Novelista y cuentista inglés. Autor joven y con poca obra publicada, aunque no tengo muy claro cuánta exactamente. No hay problema en identificar su primera novela, "Solsticio de invierno" (The Short Day Dying) de 2005 y su colección de cuentos, "Profundo mar azul" (I Could Ride All Day in My Cool Blue Train) de 2006. Pero mientras en The Guardian y en The Independent se habla de In the Orchard, the Swallows de 2012 como de su segunda novela, en una entrevista publicada en Granta en 2008 se habla de The Book of Imaginary Worlds, una novela que se publicaría en 2010. Supongo que esta última se quedó en proyecto o está sin terminar.
Este cuento pertenece a "Profundo mar azul" y la versión es la de Cruz Rodríguez Juiz.
Hilera uno: De Hubbard azul baby a Long Dong de Hong Kong (*)
Durante casi doscientos años las mujeres de mi familia han dirigido granjas. Somos una larga dinastía agrícola matriarcal. La abuela fue la última gran dama, puesto que mi padre no pintaba nada por el reparto de géneros y a mí no me ha tocado demasiado terreno que gobernar. Pero la diversión se acaba aquí, yo soy la última: no porque no vaya a tener hijos, sino simplemente porque después de mí no quedará nada que legar.
Me educaron básicamente para ser granjera, pero me permitieron ir a la escuela algunos días. Mis padres, tradicionales y revolucionarios en idéntica medida, dejaron claro que el lugar de una mujer está al frente del negocio familiar, para lo que no necesitaba demasiado cerebro. Solo lo justo, supongo. Y así me ahorré las indignidades de la escolarización doméstica infligidas con gran y diligente celo a mis dos hermanos. Papá y mamá tenían una fijación con la educación, a contracorriente de un legado en cierto modo desfavorable. Al fin y al cabo, según la tradición de la familia «trabajo» se deletrea «g-r-a-n-j-a». Jer, el menor de los hermanos, ya hablaba griego y latín con cinco años de edad y resolvía ecuaciones de segundo grado en un abrir y cerrar de ojos. Acostumbraba a contestar en urdu y no por fardar, sino simplemente porque era el idioma en que contaba. Todavía conserva una memoria prodigiosa, en particular para la estadística. Cuando se pone, parece un Harper's index andante. A los ocho años obtuvo el tercer puesto en el Concurso Nacional de Deletreo, con lo que destrozó a mi padre, que daba por supuesto que arrasaría. Y de hecho podría haber ganado puesto que el error que cometió Jer en la última vuelta fue en origen un fallo del locutor, que se atrancó con «aféresis» y sin querer pronunció la palabra como si fuera llana, con lo que Jer se apresuró a deletrear correctamente la palabra que le habían pedido: «aféresis». No hubo manera de consolarlo cuando le corrigieron. Al ser la única persona consciente de la razón de su error, sus protestas fueron en vano.
En realidad, Jer nunca se ha recuperado de aquellos años, aunque se marchó de casa y no regresó a la granja hasta muertos mis padres. Casi nunca se lava y lleva la misma ropa -me refiero al conjunto completo: calcetines, pantalones, ropa interior, camisa— todos los días desde hace tal vez una década. Hace ya mucho que su pelo alcanzó ese estado en que se lava solo. Es encantador, aunque le impone que le hagan hablar y le asusta un poco tener compañía. Colecciona semillas de tomate. A pesar de ser buen conversador, puede hablar durante horas sobre tomates o batallas que enfrentaron a pueblos desaparecidos hace mucho tiempo. Tiene una triste y desafortunada tendencia a enamorarse de chicas con un vocabulario amplio —guapas o feas, viejas o jóvenes, continentes o no-. Por supuesto, ellas salen pitando. La última se llamaba Emily, una chica de una granja bonita y de una belleza despampanante: alta en lugar de baja como yo y esbelta mientras que yo tengo un físico algo nudoso. Emily tiene una risa que amansa a los caballos más salvajes; la mía tiende a espantar a los más mansos. Con quienquiera que se case, cuesta imaginar a sus hijos como algo distinto a semidioses. Debería reconocer que a Emily le gustaba Jer, no se trató exactamente de un amor no correspondido. Al fin y al cabo, las chicas de granja estamos acostumbradas a esos olores, hasta puede que nos acaben gustando. Aunque es un misterio de dónde había sacado Emily aquel vocabulario -lo admito- impresionante. Pero la relación terminó en invierno. Jer telefoneó -y eso que detesta el teléfono— para contármelo.
