Novelista, dramaturgo, guionista de cine, autor de libros infantiles, ensayista y, sobre todo, cuentista australiano de origen judío. Muchos de sus trabajos exploran con humor las aventuras y desventuras de los judíos australianos de su generación. Ha sido colaborador de revistas como The New Yorker o Punch
Este cuento pertenece al volumen "Happy times" publicado en 1969.
La versión es la de Susana Puyo Tremosa.
Mi pasta de dientes es francesa. Société parisienne d’Expansion chimique, pone en el tubo. Pâte gengivale spéciale. Es de color rosa tirando a rojo. En la tienda no tenían la marca que uso normalmente. Mi cepillo de dientes también se ha quedado de ese mismo color. Mi cepillo de dientes es de Gran Bretaña. Kent. Cerdas de nylon. Semi-duro.
Isaac Schur, de treinta años de edad, unas veces feliz, otras triste, dramaturgo y poeta, después de varias escalas llegó a la casa de un amigo suyo que vivía en Lindos, en la isla de Rodas, y se acomodó allí en una habitación blanca del piso de arriba, con vistas a la Acrópolis y a la restante tercera parte de un teatro griego, y allí, en una tarde de abril, con el mar prácticamente blanco y sólo una nube en el cielo, sólo una, a modo de humareda de cañón que se dejaba arrastrar lentamente, encendió un cigarrillo y se puso a hacer inventario.
Stukas. Cigarrillos griegos. ¿Se les puso este nombre en honor de los aviones de guerra alemanes? ¿Es éste el humor griego: aviones siempre encendidos? Mi máquina de escribir es italiana, mi pañuelo es suizo, mis zapatos daneses, mi pitillera de Yugoslavia. Hecha a mano. La tapa chirría. Escucha.
En vez de eso, oyó el rebuzno de un burro. No hay nada tan penoso ni tan aparentemente doloroso como el rebuzno de un burro e Isaac Schur esperó y no pensó en nada hasta que el burro, cansado de rebuznar, emitió sus últimos sonidos, y todo quedo otra vez en silencio. Reinaba una verdadera quietud. Aunque el rebuzno del burro había cesado, a Isaac Schur le parecía que todavía se oía y lo vio como un soplo de humo, como aquella única nube en el cielo, corriendo por las calles adoquinadas, entre casas de fachadas inclinadas, girando y rodando entre las paredes encaladas – capa de cal sobre capa de cal y aún otra, siempre desconchándose – escaleras abajo, doblando esquinas, y entonces de pronto escapándose del laberinto de calles e irrumpiendo en la platia, ensanchándose, haciéndose cada vez más grande, sobre la fuente y sobre los árboles, mar adentro, libre. Luego, en su imaginación, lo vio alzarse, cada vez más alto, hacerse azul y desparecer.
Mi reloj es suizo, pero comprado en Singapur. Mi máquina fotográfica es japonesa, comprada en Hong Kong, pagada en dólares americanos. Mi chaleco de hilo es austriaco. Mi camisa es española, pantalones británicos, jersey de Escocia, calcetines comprados en un barco y carecen de etiqueta. Estaba lloviendo en Viena. ¿Quién era aquélla de ojos azules? Mi monedero es egipcio, mi toalla está hecha en Estados Unidos. El carrete en la máquina de fotografiar (japonesa) es inglés. Mi jabón es Pears Transparent. Mis hojas de afeitar son canadienses, la espuma de afeitar es americana, aunque fabricada bajo licencia en Inglaterra. ¿De Oslo, Jerusalén, Fez? Nada.
Echó una mirada a todas sus maletas y anotó el lugar donde estaban hechas. Leyó la etiqueta de todas sus camisas, de su ropa interior y de sus sombreros. El paraguas lo había comprado en Inglaterra, aunque no había nada escrito que diese cuenta de que estaba fabricado allí. Encendió otro cigarrillo. Stuka. Con una cerilla inglesa de marca Brymay. Contenido medio 54. Largas.
Entonces bajó.
El amigo en cuya casa se alojaba Isaac Shur estaba en Atenas y había telefoneado diciendo que estaría de vuelta dentro de uno o dos días. Un señor griego, bajito y rechoncho, el ayudante del cartero, había avisado a Isaac Shur que fuera a la oficina de correos para hablar por aquel teléfono instalado en la pared. Allí vería a aquella señora mayor y a aquellos niños que permanecían de pie, quietos y sin decir palabra, esperando que se repartiese el correo del día y escuchando lo que decía Isaac Shur. Por cierto, Isaac Shur se dio cuenta que el teléfono estaba hecho en Alemania.
