Novelista, cuentista, autor de libros para niños y ensayista asutraliano. Junto a Murray Bail (también habría que incluir a Frank Moorhouse) es considerado el renovador de la literatura australiana. Este cuento está recogido en la colección de relatos "The Fat Man in History" publicada en 1974 (hay una edición inglesa de 1980 que aunque se llama también "The Fat Man in History", en realidad es una antología de la edición australiana de 1974 y del volumen "War crimes" de 1979). Esta versión en castellano es la de Brigitte Schmid, Olga Ballestero, Marisol Arrabal y Teresa Miñana.
Hasta hoy nadie sabe qué fue lo que le ofendió. Dyer, el carnicero, recuerda que una vez le dio el encargo de otro cliente, y que, en otra ocasión, por error atendió antes a otra persona. Cuando se emborracha recuerda ese día y se maldice por su estupidez. En el fondo, nadie cree que él sea el culpable.
Pero alguno de nosotros debió de hacer algo. Ese hombrecito tímido y pulcro, siempre con sus lentes puestas, que siempre nos sonreía tan amablemente, se sintió ofendido por alguna razón. Supongo que pensábamos que estaba un poco loco. A veces era tan discreto y reservado que no advertíamos su presencia o simplemente olvidábamos que estaba allí.
Cuando yo era pequeño, solía robar manzanas de los árboles de su casa en la avenida Mason. Siempre me veía. No, no es cierto. Debería decir que tenía la sensación de que me observaba, de que se asomaba sigilosamente entre las cortinas de su casa. Pero yo no era el único. Muchos de nosotros íbamos a coger manzanas, solos o en grupo, y es posible que quisiera desquitarse a su manera por todas aquellas manzanas.
Ahora estoy seguro de que no fueron las manzanas.
Lo que ocurre es que todos nosotros, los ochocientos habitantes, nos pusimos a recordar los pequeños disgustos causados al señor Gleason, que un día vivió entre nosotros.
Mi padre, que nunca ve la más mínima malicia con ningún ser vivo, sigue creyendo que Gleason nos quiso hacer un bien, que amaba al pueblo más que ninguno de nosotros. Asegura que lo tratábamos mal. No utilizamos este pequeño valle más que como un lugar de paso, un alto en el camino. Incluso aquellos de nosotros que llevamos aquí varios años nunca lo hemos tomado en serio. ¡Sí, claro! El sitio es precioso: las colinas son verdes, los bosques espesos y el arroyo hierve de peces; pero no es donde nos gustaría vivir.
Durante años hemos visto películas en el Roxy, y hemos soñado, si no con América, sí con la gran ciudad. Según dice mi padre, sólo sentimos desprecio hacia nuestro pueblo. Lo hemos tratado muy mal, como a una puta. Para fabricar puertas para la escuela y gradas para el campo de fútbol talamos los gigantescos árboles que daban sombra en la calle Mayor, y sin dar nada a cambio sembramos nuestras tierras de enormes agujeros de los que extrajimos carbón.
Los vendedores ambulantes que compran pescado y patatas fritas en el establecimiento de George el Griego se preocupan por nosotros más que nosotros mismos, porque todos tenemos sueños de grandeza. Soñamos con una gran ciudad, riquezas, casas modernas, coches potentes: sueños de América, como los llama mi padre.
Mi padre, además de encargarse de una gasolinera, era inventor. Se pasaba el día sentado en su mesa, dibujando extrañas piezas de maquinaria en el reverso de las etiquetas. Cualquier trozo de papel de la casa, por diminuto que fuese, estaba repleto de esos pequeños dibujos, y mi madre debía tener mucho cuidado de no tirarlos a la basura. Tenía que mirar atentamente las dos caras de cualquier papel y conservar aquél que tuviera aunque sólo fuera una mancha de tinta.
Creo que por eso mi padre pensaba que entendía al señor Gleason. Nunca nos lo comentó, pero creía que lo comprendía porque a él también le preocupaban las mismas cosas. Mi padre trabajaba en los planos de una enorme trituradora de grava, pero de vez en cuando se distraía y se interesaba por alguna otra cosa.
