Novelista, cuentista y ensayista inglesa. Su obra se enmarca dentro del potmodernismo. Sus orígenes (la educaban para predicadora) han dejado una fuerte impronta en sus trabajos de la que la religión no sale bien parada. El sexo y la identidad sexual también están presentes habitualmente en sus historias.
La versión del cuento es la de A. Erenhaus y Susana Rodríguez Vida.
Ésta es la historia de Tom.
Ésta es la historia de Tom y de sus vecinos.
Ésta es la historia de Tom, de sus vecinos y del jardín de sus vecinos.
Ésta es la historia de Tom.
-Todos mis vecinos son físicos clásicos -dijo Tom-. Sus leyes dinámicas están predeterminadas. Se levantan a las siete y a las ocho se van a trabajar. Sus mujeres toman café a las diez. Si hay un alma en la calle entre la una y las dos, sólo puede tratarse del doctor, del enterrador o del extraño.
»Yo soy el extraño -dijo Tom.
-¿Cuál es la primera ley de la termodinámica? -dijo Tom-. No se puede transferir calor de algo frío a algo caliente. Jamás he recibido muestras de calidez de mis vecinos, así que supongo que es cierto. Aquí, en Newton, no somos muy habladores. Es decir, mis vecinos hablan todo el tiempo, se intercambian chismorrees de los que nunca participo, aunque a veces los protagonizo.
-¿Cuál es la segunda ley de la termodinámica? -dijo Tom-. Todo tiende a la entropía. Es decir que la energía continúa allí, en alguna parte, pero a efectos prácticos se ha perdido. Echad un vistazo a mis vecinos de Newton y veréis a qué me refiero.
Mi vecina tiene un jardín repleto de flores de plástico. Es práctico, dice, y la mar de bonito. Cuando quedó viuda hizo plastificar al marido y ahora también lo tiene allí fuera, con los brazos en jarra y la mirada puesta atentamente en el cielo.
-¿Qué te ocurre, Tom? -dice mi vecina, meneando la cabeza al otro lado de la valla como un pato en una caseta de tiro al blanco-. ¿Por qué no te casas? ¿Sabes?, en mis tiempos no teníamos tantos problemas para encontrar a alguien; lo hacíamos y punto, y le sacábamos el mejor partido. No había rarillos entonces.
-¿Qué, ni uno?
Ella acelera el meneo y recoge un montón de ropa interior del tendedero. Sé muy bien que quiere que yo mire esas prendas, quiere demostrar que soy bastante raro. Porque, de hecho, si lo fuera, no lo sería ella, ni tampoco los demás. Sólo hay uno por manzana. Mi vecina gira en redondo, lista para recorrer la siguiente hilera, siempre meneándose; de cada hueco brotan bragas.
-Nos sentíamos orgullosos de ser normales, Tom. En aquellos tiempos ser normal era todo un orgullo.
Tom el rarillo. Heme aquí con mis ediciones extranjeras en rústica y mis pantalones de pana. («¿Tienes algo contra los Levi's?», dijo él antes de que lo plastificaran.) Todos los hombres de la zona usan Levi's de dril. Estéticamente, sólo se diferencian por llevar la panza dentro o fuera del pantalón.
Deben de pensar que soy homosexual. No me importaría. No me importaría ser lo que fuera con tal de ser algo.
-¿Qué quieres ser cuando seas grande? -me preguntó mi madre hace mucho tiempo, muchas veces hace mucho tiempo.
-Bombero, astronauta, espía, maquinista, obrero de la construcción, inventor, buzo, doctor y enfermera.
¿Qué quieres ser cuando seas grande?, me pregunto a menudo frente al espejo.
-Yo mismo, quiero ser yo mismo.
¿Y quién es ése, Tom?
