Además de ser una de las dos grandes poetas rusas del XX, también fue dramaturga, ensayista y cuentista. Sus relatos fueron, hasta cierto punto, autobiográficos.-Mamá, ¿a quién quieres más: a mí o a Musia (1)? No, no digas que igual, igual no existe; siempre se quiere un poquitito más a alguien, al otro no menos, pero a éste un poquitito más. Te doy mi palabra de honor de que no me ofenderé (me dirige una mirada triunfadora) si es a Musia.
Este cuento creo que pertenece a "Madre y música" de 1934 (en España se publicó en la antología "El diablo").
La versión es la de la mexicana Selma Ancira.
Todo, menos la mirada, era hipocresía pura, ya que tanto ella como mamá y, lo más importante, yo, sabíamos perfectamente a quién, y ella sólo esperaba la palabra mortal para mí, la misma que yo, sonrojándome, y no con menor tensión, esperaba, aunque sabía que no debía esperarla.
-¿A quién más? ¿Por qué necesariamente tengo que querer más a alguna de las dos? -con evidente desconcierto (y evidentemente aplazando el momento) decía mamá-. ¿Cómo puedo quererte más a ti o a Musia si ambas sois mis hijas? Eso sería injusto...
-Sí -insegura y desilusionada decía Asia (2), soportando entonces mi mirada triunfadora-. Pero, de todos modos, ¿a quién? Bueno, ¿aunque sea un poquitito, una gotita, una migajita, un puntito más?
-Había una vez una madre que tenía dos hijas...
-¡Musia y yo! -rápidamente interrumpió Asia-. Musia tocaba mejor el piano y comía mejor, pero en cambio Asia... A Asia le habían extirpado el intestino ciego, y por poco se muere... y ella, como mamá, podía enroscar la lengua haciendo un tubito, y Musia no podía, y en general ella era -con dificultad y aplomo- di-mi-nu-ta...
-Sí -confirmó mamá, evidentemente sin haber escuchado, y habiéndose dedicado a inventar la continuación de su cuento, o quizá, a pensar en alguna cosa totalmente distinta, en los hijos, por ejemplo-, dos hijas, la mayor y la menor.
-Pero la mayor pronto se hizo vieja, y la menor siempre fue joven, rica y después se casó con un general. Su Excelencia, o con el fotógrafo Fisher -continuaba Asia muy excitada-, y la mayor con Osip, el anciano del asilo que tenía una mano seca porque había matado a su hermano con un pepino. ¿Verdad, mamá?
-Sí -confirmó mamá.
-Y la menor después también se casó con un príncipe, y con un conde, y tenía cuatro caballos: Azúcar, Pepinito y Niño..., uno alazán, otro blanco y otro negro. Y la mayor, durante ese tiempo, se hizo tan vieja, se volvió tan sucia y pobre, que Osip la echó del asilo. Cogió un palo y la echó. Y entonces ella se puso a vivir en un basurero, y comió tanta basura que se convirtió en un perro amarillo, y una vez la menor iba en un landó y qué vio: un pobre y sucio perro amarillo que comía en el basurero un hueso sin carne, y, ¡ella era muy, muy buena!, se compadeció: «¡Sube, perrito, siéntate en el carro!», y el perro -con una mirada de odio hacia mí- inmediatamente se subió, y los caballos echaron a andar. Pero de pronto la condesa se volvió para ver al perro y casualmente vio que sus ojos no eran ojos de perro: eran tan feos, verdes, viejos, especiales... y entonces se dio cuenta de que era su hermana mayor, su vieja hermana, y de un empujón la lanzó fuera del carro y aquélla se rompió definitivamente en cuatro pedazos.
-Sí -de nuevo confirmó mamá-. No tenían padre, sólo madre.
-Y el padre, ¿había muerto de diabetes? Porque comía demasiado azúcar, y en general pastelillos, muchas tartas, cremas, sorbetes, chocolates, caramelos y unos bombones plateados como con pinzas, ¿verdad, mamá? Aunque se lo había prohibido el señor Zajarin, porque: ¡eso le llevará a la tumba!