Hubo, por ejemplo, una época en que Dyer, el carnicero, se compró una bicicleta con cambio de marchas, y durante cierto tiempo mi padre no hablaba de otra cosa. Muchas veces lo veía al otro lado de la calle, sentado junto a la bicicleta, como si estuviera hablando con ella.
Todos íbamos en bicicleta porque no teníamos dinero para nada mejor. Mi padre tenía una furgoneta vieja, pero rara vez la utilizaba, y se me ocurre ahora que probablemente tuviera algún fallo mecánico imposible de arreglar, o tal vez se tratara de preservarla de un deterioro, por otra parte inevitable. Normalmente iba a todas partes en bicicleta, y cuando yo era pequeño me llevaba sentado en la barra; los dos teníamos que bajarnos para subir a pie la empinada calle Mayor. En nuestro pueblo era normal ver a la gente empujando la bicicleta. Más que un medio de transporte
era un engorro.
Gleason también tenía una, y cada mediodía iba pedaleando y empujándola desde la oficina hasta su casa de la avenida Mason, un trayecto de casi cinco kilómetros. La gente decía que se iba a casa a comer porque era muy exigente y no le gustaban ni los bocadillos preparados por su mujer, ni la comida caliente de la cafetería de la señora Lessing.
Mientras Gleason continuó pedaleando y empujando la bicicleta de la oficina a su casa y viceversa, todo siguió su curso normal en el pueblo. Las cosas empezaron a ir mal cuando se retiró, ya que fue entonces cuando empezó a supervisar la construcción de un muro alrededor de los dos acres de terreno del Monte Pelado. Pagó por aquel solar más de lo que valía. Se lo compró a Johnny Weeks, que ahora cree, estoy seguro, que todo el asunto es culpa suya: por un lado, por estafar al señor Gleason y, por otro, por haberle vendido el terreno. Pero el señor Gleason contrató a unos cuantos chinos y empezó a construir el muro. Entonces supimos que le habíamos ofendido. Mi padre pedaleó todo el camino hasta el Monte Pelado e intentó disuadirle de que construyera el muro. Le dijo que no necesitaba levantar una muralla, que nadie pensaba espiarle, ni estaba interesado en lo que fuera a hacer. También le dijo que a nadie le preocupaba lo más mínimo su persona. El señor Gleason, muy elegante con su nueva chaqueta, se limpió las gafas y sonrió vagamente mirando al suelo. De vuelta a casa, mi padre pensó que había sido demasiado duro, ya que por supuesto nos importaba el señor Gleason. Volvió a subir y le preguntó si quería asistir al baile que tendría lugar el viernes siguiente, pero él le contestó que nunca bailaba.
—Bueno —replicó mi padre—, venga aunque sólo sea un ratito.
El señor Gleason dio media vuelta y se fue a supervisar a la familia de trabajadores chinos.
El Monte Pelado domina la ciudad, y te podías pasar la tarde sentado en la pequeña gasolinera de mi padre mirando cómo crecía la muralla. Era interesante. La estuve observando durante dos años, mientras esperaba a los clientes que rara vez venían. Después del colegio y también los sábados tenía todo el tiempo del mundo para contemplar el interminable proceso de construcción de la muralla del señor Gleason. Era tan angustioso como ver pasar el tiempo en un reloj. A veces podía ver a los trabajadores chinos corriendo con un trotecillo característico, llevando ladrillos de un lado para otro sobre grandes tablas de madera. El monte estaba pelado, y en su desnudez el señor Gleason construía, por alguna razón desconocida, una muralla.
Al principio, la gente se extrañaba de que alguien quisiera construir una muralla en el Monte Pelado. Su único atractivo era la vista que ofrecía del pueblo, y el señor Gleason estaba construyendo un muro que la tapaba. El suelo de la cima era de tierra árida, arcillosa. Nada podía crecer allí. Todo el mundo asumió que el señor Gleason se había vuelto loco y, tras el interés inicial, aceptaron su locura como habían aceptado la muralla y, antes, el propio Monte Pelado.