«Me gustas de verdad -le dijo la chica-, pero ¿no te parece que todo el tema físico es un poco, no sé, utilitarista?» Jer todavía no lo ha superado. La verdad, habría sido más delicado dejarle con monosílabos. Por supuesto lo que Jer necesita es una chica que no entienda una palabra de lo que dice cuando suelta una de sus peroratas, que se limite a sonreír y prepararle un baño, una chica dulce y amable pero no demasiado brillante, una chica que no emplee la palabra «heterófilo» en una
conversación informal.
Hilera dos: De Reina otoñal sin tratar a Tricolor trepadora
Y henos aquí a los dos, de vuelta en la granja de la abuela. Pasado Esperanza (como dice Jer: «Estamos más allá de toda esperanza») seis kilómetros al este por la carretera. La tercera a la derecha después de la gasolinera -un camino, más que una carretera-. Pasado el cartel de Taxidermia y Procesamiento de Ciervos. La siguiente granja, la de la cerca verde, esa. Esta granja en concreto pertenece a la familia desde hace más o menos ciento veinte años; antes la familia vivió en los Apalaches. Supongo que a mis antepasados les apeteció cambiar de aires.
El bisabuelo que compró el terreno se suicidó ahogándose en un charco. Sencillamente se tumbó y metió la cara en el agua embarrada. Se rumoreaba que una bailarina de Taylorville le había contagiado la sífilis. Nunca dio la talla como granjero, los alicientes de la ciudad le atraían constantemente. Alcohol, juego y bailarinas, los vicios habituales. La bisabuela nunca fue demasiado concreta, de modo que nos vemos reducidos a meras especulaciones. La mujer siguió dirigiendo la granja -al menos algo sacó del dinero del marido- y la expandió hasta convertirla en todo un imperio. Ya tenían dos hijas: Hattie, que vivió y trabajó allí cuarenta años hasta que se casó con un vendedor de caucho de Cincinnati y se mudó a California (una vez oí que en California todavía vive una rama perdida de la familia, así que, al contrario de lo que suele decirse, parece que el caucho no rebota), y la abuela, que nunca se casó. En una ocasión la abuela me contó que se había enamorado solo una vez y después no había querido saber nada de los hombres. Cuando le pregunté cómo había sido mantenerse célibe tanto tiempo se rió. «Bueno, claro que tuve hombres, tesoro. De algún sitio salió tu padre. Pero fueron solo pasatiempos. Al cabo de un mes más o menos volvía a acordarme de Harry. Aunque conocí a algunos hombres maravillosos. Solo que no volví a enamorarme y no pensaba conformarme con menos. O sea, es evidente que tu padre sí lo hizo, pero él no es como nosotras, ¿verdad?»
A mi padre también le rompieron el corazón de joven y también huyó de la granja. Se fue a Chicago, estudió de manera autodidacta entre el trabajo diurno en una oficina de hacienda y el turno de noche en un bar y cambió de arriba abajo. Luego, roto y destrozado y con el corazón cargado de cinismo y la vida reducida a una existencia gris, conoció a mi madre y, sin llegar a enamorarse, comprendió perfectamente que aquella mujer le servía, que con ella podría ser feliz. A mamá no le costó que le gustara. Mi madre venía de una familia pobre, pero la dominaba una apremiante urgencia por mejorar y por tanto ejerció de cómplice perfecta en la sólida educación de sus vástagos varones. Mi padre vio también que mamá provenía de un linaje muy trabajador y daría (o al menos pariría) una buena granjera. Y, a diferencia de su antepasado paterno, mi padre regresó a la granja, al menos hasta que la mala salud volvió a llevárselo.
Mi madre era filoprogenitiva en los dos sentidos de la palabra. Y heterófila, nos parió a los tres como si perteneciéramos a especies distintas. Como tres rayos que cayeran en el mismo punto, Harry, yo y Jer emergimos con una improbable diferencia de cuarenta minutos entre el primero y el último.