Un niño pequeño se asoma a la luz del universo mecánico. ¿Os suena la historia? Quizá por eso a todos los hombres les gusta creerse Cristo. Cada escasos segundos nace un nuevo puñado de redentores, y la madre exhausta no puede saber si el bebé cubierto de sangre que tiene ante los ojos será Karl Marx o Charles Manson. Resulta curioso que la vez que el niño fue Cristo la madre lo supiera; claro que entonces ella tenía amigos en puestos clave. Para el resto de nosotros sólo queda pavonearse o perecer: eso es lo que odio de ser hombre.
Me planteo cometer algún tipo de crimen horrendo. Algo malvado que me permita dejar una impronta. Malvado y horrendo porque es más fácil que ser pasmoso y bueno. Se necesita muchísima imaginación para ser bueno. Desde luego, puedo deslizarme igual que el resto de los pequeños espermatozoides, pero ¿vivir y morir oscuramente en Newton, tic tac, hasta mi último suspiro?
Alguien golpea la tela metálica de la puerta. Escondo mi Camus en la nevera y atisbo a través del cristal esmerilado. Por supuesto, no logro ver nada. Pero los que lo venden nunca advierten sobre ello.
¿Tom? ¿Tom? TOC TOC.
Es mi vecina. Voy hasta la puerta arrastrando los pies y abro. Allí está ella, con el pelo enrollado en lo alto de la cabeza como una corona floral en un monumento de guerra. Está vestida de rosa.
-No te interrumpo, ¿verdad, Tom? -dice, con los ojos ya dentro de mi cocina.
-Estaba leyendo.
-Ya lo suponía. Me he dicho: Tom estará leyendo. No estará ocupado en nada. Le pediré que me ayude. Ya sabes que para una mujer no es fácil apañarse sola. Desde que plastificaron a mi marido la vida no es tan sencilla, Tom.
Ella huele a mujer: cálida, perfumada. No debo actuar como un tipo raro. Le ofreceré un café. Lo hago. Se siente halagada. Ha venido a pedirme que la ayude a entrar a su anciana madre en la casa. He aquí una bonita acción, digna de un boy scout. Algo bueno y normal, que haré con todo gusto.
-¿No deberíamos hacerlo ahora? ¿No se cansará de esperarnos?
-Ha hecho un largo viaje; no tiene prisa. A decir verdad, la que está agotada soy yo. Haz el café y ya la ayudaremos a entrar.
A pesar de que no amo a mi vecina de al lado, me tiembla la mano cuando sostengo la cuchara. Me han hecho sentir tan raro y ajeno durante tanto tiempo que, a sus
ojos, hasta las cosas más sencillas parecen extrañas.
¿Cómo preparan el café las personas normales?
Además, ¿qué es lo que les preocupa tanto de mí? Soy limpio. Tengo trabajo.
-Dime, Tom, ¿es una costumbre moderna guardar los libros en la nevera?
En las novelas baratas de crímenes se lee a menudo «Se dio vuelta con un brinco». Siempre me ha causado gracia la idea de un ser humano tan dinámico pero cuando ella me hizo aquella pregunta fue eso lo que pasó: me di vuelta con un brinco. Un instante antes yo estaba frente a los grifos y de pronto me encontré frente a ella, que sostenía el libro de Camus frente a mí.
-Buscaba la leche, Tom. «Camiú.» ¿Quién es Albert «Camiú»?
-Un francés. Un escritor francés. No sé cómo ha podido ir a parar a la nevera.
Ella repite mis palabras lentamente, como si yo acabase de revelarle una verdad universal:
-¿No sabes cómo ha podido ir a parar a la nevera?
Yo me encojo de hombros y le sonrío, intentando desarmarla.
-Es una nevera grande. ¿No encuentras a veces en la nevera cosas que habías perdido de vista?
-No, Tom. Arriba tengo el queso, la cerveza y el tocino; debajo pongo el pollo para el fin de semana y en los compartimientos inferiores guardo los ingredientes de la ensalada y los huevos. Ésas son las reglas. Así era cuando mi marido vivía y así es ahora.