La casa del amigo de Isaac Shur es grande, edificada alrededor de un patio, el patio embaldosado como lo están todos los patios de Lindos, con unas piedrecillas fluviales en blanco y negro más lisas que las monedas viejas, puestas de canto y ordenadas en formas tradicionales. Isaac Shur se dio cuenta de que en una punta las piedrecillas se habían salido y estaban sueltas, planas como judías derramadas.
En las paredes de la casa hay reproducciones de Matisse, Picasso, Delacroix, Van Eyck, y eso lo hizo pensar en su cinturón. Recordó que también estaba hecho en Italia. Comprado en Florencia. En un mercadillo de la calle. Y mi caja de botones también.
Permanecía de pie en el patio contemplando la blanca nube de humo que había en el cielo, y entonces miró su reloj. Pensó en la correa. Era de nylon. Comprada en Gibraltar. Fabricada en Japón. Las cinco y diez minutos. Un pintor de Río de Janeiro le había invitado a tomar algo a las cinco. Decidió llevarse el paraguas. En Lindos la puerta hacia el verano no está todavía muy abierta en abril y las aparentes nubes del cielo azul pueden convertirse en lluvia. Los paraguas son baratos aquí, pensó. También el whisky y la gasolina. Pero los griegos, pensó, no beben whisky y el ruido de las motocicletas y ciclomotores suena como si funcionasen con gasolina de la más baja calidad.
Cogió el paraguas, cerró la puerta con llave y se fue caminando hacia la casa del pintor de Río de Janeiro.
—¡Entra! —le dijo el pintor.
Se sentaron en el tejado de la casa del pintor, tomando ginebra con naranjada y mirando por encima de los tejados del pueblo – la Acrópolis ahora por un lado, el teatro griego oculto – al mar. El mar había cambiado completamente de color, como suele suceder allí, en los meses anteriores al verano. En ese momento era de un gris pizarra e iba oscureciéndose rápidamente. Isaac Shur se puso a mirar con atención las alpargatas del pintor y se preguntó si serían españolas o de algún otro sitio.
Vio que la ginebra era Gordon’s London Gin y la naranjada estaba en una botella de Johnnie Walker a la que le habían quitado la etiqueta. El pintor contó a Isaac Shur una divertida historia acerca de un francés al que habían engañado en Atenas cuando compraba lo que creía ser una antigua moneda griega. Isaac Shur sonrió y cuando el pintor se dirigió hacia abajo a volver a llenar su vaso, se inclinó e intentó ver la etiqueta del cuello de la camisa de éste, aunque no pudo verla bien. Parecía que la etiqueta tenía algo escrito en inglés. Río, pensó, y de pronto una extraña sensación se apoderó de él. No era del todo agradable, ni excitante, ni se trataba de aquella sensación nerviosa que de seguro habría tenido pocos años antes pensando en Río, Sudamérica, un sitio donde no había estado, y entonces miró de manera repentina hacia el mar y su mente se quedó completamente en blanco. El mar estaba realmente negro.
A las seis, aunque el cielo todavía estaba despejado y claro, se había levantado un poco de aire fresco; por eso se fueron al piso de abajo y se aposentaron frente al fuego que la criada del pintor había encendido pronto por la mañana. Aquel fuego es griego, pensó Isaac Shur. Hecho en Grecia. Hecho de trozos de árboles que crecen en la isla de Rodas y está quemando el aire griego.
—¿Qué? —dijo cuando el pintor le preguntó algo—. Lo siento, yo...
