Este cuento pertenece a «Cinque romanzi brevi», publicado en 1964.
La versión es la de María Esther Benítez.
La madre era pequeña y flaca, algo cargada de hombros; llevaba siempre una falda azul y una blusa de lana roja. Tenía un pelo negro crespo y corto, lo untaba siempre con aceite para que no abultara tanto; todos los días se depilaba las cejas, convirtiéndolas en dos pececillos negros que serpenteaban hacia las sienes; se empolvaba el rostro con unos polvos amarillos. Era muy joven; ellos no sabían cuántos años tenía, pero parecía mucho más joven que las madres de sus compañeros de escuela; los muchachos siempre se asombraban al ver a las madres de sus compañeros, lo gordas y viejas que eran. Fumaba mucho y tenía los dedos manchados de tabaco; fumaba incluso por la noche, en la cama, antes de dormirse. Dormían los tres juntos, en el gran lecho matrimonial con el edredón amarillo; la madre estaba al lado de la puerta, en la mesilla de noche tenía una lámpara con la pantalla envuelta en un trapo rojo, porque de noche leía y fumaba; a veces regresaba muy tarde, los chicos se despertaban entonces y le preguntaban dónde había estado; ella contestaba casi siempre: «En el cine», o bien: «Con una amiga mía». No sabían quién era esa amiga porque nunca había venido a casa ninguna amiga a buscar a la madre. Ella les decía que tenían que volverse del otro lado mientras se desnudaba, oían el roce veloz de los trajes, en las paredes bailaban sombras; se metía en la cama a su lado, un flaco cuerpo en el frío camisón de seda, y se apartaban de ella porque siempre se quejaba de que se le echaban encima y le daban patadas en sueños; a veces apagaba la luz para que ellos se durmieran y fumaba en silencio en la sombra.
La madre no era importante. Eran importantes la abuela, el abuelo, la tía Clementina, que vivía en el campo y llegaba de vez en cuando con castañas y harina amarilla; era importante Diomira, la criada, era importante Giovanni, el portero tísico que hacía sillas de paja; todas estas personas eran muy importantes para los dos chicos porque eran gente fuerte en la que se podía confiar, gente fuerte al permitir y al prohibir, muy listos en todas las cosas que hacían y siempre llenos de sabiduría y de fuerza; gente que podía defender de las tormentas y de los ladrones. Pero si estaban solos en casa con su madre, los niños tenían tanto miedo como si hubieran estado solos; en cuanto a lo de permitir o prohibir, ella no permitía ni prohibía nunca nada, como mucho se quejaba con una voz cansada: «No hagáis tanto ruido, que me duele la cabeza», y si le pedían permiso para hacer algo, contestaba al instante: «Pedídselo a la abuela», o bien decía primero que no y después que sí y después que no, y era un lío. Cuando salían solos con su madre se sentían inseguros, porque ella siempre se equivocaba de calles y había que preguntarle al guardia, y además tenía un modo tan grotesco y tímido de entrar en las tiendas y pedir las cosas que iba a comprar, y en las tiendas siempre se le olvidaba algo, los guantes o el bolso o la bufanda, y había que regresar a buscarlo y a los chicos les daba vergüenza.
La madre tenía desordenados los cajones y dejaba todas las cosas tiradas, y Diomira, por la mañana, cuando arreglaba la habitación, refunfuñaba contra ella. Llamaba incluso a la abuela para que lo viese y juntas recogían medias y trajes y barrían la ceniza que estaba diseminada por todas partes. La madre iba a hacer la compra por la mañana; volvía y arrojaba la bolsa de red sobre la mesa de mármol de la cocina, cogía su bicicleta y corría a la oficina donde estaba empleada. Diomira miraba todo lo que había en la red, tocaba las naranjas una a una y la carne, refunfuñaba y llamaba a la abuela para que viera lo mala que era la carne. La madre regresaba a casa cuando todos ellos habían comido ya y comía a toda prisa con el periódico apoyado en el vaso, y después se marchaba de nuevo a la oficina y volvían a verla un momento a la hora de cenar, pero después de cenar casi siempre se iba.
