo, se quedaba un instante con los pálidos y finos labios entreabiertos, como si aspirase; los fardos se derrumbaban y volvía a empezar. Había una regla en la familia de los Valerios, que cuando uno de ellos se emperraba en un proyecto insensato, los demás lo dejaban por imprudencia, respetándolo como a un enfermo. A esta ley, por instinto, se atenía Lucilio, turbado ante preparativos tan extravagantes. Al final la pirámide de paquetes se sostuvo, y de su frágil equilibrio pareció desprenderse la luz de una sonrisa rara, la sonrisa de Priscila. Participaban en ella, amén de los dientes desiguales, de infantil candor, también los ojos porfiados; y todo el rostro, así descubierto, imploraba. Priscila se volvía, miraba a su hermano como esperando su agradecimiento, casi animándolo. Se produjo el milagro: en pocos minutos la criadita estuvo cargada en cabeza y brazos, Priscila desapareció bajo informes pesos y Lucilio se encontró entre los dedos un cordel del que pendía, oscilando peligrosamente, un envoltorio, al tiempo que bajo el sobaco llevaba el cojín sobre el que posaba la cabeza una hora antes.
Pero, ¿dónde? Pero, ¿cómo?, balbucía, y ya estaba fuera, en seguimiento de las dos mujeres entre las que ahora parecía existir un silencioso acuerdo. Ellas andaban de prisa; la esclavita meneándose y como desencuadernándose armoniosamente bajo la carga; Priscila rechinando todo, desde los huesos a la respiración silbante; pero era un chirrido satisfecho. Por el camino que iba hacia el río y después se apartaba de él, Lucilio recobró, bajo cúmulos de inercia, el hábito de protestar y de apelar al testimonio de invisibles espectadores, fruto de viejos estudios de retórica. Escandió aquel verso de Horacio sobre los locos y el eléboro, pero a pesar de todo caminaba, vigilado por el frío sol despiadado.
En resumen, Priscila había decidido que esa noche dormirían en la villa, «en casa», como explicó cuando las ruinas estuvieron a la vista; y, vuelta al hermano, su cara de joven difunta estaba aún bañada por aquel júbilo de poco antes, movido por una especie de manantial subterráneo. Y Lucilio empezó de súbito a no luchar contra él, a sentirse penetrado. En la primera piedra dejó caer el fardo y su persona.
Pero la esclavita, misteriosamente animada, enfiló el camino entre las ruinas como podía haber hecho, un siglo antes, una sierva celosa y retrasada de una patricia de veraneo. Descargó con rapidez y de nuevo fue la caprichosa y ambigua sirviente que sin razón solía aparecer y desaparecer por la cabaña. Priscila hizo de ama de casa, triste dueña de manos inhábiles, que preparó las camas ajetreándose en torno con fatiga, y sobre todo se ocupaba de lo superfluo, después de tanto tiempo, colgando telas de las desnudas paredes. Se pinchó el pulgar, se rompió una uña, se hizo un corte, un incomprensible corte en el tobillo. Gira que te girarás, los dos hermanos acabaron por instalarse en un cuartito oscuro, quizá un zaguán para uso de perros y esclavos castigados; era el único espacio que estaba abrigado y cerrado por todos los lados y acordaron permanecer juntos, como si la conveniencia de dormir separados no mereciese una discusión. Se acurrucaron. Priscila había dicho muchas veces «aquí» y «aquí» al atravesar los restos de salas marmóreas, de cubículos señoriales, señalando un rincón, creyendo haber encontrado el punto desde el que dominar la casa. Los dos hermanos no habrían sabido decir cuál de ellos descubrió el cuartito; llegaron a él como llevados de la mano, como aconsejados en voz baja. En el umbral del reducto el crepúsculo ponía una franja argentina levemente manchada de oro y la sugestión del próximo escalofrío nocturno cogió a traición a los prófugos. Se levantaron, salieron a las aulas derruidas sobre las que ya había caído el velo de una inhumana soledad; era horrible recoger el eco de los muros tras sus pasos. Buscaban a la desaparecida esclavita, para el fuego, para la comida, para la compañía a la que ya no sabían renunciar; y la vieron, de improviso, sobre una aérea plataforma que debía haber sido terraza, casi a plomo sobre sus cabezas. Estaba inclinada hacia el suelo acariciando un perro; no, no era un perro, sino un cerdito aovillado, del color del aire. Con sus voces chillonas, desgarradas por la debilidad, la llamaron varias veces; ella al principio no los oía y después se volvió y los miró con distraída fijeza, como si le llevase tiempo darse cuenta de su existencia. Se levantó, por último, pero apartó tranquilamente la mirada, como si la reclamase otro objeto; oyeron un gruñido espeso y alegre, mientras desaparecían poco a poco, ella y el animal, como bajando una invisible escalera. Y quedaron solos, desatendidos.
