24
febrero

Edgar Neville - "Fin"

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Novelista, cuentista, dramaturgo y guionista y director de cine. Como guionista de cine fue, con su amigo Jardiel Poncela, uno de los pioneros españoles en Hollywood. Formó parte de lo que el también escritor y director de cine (y también pionero en el Hollywood de los años 30) José López Rubio llamó "la otra Generación del 27", esa otra Generación formada por autores (como Jardiel Poncela, Miguel Mihura o el propio Rubio) que cultivaron el humor (fueron discípulos intelectuales del genio de las letras españolas del siglo XX, Ramón Gómez de la Serna) y que políticamente pertenecieron al bando contrario al de la Generación oficial.
Coqueteó con las vanguardias de principios del siglo XX, su humor fue menos absurdo que el de Mihura, menos cínico que el de Poncela, tal vez más poético, pero, como debe de ocurrir con cualquier tipo de humor, crítico con la sociedad en la que vivió.

I
Se venía diciendo hacía mucho tiempo: la gente se moría cada vez más y cada día se hacían menos abriguitos de punto. Por si era poco, vinieron dos guerras seguidas de epidemias; la muerte era el pan nuestro de cada día. Hasta los que tenían que dar ejemplo de vida, que son los centenarios, se morían también; era espantoso; se morían hasta los portugueses...
Era tan inevitable la catástrofe, que la gente la había aceptado sin histerismo; pero el tono de la vida había cambiado, adaptándose a la realidad. Ya no se daban citas, ya no se decía: «hasta mañana»; la gente vivía al día, a la hora, preocupándose sólo de morirse lo mejor posible, de morirse sobre el lado derecho.
Hubo un momento en que apenas quedaba nadie, y los pocos que eran se reían al cruzarse en la calle, estoicos ante lo inevitable.
–Y usted, ¿cuándo se muere? –se oía decir de vez en cuando.
La tierra se puso nerviosa y se sacudió varias veces; Italia dejó de tener la forma de una bota.
Y una mañana no hubo nadie para hacer los desayunos: es que se había muerto todo el mundo.
Había un silencio tan grande, que parecía que alguien iba a dar con la batuta en un atril; pero nada, ni un pitido, ni una orden, un silencio asombrado. Después de haber oído bien el silencio se percibía el tenue siseo de una cañería rota, que lo imponía más.
Las cosas esperaban al hombre, como todas las mañanas; lo esperaban angustiadas, sin comprender nada, destemplándose. Máquinas, casas, calles, ciudades, en espera, a punto de echarse a llorar.
Por las calles volaban frases últimas en demanda de un oído, y sombras de cuerpo, sin amo, corrían en su busca hasta encontrar la muerte al mediodía. Las alcantarillas daban el último suspiro de la ciudad.
La torre Eiffel, cruzando la boca de París, imponía el silencio de Occidente; el Sena corría de puntillas. De las estaciones habían salido todos los trenes. Era el 1º de mayo de la muerte. Los muertos dormían.
Los carteles aumentaban el drama, prometiendo lo que ya no se podría dar: retratos de actores y actrices desaparecidos, y las ¡100 girls, l00!, del Casino, que habían caído en fila como los soldados de plomo.
Sólo había vida en los relojes que tienen cuerda para muchos años, y su tic-tac eran los puntos suspensivos después de la palabra vida. A cada hora se ponían a sonar como unos tontos, recordando la hora que era a nadie, y a lanzar señales de auxilio con su telégrafo de banderas. Los segundos eran el pulso de la Tierra.
Un despertador que aguardaba el momento de dar su broma se desbordó en la habitación de Susana, tan violentamente, que la muchacha se incorporó.
Susana no había muerto, porque alguien había de ser el último en morir, y ése era precisamente su caso. Ella había seguido su vida ordinaria a través de la catástrofe. Por la noche había bailado y bebido en el mismo cabaret de siempre, y casi siempre había vuelto a su casa en compañía de un señor que nunca era el mismo y que la había abandonado a la mañana siguiente, dejándole 50 francos encima de la cómoda. A veces menos.
No leía periódicos, y sólo se levantaba para ir a su cabaret; el mundo, para ella, terminaba allí, en la puerta que da a las cocinas.
La noche anterior sólo habían sido seis o siete; faltaba el dueño y dos o tres parroquianos. A Susana no le había importado volver sola, porque al día siguiente quería levantarse temprano para ir a comprarse unos zapatos.
El despertador seguía gruñendo en el suelo, tratando de incorporarse, y eso acabó de desvelar a Susana, que miró a su lado para ver si había alguien y luego se levantó.
Susana, pensando que era el primer día que salía temprano a la calle y que iba a pasearse por tiendas y calles, quiso esmerar su toilette, eligió sus mejores medias y se pasó una hora larga ante el espejo maquillándose.
Mientras tanto, la hierba aplastada por la ciudad, dándose cuenta de lo ocurrido, pugnaba por levantar su losa.
Susana salió a la calle. Parece domingo –pensaba, al notar el silencio.
Caminaba sin darse cuenta del drama. Miraba a derecha e izquierda antes de cruzar las calles. No se daba cuenta de su soledad, a causa del reflejo de los escaparates, que multiplicaban su imagen y le producían sensación de multitud. Era corno si una amiga fuese con ella. Entró en los Grandes Almacenes. Las altas bóvedas infladas de silencio parecía que iba a subir. En los mostradores estaban los postreros retales con el último sobo humano. Los cartones de los precios eran las esquelas de las cosas. Susana empezó a sentir miedo y trató de vencerlo, haciéndose la distraída, interesándose en los objetos expuestos.
Cruzó el patio central tocándolo todo, pero sus tacones hacían tanto ruido que parecía que la seguían. Huyendo de sí misma, caminando de puntillas, llegó al departamento de los trajes de señoras. Allí había docenas de maniquíes de cera, y respiró más tranquila porque le parecía haber entrado en una casa donde hubiera una fiesta.
Susana se sentó en una butaca y empezó a hablar. Contaba cosas a las muñecas, teniendo mucho cuidado de no hacerles preguntas. Sin embargo, en los silencios volvía el miedo y los maniquíes aumentaban su aspecto de desalmados, de muertos sorprendidos en un gesto difícil.
El que nadie la contestase le dio miedo y salió a la calle gritando. Corría en busca de alguien con quien hablar, pedía socorro en las encrucijadas, llamaba a todos los teléfonos para caso de incendio y siempre el silencio negro.
Se sentó en un banco al aire libre, tenía menos miedo; pero pensó en la noche y comprendió que no podría pasarla en la ciudad, especialmente por las esquinas que era lo que le hacía echar más de menos a la humanidad. Aquellas esquinas sin nadie detrás, sin la posibilidad de esconder a nadie.
Susana cogió un automóvil abandonado y partió en busca de alguien. Al principio todavía tocaba la bocina en los cruces, y sacaba la mano en las vueltas; al reflexionar, se indignaba con ella misma, y su mal humor le alejaba el miedo.
Rompió el espejo retrovisor, tiró el sombrero a la calle y se quitó el traje; era su respuesta al estado de cosas. En la plaza de la Ópera se quedó completamente desnuda. –Si queda alguien ahora viene, pensó. Pero nadie llegó a la oportunidad y, en vista que no la querían desnuda entró en la mejor peletería y se puso el abrigo más caro. Pero nada. Huyendo de la noche en la ciudad, se alejó de ella en automóvil, no sin derribar un quiosco de periódicos llenos de noticias que ya no interesaban a nadie.