Los chicos hacían sus deberes en el dormitorio. Había un retrato del padre, grande, en la cabecera de la cama, con una cuadrada barba negra y cabeza calva y gafas con montura de concha, y además otro retratito en la mesa, con el niño menor en brazos. Su padre había muerto cuando eran muy pequeños, no recordaban nada de él; mejor dicho, en la memoria del chico mayor quedaba la sombra de una tarde remotísima, en el campo, en casa de tía Clementina: el padre lo empujaba por el prado en una carretilla verde; luego había encontrado un trozo de aquella carretilla, un mango y la rueda, en el desván de tía Clementina; de nueva era una carretilla preciosa y él estaba encantado de tenerla; su padre lo empujaba corriendo y su larga barba revoloteaba. No sabían nada del padre, pero pensaban que debía ser del tipo de los que son fuertes y sabios al permitir y al prohibir; la abuela, cuando el abuelo o Diomira se enfadaban con la madre, decía que había que tener compasión de ella porque había sido muy desgraciada, y decía que si hubiera estado Eugenio, el padre de los chicos, habría sido una mujer muy distinta, pero que había tenido la desgracia de perder a su marido cuando aún era muy joven. Hubo durante cierto tiempo una abuela materna, pero nunca la vieron porque vivía en Francia, pero escribía y mandaba regalitos por Navidad; después acabó muriéndose, porque era muy vieja.
De merienda comían castañas, o pan con aceite y vinagre, y después, si habían acabado los deberes, podían bajar a jugar a la plazuela o entre las ruinas de los baños públicos, destrozados por un bombardeo. En la plazuela había muchas palomas y ellos les llevaban pan o hacían que Diomira les diera un cucurucho de restos de arroz. Allí se encontraban con todos los chavales del barrio, los compañeros de la escuela y otros que veían también el domingo en el centro parroquial, cuando jugaban un partido de pelota con el padre Vigliani, que se subía la sotana negra y daba patadas. También en la plazuela jugaban a veces a la pelota o jugaban a policías y ladrones. La abuela se asomaba de vez en cuando al balcón y les gritaba que no se lastimaran; era bonito ver desde la plaza oscura las ventanas iluminadas de la casa, allá en el tercer piso, y saber que se podía regresar allí, calentarse junto a la estufa y defenderse de la noche. La abuela se sentaba en la cocina con Diomira y remendaban las sábanas; el abuelo se quedaba en el comedor y fumaba su pipa con el gorro en la cabeza. La abuela era muy gorda, vestida de negro, y llevaba en el pecho un medallón con el retrato de tío Oreste que había muerto en la guerra; era estupenda haciendo pizzas y guisando otras cosas. La abuela los ponía a veces en sus rodillas, incluso ahora que eran bastante mayores; era gorda, tenía un gran pecho muy blando; debajo del escote del traje negro se veía la gruesa camiseta de lana blanca con bordes de festón que se había hecho ella misma. Los ponía en sus rodillas y les decía en su dialecto palabras tiernas y un poco compasivas; y después se sacaba del moño una horquilla de hierro y les limpiaba las orejas; ellos chillaban y querían escapar y aparecía en la puerta el abuelo con su pipa.
El abuelo era antes profesor de latín y griego en el instituto. Ahora estaba retirado y escribía una gramática griega; muchos de sus antiguos alumnos venían a verlo de vez en cuando, y Diomira tenía entonces que hacer café; en el retrete había hojas de cuadernos con versiones del latín y del griego, con sus correcciones en rojo y azul. El abuelo tenía una barbita blanca, algo así como la de una cabra, y no había que hacer ruido porque tenía los nervios cansados por tantos años de enseñanza; siempre estaba un poco asustado por las subidas de los precios y la abuela tenía que discutir con él por la mañana, porque se asombraba del dinero que se necesitaba; decía que quizá Diomira robaba el azúcar y se hacía café a escondidas, y Diomira entonces lo oía y corría junto a él a gritar, el café era para los estudiantes que venían siempre; pero se trataba de pequeños incidentes que se calmaban en seguida y los chicos no se asustaban, aunque sí se asustaban cuando había una pelea entre el abuelo y la madre; ocurría algunas veces si su madre regresaba muy tarde por la noche, y entonces él salía de su cuarto con el abrigo encima del pijama y descalzo, y gritaban él y la madre. Él decía:
—Sé dónde has estado, sé dónde has estado, sé muy bien quién eres.