Así empezó la noche de los dos Valerios en la casa que Priscila quería reconquistar y que ni un alma le disputaba. Se sentaron a oscuras cuando se consumió el fuego que trabajosamente consiguieron encender. Tosían a causa del humo y masticaban carne fría. De repente una corriente helada, llegada quién sabe de dónde, absorbió aquel humo, al que añoraron como una compañía. Se envolvieron en las mantas, se tumbaron, pero no encontraban sus posturas habituales ni la voz para charlar como cuando estaban lo bastante seguros y abrigados para pensar en contradecirse. Al callar, igualmente asustados, a cada uno le pareció estar solo, aislado en la inutilidad de sus dos oídos, de sus dos ojos, en el silencio y la oscuridad. Su fraternal compañía, nacida de la necesidad y desdeñada tantas veces por la mujer, fastidiada por el hombre, pareció preciosa, bajo la amenaza de coyunturas tan excepcionales. Juntos movieron los labios y por primera vez desde que habían salido de Roma la mujer se rindió a la timidez de su sexo, emitiendo una voz sofocada que era una llamada sin motivo: «¡Lucilio!». La voz que le respondió no era más firme que la suya, pero por entero entregada, permeable, comunicativa. Fue un alivio sentirse los dos dolientes y pobrecillos, víctimas del mismo miedo, hijos de la misma madre. Lucilio no recriminó; Priscila no deploró ser hermana de un pusilánime; con un nudo en la garganta se contentaron cordialmente el uno con el otro. Después, a tientas, la mujer se levantó y arrastró el colchón hacia donde yacía su hermano; pero se equivocó de dirección y horripilada encontró la húmeda pared en vez de la cama de él. Cuando por fin —Lucilio callaba palpitante ante aquel arrastrarse y pisotear— consiguió tocar la yacija y las lanas bajo las que se acurrucaban los pies del hermano, le pareció estar a salvo y fue, por un instante, feliz.
—Estoy aquí, juntos estaremos más calientes —dijo, en cuanto pudo dominar aquella emoción insensata. Se tendió, permaneció inmóvil.
Sólo ahora, en el frágil consuelo de aquella proximidad pueril, los dos hermanos pudieron registrar los susurros, los latidos, los golpes sordos e inexplicables de la soledad nocturna. Ráfagas de aire frío volvían a atravesar de vez en cuando aquella especie de bochorno sepulcral que embalsamaba el vacío de la estancia; ráfagas sin ímpetu, respiración y casi voz de presencias siniestras, insoportables para los vivos. Para dejarlas pasar, el ratón cesaba de correr, la carcoma de roer, no caía ni un cascote; y a los dos hermamanos les parecía tener un solo oído, inmenso, en el que el más pequeño sonido, al precipitarse, habría escandalizado el silencio y despertado a un indefinible enemigo. Pasivos en materia de religión y superstición, tras tanto fervor místico de abuelos y bisabuelos cristianos, sufrían la credulidad, más que la fe, como una enfermedad; y ahora esperaban sus excesos. Tanto esperaron que sus facultades sensibles se agotaron hasta la aridez, hasta el escepticismo, y con él se adormilaron. Bueno, no sucedería nada en la casa arruinada, ni espectros ni prodigios, la mañana estaba próxima. «Nada», decía Priscila a su prima Julia, resucitada entre las palomas y el surtidor del atrio romano. «Nada», aseguraba Lucilio, dueño de una milagrosa sabiduría, para frenar la furia de los fugitivos en el Puente Milvio; pero un ingente estruendo, de lo más abierto y declarado, anunció que las promesas de horror se mantendrían. Los hermanos se quedaron inmóviles, ni un solo pensamiento oscilaba en sus cabezas de cabellos rígidos, y sus ojos desmesuradamente abiertos veían chispas en la oscuridad. Después, de aquel caos sonoro se destacaron golpes pesadísimos, carreras desenfrenadas, chillidos, un sombrío gruñir, y pareció como si la tierra temblase igual que temblaban las paredes, mientras voces humanas se alzaban breves y violentas y resonaba, incluso, una carcajada. El alboroto era tan libre, tan desenvuelto, que el terror, sin ceder, acabó suscitando en sus ánimos algo semejante a la indignación. De perdidos al río; fuesen lémures o sicarios los invasores, los dos prófugos lamentaron estar en su propia casa, tener derechos; y el más urgente, el de no ser atormentados, se puso a rugir tanto como aquellos desalmados, al otro lado. Se alzó Lucilio, se alzó