De vez en cuando, alguien venía a poner gasolina a la estación de servicio de mi padre y preguntaba acerca de la muralla. Mi padre se encogía de hombros y yo me daba cuenta, una vez más, de lo insólito de todo aquello.
—¿Una casa? —preguntaba el forastero— ¿encima de esa colina?
—No —contestaba mi padre—, un tipo llamado Gleason está construyendo un muro.
Y entonces el recién llegado quería saber por qué. Mi padre se volvía a encoger de hombros, miraba hacia el Monte Pelado por enésima vez, y exclamaba:
—¡Que me cuelgen si lo entiendo!
Por aquel entonces, el señor Gleason seguía viviendo en su vieja casa de la avenida Mason. Era una casa sencilla, con una rosaleda en la parte delantera, un huerto a un lado, y árboles frutales en la trasera.
A veces, por la noche, los chicos íbamos al Monte Pelado en bicicleta, cosa que requería un pedaleo constante y enérgico que nos dejaba agotados. Lo peor era una cuesta empinada y sin asfaltar, en la que teníamos que empujar las bicicletas mientras el aire fresco de la noche nos quemaba los pulmones. Cuando llegábamos no encontrábamos más que una muralla. Una vez derribamos parte de una pared, y otra, tiramos piedras a las tiendas donde dormían los trabajadores chinos. Así expresábamos nuestra frustración ante aquel hecho tan inexplicable.
Acabaron de construir la muralla un día antes de que yo cumpliera doce años. Recuerdo que para celebrarlo hicimos una fiesta de cumpleaños campestre cerca del riachuelo Once Millas. Encendimos una hoguera e hicimos una parrillada en un recodo del río desde donde se podía ver la muralla del Monte Pelado. Aún me veo ahí, con una chuleta calentita en la mano, cuando alguien dijo:
—¡Mirad, se marchan!
Nos acercamos a la orilla y vimos cómo los trabajadores chinos bajaban lentamente por la ladera de la colina, montados en sus bicicletas. Alguien dijo que iban a construir una chimenea en la mina. Y en efecto, ahora hay una gran chimenea de ladrillos, por lo que supongo que la construyeron ellos. Cuando se corrió la voz de que la muralla estaba acabada, la mayoría de los habitantes del pueblo subió a verla. Se pasearon alrededor de los muros, que eran tan interesantes como cualquier otra pared de ladrillos. Se paraban frente a las enormes puertas de madera e intentaban divisar algo, pero lo único que podían ver era un pequeño muro de protección que se había construido, sin ninguna duda, con ese propósito. La muralla tenía casi tres metros de altura, y estaba rematada con trozos de vidrio y alambre de espino. Cuando se hizo obvio que no íbamos a descubrir lo que guardaba en su interior, nos dimos por vencidos y nos fuimos a casa.
Ya hacía tiempo que el señor Gleason no bajaba a la ciudad. Su mujer venía en su lugar, empujando desde la avenida Mason hasta la calle Mayor un carrito que llenaba de provisiones (sólo carne, nunca verdura, ya que la cultivaban ellos mismos) y que luego empujaba de vuelta a casa. A veces la podías ver de pie, al lado del carrito, a medio camino de la colina de la calle Gell, recuperando el aliento. Nadie le preguntaba acerca de la muralla. Sabían que no era la responsable y sentían lástima por ella, por tener que soportar la carga del carrito y la locura de su marido. Incluso cuando empezó a frecuentar la ferretería del señor Dixon, a comprar yeso, latas de pintura y compuesto resistente al agua, nadie le preguntó para qué lo quería. Tenía una manera especial de desviar la mirada; revelaba el temor que sentía hacia las preguntas.
El viejo Dixon cargaba el yeso y la pintura en el carrito y la observaba mientras ella lo empujaba cuesta arriba.
—¡Pobre mujer! —decía—. ¡La pobre!