II
A cien por hora regresaba hacia Oriente todo lo que quedaba de la humanidad, lo que quedaba después de millares de años de la emigración humana en sentido inverso. Era un regreso al hogar; aquel fin de raza se había enrollado las medias p or debajo de las rodillas para no romperlas.
Munich, Viena, Budapest; a las ciudades muertas les crecía la barba, y el auto de Susana espantaba perdices en las plazas de la Ópera.
Las ruinas traen el otoño, y los pájaros cantaban sobre la ciudad como sólo cantan en un octubre húmedo.
En las casas se habían quedado encerradas las moscas y sus cabezazos contra los cristales eran como un reloj más, con cuerda aún.
En las torres de las iglesias, las campanas parecían bailarinas ahorcadas.
A la tierra se le había quitado la fiebre y descansaba tranquila; nacieron árboles y nacieron piedras. Se movió lo inanimado y los continentes, al notar que no había nadie para corregirlos, cambiaron de estructura.
Los mapas, en las escuelas desiertas, tomaron pátina de grabado antiguo. Una estrella bajó a mojarse las puntas en el mar.
Entonces Inglaterra, no pudiendo resistir el sonrojo ante el caos, se hundió en el agua. Susana se quitó el soutien en Budapest y lo dejó abandonado en la vía pública.
Poco a poco había ido perdiendo el miedo y ahora distraía su rauda huida cantando cuplés del bulevar.
Así llegó a Constantinopla, donde los perros habían muerto sobre las tumbas de los turcos, como si durmieran: en forma de media luna.
Por esa calle que indudablemente lleva a Asia, Susana enfiló su automóvil. En medio del puente tuvo que detenerse. Había una bicicleta tirada a través del paso. Un caballero inflaba un neumático.
–A su edad podría usted saber no interrumpir la circulación –dijo Susana enfadada. El caballero cesó en su tarea y miró a la muchacha, que se echó a llorar y se echó en sus brazos.
Juntos siguieron el viaje; el desierto sonreía como el que está de vuelta de las cosas.
El caballero, profesor de Historia, hacía vagos gestos de mano. Citaba grandes nombres inmortales, que sonaban extrañamente en aquella desolación. Explicó a Susana el ciclo de las civilizaciones y tuvo frases de elogio para los griegos.
Susana poseía un concepto menos amplio de la humanidad. Sus grandes admiraciones eran para una prima suya, casada con un hombre que se emborrachaba mucho, pero que estaba empleado en la Dirección del Catastro. Esa prima hacia unos bordados como nadie en París, y en cuanto a coger un punto en una media, no había quien la igualase... La conversación de los dos últimos humanos quedaba detrás del automóvil, vibrando un momento, para caer después y confundirse con la arena.
El aire ceñía el fino tul al cuerpo de Susana.
–¿No le da a usted pena –prosiguió ésta– pensar que somos los últimos?
–Tal vez tenga remedio –contestó el caballero galantemente.
–Además –añadió intencionadamente, los últimos serán los primeros.
Hubo un silencio embarazoso y llegaron a la confluencia del Tigris y el Eufrates. Allí se les terminó la gasolina.
Se sentaron en el suelo buscando temas de conversación; el caballero era el que los encontraba con más facilidad, diciendo de vez en cuando:
–Pues, sí; eso de que somos los últimos es porque queremos, señorita...
Tal vez fuera porque Susana había dejado el abrigo en el coche.
Y en esas estaban cuando llegó un señor de barba larga y aspecto bondadoso; junto a Él, el ángel de la espada de fuego. Venían del Paraíso terrenal, que está allí mismo.
Susana no lo reconoció al pronto.
–¿Quién es usted? –fue lo primero que le dijo.
El Señor estaba sonriente, lleno de buena voluntad.
–¿Qué hacéis aquí? –preguntó, y a su voz se hizo el eco donde no lo había.
–Señor –balbució el caballero–. Yo soy alemán, luterano. Esta señorita es francesa y católica; nosotros...
Dios interrumpió cortésmente:
–Ustedes me dispensarán si les digo que no entiendo nada de esto. Quiero saber qué hacen ustedes fuera del Paraíso, que es más bonito y más agradable que el descampado.
El ángel terció:
–Señor, los expulsó porque se comieron la manzana.
Dios:
–¿Qué manzana?
Y el ángel, con un gruñido:
–La manzana.
Dios rió de buena gana, y les empujó suavemente, diciéndoles:
–Vaya, vaya; veo que han interpretado con demasiada severidad el reglamento; volved a entrar, hijos, y aquí no ha pasado nada.
Y una brisa nueva remozó el planeta, mientras que Eva entraba buscando fruta.

19
febrero

Bram Stoker - "El sueño de las manos ensangrentadas"

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Novelista y cuentista irlandés. Como abogado también fue ensayista, en 1879 publicó un tratado de jurisprudencia, "The Duties of Clerks of Petty Sessions in Ireland". Aunque es mundialmente famoso por una de sus novelas ("Drácula"), el resto de su obra es prácticamente desconocida. Sus cuentos fueron siempre publicados en revistas. Falleció cuando preparaba una antología de los primeros relatos y ésta ("Dracula’s Guest and Other Weird Stories") fue publicada en 1914 por su viuda.
Este cuento (“A Dream of Red Hands”) fue publicado en la revista Sketch en su sección “Novel in a Nutshell” en julio de 1894.
La versión es la de María José Antón