Priscila; entrechocaban los dientes pero buscaban afanosamente ropas y sandalias, y en el ápice de aquella airada desesperación se abrió camino hasta sus mentes la lucidez. «Los cerdos», dijo primero Lucilio, y sus brazos que tanteaban el suelo, en busca de sus vestidos, se aflojaron. «¿Los cerdos?», interrogó Priscila, saboreando en la inútil pregunta el alivio de su certidumbre. Volvieron a caer sobre las mantas, él del todo exhausto, tan vacío de terror como de protestas, ella encogida y temblorosa, pero aún enojada. El estruendo seguía, se distinguían pasos claros; exclamaciones, gruñidos humanos que competían con los animales; y de todo rezumaba un elemental instinto de corrección, una sensación de satisfacción venatoria. El acre gañido de la presa atrapada, el rebullir de una piara enorme que se defiende de unos pastores carniceros: tales eran las acciones que poco a poco se desentrañaban del clamor, dibujándose en aquella reducida oscuridad. De modo que al otro lado del muro, inexplorada, desconocida por los dueños, una caverna, quizá una sala contaminada, era presa de aquellas bestias inmundas y de esclavos insolentes. Con seguridad tenían antorchas, y quizá manera de calentarse cuando después se acurrucaran ante el hato y los animales muertos.
—Iré a expulsarlos —dijo en voz alta Priscila, alzando la imperiosa barbilla que nadie veía. Su hermano no respondió.
Por su parte, ahora estaba tranquilo y casi contento por tener compañía entre aquellos muros deshabitados. Su único temor era que el misterioso establo diera por cualquier pasadizo a su refugio y que los porqueros pudieran creerse espiados, asediados. Y como su hermana continuaba amenazando y excitándose, le asaltó su rabia venenosa de débil, que a menudo le había servido para mandar. Un silbido, eficacísimo, salía de entre sus dientes y consiguió más que cualquier palabra: de golpe Priscila se calló. Calló como uno mujer que se cree tratada injustamente y que en esa injusticia encierra sus resentimientos ancestrales; nunca le había tocado llorar por una orden ajena, huérfana como era y libre de su persona. Lloraba ahora: el pasado, el futuro, Roma destruida, sus manos toscas, la fallida peregrinación a Jerusalén; y también el frío. Empezaba de nuevo a temblar.
De madrugada Lucilio estaba ya en camino para regresar a la cabaña, donde Priscila lo encontró a eso del mediodía; la esclavita le servía carne y un caldo oscuro, estaba hambriento y sereno. Mientras se acercaba, lo oyó hablar con acento ligero, casi jocoso; y la esclavita, habitualmente taciturna, ahora respondía y reía. Sus ojos oblicuos aún estaban tirantes y húmedos cuando Priscila entró. En la mañana neblinosa había dormido prolongadamente; los pasos furtivos de Lucilio, la sensación de haberse quedado sola en la casa de los abuelos, favorecieron un más completo abandono a la quietud. Habían cesado las lágrimas, el cuerpo estaba dispuesto para cualquier renuncia, el alma consentía. Y cuando se despertó y escuchó, en el límpido silencio matutino, el modesto canto de un pájaro cuyo nombre ignoraba, disfrutó de un momento de encanto tan armonioso que no se atrevió a turbarlo ni con el aliento. Se levantó, se arregló, se asomó al límite del pasillo donde había pasado la noche. Qué paz. Ya no hacía frío, el aire era gris y suave como una manta acolchada, y la delicadeza con que la luz tocaba la tupida hiedra dorada del muro fronterizo le pareció preciosa. Empezó a vagar por las ruinas, pero ya no excitada por proyectos e impaciencias posesivas. Recordó también el establo invisible, pero no lo buscó, aunque le gustaba sortear una viga caída, tocar los estucos intactos, sentarse en las piedras derruidas. No había nada que hacer, había estado bien venir, estaban bien aquellas ruinas de una casa demasiado grande y suntuosa, que en las ruinas descansaba. También esta vez se le apareció de repente la mártir Felicitas; no experimentó sorpresa y la saludó con un pestañeo. Ya no era la imagen fatídica, sino la propia familia, con sus mujeres de barbilla imperiosa, piel lívida, ojeras de carbón, y aquel acento, en la frente alta y estrecha, interrogador y doliente. La abuela, la madre, la tía; y la prima que se fue a África, y hasta las esclavas más devotas y más pías; todas estaban con ella, la habían esperado aquí.