-¡Qué tiene que hacer aquí el señor Zajarin! -de pronto despertó mamá-, esto sucedió hace mucho tiempo, cuando todavía no existía ningún señor Zajarin, y en general, ningún médico.
-¿Y el intestino ciego existía? ¿La apen-di-ci-tis? Un intestino así pequeñito, pequeñito, absolutamente ciego y sordo, y en el que todo cae: diversos huesos, y las espinas de los pescados, y también los huesos de las cerezas, y las semillas de la compota, y todas las uñas... ¡Mamá, yo vi cómo Musia se comió un lápiz! Sí, sí, no tenía cortaplumas y lo afilaba con los dientes, y después se tragaba lo que sacaba, afilaba y tragaba, y el lápiz se hizo pequeñito, tanto que ella después ya no pudo siquiera dibujar y por eso me pellizcó horriblemente.
-¡Mentira! -grité yo con voz ronca por la indignación y la sorpresa-. Te pellizqué porque tú, delante de mí, te comiste mi lápiz, el que decía «Musia» escrito con tinta.
-¡Mamá! -comenzó a lloriquear Asia, pero, por lo desventajoso del asunto, dio inmediatamente un giro-. Y cuando una persona ha dicho sí, y en la boca tenía no, ¿qué ha dicho en realidad? Porque ha dicho dos cosas, ¿sí, mamá? ¿Lo ha dicho a medias? Pero si en ese momento muriera, ¿adonde iría?
-¿Adonde iría quién? -preguntó mamá.
-¿Al infierno o al paraíso? La persona. La que ha mentido a medias. ¿Al paraíso?
-Hm... -se quedó pensativa mamá-. En nuestra religión no sé. Los católicos para eso tienen el purgatorio.
-¡Yo sí lo sé! -triunfalmente Asia-. El limpiador Dick, que le regaló al Pequeño Lord el estuche rojo con herraduras y cabezas de caballos.
-Bueno, y cuando aquel bandido exigió que la madre eligiera a una de las dos, ella, abrazándolas a ambas al mismo tiempo, dijo...
-¡Mamá! -lloriqueó Asia-. ¡Yo no sé de qué bandido hablas!
-¡Pues yo sí lo sé! -yo, con la rapidez del relámpago-. El bandido es el enemigo de la dama, de esa mamá que tenía dos hijas. Y es, por supuesto, quien había matado al padre. Y después, porque era muy malo, también quería matar a una de las niñas, primero a las dos...
-¡Mamá! ¿Cómo se atreve Musia a contar tu cuento?
-Primero a las dos, pero dios se lo prohibió, entonces a una...
-¡Y yo sé a cuál! -dijo Asia.
-No lo sabes, porque ni él mismo lo sabía, porque le daba igual a cuál de las dos, y lo único que quería era darle un disgusto a la dama, porque ella no se había casado con él. ¿Sí, mamá?
-Quizá -dijo mamá, prestando atención-, pero esto ni yo misma lo sabía.
-¡Porque él estaba enamorado de ella! -dije triunfalmente yo, y ahora ya con gran impetuosidad-. Y para él hubiera sido mejor verla en la tumba que...
-¡Qué pasiones africanas! -dijo mamá-. ¿De dónde has sacado eso?
-De Pushkin. «Me he entregado a alguien que no es él, pero más de un siglo le seré fiel.» -Y después de una pequeñísima verificación-. No, creo que es de «Los gitanos».
-Y yo creo que es de Le Courier (3) que te he prohibido leer.
-No, mamá, lo de Le Courier era absolutamente otra cosa. En Le Courier había elfos, es decir, silfos, y rondaban por los campos, y un hombre joven, que dormía sobre un montón de heno porque su padre lo había maldecido, de pronto se enamoró de la sílfide más importante, porque se parecía a su hermana de leche, que se había ahogado.
-Mamá, ¿qué es una hermana de leche? -preguntó Asia resignada, abatida por mi superioridad.
-La hija de la nodriza.
-¿Y yo tengo una hermana de leche?
Mamá, dirigiéndose a mí:
-Ahí está.
-¡Púa! -dijo Asia.
-Pero Asia, mamá, no es mi hermana de leche, ¿verdad, mamá?