Lo primero que oí acerca de Jacob Settle fue una sencilla afirmación que describía su carácter: “Es un tipo triste.” Sin embargo, más tarde me di cuenta de que esa opinión sólo expresaba lo que sus compañeros de trabajo pensaban de él. En aquellas palabras había cierto grado de intolerancia; les faltaba el lado positivo que toda opinión que se precie debe tener y que sitúa a la persona en la justa medida de la estima social. Pero había algo que no encajaba con el aspecto del personaje. Esto me dio que pensar y, poco a poco, y a medida que fui conociendo cada vez más el lugar y a sus compañeros de trabajo, fue creciendo mi interés por él. Supe que siempre estaba haciendo favores que podía cumplir y que en todo momento se dejaba guiar por la previsión, la paciencia y el autocontrol, verdaderos valores de la vida. Las mujeres y los niños confiaban ciegamente en él pero, por extraño que parezca, él los evitaba, salvo cuando alguien estaba enfermo; entonces, aparecía tímido y desgarbado para ofrecer su ayuda.
Llevaba una vida muy solitaria. Él mismo se hacía las cosas de casa. Vivía en una pequeña casa de campo, lo más parecida a una cabaña, de una sola habitación y alejada del mundo, en los límites del páramo. Su existencia parecía tan triste y solitaria que me entraron ganas de animarla. Me decidí a ello un día que nos encontramos ayudando a incorporarse a un chico herido, con el que choqué accidentalmente. Fue entonces cuando me ofrecí a prestarle unos libros. Él aceptó de buen grado y, al separarnos, ya al amanecer, sentí que entre nosotros había surgido cierto grado de confianza.
Los libros me los devolvía siempre en perfecto estado y en la fecha convenida y, con el tiempo, Jacob Settle y yo llegamos a ser buenos amigos. Una o dos veces que me decidí a cruzar el páramo en domingo, me reuní con él, pero noté que no se encontraba a gusto ni relajado, por lo que no supe si debía volver a verle o no. Lo que sí sabía es que él nunca vendría a visitarme a mí bajo ninguna circunstancia. Una tarde de domingo, regresaba yo de dar un largo paseo por el páramo y, al pasar por la cabaña de Settle, me detuve en la puerta y pregunté: “¿Qué tal está?” Como la puerta estaba cerrada, pensé que había salido. Aun así, y para guardar las formas o por simple costumbre, llamé sin esperar respuesta. Para mi sorpresa, oí una débil voz que provenía de dentro, aunque no pude descifrar lo que decía. Entré y me encontré a Jacob medio desnudo y tendido en la cama. Estaba pálido como la muerte. Las gotas de sudor le caían por el rostro. Sus manos se aferraban inconscientemente a las sábanas, del mismo modo que un hombre que se está ahogando se agarra a lo primero que encuentra. Al verme entrar, trató de incorporarse con una expresión salvaje en los ojos; los tenía muy abiertos y miraban como si algo horrible hubiese sucedido. Cuando me reconoció, volvió a tumbarse con un contenido sollozo de alivio y cerró los ojos. Permanecí de pie junto a él apenas un instante mientras jadeaba.
Entonces, abrió los ojos y me miró con una expresión de desesperación tal que, tan cierto como que estoy vivo, mejor habría sido no ver aquella mirada de terror. Me senté a su lado y le pregunté cómo se encontraba. Al principio, sólo decía que no estaba enfermo pero, entonces, después de examinarme, se incorporó apoyándose en el codo y dijo:
—Se lo agradezco, señor, le estoy diciendo la verdad. No estoy enfermo, lo que entendemos comúnmente por enfermedad, aunque sólo Dios sabe si hay peor enfermedad que la que conocen los médicos. Le contaré lo que me ocurre porque usted ha sido muy amable conmigo. Confío en que nunca se lo mencionará a nadie pues, de hacerlo, sería terrible para mí. Estoy viviendo una auténtica pesadilla.
—¿Una pesadilla? —dije con intención de animarle—. Los sueños desaparecen con la luz, incluso cuando uno despierta.
Entonces, dejé de hablar porque, antes de que pudiera decir nada más, vi la respuesta en su mirada.
—¡No, no! Eso es lo que le sucede a la gente que vive en paz y rodeada de sus seres queridos, pero es mil veces peor para los que tenemos que vivir solos. ¿Qué alegría puedo encontrar aquí cuando me despierto en medio del silencio de la noche, rodeado por este vasto páramo, lleno de voces y rostros que hacen de mi despertar una pesadilla peor que la de mis propios sueños? Usted, no tiene un pasado que le envía sus legiones en la oscuridad y en el vacío. Le ruego a Dios que nunca le ocurra.
A medida que hablaba, me di cuenta de que estaba tan seguro de sus palabras que decidí olvidarme de mi crítica. Sentí que me encontraba en presencia de una influencia que yo mismo era incapaz de comprender. No sabía qué más decirle pero, para alivio mío, continuó hablando:
—He soñado con ello las dos últimas noches. La primera noche fue bastante intenso, pero logré superarlo. Sin embargo, en la última, el temor fue casi peor que el propio sueño porque, cuando éste llegó, acabó con el recuerdo de otros momentos de dolor. Permanecí despierto justo hasta antes de que empezara a amanecer. Después, la pesadilla volvió y, desde entonces, he sentido tal angustia que he creído morir y con ella he sido presa de todos los temores que me acechan esta noche. Antes de que hubiese terminado la frase, mi mente se había repuesto lo suficiente como para darle algunas palabras de aliento:
—Intente irse a dormir esta noche un poco más temprano, antes de que anochezca. Le aseguro que descansar le vendrá bien. A partir de hoy ya no volverá a tener más pesadillas.
Movió la cabeza resignado. Estuve un poco más a su lado y, después, le dejé solo.
Cuando llegué a casa, preparé mis cosas. Había decidido pasar con Jacob Settle su vigilia en la cabaña del páramo. Pensé que si conseguía dormirse antes de la puesta de sol, se despertaría antes de medianoche y, entonces, justo cuando las campanas de la ciudad diesen las once, yo estaría apostado justo a su puerta con una bolsa con la cena, un termo grande, un par de velas y un libro. La luna brillaba e inundaba todo el páramo con una luz tan intensa que parecía de día. De repente, cruzaron el cielo unas nubes negras, que crearon una oscuridad casi tangible. Abrí la puerta con cuidado y entré sin despertar a Jacob. Dormía boca arriba y pude ver su rostro lívido. Estaba bañado en sudor. Intenté imaginar qué visiones estarían pasando por aquellos ojos cerrados, visiones capaces de llevar consigo el sufrimiento y el dolor que se plasmaban en aquel rostro. No pude hacerme a la idea, y esperé a que se despertara. Fue algo tan repentino y extraño que me estremecí. Mientras se incorporaba y volvía a echarse hacia atrás, de sus labios blanquecinos salió un gemido cavernoso que no debía de ser sino el final de una serie de pensamientos que le habían invadido con anterioridad.
—Si está soñando, debe de ser con algo terrible. ¿Cuál puede ser ese suceso desgraciado del que me habló? —pensé para mis adentros.
Mientras me detenía en este pensamiento, Jacob se dio cuenta de mi presencia. Me sorprendió que no dudase si se encontraba dormido o despierto, tal y como suele sucedemos recién despertados.
Con un grito de alegría, me agarró la mano entre las suyas, húmedas y temblorosas, como un chiquillo atemorizado agarra a alguien a quien ama. Intenté tranquilizarle:
—Ya está, ya está, no pasa nada. He venido para estar con usted, juntos intentaremos luchar contra ese maldito sueño.
De repente, me soltó la mano. Se dejó caer en la cama y se cubrió los ojos con las manos.
—¿Enfrentarnos a ese maldito sueño? ¡No, señor, no! Ninguna fuerza mortal puede enfrentarse a este sueño que proviene de Dios y arde aquí —dijo mientras se golpeaba la frente. A continuación, siguió hablando:
—Es el mismo sueño, siempre el mismo, cada vez más fuerte. Me tortura una y otra vez.
—¿Con qué sueña? —le pregunté creyendo que hablar de ello podría aliviarle.
Se apartó de mí y, tras una larga pausa, dijo:
—No, creo que es mejor no contárselo. Puede que no vuelva a soñar.
Estaba claro que ocultaba algo, algo que se escondía en el sueño.
—Está bien. Espero que no sueñe más pero, si vuelve de nuevo, prometa contármelo, ¿de acuerdo? No se lo pregunto por curiosidad, sino porque creo que hablar de ello puede servirle de ayuda. Me contestó con solemnidad:
—No se preocupe. Si vuelvo a soñar, le prometo que se lo contaré todo.
Intenté distraerle con cosas más mundanas. Preparé la cena y la compartí con él, incluido el contenido del termo. Después de un rato, se tranquilizó. Me encendí un puro, le di otro a él, y fumamos durante una hora y hablamos de muchos temas. Poco a poco la placidez que sentía su cuerpo se adueñó de su mente, y pude ver cómo las dulces manos del sueño le acariciaban los párpados. También él las sintió. Me dijo que se sentía mejor y que podía dejarle e irme tranquilo, pero le dije que iba a esperar a que amaneciera. Encendí la otra vela y empecé a leer, mientras él se quedaba dormido. Poco a poco me fui ensimismando de tal forma en la lectura que casi se me caía el libro de las manos. Miré y comprobé que Jacob seguía dormido. Me agradó ver en su rostro una expresión de felicidad poco habitual, mientras parecía que sus labios pronunciaban palabras mudas. Regresé de nuevo a la lectura, y me volví a despertar aterrado por una voz que procedía de la cama que estaba junto a mí.
—¡Con esas manos ensangrentadas no, nunca, nunca!
Le miré y me di cuenta de que seguía dormido. Sin embargo, se despertó al instante y no pareció sorprenderse de verme. De nuevo había en él esa extraña indiferencia. Entonces, le dije:
—Settle, cuénteme su sueño. Puede hablar sin miedo. No contaré nada. Mientras vivamos los dos, jamás contaré lo que va a decirme.
—Prometí que se lo contaría, pero es mejor que conozca antes la historia. Así podrá comprenderlo mejor. En mi juventud, fui profesor. Trabajaba en una escuela en una pequeña ciudad del Suroeste de Inglaterra. No hace falta mencionar su nombre. Es mejor que no. Me prometí en matrimonio con una joven a la que amaba y casi adoraba.
Pero ocurrió lo de siempre. Mientras esperábamos el momento en que pudiésemos tener una casa donde vivir juntos, apareció otro hombre. Tenía casi los mismos años que yo. Era elegante y amable. Tenía todos los atractivos que adoran las mujeres de nuestra clase. Mientras yo estaba trabajando en la escuela, él iba a pescar y ella se encontraba con él. Intenté convencerla, incluso llegué a implorarle que le dejase. Le prometí casarme con ella enseguida y marcharnos de allí, comenzar una nueva vida en un lugar diferente. Pero jamás habría escuchado nada de lo que yo le hubiera dicho. Estaba perdidamente enamorada de él.
A continuación, decidí hablar con aquel hombre para que la tratara bien. Pensé que la quería y que no habría posibilidad alguna de convencerle. Me dirigí a donde sabía que podría encontrarme con él a solas, y mis temores se confirmaron.
Jacob Settle tuvo que hacer una pausa; parecía como si tuviera algo que le molestara en la garganta. Casi jadeaba al respirar. Después continuó:
—Señor, pongo a Dios por testigo, juro por Dios que no me movía ningún pensamiento egoísta. Amaba tanto a mi querida Mabel que me conformaba con sólo una parte de su amor. Había pensado demasiado en mi desgracia como para no darme cuenta de que no tenía nada que hacer. Aquel hombre se comportó de forma insolente conmigo. Usted, señor, que es un caballero, tal vez no sepa lo humillante que puede llegar a ser la insolencia de alguien que se cree superior a ti. Pero conseguí soportarlo. Le supliqué que tratase bien a la joven. Le advertí que si lo que buscaba era simplemente diversión, no iba a conseguir sino romperle el corazón.
No me preocupaba que ella no le quisiera ni que sufriera. No quería que fuese desgraciada. Pero cuando le pregunté cuándo pensaba casarse con ella, su risa me hizo perder los nervios. Le dije que no me iba a cruzar de brazos para ver cómo mi amada era infeliz. Él también se enfureció y, en su furia, dijo tales crueldades de ella que juré que no iba permitir que siguiera vivo para hacerle daño a mi amada. Sólo Dios sabe cómo ocurrió. En esos momentos de ofuscación es difícil recordar cómo se pasa de las palabras a las manos. De repente, me encontré de pie junto a su cadáver. Tenía las manos manchadas del color carmesí de la sangre que le brotaba del cuello roto. Estábamos solos. Él era forastero, ningún familiar le buscaría. Sus huesos deben de estar aún en la represa del río donde lo arrojé. Su ausencia no levantó sospechas. Nadie preguntó por él, excepto mi pobre Mabel, pero no se atrevió a hablar. Mis esfuerzos no valieron de nada. Tras ausentarme durante unos meses, no podía seguir viviendo en aquel lugar, comprendí que la vergüenza había sido la causa de su muerte. Hasta la fecha pensaba que con aquel acto terrible había conseguido salvar su futuro pero, cuando supe que había llegado demasiado tarde y que mi pobre amada estaba manchada con el pecado de aquel hombre, me invadió un sentimiento de culpabilidad tal que no pude sobrellevarlo.
Señor, usted, que nunca ha cometido un pecado como aquél, no sabe lo que es cargar con ello. Quizá piense que la rutina puede hacerlo más llevadero, pero no es así. Crece y crece con cada hora que pasa, hasta que se hace insoportable.
Y con él crece también la seguridad de que ya no hay sitio para mí en el Cielo. Usted no sabe lo que es sentir esto, y le pido a Dios que nunca llegue a sentirlo. Los hombres normales, para los que todo es posible, no suelen pensar en el Cielo. Para ellos el Cielo no es más que una palabra, nada más. Se sienten satisfechos con esperar y dejar que las cosas sigan su curso. Pero para los que estamos condenados a quedarnos fuera para siempre, no puede imaginarse lo que significa, no puede adivinar el eterno deseo de ver las puertas abiertas y de acompañar a las figuras blancas que hay dentro. Ése es mi sueño. Veo la entrada delante de mí. Tiene unas enormes puertas de acero, con unos barrotes del grosor de un mástil, que se alzan hasta las mismísimas nubes. Los barrotes están tan juntos unos de otros que entre ellos sólo se alcanza a ver una gruta de cristal, en cuyos brillantes muros están talladas muchas figuras con vestiduras blancas cuyos rostros irradian alegría. Cuando estoy frente a la puerta, mi corazón y mi alma se encuentran tan extasiados y tan llenos de deseo que me olvido de todo. Y allí, junto a la puerta, hay dos poderosos ángeles que agitan sus alas con una mirada terriblemente grave. Cada uno de ellos sostiene en una mano una espada llameante y en la otra lleva un manojo de llaves que mueve suavemente de un lado a otro. Más cerca hay unas figuras cubiertas de negro, con la cabeza tapada por completo, sólo se les ven los ojos. A todo aquel que llega le dan unas vestiduras blancas como las que llevan los ángeles. Un suave murmullo anuncia que todos deben ponerse la túnica, que no deben mancharla o, de lo contrario, los ángeles no les dejarán pasar y les golpearán con las espadas. Yo estoy ansioso por ponerme mi túnica; rápidamente me la echo por encima y voy corriendo hacia la puerta. No se mueve. Los ángeles abren la cerradura y señalan mi túnica. Yo miro hacia abajo y me horrorizo al verla toda ella manchada de sangre.
Mis manos están rojas, brillan con la sangre que gotea de ellas, igual que ocurrió aquel día en la ribera del río. Y, entonces, los ángeles alzan sus ardientes espadas para acabar conmigo. Me invade un terror enorme y me despierto. Una y otra vez, este sueño regresa una y otra vez. Nunca aprendo del sueño anterior, nunca lo recuerdo. Al empezar a soñar, la esperanza siempre está ahí presente para hacer que el final sea cada vez más cruel. Sé que este sueño no viene de la oscuridad de la que provienen el resto de los sueños, Dios me lo envía como castigo. Nunca, nunca seré capaz de atravesar la puerta. La mancha de mi túnica siempre vendrá de estas manos asesinas.
Escuché medio hechizado las palabras de Jacob Settle. Había algo extraño en el tono de su voz, algo tan místico y ensoñador en sus ojos que me atravesaban como un espíritu del más allá, algo tan solemne en su acento y en tan marcado contraste con su ropa raída y la pobreza que le rodeaba que llegué a pensar que todo aquello no era más que un sueño.
Permanecimos en silencio durante mucho tiempo. Con creciente asombro, continué observando a aquel hombre que tenía frente a mí. Ahora que me había confesado su secreto, su alma, que había vuelto a la realidad, parecía erigirse de nuevo con renovada fuerza. Cualquiera se hubiera horrorizado con su historia pero, aunque resulte extraño decirlo, yo no lo estaba. No es agradable en absoluto escuchar la confesión de un asesino, pero este pobre hombre parecía no sólo haberse visto llevado a ello, sino tan arrepentido que yo no me sentía capaz de juzgarle. Quería tranquilizarle, así que le hablé con toda la calma de que fui capaz, aunque mi corazón latía con fuerza.
—No desespere, Jacob Settle. Dios es bueno y misericordioso. Viva con la esperanza de que algún día se sentirá liberado del pasado.
A continuación, me callé porque me di cuenta de que el sueño, un sueño natural esta vez, se aproximaba sigilosamente hacia él.
—Váyase a dormir —le dije—. Me quedaré aquí con usted y no tendrá más pesadillas esta noche.
Hizo un esfuerzo por calmarse y me contestó:
—No sé cómo agradecerle lo bueno que es conmigo, pero creo que es mejor que me deje a solas. Intentaré dormir. Es como si el habérselo contado todo me hubiera quitado un peso de encima. Debo luchar yo solo por mi vida.
—Me iré, si es lo que desea —le contesté—, pero deje que le dé un consejo: no viva tan solo. Vaya a donde haya otros hombres y mujeres. Viva entre ellos. Comparta sus alegrías y tristezas, eso le ayudará a olvidar. Esta soledad le hará enloquecer.
—Le haré caso ——contestó ya medio inconsciente mientras el sueño se adueñaba de él.
Me volví para marcharme y él me siguió con la mirada. Toqué el cerrojo de la puerta, lo solté y me dirigí de nuevo a la cama. Le tendí la mano; él la estrechó entre las suyas mientras se incorporaba. Entonces, le di las buenas noches e, intentando animarle, le dije:
—Valor, hombre, valor. Quedan muchas cosas por hacer en este mundo, Jacob Settle. Algún día podrá vestir esa túnica blanca y atravesará la puerta de acero.
A continuación, le dejé solo. Una semana después me encontré su cabaña vacía. Pregunté en la fábrica y me dijeron que se había marchado al Norte, aunque nadie supo decirme exactamente adonde.
Dos años más tarde, disfrutaba yo de unos días en Glasgow en compañía de mi amigo el doctor Munro. El doctor era un hombre muy ocupado y no disponía de mucho tiempo libre para estar conmigo, así que yo me pasaba el día haciendo excursiones a los Trossachs, a Loch Katrine y a El Clyde.
El segundo día de estar allí, regresé un poco más tarde de lo habitual, pero mi anfitrión tampoco estaba en casa. La criada me dijo que le habían llamado del hospital por un accidente ocurrido en las obras de la conducción del gas y que la cena se posponía una hora. Le dije que daría un paseo y que iba a buscar a su señor. Ambos regresaríamos juntos. Me encontré con él en el hospital lavándose las manos para regresar a casa.
Le pregunté cuál había sido el motivo del accidente.
—¡Lo de siempre! Una cuerda podrida y, sin más explicación, unos hombres pierden la vida. Dos hombres estaban trabajando en el gasómetro, cuando la cuerda que sostenía el andamiaje se partió. Debió de ocurrir justo antes de la hora de la cena, porque nadie se dio cuenta de que faltaban hasta que volvieron al trabajo. En el gasómetro había más de siete pies de agua. Tuvo que ser muy duro, pobre gente. Uno de ellos estaba vivo, pero nos costó mucho sacarlo. Parecía como si le debiera la vida a su compañero, nunca he visto nada tan heroico. Nadaron juntos mientras les quedaban fuerzas pero, al final, estaban tan agotados que, a pesar de las luces que tenían por encima y de los hombres que bajaron con cuerdas, no pudieron salvarse. Uno de ellos se puso de pie sobre el fondo y alzó a su compañero por encima de su cabeza. Ese esfuerzo le llevó a la muerte. Fue horrible cuando los sacaron. El agua, mezclada con el gas y el alquitrán, tenía el aspecto de un tinte de color morado. Parecía como si el hombre que estaba más arriba estuviera bañado en sangre. ¡Puuag!
—¿Y el otro?
—Ése estaba aún peor, pero debió de ser un gran compañero. La lucha bajo el agua tuvo que ser espantosa. No había más que ver cómo le chorreaba la sangre por las extremidades. Al mirarle, parecía como si tuviera estigmas. Estoy seguro de que el valor de ese hombre podría haber cambiado el mundo por completo. Con él se abrirían las puertas del Cielo. Mira esto. No es que sea muy agradable, sobre todo antes de cenar, pero eres escritor y se trata de un caso extraño. Hay algo que no puedes perderte, casi seguro que nunca vas a ver algo parecido.
Mientras hablaba, me llevó hacia el depósito de cadáveres del hospital. En el ataúd había un cuerpo cubierto con una sábana blanca, que lo envolvía.
—Parece una crisálida, ¿verdad? Jack, si alguna vez el alma del ser humano se ha representado como una mariposa, la que ha salido de esta crisálida debe de ser muy hermosa y sus alas deben de tener todos los colores del arco iris. ¡Mira!
Y descubrió el rostro del cadáver. Era horrible, parecía como si estuviera teñido de sangre. Pero le reconocí enseguida. ¡Era Jacob Settle!
Mi amigo tiró de la sábana hacia atrás. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho púrpura, como si alguien de buen corazón se hubiera preocupado en colocárselas así. Cuando las vi, mi corazón empezó a latir con fuerza y se me vino a la mente aquel sueño suyo tan terrible. Aquellas valientes manos estaban inmaculadas, no tenían ni el más mínimo rastro de tinte.
De alguna manera, mientras le miraba, supe que el maldito sueño había terminado para siempre. Aquella alma noble había encontrado la forma de cruzar la puerta. Las manos, apoyadas en la túnica blanca que le cubría, estaban limpias de culpa.