Desde la gasolinera, donde me sentaba al sol a soñar, o desde la oficina, donde contemplaba melancólicamente la lluvia, veía a veces al señor Gleason entrando o saliendo de la muralla, una figura diminuta en la cima del Monte Pelado. Pensaba: «Gleason», sin más.
Hasta allí subían a veces forasteros para averiguar lo que era, incitados por los habitantes locales que les decían que era un templo chino o alguna otra tontería. Una vez, un grupo de italianos hizo un picnic junto a los muros, fotografiándose uno tras otro delante de la entrada. Dios sabrá lo que creyeron que era.
Pero durante cinco años, entre mi decimosegundo y decimoséptimo cumpleaños, no hubo nada que despertase mi interés hacia la muralla del señor Gleason. Guardo pocos recuerdos de esa época, sólo que perdí la cabeza por Susy Markin y la seguía en bicicleta desde la piscina, me sentaba a su lado en el cine y rondaba alrededor de su casa. Hasta que sus padres se mudaron a otra ciudad y me quedé sentado al sol esperando que volvieran.
Nos convertimos en entusiastas de lo moderno. Cuando conseguimos pintura de colores, todo el pueblo perdió los estribos y de la noche a la mañana florecieron cientos de casas de vivos colores. Pero las pinturas no eran de buena calidad; pronto perdieron color y se desconcharon, hasta que el pueblo tuvo el aspecto de un jardín de flores marchitas. Cuando pienso en esos años, lo único que recuerdo es el suave silbido de las ruedas de las bicicletas en la calle Mayor. Contándolo ahora parece agradable, pero recuerdo que ese sonido me producía una sensación de melancolía, un sentimiento que se mezclaba con los tempranos atardeceres, cuando el sol se ponía detrás del Monte Pelado, y el pueblo se quedaba tan triste como una sala de baile vacía un domingo por la tarde.
Y entonces, cuando contaba diecisiete años, el señor Gleason murió. Nos enteramos cuando vimos el carrito de la señora Gleason aparcado enfrente de la funeraria de Phonsey Joy. Aquel carrito abandonado tenía un aire trágico en medio de la calle barrida por el viento. Nos acercamos, miramos el carrito, y nos sentimos apenados por la señora Gleason, que no había tenido una vida fácil.
Phonsey Joy condujo al viejo señor Gleason al cementerio cerca de la estación de Parwan, mientras la señora Gleason le seguía en un taxi. La gente veía pasar el coche fúnebre y pensaba «Gleason», sin más.
No había trascurrido un mes desde el entierro del señor Gleason en el solitario cementerio de la estación de Parwan cuando los chinos volvieron. Los vimos subir la colina empujando las bicicletas. Yo estaba con mi padre y Phonsey Joy, intentando adivinar qué pasaba. En ese momento vi a la señora Gleason subiendo con dificultad por la ladera. No llevaba el carrito, sino una sombrilla negra y andaba muy despacio, por lo que no la reconocí hasta que se detuvo a tomar aliento y se inclinó hacia adelante.
—Es la señora Gleason —dije—, con los chinos.
Pero lo que sucedía no se hizo evidente hasta la mañana siguiente. La gente se apiñaba a lo largo de la calle Mayor como si se preparasen para asistir a un entierro, pero en vez de mirar hacia la esquina de la calle Grant, lo hacían hacia el Monte Pelado.
Durante todo ese día y el siguiente nos reunimos para mirar cómo destruían la muralla. Veíamos a los trabajadores chinos ir y venir, pero hasta que tiraron abajo la pared orientada hacia el pueblo, no nos dimos cuenta de que realmente algo se escondía entre aquellos cuatro muros, aunque era imposible saber qué era. La gente se preguntaba qué podía ser, mientras señalaban hacia la señora Gleason, que supervisaba la demolición.
Y finalmente, de uno en uno o de dos en dos, andando o en bicicleta, todo el pueblo subió al Monte Pelado. Dyer cerró la carnicería, mi padre sacó la vieja furgoneta, y subimos junto con veinte personas más, que se apretujaban en la parte trasera. Recorrimos a pie el último tramo, sin imaginarnos qué íbamos a encontrar al llegar.