-No -confirmó mamá-. Porque a Asia la amamanté yo, y a ti la nodriza. Tu hermana de leche es la hija de tu nodriza. Sólo que tu nodriza tenía un hijo. Era una gitana muy mala y terriblemente codiciosa, era tan codiciosa que, cuando en una ocasión el abuelo le regaló unos pendientes dorados, y no de oro, se los arrancó de las orejas y tanto los pisoteó que después no pudimos encontrar ni rastros.
-Y aquellas niñas, a las que después mataron, ¿cuántas nodrizas tuvieron? -preguntó Asia.
-Ninguna -respondió mamá-, su madre las había amamantado a ambas porque, quizá, así le gustaba y no podía elegir a ninguna de las dos y entonces le dijo al bandido: «No puedo elegir. Jamás elegiré. Mátanos a las tres de una vez por todas.» - «No -dijo el bandido-, quiero que tú sufras durante mucho tiempo, y no mataré a tus dos hijas, así sufrirás eternamente por haber elegido a una, mientras la otra... Dime, ¿cuál?» - «No -dijo la madre-. Primero morirás tú, aquí, de pie ante mis ojos, de viejo o de odio, antes que yo condene a alguna de mis dos hijas a muerte.»
-¿Pero, de todos modos, a quién, mamá, a quién compadecía más? -no soportó Asia-. Porque una de
ellas era enfermiza... comía mal, no comía sus croquetas, ni tampoco las habas, y el pescado le producía náuseas...
-¡Sí! Y cuando le daban caviar, lo embarraba debajo del mantel, y el arenque ya masticado se lo escupía a Avgusta Ivánovna en la mano... y en general debajo de su silla siempre había un basurero -dije yo, con odio.
-Pero para que no muriera involuntariamente de hambre, su mamá se arrodillaba delante de ella y le decía: «Pero por amor de Dios, otro pedacito: abre, alma mía, la boquita, te daré este trocito!» O sea que la mamá la quería más ¡a ella!
-Quizá... -dijo honradamente mamá-. Es decir que le tenía más compasión, aunque sólo fuera porque la había amamantado tan mal.
-¡Mamá, no te olvides de la apendicitis! -alterada Asia-, Porque la menor, cuando cumplió cuatro años, se golpeó contra una piedra, y eso le dio apendicitis y seguramente habría muerto, pero durante la noche llegó el doctor Yarjo, de Moscú, incluso sin gorro y sin paraguas, ¡y estaba granizando! Estaba absolutamente mojado. ¿No es verdad, mamá, que es un santo?
-Un santo -dijo convencida mamá-, no he conocido a nadie más santo. Y además estaba enfermo y podía haberse resfriado, ¡era fortísima la tormenta! Y también, el pobre, se cayó en la entrada misma de la dacha...
-¡Mamá! ¿Y por qué no se puso enfermo del intestino ciego? Porque es doctor, ¿verdad? Y cuando el doctor se pone enfermo, ¿quién lo salva? ¿Simplemente Dios?
-Siempre Dios. También a ti entonces te salvó Dios. A través del doctor Yarjo.
-Mamá -yo, ya cansada de oír de Asia-, ¿y por qué, si él es santo, siempre dice en vez de estómago panza? «¿Qué pasa, Musia, de nuevo te duele la panza?» ¿No es cierto que decirlo así es indecente?
-Inusual -dijo mamá-. Quizá así se lo enseñaron cuando era pequeño... Por supuesto, es raro. Pero con un corazón como el suyo todo le está permitido. No solamente eso. Y yo, mientras viva, siempre encenderé velas por su salud.
-Mamá, y qué pasó con aquellas niñas, ¿fueron sacrificadas? -después de un largo silencio general, preguntó Asia-. ¿O sencillamente se hartó de que ella se pasara tanto tiempo pensando y se fue?
-No se fue -dijo mamá-. No se fue, sino que le dijo lo siguiente: «Encenderemos dos velas en la iglesia, una será...»
-¡Musia! ¡Y la otra, Asia!