Y la madre decía:
—¡Qué me importa! —y decía— ¡Mira, ya me has despertado a los niños!
Y él decía:
—¡Para lo que te importan tus hijos! No hables, porque sé muy bien quién eres. Eres una perra. Vagabundeas toda la noche como una perra loca que eres.
Y entonces salían la abuela y Diomira en camisón y lo empujaban a su cuarto y decían: «¡Chist! ¡Chist!», y la madre se metía en la cama y sollozaba bajo las sábanas, con altos sollozos que resonaban en la habitación oscura; los chicos pensaban que el abuelo tenía toda la razón, pensaban que la madre hacía mal en ir al cine o con sus amigas de noche. Se sentían muy infelices, asustados e infelices, se quedaban acurrucados uno junto a otro en la cálida cama blanda y profunda, y el chico mayor, que dormía en el centro, se echaba hacia el otro lado para no tocar el cuerpo de la madre; le parecía que en el llanto de la madre había algo asqueroso, así como en la almohada mojada; pensaba: «A un chico le da asco de su madre cuando ella llora.» Nunca hablaban entre sí de estas peleas de la madre con el abuelo, evitaban cuidadosamente hablar de ellas; pero se querían mucho uno al otro y se abrazaban muy apretadamente por la noche cuando la madre lloraba; por la mañana se avergonzaban un poco uno del otro, porque se habían abrazado tanto, como para defenderse, y porque se trataba de algo de lo que no querían hablar; por otra parte, pronto olvidaban que habían sido infelices, el día empezaba e irían a la escuela, y por el camino encontrarían a sus compañeros y jugarían un momento a la puerta de la escuela.
La madre se levantaba con la luz gris de la mañana; con la combinación enrollada en la cintura, se enjabonaba el cuello y los brazos inclinada sobre la palangana; trataba de que ellos no la vieran, pero divisaban en el espejo sus hombros morenos y delgados y las pequeñas tetas desnudas; con el frío, los pezones se ponían oscuros y salientes, levantaba los brazos y se empolvaba las axilas; en las axilas tenía pelos rizados y espesos. Cuando estaba toda vestida empezaba a arrancarse las cejas, mirándose de cerca en el espejo y apretando mucho los labios; después se extendía una crema por la cara y sacudía el cisne de color rosa fuerte y se empolvaba; su cara se volvía entonces amarilla. A veces estaba bastante alegre por la mañana y quería hablar con los chicos, les preguntaba por la escuela y por sus compañeros y contaba algo de cuando ella iba a la escuela: tenía una maestra que se llamaba «señorita Dirce» y era una vieja solterona que quería hacerse la joven. Después se ponía el abrigo y cogía la red de la compra, se inclinaba a besar a los chicos y salía corriendo con la bufanda envuelta al cuello y su rostro todo perfumado y empolvado con polvos amarillos.
A los chicos les resultaba extraño el haber nacido de ella. Habría sido mucho menos extraño nacer de la abuela o de Diomira, con aquellos grandes cuerpos calientes que protegían del miedo, que defendían de las tormentas y de los ladrones. Era muy extraño pensar que su madre era aquélla, que los había contenido cierto tiempo en su pequeño vientre. Desde que supieron que los niños están en la barriga de la madre antes de nacer, se habían sentido muy asombrados y algo avergonzados de que aquel vientre los hubiera contenido en tiempos. Y también les había dado leche con sus tetas, y esto aún era más inverosímil. Pero ahora ya no tenía hijos pequeños que amamantar, y todos los días la veían marcharse en bicicleta, con un arrebato libre y feliz del cuerpo. Ella no les pertenecía a ellos, desde luego; no podían contar con ella. No podían pedirle nada; había otras madres, las madres de sus compañeros, a las que estaba claro que se les podía pedir un montón de cosas; sus compañeros corrían hacia sus madres cuando había acabado la escuela y les pedían un montón de cosas, se hacían sonar las narices o abrochar el abrigo, les enseñaban los deberes y los tebeos; esas madres eran bastante viejas, con sombreros o con velitos o con cuellos de piel, y casi todos los días iban a hablar con el maestro; eran gente como la abuela y como Diomira, grandes cuerpos mansos e imperiosos de gente que no se equivocaba, gente que no perdía las cosas, que no dejaba los cajones desordenados, que no regresaba tarde por la noche. Pero su madre se marchaba, libre, después de la compra, y además hacía mal la compra, la engañaba el carnicero, a veces hasta le daban la vuelta equivocada; se marchaba y no era posible reunirse con ella allí donde estaba, ellos en el fondo la admiraban mucho cuando se marchaba; a saber cómo era su oficina, no hablaba a menudo de ella; debía escribir a máquina y redactar cartas en francés y en inglés; quién sabe, quizá en eso fuera bastante experta.
