Novelista, guionista, director de cine y (sobre todo) cuentista israelí. Calificado en ocasiones como postmodernista, él huye de la etiqueta. También huye de la ambientación de sus historias en el conflicto árabe/israelí (aunque algunas referencias contadas con bastante humor negro sí se pueden encontrar en su obra).
Este cuento pertenece a la colección de relatos "Ga'aguai Le'Kissinger" (Echo de menos a Kissinger) de 1994. La versión en español que pongo a continuación es la de Ana Bejarano y se encuentra recogida en la recopilación "La chica sobre la nevera".
Dice que no la amo de verdad. Que digo que la quiero, que creo que la quiero, pero que no. He oído a más de uno decir que no quiere a alguien, ¿pero decidir por otro si ese otro lo ama o no? Con eso todavía no me había encontrado nunca. Aunque francamente, me lo tengo merecido, porque quien con niños se acuesta... Hace ya medio año que me hincha la cabeza con ello, metiéndose los dedos en el coño después de cada polvo para comprobar si es verdad que me he corrido, y yo, en vez de decirle algo gordo, me limito a comentarle:
-No pasa nada, chata, todos nos sentimos un poco inseguros.
Ahora resulta que quiere que cortemos, porque ha decidido que no la quiero. ¿Y yo qué le digo? Si me pusiera a gritarle que es una tonta y que deje de calentarme la cabeza, se lo tomaría como una prueba más.
-Haz algo que me demuestre que me quieres -me dice.
¿Qué querrá que haga? ¿Qué podría hacer yo? Si por lo menos me lo dijera. Pero ella nada, que no. Porque cree que, si la quiero de verdad, tengo que saberlo yo solo. A lo que sí está dispuesta es a darme una pista o a decirme lo que no tengo que hacer. Una de esas dos cosas, a elegir. Así que le he dicho que diga lo que no quiere, así por lo menos sabremos algo. Porque lo que es de sus pistas seguro que no voy a sacar nada en claro.
-No vale -dice ella- que te automutiles, que hagas algo como sacarte un ojo o cortarte una oreja, porque si le hicieras daño a alguien que amo, indirectamente me lo estarías haciendo también a mí. Además de que, decididamente, eso de hacerle daño a alguien que quieres no es ninguna prueba de amor.
¿Pero qué tendrá que ver que yo me saque un ojo con el amor? ¿Qué es lo que tengo que hacer? Eso no está dispuesta a revelármelo y sólo añade que se trata de algo que tampoco estaría bien que se lo hiciera a mi padre o a mis hermanos y hermanas. Yo, ante eso, ya me rindo y me digo que no tiene remedio, que haga lo que haga de nada me va a servir. Ni a ella. Porque quien juega con fuego, se acaba quemando. Pero después, cuando estamos follando y ella me clava su mirada hasta lo más profundo de las pupilas (nunca cierra los ojos cuando nos echamos un polvo, para que no le meta en la boca la lengua de otro), de repente lo comprendo todo, como en una especie de iluminación.
-¿Se trata de mi madre? -le pregunto, pero se niega a contestarme.
-Si de verdad me quisieras, deberías saberlo tú solo.
Y después de probarse con la lengua los dedos que se ha sacado del coño, me suelta:
-Ni se te ocurra traerme una oreja, un dedo, o algo parecido. Lo que yo quiero es el corazón, ¿me oyes? El corazón.
Todo el camino hacia Petah Tikva, que son dos autobuses, llevo conmigo el cuchillo. Un cuchillo de metro y medio que ocupa dos asientos. Hasta le he tenido que pagar billete. ¡Pero qué no haría yo por ella, qué no haré por ti, so boba! Toda la calle Stampfer me la he bajado a pie con el cuchillo a la espalda, como un árabe suicida cualquiera. Mi madre sabía de mi llegada, así es que me ha preparado un guiso con unas especias de muerte, como sólo ella sabe mezclarlas. Me limito a comer en silencio sin pronunciar ni una sola palabra. Quien engulle los higos chumbos con los pinchos que luego no se queje de almorranas.
-¿Cómo está Miri? -pregunta mi madre-, ¿está bien, tu chatita? ¿Sigue metiéndose esos dedos tan gordezuelos en el coño?
-Bien -le respondo yo-, la verdad es que muy bien. Me ha pedido tu corazón. Ya sabes, para poder estar segura de que la quiero.
-Llévale el de Baruj -se ríe mi madre-, es imposible que se dé cuenta.
-¡Ay, mamá! -me enfado yo-, que no estamos en la fase de cazarnos las mentiras, Miri y yo estamos en el momento de sincerarnos.
-Está bien -suspira mi madre-, pues llévale el mío, que no quiero que os peleéis por mi culpa. Pero esto me da qué pensar, por cierto, qué le prueba a tu amantísima madre que tú también le correspondes amándola un poquito.
Furioso, lanzo el corazón de Miri contra la mesa con un golpe seco. ¿Por qué no me creerán? ¿Por qué siempre me ponen a prueba? Y ahora, a hacer el camino de vuelta en dos autobuses con este cuchillo y el corazón de mi madre. Y eso que seguro que ella no estará en casa, que va a volver otra vez con su novio anterior. Aunque no culpo a nadie, sólo me culpo a mí mismo.
Hay dos clases de personas, las que les gusta dormir del lado de la pared y las que les gusta dormir del lado en que las empujarán fuera de la cama.
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on 13 octubre 2011
at 20:08
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