Empiezo a mirar a mi vecina con renovado respeto. La Parca vino a visitarlos. Se llevó a su marido del lecho conyugal pero dejó intacto en la nevera el pollo para el fin de semana.
Oh, muerte, ¿dónde está tu aguijón?
Mi vecina, todavía con el Camus en la mano, se inclina hacia mí con aire confidencial, los brazos sobre la mesa. Su tono es íntimo, suave.
-Tom, ¿no se te ha ocurrido nunca que podrías necesitar Ayuda? -Dice «ayuda» con mayúscula, como un evangelista de puerta a puerta.
-Si te refieres a la nevera, todos cometemos errores.
-Tom, voy a serte franca. ¿Sabes cuál es tu problema? Lees demasiados libros de genios. No sé hasta qué punto el señor «Camiú» es un genio, pero el otro día te vi con los cuadernos de Picasso. Los estabas leyendo en la plaza central, delante de todo el mundo. Había niños saliendo de la escuela, y tú leías eso. La señorita Fin, de la biblioteca, me dice que sólo te llevas de allí obras de genios. Según tu ficha, jamás te has llevado un relato marino. Pues no es sano. ¿Por qué no lo es? Porque tú no eres ningún genio. Si lo fueras, ya nos habríamos dado cuenta: habrías pintado algo, escrito algo. Ni siquiera tienes una máquina de escribir. De modo que eres una criatura común, como todos nosotros, y la gente común ha de vivir vidas comunes. ¿Qué sentido tiene soñar con Montmartre cuando estás aquí, en el número nueve de Tranquil Gardens?
Se sentó satisfecha. Pensé que había terminado, pero sólo estaba preparando la boca para una nueva acometida.
-Será mejor que te lo diga, Tom: si no eres un genio debes comportarte como una persona común o se te irá la mano y acabarás siendo un tipo raro.
-¿Nos ocupamos de tu madre? -le dije.
Una vez fuera, mi vecina se dirigió hacia una furgoneta aparcada frente a su casa. Yo había visto a su madre hacía un par de años pero ahora no había ni rastro de ella.
-Está atrás, Tom. Ven a la parte trasera.
Mi vecina abrió con presteza las puertas de la furgoneta alquilada y, en efecto, allí estaba su madre,sentada en la silla de ruedas que había sido su vehículo y hogar. Sonreía con una sonrisa terriblemente plástica, de perfectos dientes de guepardo. La habían plastificado.
-¿Verdad que han hecho un trabajo estupendo? Ha quedado casi mejor que Doug, y eso que lo de él ya era un prodigio para la época. Ojalá mamá pudiera verse: estaría tan orgullosa...
-¿Esos dientes eran suyos?
-Ahora lo son, Tom.
-¿Dónde la ponemos?
-En el jardín. Adoraba las flores.
Despacio, muy despacio, sacamos a su madre de la furgoneta y la empujamos desde la acera hasta la casa. Para entonces ya había llegado la hora del café vespertino, y muchos vecinos vinieron a presentar sus respetos. Se mostraron tan respetuosos que estuvimos hablando de plástico en el jardín durante una hora. Mi vecina recibe un volante de descuento por cada plastificación efectiva que consigue y afirma que, si Newton continúa prestándole atención, para cuando muera se habrá ahorrado el 75 por ciento de su propia conservación.
-Te he visto husmeando por el cementerio, Tom. Es antihigiénico.
¿Qué se piensa que soy? ¿Un necrófago? Ya le dije que tengo a mi madre enterrada allí pero ella sacude la cabeza y dice:
-Tom, esa tierra la necesitan las parejas jóvenes. Hasta que no aprendamos a dejar de morir hemos de asumir las consecuencias. No hay sitio para los muertos a menos que los respetemos como adornos.
He intentado decirle que, si dejamos de morir, no bastará con recuperar el terreno de todos los cementerios del mundo para albergar a la decrépita pero creciente población. Ella hace oídos sordos y, con mirada soñadora, piensa en las parejas casadas.