Un día que fueron a dar un paseo con el padre Vigliani y otros chicos del centro parroquial, al regreso vieron a su madre en un café del extrarradio. Estaba sentada dentro de un café, la vieron por los cristales, y había un hombre sentado con ella. La madre había dejado en la mesa la bufanda escocesa y el viejo bolso de cocodrilo que conocían perfectamente; el hombre llevaba un ancho abrigo claro y tenía bigotes castaños y hablaba con ella sonriendo; la madre tenía una cara feliz, relajada y feliz, como nunca la tenía en casa. Miraba al hombre y se cogían de las manos, y ella no vio a los chicos; los chicos siguieron andando al lado del padre Vigliani, que les decía a todos que se apresuraran porque había que coger el tranvía; cuando estuvieron en el tranvía, el chico más pequeño se acercó a su hermano y le dijo:
—¿Has visto a mamá?
Y su hermano le dijo:
—No, no la he visto.
El más pequeño se rió bajito y dijo:
—Claro que la has visto, era mamá, y había un señor con ella.
El chico mayor volvió la cabeza; era mayor, tenía casi trece años; su hermano menor lo irritaba porque le daba pena, no comprendía por qué pero le daba pena, tenía también pena de sí mismo y no quería pensar en lo que había visto, quería hacer como si no hubiera visto nada.
No le dijeron nada a la abuela. Por la mañana, mientras la madre se vestía, el chico pequeño dijo:
—Ayer, cuando fuimos a dar un paseo con el padre Vigliani, te vimos y también estaba contigo un señor.
La madre se volvió de golpe, con cara de mal humor; los pececitos negros de la frente se escurrieron y se unieron al mismo tiempo. Dijo:
—No era yo. Imagínate. Tengo que estar en la oficina hasta muy tarde, por la noche, ya lo sabes. Está visto que te has equivocado.
El mayor dijo entonces, con una voz cansada y tranquila:
—No, no eras tú. Era alguien que se te parecía.
Y los dos muchachos comprendieron que aquel recuerdo debía desaparecer; y ambos respiraron con fuerza para expulsarlo.
Pero el hombre del abrigo claro vino una vez a casa. No traía el abrigo porque era verano, tenía gafas azules y un traje de tela clara, pidió permiso para quitarse la chaqueta mientras comían. El abuelo y la abuela habían ido a Milán a ver a unos parientes y Diomira se había ido a su pueblo, de modo que ellos estaban solos con su madre. Y entonces vino aquel hombre. Tenían una comida bastante buena; la madre lo había comprado casi todo en la cafetería: había pollo con patatas fritas y eso venía de la cafetería; la madre había hecho la pasta, estaba buena, sólo que la salsa se había quemado un poco. También había vino. La madre estaba nerviosa y alegre, quería decir muchas cosas juntas; quería hablarle al hombre de los chicos y a los chicos del hombre. El hombre se llamaba Max y había vivido en África, tenía muchas fotografías de África y las enseñaba; había una fotografía de una mona, los chicos le preguntaron mucho sobre la mona; era muy inteligente y lo quería mucho, y tenía modales grotescos y simpáticos cuando quería un caramelo. Pero la había dejado en África porque estaba enferma y tenía miedo de que muriese en el barco. Los chicos entablaron amistad con este Max. Les prometió llevarlos al cine una vez. Le enseñaron sus libros, no tenían muchos; él preguntó si habían leído Saturnino Parándola y ellos dijeron que no y dijo que se lo regalaría, y después también Robinsn de las praderas porque era muy bonito. Después de comer, su madre les dijo que fueran a jugar al centro parroquial. Les habría gustado quedarse otro rato con Max. Protestaron un poco, pero la madre y también Max les dijeron que debían irse; y por la noche, cuando volvieron a casa, ya no estaba Max. La madre preparó a toda prisa la cena, café con leche y ensaladilla de patatas; ellos estaban tan contentos, querían hablar de África y de la mona, estaban extraordinariamente contentos y no entendían muy bien por qué; y también su madre parecía contenta y contaba cosas, una mona que había visto bailar una vez al son de un organillo. Después les dijo que se acostaran y dijo que saldría un momentito, no debían tener miedo, no había motivos; se inclinó a besarlos y dijo que era inútil hablarle de Max al abuelo y a la abuela, porque nunca les gustaba que se invitara a gente.