Algunos datos acerca de nosotros tres. Color de pelo: negro, castaño desvaído y rubio (cuando se lo lava). Color de ojos: marrones, verdes según la luz y azules. Alturas: 1,89 m; 1,57 m justos; 1,67 m. C.I.: más o menos 110, a ti qué te importa, 160. Lateralidad: ambidiestro, diestra, zurdo. Carreras: abogado, granjera, ninguna. Ya te haces una idea. Nada de palingénesis. Podías colocarnos a los tres para una foto y parecíamos una reunión de razas distintas. No obstante, la familia siempre ha sido una piña y ha defendido lo suyo.
Hilera tres: Calabacín rayado verde de Rupp
De hecho, el único que nunca nos gustó fue nuestro primo por parte de madre, Freddy. Había algo en sus ojos (negros), algo en la pérdida de su pelo (pelirrojo) que nos inspiraba desconfianza. Para cuando cumplió los veinte años solo le quedaban grupitos o mechones de pelusilla rojiza en la calva, una penosa visión que ocultaba bajo una gorra de béisbol puesta del revés que lucía acompañada de acento gárrulo. Para Freddy un tráiler era el summum de la sofisticación, todo un paso para salir del arroyo.
Jamás se esforzó por caer bien. En las reuniones familiares cuando éramos críos me regalaba pájaros muertos y me decía que estaban dormidos y se despertarían si los trataba bien. Todavía hoy me siento culpable por haberles fallado. Le ponía la zancadilla a Harry cuando pasaba por su lado y luego se disculpaba con cara inocente sin esforzarse demasiado por parecer sincero. Harry era tan bueno que creía que todo era accidental y, en el velatorio, cuando se sintió obligado a decir algo, lo único que se le ocurrió fue: «Nuestro Freddy siempre fue un poco patoso». Hombre, ¡por Dios! Aunque yo le odiaba sobre todo porque le metía gusanos en la cuna a Jer cuando este todavía era un niñito pequeño. Así que no me entiendas mal: nos caía bien todo el mundo. Salvo Freddy. Ni siquiera a sus padres, la tía Jean y el tío Pete, les gustaba lo suficiente para asistir a su funeral. En realidad no era hijo suyo, claro, lo habían adoptado de bebé cuando quedó patente que el problema de la tía Jean con sus trompas no tenía arreglo. Nuestra rama de la familia siempre sospechó que habían dado a Freddy en adopción porque su padre había sido un asesino en serie o había desaparecido una larga temporada. Aunque nunca le hablaron de sus orígenes dudosos; cayeron en la tentación, eso sí, de usarlos constantemente de excusa para todo lo que hacía (esa confesión susurrada de: «Por supuesto, en realidad no es nuestro...»). Personalmente opino que Freddy, pese a no destacar precisamente por su inteligencia, en el fondo lo sabía. No creo que le ayudara. Darse cuenta de algo tan lentamente puede ser letal. Siempre ha sido mejor que te lo cuenten. Descubrir las cosas por uno mismo es horrible, y hasta las mentiras más pequeñas acaban saliendo a la luz. Freddy murió a los veintitrés años de un ataque repentino al corazón en el centro comercial de la plaza Ariola, musitando algo acerca de lo solo que se estaba a oscuras. La ironía del comentario es que en aquel momento en particular, al haberse desmayado ante una multitud de compradores estupefactos, probablemente hubo más gente preocupada por su bienestar que en ningún otro momento de su truncada existencia.
El tío Pete, de hecho, casi se muere del alivio, y sufrió un derrame al día siguiente del funeral. Duró otros tres años, pero con mala salud. En los años posteriores la tía Jean se sintió tan sola y se volvió tan extraña que se pasaba el rato sentada en casa esperando que sonara el teléfono. Se deshizo del televisor, trasladó el sillón al pasillo donde estaba la mesilla del teléfono y allí se acomodaba todos los días a esperar alguna llamada. A veces hacía calceta (la herencia que me dejó —para ser justos, mucho mayor de lo esperada— se medía por bufandas) y ocasionalmente leía alguno de los catálogos gratuitos de compra por correo que le metían en el buzón. Por supuesto, no le contó a nadie el asunto ese de las llamadas y en nuestra familia los teléfonos no gustan mucho, así que nunca la telefoneábamos. No descubrí lo que ocurría hasta el día del funeral, cuando mi madre me lo contó hecha un mar de lágrimas. Y mi madre se había enterado un par de semanas antes. De modo que ¿quién llamaba a mi tía? Bueno, por lo que yo sé, aparte de televendedores cargantes (a los que cortaba enseguida), esperaba a que alguien se equivocara de número. Basándome en una encuesta en absoluto representativa de mi propio teléfono, no imagino que se equivocaran más de una vez al mes. Y cuando se equivocaban, mi tía no se esforzaba demasiado en darles conversación, se limitaba a un escueto: «Huy, aquí no vive nadie con ese nombre, ¿se habrá equivocado de número? Este es el cuatro siete seis... No, no es problema. Adiós». Imagino que a la tía Jean le bastaba con ese pequeño contacto.