16
febrero

Ma Rainey

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La madre del blues y maestra de Bessie Smith, la Emperatriz del blues. Supongo que ya no hacen falta más presentaciones.

Deep Moaning Blues
El sonido no es muy bueno, pero son grabaciones de finales de los años veinte del siglo pasado.

Booze And Blues

12
febrero

Katharine Susannah Prichard - "La huida"

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Novelista, cuentista, dramaturga y poeta australiana (aunque nacida en Fidji). Fue la primera autora australiana en conseguir el reconocimiento internacional. Las luchas e injusticias sociales (el racismo, la explotación, ...) fueron el centro de muchas de sus obras.
Este cuento ("Flight") pertenece al volumen "Potch and Colour" publicado en 1944.
La versión es la de Anabel Martín, Susana Litrán, Adolfo Fernández, Sergio Sanjosé y Miquel Franch.

El agente de policía John O’Shea era un hombre enojado cuando se fue del rancho Movingunda con tres niñas mestizas atadas detrás de él.
Los tres únicos hombres blancos que había en el rancho miraban, reían y charlaban cuando subió y se puso en marcha con una horda de madres aborígenes y de perros aullando tras él. La mayoría de los hombres nativos estaban fuera reuniendo ganado «gracias a Dios —pensó O’Shea— o podría haber pasado algo.»
Durante millas las mujeres y los perros los siguieron gritando y chillando; las niñas gritaban y chillaban también.
Las mujeres finalmente se quedaron atrás, pero las niñas siguieron lamentándose y lloriqueando.
O’Shea estaba contento de poder alcanzar la protección de la maleza y así seguir la pista sobre el terreno – árido y condenado a la sequía – en dirección a Lorgans.
Era un día claro, frío y soleado.
Desde la meseta del rancho O’Shea veía los claros extendiéndose a lo lejos; un azul grisáceo como el del mar en invierno, un triángulo de colinas azul oscuro en contraste con el lejano horizonte. Cerca, los árboles parecían muertos o moribundos, aunque las lluvias recientes habían dejado charcos. El verde fresco fue rayando la tierra rojiza cerca de ellos, creando manchas vivas sobre su malla de negros guijarros de hierro.
O’Shea se resentía por tener que recoger niñas mestizas y enviarlas a las instituciones gubernamentales por orden del Departamento de Aborígenes. No lo consideraba un trabajo para un hombre que debía mantener el prestigio del poder y mantener la ley y el orden en un distrito tan lejano de la capital.
Pero había recibido instrucciones de que debía enviar tres niñas mestizas de Movingunda en el tren que pasaba por Lorgans el ocho de ese mes. Así que no había más que recoger a las niñas y entregarlas al oficial que encontraría en el tren.
Había sido un feo asunto el separar a las niñas de sus madres. ¡Qué manera de gritar y aullar, farfullar e implorar, al intentar esconder a las niñas y salir corriendo con éstas entre los matorrales! Una de las madres y su niña aterrorizada se habían subido a un árbol cerca del riachuelo. Muy entrada la noche, madre e hija lograron volver arrastrándose y dormir junto al fuego del campamento; fue entonces cuando las capturó.
O’Shea sudaba y maldecía mientras pensaba en ello. Había sido objeto de burla para los hombres blancos de Movingunda, ninguno de ellos le hubiera echado una mano. Sabía que no hubiera valido la pena pedirles ayuda. Murphy había promovido buena parte del espectáculo. Era el padre de una de la niñas, pero no se atrevió a admitirlo. No se le podía culpar ahora que había una sanción por convivir con mujeres nativas. Pero Fitz Murphy estuvo viviendo con una durante años, y tuvo varios hijos suyos: todo el mundo lo sabía.
McEacharn, al menos, aclaró su posición:
—No —dijo—, no son hijas mías. Si lo fuesen, no te las llevarías.
También estaba todo el papeleo oficial, el ponerles nombres a las niñas sin referencia a los padres, ya fueran blancos o negros: sólo etiquetas para diferenciarlas. Una pérdida de tiempo, se dijo O’Shea a sí mismo, ya que el objeto de su viaje era separar a las niñas de sus familías aborígenes y de su entorno.
O’Shea había agotado toda su imaginación inventando nombres para crías mestizas. Este no era el primer grupo que tenía que inscribir en el registro. Se podía utilizar el nombre por el que se reconocía a la chica en el rancho, pero había que añadirle un apellido. O’Shea maldecía el reglamento.
Esta vez tenía los nombres nativos de las niñas: Mynie, Nanja y Coorin. Molly, Polly y Dolly eran más fáciles de recordar. Así que las inscribió como Molly, Polly y Dolly. Pero, los apellidos… – se rompía la cabeza buscando apellidos para todo el grupo. El padre de una niña no podía permitirse ser implicado, aunque ocasionalmente se podía adaptar el nombre de un rancho o distrito con resultados bastante satisfactorios.
—¿Qué significa Movingunda en la jerga de los negros? —le preguntó a McEacharn.
—Colina de Hormigas.
—Eso servirá —sonrió con sarcasmo O’Shea, y escribió «Hormiguero» detrás de «Molly».
—¿Que tal os va muchachos? —continuó—. ¿Alguno de vosotros desea ponerle un nombre a una chica?
—¡Ni hablar! —fanfarroneó Murphy.
—Todo lo que digas puede ser utilizado como testimonio en tu contra, ¿verdad Murphy? —replicó O’Shea secamente.
Los hombres se echaron a reír.
—Puedes darle mi nombre a todo el maldito grupo si quieres —gruño McEacharn—, aunque Dios sabe que yo no he tocado a las negras.
—Bien.
O’Shea garabateó «McEacharn» como apellido de la siguiente niña.
—¿Y la más joven?
Mick Donovan, el viejo explorador que había venido al rancho para comprar provisiones, sonrió:
—Ésta es la que te hizo correr tanto.
—Llámala «Pequeña» y todo arreglado —avisó McEacharn.
O’Shea estaba agradecido por la sugerencia.
—Bien —dijo, plegando su informe y guardándolo junto a un fajo de papeles en el bolsillo superior de su uniforme—. Este lote empezará su vida de señoritas con apellidos de muy buen tono.
Lo peor era que no podía recordar quién era quién, y las chicas no sabían quién de ellas debía ser Molly, Polly o Dolly. Sólo responderían a sus nombres nativos. Pero, ¡demonios!, ¡un hombre no debe preocuparse por eso! El Departamento tendría que clasificarlas de algún modo.
El estado de ánimo del agente O’Shea no mejoró mientras cabalgaba. Su caballo, Chief, una nerviosa y enérgica bestia, era muy difícil de controlar en la mayoría de las ocasiones, y esas tres apestosas crías sentadas en su espalda le irritaban. No pesaban mucho más que un puñado de palomas silvestres, pero el balanceo de sus piernas y sus pequeños y huesudos traseros rozaban y molestaban a Chief. Había intentado más de una vez quitárselas de encima, sobresaltándose y dando vueltas cada vez que tenía una oportunidad. Las chicas se mantenían pegadas al caballo como parásitos, a pesar de estar atadas juntas. La mayor estaba atada a la cintura de O’Shea, las otras a ella.
Hacía calor al mediodía, el cielo era azul y despejado, y el sol deslumbrante. Cuando O’Shea sintió sed, dio a las chicas un trago de su cantimplora y un trozo de pan y otro de carne de la comida que el cocinero del rancho le había preparado. Las chicas estaban tan asustadas que le miraron fijamente, con los ojos desorbitados, cuando les habló. No dijeron ni una palabra. O’Shea se dio cuenta de que aún tendrían que hacer otra parada para comer, así que racionó las provisiones cuidadosamente.
No había previsto ese pícnic. Había esperado que McEacharn hubiese podido disponer de su coche para llevar a las chicas hasta Lorgans. McEacharn había dado a entender, con falsas excusas, que no podía hacer nada al respecto. Tenía un importante compromiso en Ethel Creek, a 100 millas en dirección contraria, y el calesín del rancho estaba fuera, en otro campamento.
O’Shea comprendió que si las chicas tenían que ser enviadas en tren en el plazo de tres días, tendría que ser él mismo el responsable de su transporte. No había otra solución que cargar con ellas. También tendría que pasar la noche a la intemperie.
Claro que también podía pasar por el rancho de Sandy Gap y pedir al encargado que los alojara a él y a sus pasajeras por la noche. Pero soportar otra noche de risas y juegos ¡de ninguna manera!, si era posible evitarlo. Iba a resultar incómodo acampar en el camino y tener que vigilar a esas pequeñas moscas. No tenía mantas, así que tendrían que dormir al calor de una hoguera. Tenía su chubasquero para utilizarlo como tela impermeable y como abrigo, y su silla de montar le serviría de almohada.
A la puesta de sol, cuando bajó a las chicas de su gran caballo, le hubiese gustado soltar las cuerdas que las ataban por la cintura, pero sabía perfectamente qué podía pasar si las dejaba en libertad. Desaparecerían como un rayo. Conocían aquella tierra mejor que él, a pesar de ser tan jóvenes, y volverían a Movingunda. Además, parecería un verdadero estúpido persiguiéndolas, con todo el trabajo de capturarlas y de volverse otra vez con ellas.
En circunstancias normales hubiese tenido a su rastreador negro, Charley, para que vigilase a las chicas y encendiese el fuego. Pero Charlie estaba prestando declaración en un juicio nativo en Meekatharra. No había otro remedio que mantener atadas a las criaturas y ocuparse él de hacer fuego.
O’Shea maldijo su suerte cuando recogió un montón de troncos de acacia y les prendió fuego. Maldijo las esperanzas de promoción que le habían llevado al campo. Maldijo a Murphy y a cada hombre del Noroeste que hubiese engendrado mestizos. Maldijo a McEacharn por mostrar que no tenía intención de facilitar la tarea para que permitieran alejar a las jóvenes de su rancho. Maldijo al Señor Ministro Protector de Aborígenes y al Departamento por su odiosa costumbre de responsabilizar a los policías de trabajos en lugares insólitos que deberían realizar los oficiales del Departamento de Aborígenes. Maldijo a todo bienintencionado hombre o mujer que creyera que el gobierno debía hacer «algo» por estas chicas mestizas, sin una consideración oportuna de lo que debía ser ese «algo».
Las tres pequeñas se sentaron en el suelo mirándole. Tres pares de preciosos ojos oscuros seguían cada uno de sus movimientos, alertas y recelosas. A la mayor de las chicas la había registrado con la edad de nueve años, a las otras con siete y con ocho.
Parte del enfado de O’Shea, aunque no quería admitirlo, era debido a la manera de mirarle las niñas. No podía soportar que le mirasen como si fuese un ogro que las fuera a devorar en cualquier momento. Era un hombre bien parecido, joven y bondadoso, y se enorgullecía de cumplir sus obligaciones concienzudamente, pero sin severidad.