De modo que se quedaron solos con la madre durante unos días; comían cosas insólitas porque la madre no tenía ganas de cocinar, jamón y mermelada y café con leche y cosas fritas de la cafetería. Después lavaban los platos todos juntos. Pero cuando volvieron el abuelo y la abuela los chicos se sintieron aliviados; de nuevo había un mantel en la mesa y vasos y todo lo preciso; de nuevo estaba la abuela sentada en la mecedora con su cuerpo manso y con su olor; la abuela no podía marcharse, era demasiado vieja y demasiado gorda, era estupendo tener alguien que estaba en casa y que nunca podía marcharse.
Los niños no le dijeron nada a la abuela de Max. Esperaban el libro de Saturnino Parándola y esperaban que Max los llevase al cine y les enseñara más fotografías de la mona. Una vez o dos le preguntaron a su madre que cuándo irían al cine con el señor Max. La madre respondió duramente que el señor Max ahora se había ido. El chico más pequeño preguntó si había ido a África. La madre no respondió nada. Pero él pensaba que con toda seguridad había ido a África a recoger la mona. Se imaginaba que un día cualquiera iría a con buscarlos a la escuela, con un criado negro y con la mona en brazos. Volvió a empezar la escuela y vino tía Clementina a estar un poco con ellos; había traído un saco de peras y manzanas que se ponían a asar en el horno con marsala y azúcar. La madre estaba de muy mal humor y se peleaba continuamente con el abuelo. Volvía tarde por la noche y se quedaba despierta, fumando. Había adelgazado mucho y no comía nada. Su rostro se empequeñecía cada vez más, se hacía más amarillo; ahora también se echaba negro en las pestañas, escupía en una cajita y con un cepillito cogía el negro de allí donde había escupido; se ponía muchísimos polvos, la abuela quería quitárselos con un pañuelo y ella apartaba la cara. Casi nunca hablaba, y cuando hablaba parecía que se fatigaba, la voz le salía muy débil. Un día volvió a casa por la tarde, hacía las seis; era muy extraño, normalmente regresaba mucho después; se encerró con llave en el dormitorio. El chico más pequeño fue a llamar porque necesitaba un cuaderno; la madre contestó desde dentro con una voz furiosa, que quería dormir y que la dejara en paz; el chico explicó tímidamente que le hacía falta el cuaderno; entonces vino a abrir y tenía la cara hinchada y mojada; el chico comprendió que estaba llorando, volvió junto a la abuela y dijo:
—Mamá llora.
Y la abuela y tía Clementina hablaron mucho tiempo entre ellas, en voz baja, y hablaban de la madre pero no se entendía lo que decían.
Una noche la madre no volvió a casa. El abuelo fue muchas veces a mirar, descalzo, con el abrigo sobre el pijama; vino también la abuela y los chicos durmieron mal, sentían a la abuela y al abuelo que andaban por la casa, abriendo y cerrando ventanas. Los chicos tenían mucho miedo. Después, por la mañana, telefonearon de la comisaría: habían encontrado muerta a la madre en un hotel, había tomado un veneno, había dejado una carta; fueron el abuelo y la tía Clementina, la abuela chillaba, a los chicos los mandaron al piso de abajo, a casa de una anciana señora que decía continuamente:
—No tiene corazón, dejar dos criaturas así.