Mamá me contó todo esto no por cotillear, ni tampoco para que me diera lástima. Sencillamente me lo contó para decir: «Así es como, si Dios y tu padre no lo remedian, voy a acabar yo también». Los hijos casados siempre se muestran agradecidos y algo incómodos con los hijos solteros en las reuniones familiares. Harry, felizmente casado desde hace diez años, siempre se coloca delante de su esposa, Sue, cuando llaman a la puerta para evitar parecer petulante o atraer la atención sobre su mujer. También mis padres se disculpan demasiado siempre que hablan de Harry. «Por supuesto -suelen decir—, Harry ha tenido muchísima suerte de encontrarla.» Lo cual comentan con intención de hacerme sentir mejor, porque las chicas necesitan casarse.
Hilera cuatro: Bolsa Real 1, Bolsa Real 2, Hubbard de genitales mejorados
Cuando era joven, desde que en el colegio me enseñaron lo que era la erosión, estaba convencida de que se acercaba el fin del mundo. Hay quien dice que el mundo acabará con fuego, otros que con hielo. Yo desarrollé un miedo espantoso a que sencillamente se fuera desgastando. Justo la clase de miedo que no podías mencionarle a mi padre: llamó a Jer a gritos y nos puso a calcular —sin calculadora, aunque con la ayuda de Jer no es tanto problema— cuánto tiempo tardaría el mundo en erosionarse dada un tasa de erosión X. Todo ello teniendo en cuenta los diferentes tipos de roca que componen la tierra. Así como los procesos compensatorios tales como la diagénesis de los sedimentos. Por alguna razón el hecho de que obtuviéramos una cifra mayor de lo que recuerdo no disipó mis miedos, pero sí aprendí a guardármelos para mí.
Gracias a trabajar con Jer y ayudarle a aprender las largas listas de palabras que tenía que empollar para entrar en los concursos de deletreo, la escuela me iba bastante bien. Tres educaciones simultáneas —en la granja, en la escuela e indirectamente a través de Jer—, si bien no me proporcionaron una guía clara en la vida, me garantizaron una falsa erudición esencial.
Por un momento pareció que podría librarme de la granja. De todos modos cada vez teníamos menos acres y los pocos que quedaban todavía los gestionaba la abuela con algo de ayuda de mamá, así que pude ir a la universidad un año después que Harry y licenciarme en francés.
Mi vida amorosa ha sido escasa. Quizá «remitente» la defina mejor. La acción siempre se ha quedado un poco corta para la media exigida y yo diría que mis exigencias siempre han sido razonables. Permíteme, por ejemplo, que cite y avergüence a Thom, el jugador de fútbol americano. Después de perseguirme durante un par de semanas, una noche se presentó en mi dormitorio algo nervioso, nervios que intentó compensar con un exceso de falsa seguridad. Al cabo de un rato se quitó la camisa e hizo unas cuantas flexiones, luego me preguntó si quería acostarme con él. Mejor me explayo un poco más: en realidad lo que hizo fue flexionar los músculos y decir: «No todos los días tiene uno la oportunidad de acostarse con un cuerpo como este». Me dio mucha, muchísima lástima. Resultaba dolorosamente evidente que nadie competiría jamás con el amor que le proporcionaba el espejo. O si no Mike, que una noche en la cama repasó toda una pléyade de nombres antes de dar con el mío y luego, tras un minuto para recuperarse de una repentina intervención interfemoral de mi rodilla, quiso hacerme creer que bromeaba. Aunque no es mi peor experiencia, ni de lejos.