Todo estaba muy tranquilo. Los chinos seguían trabajando, echando abajo los otros dos muros y recogiendo los ladrillos, que luego amontaban más allá. La señora Gleason tampoco dijo nada. Se quedó inmóvil en la única esquina que quedaba, mirando desafiante a los habitantes del pueblo, que se habían quedado boquiabiertos, agrupados donde también había habido una esquina.
Y entre la señora Gleason y nosotros se hallaba la cosa más increíblemente hermosa que jamás había visto. Durante unos segundos fui incapaz de reconocerlo. Seguía boquiabierto. Y de repente supe que era nuestro pueblo. Los edificios tenían más de medio metro de altura, y eran un poco toscos pero muy reales. Vi que Dyer le daba un codazo a mi padre y le susurraba que el señor Gleason incluso había reproducido la E descolorida del letrero de CARNICERIA. Creo que en ese momento nos sentimos todos invadidos por una gran alegría. No recuerdo haberme sentido nunca más feliz y emocionado. Pensé que era un sentimiento infantil, pero vi que mi padre esbozaba una sonrisa muy tierna y supe que sentía exactamente lo mismo que yo. Más tarde me dijo que creía que el señor Gleason había construido la maqueta justo para este momento, para que nos diésemos cuenta de la belleza de nuestro pueblo y olvidáramos los sueños de América a los que éramos tan propensos. Lo que sucedió después, según mi padre, no entraba en los planes del señor Gleason, ya que no pudo prever lo que pasaría.
He llegado a pensar que esta idea de mi padre era un poco sentimental e incluso ofensiva para el señor Gleason. Creo que sabía perfectamente qué pasaría. Algún día se descubrirá que mi teoría es cierta. Probablemente existan documentos personales que demostrarán, estoy seguro, que el señor Gleason sabía exactamente lo que iba a suceder.
Nos habíamos emocionado tanto por la maqueta del pueblo, que no nos dimos cuenta de lo más sorprendente. El señor Gleason no sólo había construido las casas y las tiendas sino que también las pobló con gente. Al entrar de puntillas en el pueblo, de repente nos encontramos a nosotros mismos.
—Mire —le dije a Dyer—, aquí está usted.
Y allí estaba, con su delantal, en la entrada de su tienda. Al agacharme para observar de cerca la figurita, me asombró su expresión. El modelo era basto, los rasgos poco delineados y la cara demasiado blanca, pero la expresión era absolutamente perfecta: la mueca burlona, las cejas arqueadas… No podía haber otro igual en toda la tierra... era Dyer, sin la menor duda.
Junto al señor Dyer estaba mi padre, sentado en la acera, con la cara reluciente de grasa y esperanza, mirando con cariño las marchas de la bicicleta de Dyer.
Y allí estaba yo, detrás, en la gasolinera, apoyado en un surtidor con lo que quería ser una pose americana, hablando con Brian Sparrow, que me hacía reír con sus payasadas.
Phonsey Joy estaba detrás del coche fúnebre y el señor Dixon estaba sentado en su ferretería. Todos los que conocía estaban en ese diminuto pueblo. Si no estaban en la calle o en el patio de sus casas, estaban en el interior. No tardamos mucho en descubrir que se podían levantar los techos y espiar el interior.
Anduvimos con mucho cuidado por las diminutas calles, mirando por las ventanas de las casas de los demás, levantando los tejados, admirando los jardines de los demás y, cuando terminamos, la señora Gleason se fue abajo hacia su casa de la avenida Mason. No intentó hablar con nadie, ni nadie intentó hablar con ella.
Confieso que fui el que levantó el tejado de la casa de los Cavanagh. Así fue como descubrí a la señora Cavanagh en la cama con el joven Graigie Evans.