A la madre la trajeron a casa. Los chicos fueron a verla cuando la tendieron en la cama; Diomira le había puesto los zapatos de charol y la había vestido con el traje de seda roja de cuando se casó; era pequeña, una pequeña muñeca muerta.
Resultaba extraño ver flores y velas en el cuarto de siempre. Diomira y la tía Clementina y la abuela estaban arrodilladas rezando; habían dicho que tomó el veneno por equivocación, porque si no el cura no vendría a bendecirla si sabia que lo había hecho adrede. Diomira les dijo a los chicos que la tenían que besar; se avergonzaban terriblemente y la besaron uno tras otro en la fría mejilla. Después fue el entierro, duró mucho, atravesaron toda la ciudad y se encontraban muy cansados; también estaba el padre Vigliani y ademas muchos niños de la escuela y del centro parroquial. Hacía frío, en el cementerio soplaba un fuerte viento. Cuando volvieron a casa, la abuela empezó a llorar y a gritar ante la bicicleta, en el zaguán, porque parecía justo verla cuando se marchaba, con su cuerpo libre y la bufanda que revoloteaba en el viento. El padre Vigliani decía que ahora estaba en el Paraíso, porque quizá no sabía que lo había hecho adrede, o lo sabía y fingía que no; pero los chicos no sabían muy bien si existía de verdad el Paraíso, porque el abuelo decía que no, y la abuela decía que sí, y la madre dijo una vez que no había Paraíso con angelitos y hermosas músicas sino que los muertos van a un sitio donde no se esta ni bien ni mal, y donde no se desea nada, y como no se desea nada y se descansa se está muy en paz.
Los chicos fueron al campo durante algún tiempo, con la tía Clementina. Todos eran muy buenos con ellos, y los besaban y los acariciaban, y a ellos les daba mucha vergüenza. Nunca hablaron entre sí de la madre, ni tampoco el señor Max, en el desván de tía Clementina encontraron el libro de Saturnino Parándola y lo leyeron y les pareció bonito. Pero el chico mayor pensaba muchas veces en su madre en como la había visto aquel día en el café, cuando Max le cogía las manos, con un rostro tan relajado y feliz- pensaba entonces que quizá su madre se había envenenado porque Max quizá hubiera regresado a África para siempre. Los chicos jugaban con el perro de tía Clementina, un bonito peno que se llamaba Bubi, y aprendieron a trepar a los arboles porque antes no eran capaces. También iban a bañarse al no, y era estupendo regresar por la tarde junto a tía Clementina y hacer los crucigramas todos juntos. Los chicos estaban muy contentos de vivir con tía Clementina. Después volvieron a casa de la abuela y estuvieron muy contentos. La abuela se sentaba en la mecedora, y quería limpiarles las orejas con sus horquillas. El domingo iban al cementerio, venía también Diomira, compraban flores y al regreso se paraban en el bar a tomar un ponche caliente. Cuando estaban en el cementerio, ante la tumba, la abuela rezaba y lloraba, pero era muy difícil pensar que las tumbas, las cruces y el cementerio tenían nada que ver con su madre, la que se dejaba engañar por el carnicero y se marchaba en bicicleta, y fumaba y se equivocaba de calles y sollozaba por la noche. La cama era ahora muy grande para ellos, y tenían una almohada para cada uno. No solían pensar en su madre porque les hacía un poco de daño y les daba vergüenza pensar en ella. A veces trataban de recordar cómo era, en silencio, y cada uno por su lado; y resultaba que cada vez les costaba más trabajo juntar el pelo corto y rizado y los pececitos negros sobre la frente y los labios; se ponía muchos polvos amarillos, eso lo recordaban perfectamente; poco a poco no hubo más que un punto amarillo, imposible recuperar la forma de las mejillas o de la cara. Además, ahora comprendían que no la habían querido mucho, quizá tampoco ella los quisiera mucho, si los hubiera querido no habría tomado el veneno, eso se lo habían oído a Diomira y al portero y a la señora del piso de abajo y a otra mucha gente. Pasaban los años y los chicos crecían y sucedían muchas cosas y aquel rostro que no habían querido mucho se desvanecía para siempre.
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on 10 enero 2012
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