Newton rebosa de parejas casadas. Deberían poner calles de dirección única sólo para solteros. Odio salir a comprar en Newton. Odio tener que sortear a mi paso los cocodrilos que recorren a pares la Calle Mayor como si acabasen de bajar del arca. Ellos y Ellas, con aire satisfecho y desvencijados cochecitos de bebé; las tiendas de «hágalo usted mismo» están llenas de Ellos y los supermercados llenos de Ellas. ¿Acaso no saben que demasiado reparto de papeles es perjudicial para la salud? Imaginad ser una esposa que dice: «Cariño, ¿te acordarás de reparar el váter?». Imaginad ser un marido que no sabe limpiar el cuarto de baño cuando ella se ha marchado.
Además, ¿saben ellos por qué se casan? No, qué va; les basta con haberlo hecho, y así es como se hace todo en Newton. Tic tac, dice el reloj.
-Oh, Tom, muchas gracias -dice ella al ver a su madre plácidamente sentada junto al estanque de los patos. Los patos son de un amarillo brillante y chillones picos rojos, y el agua del estanque es de verdad. Nunca había estado en el jardín de mi vecina. Es muy silencioso: la maleza no susurra, no hay pájaros que den la lata. Me dice que la paz es la esencia del campo.
-Si fueras un genio, Tom, te sentirías a gusto trabajando aquí. La quietud. El aire. Tengo una unidad especial, ¿sabes? Filtra todo el aire que entra en el jardín.
Es otoño y hay unas pocas hojas de plástico diseminadas por el astrocésped. Mi vecina tiene un cobertizo al fondo del jardín. Es de madera, cosa que me resulta increíble. Me pregunto si habrá reparado en ello. Dentro guarda todo el material de cada estación. Según me dijo en otras ocasiones, lo importante de un jardín es la variedad, y en su anticuada cueva de Aladino reposan las tranquilizadoras réplicas de la naturaleza. Tulipanes rojos y blancos cuelgan dócilmente de sus tallos. Narcisos atados en relucientes ramos se mezclan con capullos sueltos de camelias que esperan su turno para ocupar el árbol multiusos. Hasta tiene un juego de ardillas juntando nueces sintéticas.
-Pronto las sacaré, junto con la enredadera.
Una cascada de enredadera de Virginia cubre su casa. Pero es verde. Aquí tiene la versión flamígera y reseca.
-La mía ya empieza a mudar el color.
-No me gustan las hojas, Tom; no puedes confiar en que caigan o muden donde y cuando deberían. A la naturaleza no le importamos ni tú ni yo; hace y deshace a su antojo, y ésa es la razón por la que debemos regularla. Si no lo hacemos, aparecen los volcanes, los incendios forestales, las inundaciones: muerte y cadáveres desparramados sin ningún orden, igual que las hojas.
Como las hojas. Un poco así, como las hojas, cuando caen y nadie les da vuelta para ver qué llevan escrito detrás. Así. Como el texto sencillo que puede leerse o no, que yace a nuestros pies, leído o no. Que cae y permanece rojo, lluvia y viento, aunque nadie lo recoja para llevárselo a su casa. La vida cayó a tus pies y tú la apartaste de un puntapié y su sangre manchó tus zapatos y cuando llegaste a casa tu madre te dijo:
-Mírate un poco, todo cubierto de hojas.
Estabas cubierto de hojas. Te las quitaste todas una a una hasta exponer tu piel desnuda. Toda aquella hojarasca. Y cuando cayó lo que tenía que caer, lo recogiste para ver qué llevaba escrito detrás. No le encontraste ningún sentido y, hecho un bollo, te lo metiste en el bolsillo, donde ardió como un ascua viva. Dime por qué se fueron todas en fila, una a una. ¿Acaso no te necesitaban? ¿Acaso no necesitaban, como tú, un corazón que fuera un libro sin la última página? Vuelve las hojas.
-Las hojas están mudando -dijo Tom.