En aquel final de invierno Lucilio empezó a asistir a la elaboración de la carne de cerdo en la barraca de Arterico, el bárbaro activo y bonachón de gran prole, que, sin explicarse demasiado, contaba con los diez dedos el número de las estaciones ya transcurridas desde que había llegado con los suyos del otro lado de los montes. A él se ligaban todas las faenas de la llanura visible, que a decir verdad no iban más allá de la carne salada para cargarla en el carro y la sal que había que pagar al arriero. Nunca hablaba de Roma, del Emperador, de guerra, y ni siquiera de Milán y de Módena. Desconocía a los obispos. Siempre estaba brillante de grasa y reía cuando cuatro hombres escoltaban hasta él al enorme cerdo que debía ser sacrificado; era él quien lo degollaba con delicadeza, tras haberle palpado la carótida. El corto puñal era muy preciso, un solo grito y la mole se desplomaba sobre un costado; ni una gota de sangre se perdía. Agua caliente, navajas afiladas y una ágil destreza eliminaban cualquier truculencia y reducían el cadáver a un estado de grata pulcritud; lo cual no dejaba de asombrar a Lucilio, con los pies en el lodo suelto del pavimento de tierra batida y entre los vapores de los pucheros. Después el aderezo de las carnes se profundizaba, los cuchillos trabajaban como en seda alcanzando minas de tocino blanco como la nieve, descubriendo tiernas rosas de magro exangüe; Lucilio lo seguía todo fascinado: de la sección de los cuartos al empleo minucioso de los residuos y a la formación triunfal de jamones y embutidos. Hervían las ollas, enormes manos brillantes manejaban la pasta de carne, un aroma sustancioso dulcificaba la aspereza del clima incluso en la explanada, ante la barraca. Era el momento de las risas y de los chistes, incomprensibles en su mayoría, pero de sonido tan atrayente, acompañado por muecas tan grotescas, que la atención se distraía en buen humor. Veía perfectamente, el patricio, que aquella gente no lo respetaba, no hacía caso de él; pero se sentía más liberado que humillado. ¡Para lo que le servía su dignidad en Roma! Y llegó una mañana en que sostuvo, junto a un Ariberto de pelo rojo, la palangana de la sangre. Después echó mano a la pasta de las salchichas, que le dejaron trabajar sin mirarlo, con distraída indulgencia, como se hace con un niño. Y un niño era el flaco Lucilio entre aquellos hombres, gruesos y terriblemente alegres, vigorosos e incomprensibles; salvo que, a finales del invierno, dormía tranquilo con la esclavita, que resultó ser hija de Arterico, patriarca del lugar: una de sus veintisiete hijas hembras. Y la consideraba su mujer.
Ahora Priscila está sola de verdad en la cabaña donde bajó del carro de bueyes. Cada día le llevan de comer, como a una prisionera, pero no está prisionera, pues puede vagar cuanto quiera por campos y senderos, en torno a los fosos y los pantanos, y bajar y subir por los senos apenas elevados de esta tierra salvaje, hasta perderse, acaso. Pero estas empresas no son para ella, ahora que la villa de los Valerios la ha desilusionado, hasta el punto de que ni el recuerdo de la mártir Felicitas la induce a regresar. Sin mayores ocupaciones de las que tenía en Roma, huésped pobre de parientes ricos, el trabajo manual no la tienta, de modo que le queda mucho tiempo para pensar. Sin demasiado entusiasmo, aunque siempre acaba fantaseando sobre un viaje a Módena, a pedir cuentas de las tierras familiares para reconstruir el patrimonio materno. Después mira el fuego que se apaga, la lámpara que gotea y lanza hacia la puerta ojeadas impacientes. Está a merced de las hijas de Arterico —la esclavita ha desaparecido—, que se turnan volubles en estos oficios, cada vez más entrometidas y curiosas de los andrajos de la romana. Porque ahora ya saben quién es la mujer de ojos de carbón, y sólo se ocupan de ella, y no del hombre que llegó con ella y que ahora es propiedad de una de las suyas. Alargan las manos por doquier, abren el cofrecillo de los perfumes, desdoblan la túnica alejandrina, se empeñan en sacar al Virgilio fuera de su estuche, como un caracol de su concha. Durante estas indiscreciones bajo las que culebrea siempre una amenaza de violencia y saqueo, Priscila se mantiene pegada a la pared, con las flacas manos unidas bajo la cintura, donde guarda las perlas y un poco de oro. Y una mañana he aquí que la rozan, la olisquean con insistencia, excitadísimas. Son diez, son doce, y entran otras nuevas: ¡con tal de que no la toquen! La piara legendaria de cerdos rompió el asedio y empujó a las chicas hacia fuera, chapoteando ardientes en el fango, entre animales y guardianes.