Una vez hubo un chico. Un chico que lo cambió todo mientras estuvo cerca. Todo en mi vida cobraba o perdía significado dependiendo de si lo compartía con él. Se fue. Todavía me imagino señalándole cosas mientras paseo por el campo. Los azulejos cobalto de debajo de los sauces. Los cardenales de pecho rojo de la valla. Un par de especies raras de los pantanos de visita desde las tierras bajas y miríadas de mariposas multicolores apelotonándose como en un desfile triunfal. Sin él, me parecen belleza desperdiciada. No puedo pronunciar su nombre. Solo diré que todos guardamos alguna pena en el alma, en algún rincón.
Y últimamente está Bob. De nombre Persistencia. Y, por desgracia, de apellido Esperanza. Me ganó por agotamiento, en sentido cariñoso. Ocurrió una noche, como pasa en las películas. Mi último año de universidad. A partir de ahí pareció dar por sentado que era su chica. A veces se comporta como si estuviéramos casados. Creo que le desconcierto cuando me escapo, cuando busco algo de espacio propio, pero también creo que piensa que se trata solo de una de mis rarezas, que no es culpa suya sino mía y por eso aguanta. No le dije que volvería a la granja y él no sabe dónde está, pero es solo cuestión de tiempo. Con Bob todo es solo cuestión de tiempo. Todo acaba gastándose antes o después.
Hilera cinco: De tricolor de Stokes a Kitchenette
Dejando aparte el infierno de estudiar en casa, los tres disfrutamos de la mejor infancia que quepa imaginar. De la que no conservo gran cosa. El recuerdo del sabor ligeramente fibroso de los tomates recién arrancados de la mata. Una felicidad que solo experimento cuando estoy rodeada de campos o cultivos. Recuerdos estupendos de las matanzas del cerdo de antes de Navidad. El saber conducir un tractor. Una mitad superior del cuerpo fuerte y bien desarrollada gracias a todas las tareas manuales que se te puedan ocurrir -y, en consecuencia, un gancho de derecha considerablemente más peligroso de lo que se deduciría de mi aspecto-. De hecho, solo saqué cosas buenas de la infancia, mientras que por lo visto criarme acabó con mis padres. Al menos, descontando los nervios de tener que obtener un sustento, el huerto orgánico de la granja goza de una vida bastante sana (sin fosfatos orgánicos), pero se cobró su precio en la generación anterior.
A papá acaban de trasplantarle un corazón nuevo. A consecuencia del recrudecimiento de lo que siempre fue una enfermedad sospechosamente idiopática. Los médicos dudaban de su existencia, pero como veían que algo no iba bien cedieron y le concedieron el corazón. Siempre me pregunté si los trasplantes no serían la última solución para reparar un corazón roto. A menos que el corazón del donante también estuviera roto. En cualquier caso, tengo claro que el corazón no es solo un órgano de bombeo.
Creo que papá nunca estuvo hecho para esta vida, ni para ninguna otra quizá, pero las circunstancias le han permitido sobrevivir más cómodamente de lo que cabría esperar.
Mamá se reunió con él en el hospital cuando le falló la espalda. Se pasó dieciocho meses, lo que duran dos embarazos, tumbada de espaldas. Y lo único que esperaba escuchar de mí cuando iba a visitarla era que no se estaba engordando. Con el alta del hospital, ella y papá se mudaron a la ciudad para tener acceso a cuidados sanitarios de fiar y un colchón más firme.
Por entonces la abuela tenía noventa y cinco años, era el ser humano más anciano que yo había conocido y se quejaba de la decrepitud que se manifestaba en su recién adquirida incapacidad para subirse a los árboles. La abuela había trepado a los árboles toda la vida, hasta hacía un par de años. Sencillamente era lo que hacía, igual que otra gente trabaja en la planta de automóviles o las gasolineras de las autopistas. Al final las caderas dijeron basta. De todos modos no parecía del todo imposible que terminara levitando hasta las ramas a fuerza de voluntad, con o sin caderas, y sabe Dios que lo intentó, plantándose de pie junto a los troncos de sus ejemplares favoritos de madera viva y alzando la vista hacia un mundo perdido. Batalló durante meses y al final tuvo que admitir la derrota. Después de aquello ya nunca volvió a ser la misma y murió al cabo de un par de meses, en un cuerpo tan marchito al final que la muerte la pilló de improviso mientras dormía. Según mi padre, no era la clase de mujer que se dejaría atrapar despierta.