Me quedé parado durante unos momentos, sin entender del todo lo que estaba viendo. Estuve mirando fijamente a la pareja durante unos instantes. Y cuando finalmente me di cuenta de lo que estaba viendo, sentí una mezcla de envidia y culpa, y no sabía qué hacer con el tejado.
Phonsey Joy me lo cogió de las manos y lo puso con mucho cuidado sobre la casa, como si, imaginé, cerrara la tapa de un ataúd. Pero no fui el único que lo vio, y se corrió la voz rápidamente. Formamos pequeños grupos alrededor de la maqueta, que todos mirábamos con miedo. Si el señor Gleason sabía lo de la señora Cavanagh y Craigie Evans (y nadie más lo sabía), ¿qué más podía saber? Los que todavía no se habían encontrado se pusieron nerviosos sin saber si seguir buscando o no. Observamos silenciosos los tejados, sintiéndonos recelosos y culpables.
Bajamos todos del monte en silencio, como la gente que asiste a un entierro, con el crujir de la grava bajo nuestros pies como única compañía, mientras las mujeres tenían problemas con sus tacones.
Al día siguiente, el Consejo Municipal aprobó en una sesión extraordinaria una moción instando a la señora Gleason a destruir la maqueta del pueblo, ya que contravenía el reglamento sobre la construcción de inmuebles.
Por desgracia, esta orden no se logró llevar a cabo antes de que los periódicos de la ciudad descubriesen la maqueta, y ya al día siguiente el Gobierno intervino.
La maqueta del pueblo y sus ocupantes debía ser conservada.
El ministro de Turismo vino en un coche negro muy grande y dio un discurso en el campo de fútbol. Nos sentamos en las gradas, comiendo patatas fritas mientras él nos hablaba de espaldas a la valla. No le oíamos demasiado bien, aunque lo suficiente. Llamó a la maqueta «obra de arte» y le miramos con severidad. Dijo que sería una atracción turística incomparable, que los turistas vendrían de todas partes para verla, que seríamos famosos y nuestros negocios florecerían, que habría trabajo para intérpretes, guías, guardias de seguridad, taxistas y vendedores de helados y refrescos.
Dijo que los americanos visitarían nuestro pueblo, que vendrían en autobuses, coches e incluso en tren, que harían fotografías, y traerían carteras rebosantes de dólares. Dólares americanos. Miramos al ministro con desconfianza, preguntándonos si sabía lo de la señora Cavanagh. Debió de darse cuenta por la manera en que lo mirábamos porque dijo que algunos detalles comprometedores podían cambiarse o ya se habían cambiado. Nos removimos incómodos en nuestros asientos, como cuando el momento más tenso de una película llega a su clímax, y entonces nos relajamos y escuchamos lo que el ministro tenía que decirnos. Y volvimos de nuevo a nuestros sueños de América.
Nos veíamos en grandes y relucientes coches atravesando ciudades de brillantes luces, entrando en las discotecas más caras y bailando hasta el amanecer, haciendo el amor con mujeres como Kim Novak y hombres como Rock Hudson, bebiendo cócteles, mirando perezosamente en las neveras repletas de comida y preparando nosotros mismos lujosas cenas de medianoche, que comíamos mientras veíamos en la televisión películas americanas, gratuitamente y para siempre.
El ministro, como un personaje de nuestros sueños de América, entró en su largo coche negro y cruzó lentamente nuestro humilde campo de fútbol, mientras los periodistas le acosaban con sus cámaras y cuadernos de notas. Nos hicieron fotografías, y también se las hicieron a la maqueta del Monte Pelado. Al día siguiente, salíamos todos en los periódicos: las fotografías de los habitantes de yeso junto a las de los habitantes reales. Nuestros nombres, edades y profesiones estaban impresas en blanco y negro.
Entrevistaron a la señora Gleason, pero no dijo nada interesante.
Sólo dijo que la maqueta del pueblo había sido la afición de su marido.
Todos estábamos encantados. Era divertido salir en los periódicos. Y, una vez más, cambiamos de opinión respecto al señor Gleason. El Consejo Municipal tuvo otra reunión y al sendero del Monte Pelado lo llamó «Avenida Gleason». Después nos fuimos todos a casa a esperar la llegada de los americanos que nos habían prometido.