Un hombre tenía que conseguir ser bien considerado para tener éxito en una región como ésta, donde O’Shea era el único policía en unas 100 millas a la redonda, y tenía que depender de la asistencia de los rancheros y de los directores de las minas en caso de emergencia. Este trabajo le hizo impopular entre los ranchos, y él lo aborrecía. Hubiera preferido precipitarse a arrestar a una docena de borrachos camorristas, según decía, antes que tener que ir recogiendo chicas mestizas en nombre del Departamento de Aborígenes. ¿Por qué no podía el Departamento hacer su propio trabajo sucio?
O’Shea estaba molesto por la idea de que el trabajo que le habían obligado a realizar era sucio. ¿Cómo podría gustarle a una mujer que separaran sus hijas de ella, sabiendo perfectamente que no tendría oportunidad de volverlas a ver? ¿A su propia mujer, por ejemplo?
O’Shea sonrió, imaginando a cualquiera intentando separar a su esposa Nancy de sus hijos, el niño y las tres pequeñas de cabellos rubios. Pero después de haber dado algo de comer y de beber a las niñas aborígenes, tomó la precaución de atarles las manos con tiras de cuero para evitar que pudiesen aflojar la cuerda que tenían alrededor de sus cinturas y pudieran escapar. Las niñas se acurrucaron y se quedaron dormidas, gimoteando un poco, pero evidentemente sin esperanzas de escapar. O’Shea se estiró incómodamente al otro lado de la hoguera y cayó en un sueño ligero.
Al segundo día por la tarde llegó a Lorgans por un sendero que cruzaba la cordillera. Había procurado no llegar antes de que oscureciera, para que nadie lo viera.
Durante muchos años Lorgans había sido uno de esos pueblos mineros abandonados, en los que sólo quedan los restos de una vieja mina, un hotel y las ruinas de unas cuantas tiendas para dar testimonio de su pasado próspero. Pero las vías del tren aún pasaban a un kilómetro del pueblo y con la reapertura de la mina el pueblo adquirió vida nuevamente. El oro estaba dando buen resultado. A la designación de O’Shea siguió una intensa actividad minera en la llanura. Se abrieron nuevos pozos y surgieron comercios de entre las ruinas. En pocos meses Lorgans contaba con 300 ó 400 habitantes y O’Shea había traído a su mujer y a sus hijas a vivir al nuevo cuartel de policía, construido para él a la entrada del pueblo.
Cuando llegó a la verja del patio, situado detrás de su casa, O’Shea desmontó del caballo e hizo lo propio con Mynie, Nanja y Coorin. No quería que su mujer le viera con esas niñas acongojadas detrás de él y se echara a reír, como seguramente haría. Se reía tan fácilmente. Su sentido del humor la mantenía rolliza y contenta en aquel «rincón abandonado», como ella solía decir; pero O’Shea no iba a dejar que se riese de él, si podía evitarlo.
Un perro empezó a ladrar al advertir su presencia. La señora O’Shea salió precipitadamente de la casa en el instante en que oyó los ladridos. Sus hijos pululaban a su alrededor. Era una mujer rubia, gruesa, bastante joven, jovial y con unos pechos generosos. Sus hijos eran igual que ella: tenían el pelo rubio y la piel clara y rosada. Llenos de entusiasmo y excitación, corrieron a saludar a su padre. Este alzó a su hijo en brazos mientras las niñas se aferraban a él.
Fue la señora O’Shea quien descubrió a las tres pequeñas mestizas acurrucadas y mirándola fijamente con una expresión de asombro y angustia.
—Oh, Jack —exclamó—. ¡Pobres criaturas! ¿Qué vas a hacer con ellas?
—¿Tú qué crees? —preguntó O’Shea impaciente—. ¿Quedármelas como animales domésticos?
Sus hijas sospechaban lo que había pasado. Preguntaban alborotadamente:
—Papá, ¿les diste una vuelta en tu caballo?
—Papá, ¿por qué no podemos dar una vuelta en tu caballo?
—Papá, ¡yo también quiero montar detrás de ti en Chief!
—Quiero dar una vuelta...
—Papá, ¿puedo dar una vuelta también?
Las mestizas miraban atónitas a los otros niños. ¿Cómo podían hablar al policía de forma tan descarada y despreocupada?
—Pero no pueden seguir atadas así —protestó la esposa, todavía preocupada por aquellas pequeñas e infelices criaturas.
—Son salvajes como los pájaros —exclamó irritado el policía—. Si les diese una oportunidad, volverían a Movingunda en menos que canta un gallo. Y yo no volvería a pasar por todo lo que he pasado, para cogerlas otra vez, ni siquiera por un montón de dinero.
Bajó a su hijo del caballo y caminó hacia un cobertizo de chapa de hierro ondulada que tenía una pequeña ventana cuadrada tapada con alambre de espino. Abrió la puerta violentamente.
—Vosotras, venid —dijo—. No os haré daño. La señora os traerá comida dentro de poco.
Mynie, Nanja y Coorin se acercaron lentamente, con desgana, hacia la puerta; sus ojos buscaban desesperadamente algo que las salvara de aquel oscuro cobertizo.
Éste servía de calabozo, pero no se utilizaba casi nunca excepto para encerrar a algún borracho descontrolado o a algún prisionero nativo.
—No las pongas ahí, Jack —imploró su mujer—. Se morirán de miedo... y está haciendo un frío terrible estas noches.
—No las puedes llevar a casa —replicó O’Shea.
—¿Y qué me dices de la habitación al fondo de la terraza? — insistió su esposa—. Allí no pueden hacer ningún daño. Las llevaré mientras tú das de comer a Chief.
—Haz lo que quieras. Mañana les tocará lavado y desinfección.
O’Shea se desabrochó la chaqueta azul marino del uniforme, la colgó en un poste y se dirigió a desensillar el caballo.
—Venid, niñas —llamó alegremente su esposa a las mestizas.
Éstas se arrastaron tras ella, mientras cruzaba el patio pesadamente. Sus propios hijos la siguieron con curiosidad.
—Venga, acabad de cenar —les dijo la madre—. Ah, Phyll, cuida de que Bobbie no derrame su cacao sobre el mantel.
O’Shea retiró con gestos rápidos la sobrecincha y la cincha de la silla de montar; las levantó con una mano, y el gran bayo le siguió al establo. Antes de entrar en la casa dio una abundante y rica comida a su caballo, lo almohazó y llenó de agua la pila situada al lado de la puerta del establo.
El niño estaba sentado en la sillita alta, y las tres niñas blancas, aproximadamente de la misma edad que aquellas criaturas mestizas, estaban parloteando alborozadamente después de la cena. Tenían un aspecto muy saludable y encantador, con las coletas cuidadosamente trenzadas y los delantales estampados cubriendo los vestidos. Nancy era una madre estupenda. Siempre conseguía que los niños estuviesen aseados y guapos a la hora de la cena, y todo limpio y agradable cuando su marido regresaba de uno de aquellos largos viajes.
Pero esa noche en cuestión, mientras asaba su bistec junto al fuego, Nancy parecía algo preocupada. Su habitual talante jovial y afable se había ensombrecido.
—Estaré contenta cuando nos vayamos a otro lugar —dijo, poniendo un plato con un gran bistec, huevos escalfados y patatas fritas delante de su marido—. Todos estos raptos de niñas están acabando con mis nervios.
—Yo estoy tan harto como tú —replicó O’Shea quisquillosamente—. Si el Departamento quiere que lleve a cabo este trabajo, tendrán que proporcionarme un coche o al menos una calesa.
—Es una auténtica vergüenza la forma en que se aparta a esas niñas de sus madres —exclamó la señora O’Shea—. Las nativas acudirán desde Movingunda durante meses para preguntarme qué les ha pasado a sus hijas. Y yo, ¿qué puedo decirles?
—Explícales que han ido al sur para convertirse en señoras, como ya lo has hecho otras veces.
—No me creen. No se puede mentir a una aborigen. Lo único que sé es que nunca volverán a ver a sus hijas. Las niñas no recordarán a sus madres y las madres les perderán la pista a sus hijas.
—La gran idea es que se salva a las niñas de la vida depravada en los campamentos —le recordó O’Shea.
—Todo eso está muy bien —gritó indignada la mujer—. ¿Pero acaso el resultado no es el mismo al fin y al cabo? Las niñas aprenden a leer y a escribir y se convierten en criadas. Pero más de la mitad acaba igualmente llevando una vida depravada en la ciudad. Solamente que allá en el sur es peor para ellas, porque están entre desconocidos. Si una chica mestiza tiene un hijo aquí, es algo normal. Pero en el sur, es una desgracia. Bueno, y ¿por qué no se les puede dar a las chicas la oportunidad de volver, trabajar en los ranchos y casarse? Claro, porque las mujeres son tan escasas en el campo que las mestizas ocupan el primer lugar.
—Yo no tengo la culpa.
Su marido se dirigió pesadamente hacia una cómoda silla al lado del fuego y se desplomó en ella. Se quitó las botas de montar y estiró sus largas piernas cubiertas por calcetines tejidos a mano subidos hasta el final de los pantalones de montar.
—Te acuerdas de Emmalina del rancho de Koolija —continuó la señora O’Shea—. Cuando le enviaron a su hija al sur, se sentó al lado de la casa y estuvo gimiendo durante días. Si hubo alguna vez una mujer que murió porque alguien le rompiese el corazón, ésa fue ella.
—Por el amor de Dios, Nancy —protestó O’Shea—. Deja ya de preocuparte por esas niñas. Estoy harto de esas pequeñas bestias y de que se me tome por un estúpido. Ya he tenido bastante con soportarlas durante todo el viaje.
Mynie, Nanja y Coorin, sentadas en el suelo de la habitación contigua, oían la conversación; oían por primera vez algo sobre lo que iba a ser de ellas. Escuchaban absortas, mirando hacia la ventana enrejada con alambre de espino.
Sus rápidos sentidos, al escuchar cada movimiento y cada palabra, construían vívidas imágenes de lo que estaba sucediendo a la luz del fuego de la cocina, que habían vislumbrado al pasar por la terraza. Podían ver a O’Shea comiendo y – de pie y a su lado – a su mujer hablándole.
Cuando una de las niñas blancas pidió más pan con mermelada, pudieron oír a la madre, que estaba cortando el pan, dar una bofetada al chico por meter los dedos en la mermelada. Él chilló, y su padre lo bajó de la sillita y lo sentó en una de sus rodillas al lado del fuego. Las niñas gritaron por sentarse también en la rodilla de su padre, pero él las amenazó con enviarlas a la cama en aquel mismo momento si no se callaban y se portaban bien.
Cuando la familia terminó de comer y estuvo satisfecha, la señora O’Shea anunció que iba a llevar algo de comer a aquellas «pobres criaturitas». Un momento después giraba la llave de la puerta al fondo de la terraza y aparecía con un plato de pan con mermelada y tazas de té en una bandeja.
Mynie, Nanja y Coorin la miraron mientras ponía una taza esmaltada ante cada una de ellas y el plato de pan con mermelada en medio. No era necesario repartir las porciones. La señora O’Shea sabía que ellas lo harían escrupulosamente.