Así pudimos por fin hacer lo necesario para poner a la venta la granja y la casa y superar el vicio agrícola. Habíamos ido acumulando deudas. El año pasado se vendieron los últimos animales por menos dinero del que había costado comprarlos, eso sin tener en cuenta el coste de cuidarlos y alimentarlos. Ya no quedan ni pintadas. Intuyo que Jer se comió las dos últimas, aunque alguien debió de echarle una mano para sacrificarlas. Puede acumular varios estratos de tierra bajo las uñas, pero no se ensuciará las manos precipitando el fin prematuro de ningún animal de cría. En la época de matanza se quedaba dentro de casa llorando. En fin. En cuanto nos libremos de la cosecha de este año, todos podremos irnos a casa.
Sin embargo, me parece importante que lo que nos queda por hacer lo hagamos bien. En parte por razones financieras, pero también para acabar por todo lo alto. La historia lo merece. Razón por la que estoy yo aquí encargándome de todo en lugar de Harry o incluso Jer. Jer fue la primera opción, y probablemente es el único de nosotros lo bastante versado en agronomía, pero carece de la capacidad de concentración necesaria. En cuanto se acabaron los proyectos que le interesaban (renombrar las hileras de cultivos en urdu o reescribir todos los nombres como anagramas, proyectos que no me llevó mucho tiempo volver a enmendar), lo dejó granar todo. Harry vive en Alasaka y tiene una familia que atender. Mamá y papá están en la ciudad, cuidando sus respectivos achaques (y se están reponiendo de no pocas cosas, ahora que se han instalado en su idilio urbano). Así que me llamaron para que regresara. De lo que se deduce una moraleja. Por mucho que lo intentes, no se puede separar a una mujer de la tierra de su destino.
Hilera seis: Bola dulce y Pequeña maravilla
No me importa estar aquí. Es agradable estar en casa. Me gusta trabajar con cosas vivas, cosas que han crecido de una semilla y a las que hay que alimentar. Es bueno para el alma. Y durante las primeras semanas nadie tuvo el teléfono de la granja porque en realidad solo lo usamos para realizar llamadas de emergencia, de modo que no podían telefonearme. Bob acabó por localizarme, cómo no.
—Oye, ¿dónde paras?
—Estoy en la granja.
—¿Dónde?
—En una granja. Tenemos una granja, ¿recuerdas?
Dijo que vendría, pero creo que empieza a preocuparle no haber hecho la elección correcta conmigo. No le parece natural eso de irse a vivir unos meses en una granja. Aunque no me siento sola: Jer sigue por aquí, con su figura cortante y cada vez más aristulada. Duerme mucho durante el día y a veces, cuando me despierto de noche, salgo y me lo encuentro rebuscando recónditas vetas de tomates. Es un insomne terrible, mejor dicho, un insomne muy bueno. Creo que últimamente sus problemas emocionales han empezado a afectarle negativamente a la salud. Es un tipo sensible, y compramos un televisor -el primero que ha visto esta granja- sobre todo para que pudiera ver la tele los días que se despierta entumecido y con náuseas.
Al anochecer nos juntamos en la cocina y Jer prepara la cena. Es un gran cocinero, aunque se niega a aprobar cualquier receta que implique el sacrificio de tomates inocentes. Aparte de eso, su principal responsabilidad por aquí consiste en mantener el fuego encendido —la chimenea es enorme, empotrada como un cuartito, con una boca que acoge una pila de troncos ardientes que nos toca entrar por turnos—. Una veta negruzca sube por los ladrillos del fondo. No hace frío —está empezando el otoño— pero no podemos cocinar en ningún otro sitio. Jer cuenta semillas sentado en el asiento empotrado de la ventana, separándolas con el índice de la mano izquierda con una habilidad nada común. El hecho de que sea zurdo constituyó el único acto de apostasía de Jer contra el riguroso régimen de aprendizaje que se le impuso. De joven solía escribir con el papel colocado en perpendicular a su cuerpo y rodeándolo con el brazo izquierdo. Mamá y papá no lograron quitarle ese hábito y terminaron cediendo. A mí me gustaba que fuera zurdo. Todavía me domina la impresión de que gauche significa «molón» aunque sé que no es así.