A las ocho se fue para la casa del escritor, que vivía al otro lado del pueblo, a donde había sido invitado a cenar. Se cruzó con un viejo griego que llevaba calzones de pana y botas altas y que lo saludó inclinando la cabeza. El hombre era tan viejo, alto, encogido y con un bigote tan enorme que Isaac Shur pensó por un momento que estaba en Rusia y que el viejo era un campesino de Georgia donde la gente vive tantos años, recordó. ¿Georgia? ¿Vejez? Salió de una calle y fue a dar a aquella vieja plaza, a la que nunca acudían turistas, con su viejo árbol y sus ramas de madera y un anuncio mal escrito de cerveza en la pared. Fix. El cual una vez había sido Fuchs. Pensó en las cervezas que había bebido, cerveza griega, italiana, Tuborg y Carlsberg en Copenhague, Amstel en Rotterdam, Schlitz, Guinness en Dublín en un pub lleno de humo donde decantaron la jarra para formar una letra en la espuma que quedaba al haber sido volcada, John Courage en Kent, fuerte y amarga cerveza australiana, cerveza Tiger en Hong Kong, pero los nombres de las marcas de Yugoslavia, Budapest, Viena, Berlín, no los recordaba. Campanas de cobre tintineaban en la calle que subía a la Acrópolis, la calle de los turistas, la cual en otro mes del año estará llena de alemanes y de suecos, mujeres gordas balanceándose encima de los burros, a horcajadas en duras sillas de montura, los chicos griegos que las perseguirán riendo a lo largo del camino.
Las alfombras y los platos cuelgan de las paredes, pero es demasiado tarde por hoy y demasiado temprano en el año.
—Cali spera —le dijo una mujer que llevaba una jarra de agua. Buenas tardes. Murmuró algo como respuesta. Necesitaré unas sandalias, pensó, si decido quedarme aquí. Fabricadas en Grecia. No tengo nada hecho en Grecia. A excepción de los Stukas, que en realidad no cuentan.
El escritor había preparado una sopa de judías y para después pollo. Comieron a la luz de unas linternas y el escritor puso para Isaac Shur los últimos discos de jazz que había recibido tan sólo hacía un día. Durante la comida, Isaac Shur oyó que el viento era
cada vez más fuerte y se preguntó si llovería.
—¿Son americanos estos discos? —preguntó.
—Yeah... —dijo el escritor con acento muy americano—. Bueno, y debiste ver la que se armó cuando los fui a buscar a correos. ¡Hombre!, yo...
Pero Isaac Shur no le estaba escuchando. Esta alfombra es turca, pensó. Y estos platos son – los levantó con cuidado y leyó lo que estaba escrito en ellos por la parte de abajo – Cerámica Árabe. Elaborada en Finlandia. Lo leyó y repasó una y otra vez la etiqueta de un tarro de mermelada que estaba en la mesa. Dundee y Croydon. Hecha de naranjas de Sevilla en almíbar azucarado. Peso neto 1 libra (454 gr.). Mermelada de Naranja Dundee. Dundee y Croydon. Peso Neto.
Salió a las doce y se fue andando hacia la casa en la que se alojaba. No se encontró con nadie. Había llovido y los adoquines estaban de un negro lustroso. Abrió la puerta, dejó el paraguas en el patio, apoyándolo contra la pared y se fue hacia la habitación blanca de arriba – que daba a la Acrópolis y la restante tercera parte del teatro griego – donde dormiría esta noche. Se sentó a la mesa y se quedó mirando fijamente su máquina de escribir. Fabricada en Italia. Encendió un Stuka. Cerillas Brymay. Se respaldó en la silla y miró fijamente por la ventana. Las luces de la calle del pueblo destellaban e iluminaban trocitos de pared blanca, pero por todo el pueblo se alzaba la niebla prieta y la Acrópolis se hacía invisible ante el cielo de la noche. Isaac Shur se levantó y salió afuera con el cigarrillo en la mano. Miró al cielo. Estaba despejado y se podían ver las estrellas, aunque él sabía que no serían tantas como las que vería cuando cortaran la luz. La luna todavía no había salido. Tiró el cigarrillo a la calle y volvió a su habitación.
A la una, se apagaron las luces en el pueblo e Isaac Shur se sentó a la mesa y permaneció inmóvil. No estaba cansado. Su mente estaba despejada aunque no poseía aquella peculiar fuerza estremecedora que precedía a un pensamiento creativo. Aquello ocurría cuando estaba a punto de crear un poema o una escena, entonces, en esos casos, su mente era tan aguda como un trocito de papel plateado en el viento, crujía sonaba, pasaba rápidamente dando vueltas, y entonces escuchaba voces, veía una inmensidad de colores y sus manos temblaban de entusiasmo. Pera esta vez no era así. Esta vez la sensación era bastante diferente. Los cordones de mis zapatos son portugueses, pensó y entonces revisó todas sus pertenencias, francesas, inglesas, americanas, holandesas, una y otra vez, camisas, pantalones, equipaje, máquina de escribir, y cuando había repasado la lista tres veces, gritó:
—¡Ya basta!