Las niñas estaban atadas una a otra por las muñecas. La señora O’Shea se movía con indecisión entre ellas, sonriendo y tratando maternalmente a aquellas niñas tan aterrorizadas y silenciosas. Eran unas criaturas muy delgadas, con grandes ojos marrones y pestañas rizadas, cabello castaño oscuro despeinado, y con ginaginas – tan sólo pedacitos de tela de algodón descolorido – sobre sus flacos cuerpos.
La habitación era una celda en todo excepto en el nombre y estaba reservada a los prisioneros más respetables. Había una mesa y una silla, y una cama cubierta con sábanas de un azul grisáceo. La ventana no tenía cristal, pero estaba enrejada con alambre de espino.
No existía ninguna posibilidad de que las mestizas pudieran salir cuando la puerta se cerraba, se dijo la señora. Así que se tomó la justicia por su mano: se arrodilló, y con sus firmes dientes blancos desató las correas que las ataban.
Ella sabía que Jack se pondría furioso si descubría lo que había hecho. Por la mañana ataría a las niñas de nuevo y confió en que nadie, excepto ella y las niñas, lo supiera. Se podía confiar en que ellas no dirían nada.
De todas maneras, estaba segura de que no hubiera pegado ojo pensando en aquellas pobrecitas sentadas allí como espantajos, atadas, pasando frío miserablemente. Cogió una manta de la cama y la estiró en el suelo para ellas.
—Tomad —dijo de un modo acogedor—. Seréis buenas chicas ¿verdad? No trataréis de escapar. El jefe me mataría si lo hicierais.
Cuando se marchó, cerrando la puerta tras ella, Mynie, Nanja y Coorin se apoderaron de las rebanadas de pan con mermelada que les había traído y tragaron el té caliente y dulce hecho con leche condensada.
La habitación estaba casi a oscuras, tan sólo la iluminaba aquel cuadrado de cielo estrellado enmarcado por la ventana enrejada con alambre de púas. Cuando Mynie hubo terminado su pan con mermelada y todo el té de su taza, se acercó sigilosamente a la ventana.
Miró hacia afuera furtivamente. A través del patio, detrás de la casa del los O’Shea, de los establos y de la cerca de los caballos, estaba el negro muro de las colinas. Mynie podía ver el sendero por el que el agente de policía había entrado, serpenteando la mina y el viejo pueblo hasta que desaparecía por una oscura masa de árboles. Un sorbido de nariz y un estremecimiento de instintiva decisión fueron suficientes para informar a sus compañeras. Los oscuros ojos se comunicaron prudentes y cautelosos.
Apoyándose contra la pared, en la sombra, Mynie empezó a toquetear el alambre de espino. Comprobó cada hilera por el lugar en que los clavos sujetaban el alambre al marco. Sus dedos se ensortijaban y giraban, avanzando lentamente.
Mynie, tras comprobar varias hileras de alambre, se dio la vuelta para mirar a Nanja y Coorin con un destello en sus ojos. Se arrastraron sigilosamente y vieron un par de clavos sueltos en sus cuencas. La madera se había deteriorado de manera que se podían extraer los clavos y doblar el alambre para dejar un hueco a través del cual el cuerpo de un niño lograría pasar.
Las tres volvieron a su sitio en el suelo cautelosamente y se sentaron mirando y esperando. Coorin se durmió. Su cabeza cayó en el hombro de Nanja, pero ésta y Mynie escuchaban – tensas y alertas – todo lo que estaba sucediendo en la cocina.
La señora O’Shea metió al niño en la cama. Envió a las niñas a que se lavaran y cepillaran el cabello. Ellas no querían irse a la cama. El policía les contó una historia sobre tres cerditos. Entonces le besaron diciendo ¡Buenas noches, papá!, una y otra vez, y se marcharon corriendo entre risas y parloteos.
—No olvidéis vuestras oraciones —exclamó la señora O’Shea.
Una tras otra, las pequeñas niñas blancas rezaron como si estuvieran recordando las palabras de una canción de corroboree :
Jesusito de mi vida
tú eres niño como yo,
por eso te quiero tanto
y te doy mi corazón.
¡Tómalo! ¡Tómalo!
Tuyo es y mío no.
La señora O’Shea entró en la habitación, besó a las niñas y apagó la luz. Quedaba todavía la vajilla por fregar. Iba y venía rápida y alegre, retirando los platos de la mesa. Él bostezó y se desperezó durante largo rato.
Al final exclamó:
—¡Estoy muerto de cansancio! ¿Qué tal si echamos un sueñecito?
Se fueron a una habitación de la parte delantera de la casa. Mynie y Nanja los oyeron moverse de acá para allá mientras se desvestían. La cama crujió cuando se metieron en ella. Durante un rato el policía y su esposa charlaron suavemente. De vez en cuando la risita de la señora O’Shea se apagaba. Entonces todo quedó en silencio. Solamente el sonido de una respiración regular vibraba a través de los delgados tabiques, el sonido de dos personas durmiendo profunda, tranquilamente, con algún suspiro ocasional o un largo y contraído ronquido.
Mynie y Nanja no necesitaban hablarse. Despertaron a Coorin. Inmediatamente comprendió por qué lo habían hecho. Una sola idea las dominaba a las tres. No sabían si creer que el policía mataría a su mujer si descubría que les había desatado las manos y la correa. No podían pensar en eso.
Su único instinto era escapar. Volver a las colinas y llanuras, a los chamizos de su propia gente. Era un país extraño, salvaje, el que tendrían que atravesar. Se encontraban en la parte más alejada de las colinas que habían sido los límites de su mundo. Aquellas misteriosas y azules colinas donde, decía Wonkena, vivía el gnarlu, el espíritu maléfico que llegó de la oscuridad saltando como una rana, cada vez que había un corroboree en Movingunda.
Habían oído a las mujeres cantar para asustarlo y habían visto a la vieja Nardadu en persona levantarse y arrojarle una estaca ardiendo una vez que se acercó demasiado al fuego del campamento. Les aterrorizaba la idea de cruzar de noche el territorio del gnarlu. Pero eran tan pequeñas e insignificantes, pensó Mynie, que podrían encontrar el camino de regreso a Movingunda sin ser vistas. De cualquier modo, había que superar el miedo si no querían que se las llevaran y no volver a ver nunca más a sus madres y su tierra.
Mynie se deslizó hacia la ventana y manipuló los clavos. Los extrajo. Sus ojos buscaban el cercado. Nada se movía. Volvió a doblar el alambre donde lo había desenredado. El agujero era suficientemente grande como para poder abrirse paso. Nanja levantó a Coorin. Mynie tiró de ella y la depositó en el suelo. Nanja se atascó y tuvo que hacer muchos esfuerzos para poder reunirse con ellas.
Durante un rato, se pegaron a la sombra de la casa, temerosas de moverse, no fuera que el perro se lanzara sobre ellas y sus ladrillos despertaran al policía O’Shea y a su mujer. Luego, gatearon bajo la terraza, hasta el lado opuesto. Pisando con cuidado, cruzaron el terreno guijarroso hasta el camino, sin mover apenas una piedra.
De pronto, silenciosamente, con sus pies desnudos y endurecidos, echaron a correr a gran velocidad hacia la colina. En pocos minutos el pueblo quedó atrás. Mientras subían por la colina, los árboles se acercaban, rodeándolas: mulga oscuro y rechinando, susurrando con voces extrañas; espino y minnereechi proyectando negras sombras; sombras que se extendían y se apretaban, deslizándose con una risa seca y aguda.
Nanja y Coorin se mantenían cerca de Mynie mientras continuaban. Las tres se apretaron una junto a otra cuando los desviados brazos de un árbol muerto oscilaron en dirección a ellas. Llevadas por el viento, se deslizaron a través de la maleza. La maleza se volvía más densa. Formas que se retorcían las miraban de cerca, maliciosamente, desde cada arbusto. Dedos delgados y huesudos trataban de asirlas y de arañarles las piernas, de romper sus ginaginas. Continuaron, llegando por fin a un barranco entre dos grandes colinas.
En lo más profundo de las colinas había un estanque, pero Mynie se alejó de él, sabiendo que los peores espíritus se esconden junto al agua oscura. Un siniestro «¡guauc! ¡guauc!» procedente del estanque las obligó a trepar por la colina. Las grandes rocas curtidas por la intemperie eran menos terribles que los árboles; se deslizaron de la sombra de una roca a otra, deteniéndose – con los corazones palpitándoles frenéticamente – para escuchar y observarlas, antes de marcharse sigilosamente.
Entonces se levantó la luna, una bandeja de plata empujándose hacia el otro lado de la colina. La luna apenas estaba a mitad de camino cuando una figura achaparrada y pesada pasó a través de ella, brincando y dejándose caer pesadamente en dirección a ellas.
Era el gnarlu – Mynie, Nanja y Coorin estaban seguras que era el gnarlu, el espantoso espíritu del mal, que habían visto brincando y dando pesados saltos, exactamente así, en el fuego del campamento durante un corroboree. No aguardaron a ver si este gnarlu tenía las mismas marcas blancas. Esta vez Nardadu no estaba para ahuyentarlo con la tea. Mynie se dio la vuelta y huyó, con Nanja y Coorin detrás de ella. Volvieron por donde habían venido, a través del barranco y de nuevo a la oscura maleza, llegando por fin a la senda que conducía a las minas, el pueblo y la casa del agente de policía.
El cielo ya tenía la media luz del falso amanecer antes de que llegaran allí. Se deslizaron por debajo de la cerca, atravesaron el terreno guijarroso al lado de la casa y gatearon por debajo de la terraza hasta el lado opuesto. El alambre de espino estaba abierto, exactamente como lo habían dejado. Mynie se retorció a través de él. Nanja levantó a Coorin. Luego ella misma se alzó a través de la ventana.
Cuando estaban sentadas, acurrucadas otra vez en el suelo, sus ojos se miraron y asintieron. Sin decir una palabra coincidían en que su miedo ante el futuro no era nada comparado con los horrores que habían dejado atrás. Incluso era un consuelo escuchar al policía y a su mujer durmiendo tranquilamente, suspirando con ocasionales ronquidos interminables.
Mynie se deslizó hasta la ventana, encontró los clavos en la repisa donde los había dejado, los colocó en su sitio y les dio vueltas con el alambre. Hecho esto, volvió a donde estaban Nanja y Coorin, se estiró en el suelo y arrastró la manta hacia ellas.
Cuando la señora O’Shea trajo porridge y leche unas horas más tarde, estaban todavía dormidas, yaciendo como crisálidas en la sombría manta.
—Sois buenas chicas —dijo alegremente—. Sabía que podía confiar en vosotras. Sois un poco negras, también un poco blancas.
—¡Yukki! —respiró Mynie, preguntándose si era ése el motivo por el cual habían vuelto a casa del hombre blanco. La señora O’Shea encontró la correa y la puso alrededor de sus cinturas de nuevo. Concienzudamente, como si estuviera pidiendo disculpas, anudó las tiras de cuero.