No tardaron mucho en llegar, aunque en aquel momento nos pareció una eternidad. Seis meses pasaron sin que hiciéramos otra cosa más que esperarlos.
Pues bien, finalmente vinieron. Dejadme contaros qué ha sucedido desde entonces.
Los americanos llegan cada día en autocares o coches y a veces los más jóvenes en tren. Ahora hay una pequeña pista de aterrizaje cerca del cementerio Parwan, adonde llegan en avionetas.
Phonsey Joy les lleva al cementerio, donde visitan la tumba del señor Gleason, luego hasta la cima de la colina y de vuelta al pueblo. Le van bien las cosas. Da gusto ver a alguien que le vaya tan bien. Phonsey Joy se está convirtiendo en un hombre importante en el pueblo y forma parte del Consejo Municipal.
En la cima del Monte Pelado hay una docena de telescopios a través de los cuales los americanos pueden espiar al pueblo y asegurarse de que los dos, el de arriba y el de abajo, son exactamente iguales. Herb Gravney les vende helados, refrescos y carretes de recambio para sus cámaras. Él también se está haciendo de oro. Le compró la maqueta a la señora Gleason y cobra la entrada a cinco dólares americanos. Herb también pertenece al Consejo.
Sí, a él sí que le van bien las cosas. Les vende carretes para que puedan sacar fotos de las casas y las figuritas y, luego, bajar al pueblo con los mapas especiales y perseguir a la gente real. Si he de serles sincero, la mayoría estamos bastante hartos de este juego. Los americanos llegan preguntando por mi padre, y le piden que mire fijamente las marchas de la bicicleta de Dyer. Mi padre cruza la calle despacio, con la cabeza gacha. Ya nunca les da la bienvenida ni les pregunta acerca de la televisión en color o Washington D.C. Se arrodilla en la acera, frente a la bicicleta de Dyer, y los americanos se arremolinan a su alrededor. A menudo no recuerdan correctamente el modelo de la maqueta y quieren que mi padre pose según su versión. Al principio, les intentaba hacer ver su error, pero ahora ya no, hace lo que le piden. Le empujan para que se ponga de esta manera o de la otra, vigilando la expresión de su cara, que ya no es la misma de antes.
Luego vienen a por mí. Soy el siguiente en el mapa. Por alguna razón que desconozco soy muy popular. Vienen a buscarme, a mí y al surtidor de gasolina, desde hace ya cuatro años. No les espero
con ilusión porque ya sé, antes de que me encuentren, que se sentirán defraudados.
—¡Pero si éste no es el chico!
—Sí —dice Phonsey Joy— es él—, mientras les enseña mi certificado.
Examinan el certificado con desconfianza, como si fuese una falsificación excelente.
—No —dicen (los americanos están muy seguros de sí mismos)—. No —repiten moviendo la cabeza—, éste no es el chico, el verdadero es más joven.
—Ahora es mayor, pero antes era joven. Phonsey parece cansado cuando se lo explica. Él puede permitirse el lujo de parecer agotado.
Los americanos me miran a la cara fijamente:
—Es otro chico.
Pero, finalmente, sacan sus cámaras. Poso sin ganas, intentando parecer tan divertido como en el pasado. El señor Gleason me captó con una mirada divertida, pero ahora soy incapaz de recordar cómo me sentía en aquel momento. Estaba mirando a Brian Sparrow. Pero Brian también está cansado. Le resulta difícil hacer las payasadas de antes, y, además, a los americanos, su número no les parece gracioso. Prefieren la maqueta. Yo le observo entristecido; me da pena que tenga que actuar ante un público tan poco agradecido.
Los americanos nos pagan un dólar por posar para ellos. Una vez han pagado, se preguntan si no les habremos estafado. Siempre salen decepcionados, siempre, y yo me siento culpable por haberme vuelto más viejo y triste.
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on 30 julio 2011
at 12:48
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