Pero no pudo dejar de pensar. Hecho en España, se repetía en su mente. Hecho en Viena, hecho en Japón, hecho en Estados Unidos. Pâte Gingivale Spéciale. Pears Transparent. Quink.
El pueblo sin luz alguna tenía un aspecto más luminoso y blanco que le daban las luces de las estrellas. Isaac Shur vio que la luna ya había salido. El pueblo estaba sumido en un completo silencio; no se veía a nadie. El mar se hacía invisible, como si fuese un agujero negro. El viento se había aplacado. Isaac Shur se sentó y permaneció sin moverse en la mesa de la habitación del piso de arriba de la casa de su amigo. El aquel momento un gallo empezó a cantar. Cantaba desde el otro lado del pueblo, más allá del cine y la iglesia. Se oía lejos y el sonido era todavía claro. Cantaba completamente solo e Isaac Shur podía imaginar que se encontraba en un patio oscuro bajo la descamada pared, cantando con todas sus fuerzas.
—¡Quiquiriquí! ¡Quiquiriquí!
A Isaac Shur el canto le pareció lleno de pánico y de sobresalto. Cantaba una y otra vez, se trataba del mismo canto cada vez, con una pausa en medio, pero sin obtener respuesta. En ese momento, desde el otro lado del pueblo, muy cerca de donde Isaac Shur estaba sentado a oscuras, se oyó otro gallo que respondió al canto. Alternaban, primero uno, luego otro, de punta a punta del pueblo. El primero seguía cantando del mismo modo, igualmente asustado, con un tono de pánico, y en las pausas el segundo gallo respondía.
Después, un tercer gallo empezó a cantar, y luego un cuarto y entonces a Isaac Shur le vino a la cabeza la imagen de todos los gallos cantando en la noche. Vio al primero de todos que se despertaba solo y asustado bajo las estrellas, gritando aterrorizado:
—¿Hay un Dios? ¿Hay un Dios?
Su grito despertó a un gallo católico que cantaba:
—¡Salve María Madre de Dios!
Entonces un gallo griego ortodoxo se despertó y empezó a cantar con todas sus fuerzas:
—¡Salve! ¡Salve! —despertando a un cuarto que se puso a cantar:
—¡Amén! ¡Amén!
A ellos se unió un quinto gallo, y un sexto:
—¡Creemos!, ¡Creemos! —ellos cantaban.
—¡Padre, Hijo y Espíritu Santo!
—¡Amén! ¡Amén! —gritó un burro.
—¡Aleluya! —gritó el gallo justo a la altura de la ventana de Isaac Shur.
—¡Dios! ¡Dios! —ladró un perro.
Ya estaban despiertos todos los animales del pueblo y cantaban, pájaros judíos, anglicanos, presbiterianos, perros de todas sectas, congregaciones de pollos, mormones, cuáqueros, gallos de todas las iglesias. Gritaban a los cielos:
—¡Aleluya! ¡Dios! ¡Santa María y Espíritu Santo! ¡Amén! ¡Amén! —siendo enorme el sonido de su creencia.
En ese momento Isaac Shur oyó puertas abriéndose y cerrándose de golpe, oyó los pasos de alguien corriendo, latas cayendo estrepitosamente contra las paredes.
—¡Dios! ¡Dios! —ladraban los perros.
—¡Aleluya! —cantaban los gallos.
Y continuaron así durante diez, veinte minutos, los perros ladrando sin parar, los gallos cantando con todas sus fuerzas. Más puertas que se abrían de golpe, más latas que caían con estrépito, también se oían gritos, llamadas. Entonces, muy lentamente, las voces se fueron callando una a una. Ladraron tres perros, luego dos, finalmente uno, y justo entonces los coros iban muriendo en todo el pueblo, primero este gallo, luego aquél, y el último sonido que Isaac Shur escuchó aquella noche fue el del primer gallo, el que estaba al otro lado del pueblo, más allá del cine y la iglesia, todavía cantando solo y asustado:
—¿Hay un Dios? ¿Hay un Dios?
Entonces, finalmente, aquel gallo también calló.
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on 10 junio 2012
at 17:22
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