Ella me invitó a cenar para retribuirme el favor, y yo creí oportuno aceptar la invitación porque así se comportan las personas normales: comen con sus vecinos, por aburrido que resulte y por horrenda que sea la comida.
Encontré una corbata y me la puse.
-Tom, pasa. Qué agradable sorpresa.
Querrá decir que es una agradable sorpresa para mí, porque cómo va a sorprenderse ella, que ha estado cocinando toda la tarde. Una vez en el comedor, colijo que en efecto se refiere a mí. Lo colijo porque toda la población de Newton está sentada en torno a una mesa que casi empieza dentro de la vitrina de Capodimonte y se extiende... se extiende hacia afuera, a través de un agujero serrado en el lateral de la casa, en dirección a la estación de autobuses.
-Creo que ya los conoces a todos, Tom -dice mi vecina-. Siéntate, aquí, a mi lado, en el sitio de Doug. Eres más o menos de su talla, ¿sabes?
¿Los conozco a todos? No lo puedo asegurar ya que no los veo a todos. Más allá del agujero todo se pierde.
-Tom, coge un plato. Estamos comiendo rollos de tocino con pollo y huevo duro. He hecho una ensalada y hay bastante queso. Si te apetece una cerveza, cógela de la nevera.
Luego se aparta y el vestido se ciñe a su cuerpo como un náufrago. Nadie levanta la vista del plato. Con sus pantalones de dril, todos comen pollo; habrá trescientos o cuatrocientos gallináceos en la mesa y media docena de huevos por trasero. Aún no he dejado de admirar los detalles del asado cuando uno de ellos explota, PAM, y acribilla a la vecina de mi vecina con seis sólidas granadas de mano. La mujer pierde uno de sus brazos aunque, afortunadamente, no el que necesita para sostener el tenedor. Nadie se da cuenta. Quiero decir algo. Quiero hacer algo. Estoy a punto de decir y hacer algo, cuando mi vecina aparece con una fuente de plata cubierta.
-Es para ti, Tom -dice y la mesa entera se sume en un expectante silencio.
Me incorporo aprisa y me las arreglo para levantar la tapa con cierta dignidad.
-Gracias. Es muy bonito. Ya veo que es un pollo.
-Es tu pollo, Tom.
Es verdad lo que dice. Del cuello del pollo asoma mi ejemplar de L'Étranger de Albert Camus. Puesto que no está desmenuzado, puedo tomarlo en mis manos y echarle una mirada. Al hacerlo advierto que en sus páginas no queda ni una sola palabra. Están todas en blanco.
-Deseábamos ayudarte, Tom. -Se le humedecen los ojos.- No sólo yo: todos nosotros.
Una mano para Tom.
Lentamente, la mesa empieza a traquetear, cada vez más rápido y fuerte. La mesa se sacude, los platos se deslizan de un borde al otro como la vajilla ebria de los relatos marinos. He aquí un relato marino. El capitán y la tripulación han enloquecido y yo soy el único pasajero. Dando tumbos, corro del comedor a la cocina y de un portazo dejo atrás la barahúnda. Estoy jadeando pero aquí todo está en calma. En una higiénica y esmaltada calma.
Tom se deslizó puerta abajo y lloró.
Pasó el tiempo. En Newton siempre es así y, como todos saben cuánto tarda en pasar el tiempo, nadie se confunde. Tom no sabía cuánto tiempo había pasado. Se despertó dolorido y atravesó con el puño el cristal esmerilado de la puerta de la cocina. Entró en su casa, cogió el abrigo grande y se llenó los bolsillos de libros, y los libros le parecieron ascuas vivas. Se alejó de Newton pero miró atrás una vez y lo que vio fue una mesa que doblaba la curva de la carretera y se extendía más allá de las calles y casas, a través de las calles y casas, uniéndolas en una orgía de cubiertos idénticos. Un mundo sin fin.
Pero ahora, dice Tom, las colinas están en su punto y el agua me salpica la garganta al afeitarme.
Tic tac, dice el reloj en Newton.