Lucilio había adoptado hacía poco el delantal de cuero de los carniceros, y las ranas primaverales graznaban en el agua celeste, cuando, precedido por hombres a caballo inútilmente impetuosos, se vio avanzar, como parido por la llanura, el carro del Obispo Eusebio. Nadie había hablado nunca de él, pero todos sabían su nombre y lo repetían, las muchachas se pusieron encima la mayor cantidad de chapas doradas que pudieron, y se ordenaron con compostura en procesión. Eusebio era un hombre calvo y todo arrugas, parecido a un rétor romano, y se tambaleaba dignamente al paso de los enormes bueyes. Venía para secularizar y exorcizar un templo del demonio Hércules, señalado por aquellos lugares, y no lo encontraba. Encontró en cambio a Priscila, espiritada y lacrimosa junto a la alta rueda. Se había abierto camino a empujones, hablando latín y gesticulando; y el Obispo mandó detenerse y escuchaba sin pestañear las descompuestas demandas y súplicas. ¿Estaba, Roma, quemada? ¿Aún estaba allí Genserico? ¿Se podía regresar? Eusebio, que sabía bien poco, sacudía la afeitada cabeza, turbado, pero quiso que subiera a su lado, que no se estuviera entre la turba, en el fango. Se desprendía de la actitud de ella, con el lenguaje recobrado, una patética autoridad virginal que recordaba al Obispo ciertas figuras vistas y veneradas en su juventud ad catacumbas. De religión no se dijo ni una palabra.
Sin embargo, ella consiguió ayuda y la facultad de congregar en torno a sí a las muchachas; aquellas barbaritas que pocos años antes llegaron con Atila, como explicó Eusebio, y daban escándalo. Vinieron albañiles y canteros y las chicas los miraban trabajar con la boca abierta y servían, en ocasiones, de peones. En el ala derecha de la casa de los Valerios brilló un techo nuevo y las chimeneas empezaron a humear sobre aquel techo; de las veintisiete hijas de Arterico ya nueve circundaban allí dentro a Priscila y le guardaban obediencia, mientras nacían los hijos de la esclavita. Lucilio se encerraba en casa si la virgen Priscila bajaba por el camino de las cabañas.
Poderosa fue Priscila en su ignorado eremitorio. Por culpa de los pantanos y de las rutas informes no pasaban más obispos; Eusebio había muerto. Los ritos que allí se practicaban variaban según el humor y la inspiración de la romana que, mezclando recuerdos y leyendas de su venerable parentela, suplía la poca experiencia de una educación cristiana bastante descuidada. Felicitas, que con ella había vuelto a cubierto, exigía un fuego siempre encendido. Rezaba de pie, con los brazos alzados, pero se dejó convencer por las pequeñas bárbaras para rezar bajo los árboles y colgar guirnaldas votivas en las ramas más bajas. No comía cerdo, y desde lejos le llevaban a porfía un cuarto de buey salado.
Pero no consiguió librarse de los cerdos. Por más que registraba junto a los albañiles, la invisible pocilga no se encontró, aunque seguía oyéndola, al menos una noche de cada diez. Tenía una estancia perfectamente cerrada, con muros sólidos y puerta atrancada, pero el estruendo de cerdos y porqueros le llegaba siempre desde detrás de la pared en que se apoyaba el lecho; preguntaba a sus acólitas y tejía hipótesis de invasión diabólica en esta o aquella bodega. Las acólitas nunca respondían con claridad, no había modo de que aprendiesen a fondo latín, y Priscila sólo quería hablar latín. Pero alguna, más despierta, sonreía a hurtadillas y se le formaban, en las comisuras de la boca, aquellos dos rizos irónicos de la esclavita, oscuros sobre la piel untuosa, amarillenta.
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on 14 noviembre 2012
at 21:08
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