-No, no hay nombres en este cuento, «...la de la izquierda será la mayor, y la de la derecha la menor. La primera que se consuma, a esa...» Y así fue. Tomaron dos velas exactamente iguales...
-¡Mamá! No podían ser exactamente iguales. Una era, de todos modos, un poquitito, una migajitita...
-No, Asia -ya con severidad dijo mamá-, te digo: exactamente iguales. «Enciéndelas tú misma», dijo el bandido. La madre se santiguó y las encendió. Y las velas comenzaron a consumirse, igual-igual, e incluso parecía que no se hacían pequeñas. Llegó la noche, y las velas aún estaban encendidas: del mismo tamaño, exactamente, dos velas como dos gemelos. Sólo Dios sabe cuánto tiempo arderían aún. Entonces el bandido dijo: «Vete a tu casa, yo me iré a la mía, y por la mañana, en cuanto despunte el sol, ambos vendremos aquí. El primero que llegue esperará al otro.»
Salieron y cerraron la puerta con un enorme candado, y la llave la pusieron debajo de una piedra.
-¿Y el bandido, mamá, por supuesto, llegó antes? -dijo Asia.
-¡Espera! Llegó la mañana, despuntó el sol. Y he aquí que ninguno de los dos llegó más tarde ni más temprano que el otro. De dos lados distintos, el bandido del lado izquierdo, la madre del derecho, porque de la iglesia salían dos caminos exactamente iguales, como dos brazos, como dos alas... y por esos caminos distintos, de dos lados distintos, al mismo paso, al mismo tiempo, el bandido y la madre se dirigían hacia la iglesia. Cuando ambos estuvieron frente a la iglesia, ¡el sol seguía elevándose! Abrieron el candado, entraron en la iglesia, y...
-Una vela se había consumido del todo: ¡estaba negra! Y la otra todavía un poquito... -intranquila, Asia.
-Ambas estaban negras -sensatamente yo-. Porque, por supuesto, a lo largo de la noche ambas se habían consumido pero como nadie lo había visto, todo comienza de nuevo.
-No. Ambas velas se consumían de igual manera, ninguna más que la otra, ninguna menos que la otra, y no se habían consumido, no se habían consumido ni un poquito... Tal como las habían dejado el día anterior, así estaban. La madre estaba de pie, el bandido estaba de pie, y nadie sabe cuánto tiempo estuvieron así, pero cuando ella se dio cuenta ya no estaba el bandido. Adonde y cómo se había ido no se sabe. Tampoco lo volvieron a ver en la guarida que solía frecuentar. Sólo después de algunos años se difundió entre la gente un rumor sobre cierto ermitaño santo que vivía en una cueva, y...
-¡Mamá! ¡Era el bandido! -grité yo-. Siempre pasa así. Él, por supuesto, se volvió el mejor del mundo, después de Dios. Sólo que me da una lástima tremenda.
-¿Qué te da lástima? -preguntó mamá.
-¡El bandido! Porque cuando él era algo así como un perro apaleado, caminaba con gran dificultad, ¡no tenía nada! - ella, por supuesto... yo, por supuesto, me habría enamorado de él locamente: lo habría llevado a casa y después irremediablemente habría pedido su mano.
-El habría pedido tu mano -corrigió mamá-. Piden la mano los hombres.
-Porque ella le amaba por adelantado, pero ya estaba casada, como Tatiana.
-Sí, pero te has olvidado por completo de que él había matado al esposo de esa mujer -dijo mamá alterada-, ¿acaso es posible casarse con el asesino del padre de tus hijos?
-No -dije yo-. Por las noches ella tendría mucho miedo, porque aquél comenzaría a aparecérsele con la cabeza cortada. Y comenzarían todo tipo de ruidos. Y quizá las niñas enfermarían... Entonces, mamá, yo misma me haría ermitaño y me iría a vivir a una zanja...
-¿Y las niñas? -preguntó mamá profunda-muy-profundamente-. ¿Acaso se puede abandonar a los hijos?
-Bueno, entonces, mamá, ¡me pondría a escribir versos para él en mi cuaderno!
(1) diminutivo de Marina
(2) diminutivo de Anastasia
(3) periódico editado en Moscú entre 1897 y 1904