09
febrero

Leon Russell

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Uno de los grandes del rock pero que siempre ha estado en un segundo plano. "Carney", su disco más famoso (que yo tenía en cinta), ha sido una de mis más tristes pérdidas.

Crystal Closet Queen


A song for you
Uno de sus mayores éxitos.


Jumpin' Jack Flash/Young Blood
Su actuación en el histórico "Concert for Bangladesh" de 1971 (triple disco de vinilo que sí conservo). George Harrison y Eric Clapton a la guitarra, Ringo Starr en una de las baterías, Billy Preston al órgano, ... Quién los juntara de nuevo.

07
febrero

Wystan Hugh Auden

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Poeta inglés que también escribió ensayo (crítica literaria), teatro (en compañía de su amigo Christopher Isherwood) y libretos (junto a su pareja Chester Kallman) para algunas óperas. Sus primeras obras muestran sus ideas izquierdistas y su preocupación por la sicología (estuvo muy influenciado por la seudociencia del psicoanálisis). Posteriormente sus preocupaciones se volvieron hacia la religión. Está considerado uno de los más influyentes poetas ingleses del siglo XX.
La versión es la de Eduardo Iriarte.

Nosotros también habíamos conocido momentos dorados
Nosotros, también, habíamos conocido momentos dorados
en los que cuerpo y alma estaban en sintonía,
habíamos bailado con nuestros amores verdaderos
a la luz de una luna llena,
y nos habíamos sentado con los sabios y los buenos
mientras las lenguas cobraban ingenio y alegría
degustando algún noble plato
directo de Escoffier;
habíamos sentido la gloria indiscreta
que las lágrimas reservan aparte.
Y a la grandiosa usanza de antaño
habríamos cantado con el corazón henchido.
Pero, objeto de zarpazos y chismorreos,
por parte de la promiscua multitud
transformados por ardid de los editores
en hechizos para confundir a la muchedumbre,
todas las palabras como Paz y Amor,
todo discurso afirmativo y cuerdo,
había sido mancillado, profanado,
degradado hasta tornarse horrendo chirrido mecánico.
Ningún estilo moderado sobrevivió
al pandemonio
salvo el burlón, el sotto-voce,
irónico y monocromo:
y ¿dónde íbamos a encontrar refugio
para la dicha o el mero contento
cuando apenas nada quedaba en pie
salvo el suburbio de la disensión?


No habrá paz
Aunque el tiempo suave y despejado
sonríe de nuevo sobre el condado de tu estima
y sus colores regresan, la tormenta te ha cambiado:
no olvidarás, nunca,
la oscuridad que borra la esperanza, la tempestad
que profetiza tu perdición.

Debes vivir con tu conocimiento.
Muy atrás, más allá, fuera de ti hay otros,
en ausencias sin luna de los que nunca supiste,
quienes desde luego supieron de ti,
seres de género y número desconocidos:
y no les gustas.

¿Qué les has hecho?
¿Nada? Nada no es una respuesta:
llegarás a creer —¿cómo vas a evitarlo?—
que se lo hiciste, que les hiciste algo;
te encontrarás deseando poder hacerles reír,
ansiarás su amistad.

No habrá paz.
Contraataca, pues, con todo el valor que tengas
y todos los amagos canallas que conozcas,
con la tranquilidad de conciencia de que
su causa, si la tuvieron, no les importa ahora en absoluto;
odian simplemente por odiar.



Salta antes de mirar
La sensación de peligro no debe desaparecer:
el camino es sin duda tan breve como escarpado,
por muy paulatino que parezca desde aquí;
mira si quieres, pero tendrás que saltar.

Los hombres duros se ponen sensibleros en sueños
y quebrantan las ordenanzas que cualquier necio puede respetar;
no es la convención sino el miedo
lo que tiene tendencia a desaparecer.

Los esfuerzos cavilosos de la masa atareada,
la suciedad, la imprecisión y la cerveza
rinden unas cuantas agudezas todos los años;
ríete si puedes, pero tendrás que saltar.

Las prendas que se considera adecuado vestir
no serán baratas ni prácticas,
mientras consintamos en vivir cual ovejas
y nunca mencionar a quienes desaparecen.

Mucho cabe decir a favor del desparpajo social,
pero alegrarse cuando no hay nadie
es más difícil incluso que el llanto;
nadie mira, pero tienes que saltar.

Una soledad de diez mil brazas de hondura
sustenta el lecho en el que yacemos, cariño:
aunque te quiero, tendrás que saltar;
nuestro ensueño de seguridad debe desaparecer.

04
febrero

Raymonde Linossier - "Bibi-la-Bibiste"

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Francis Poulenc y Raymonde Linossier
Autora francesa inmersa en todo lo que el mundo de la cultura de principios del siglo XX en París pudiera darle. Formó parte de los potasson, apelativo con el que el poeta Léon-Paul Fargue designaba al grupo de amigos (principalmente escritores y músicos) que solían reunirse en "La Maison des Amis des Livres", la mítica librería fundada por Adrienne Monnier.
Esta obra (que es una novela, no un cuento) dio lugar a una doctrina, el bibismo (en palabras de Monnier, una especie de dadaísmo avant la lettre), una aspiración de instaurer el gusto por lo extravagante y lo primitivo. La primera edición fue de cincuenta ejemplares impresos por la esposa de Paul Birault (la misma que se atrevió a imprimir los caligramas de Apollinaire) y luego fue publicada por Ezra Pound en Little Review. La obra está dedicada a Francis Poulenc, su amigo de la infancia.
Las notas al pie están en el original.
La traducción del francés es mía (así que míos son todos los defectos que tenga).


Capítulo Primero
Infancia

Su nacimiento fue igual que el de otros niños.
Por eso la llamaron Bibi-la-Bibiste.

(Ésta fue la infancia de Bibi-la-Bibiste)


Capítulo segundo
Adolescencia

La sangre fluía roja por sus arterias; la sangre fluía negra por sus venas. (1)

(Así fue la adolescencia de Bibi-la-Bibiste)


Capítulo Tercero
Amor

A los dieciseis años ella trabajaba en un taller.
- ¡Ay! Me pica la nariz! Exclamó.
- Es un viejo quien te ama, respondieron sus compañeras, interrumpiendo su canción.
Una violenta emoción se apoderó de ella. Su corazón dio un vuelco en su pecho.

(Éstos fueron los amores de Bibi-la-Bibiste)


Capítulo Cuarto
Decepción

Salió.
En la populosa calle, los ancianos pasaban, numerosos. Bibi-la-Bibiste los examinaba con mirada ansiosa. Pero nadie respondió a su llamada. Sólo uno le lanzó una mirada ardiente, y ¡él era joven!
No queriendo oponerse a los misteriosos designios de la Fatalidad (2), Bibi-la-Bibiste siguió su camino.

(Y ésta fue la decepción de Bibi-la-Bibiste)


Capítulo Quinto
Cortina

En una cama de hospital murió Bibi-la-Bibiste. Como María su patrona, como Juana de Arco, era virgen. Pero su ficha tenía una anotación "sifilítica".
¡Oh, el mágico poder de una mirada amorosa!

(Y éste es el último y más trágico capítulo de la novela Bibi-la-Bibiste)



(1) Cf. Caustier, Anatomie et physiologie animale et végétale.
(2) Se debería haber puesto "Providence" si la novela estuviera destinada a La Croix.