Desde esa ventana se ve el huerto. Una jungla baja de cinco metros y medio por trescientos sesenta y cinco. Recorro las hileras de cultivo tres o cuatro veces al día, atenta a descubrir babosas o caracoles. Practicamos el cultivo orgánico, de modo que no usamos pesticidas y nunca se sabe cómo funcionarán los tratamientos de prevención alternativos. El huerto parece una central de bichos. Hay chinches verdes, que se desintegran al tacto; arañas setíferas, armadas con diversos pinchos venenosos o dientes peligrosos; y unos monstruos pone huevos invisibles y malvados llamados garrapatas. También se encuentran algunas mantis religiosas enormes, de unos veinte centímetros: de esas que provocan que los urbanitas, nada más verlas, te suelten un rollo sobre primeros contactos y encuentros extraterrestres. Y también tenemos cucarachas. Me refiero a cucarachas de verdad, algunas casi del tamaño de una tortuga.
Luego están los caracoles y babosas habituales (y prodigiosamente destructivos). Si lo piensas bien, son bastante extraños. Una babosa viene a ser su propio pie. Intenta metértela en la boca.
Les hablo a las plantas. La abuela creía firmemente que había que hablarles. «Las palabras lo cambian todo -decía-. Así que cuando estés en el huerto, cuida lo que dices.» Una vez Harry se llevó la paliza de su vida porque se enganchó el pie en una raíz particularmente robusta, tropezó y, al caer, soltó una maldición.
Aunque debería advertirte que Harry es la anomalía de un árbol genealógico impecablemente agrícola, una aberración. Un hombre que no está hecho para la granja. Un hombre nacido para ser un cliché. Capitán del equipo de fútbol americano del colegio, salió (y luego se casó) con la reina de su promoción y fue becado por el equipo de fútbol para ir a la universidad, facultad de derecho. Se resistió hasta un grado inusual a las enseñanzas impartidas en casa, pero dio muestras de unas aptitudes para el deporte que parecían compensarlo. Por tanto papá lo expulsó de su programa de desarrollo (transfiriendo a Jer todas las esperanzas que le quedaban en el terreno intelectual), lo mandó al colegio y, con la connivencia del entrenador jefe, lo encaminó hacia una vida deportiva. En la actualidad Harry trabaja en Anchorage en un edificio sin ventanas en tres de los lados. Me manda postales de glaciares azules. Tiene dos hijos gemelos, de ocho años y medio, y una vez hace tiempo una adivina le pronosticó a Sue que uno de los gemelos se doctoraría en física y el otro se pasaría la vida entrando y saliendo de prisión. Yo diría que los dos están bien a su manera.
Hilera siete: Gran otoño
Últimamente me ha dado por preguntarme si no me estaré volviendo como la abuela, que aunque fue feliz y supo enfrentarse a los reveses de la vida, en realidad nunca dio con la manera de olvidarlos y seguir adelante. Creo que tal vez debería subir a los árboles. Descubrir qué encontraba la abuela allí arriba. Aunque no me parece que haya nada que pueda cambiar algo. ¿Hojas? ¿Caracoles? No puedo evitar pensar que solo conseguiré acabar con más tierra en las manos y la misma mierda en el corazón.
Y también me ha dado por preguntarme si no estaré perdiendo el tiempo con todas esas historias y pensando tanto en la familia. Hay mil cosas que no te he contado: que una vez Harry me confesó que su verdadera vocación profesional era el patinaje sobre hielo, que Sue y él lo practicaban cuatro noches a la semana; que cuando papá nació era mellizo pero su hermana murió de tuberculosis; que mamá una vez tuvo una aventura con un granjero de nabos de Two Valleys. Que tuve mi primera experiencia sexual a los doce años, en el pajar, una tarde soleada de verano, cuando llegué hasta el final con mi mejor amiga, llamada Carol. Son historias que no parecen encajar en ningún lugar. Pero contarlas me sirve para no aburrirme cuando no tengo nada que hacer durante semanas o meses salvo pasear entre las hileras del huerto y esperar a que se acerque Halloween, cuando por fin podré vender todas esas puñeteras calabazas.
(*) Los nombres que aparecen en el título del cuento y los nombres que aparecen en los capítulos son nombres de variedades de calabazas.
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on 12 mayo 2012
at 21:08
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