El pasado 25 de mayo murió en Ciudad de México Leonora Carrington, "la última surrealista". Los pocos medios que han dado la noticia, en su mayoría, han seguido presentando a Leonora como pintora, olvidando completamente su faceta de escritora y escultora.
Este cuento pertenece al volumen "El séptimo caballo y otros cuentos". Puedes leer más relatos suyos aquí, aquí, aquí y aquí.
El esqueleto era feliz como un loco al que le quitan la camisa de fuerza. Se sentía liberado al poder caminar sin carne. Ya no le picaban los mosquitos. No tenía que ir a cortarse el pelo. No pasaba hambre, ni sed, ni frío ni calor. Se hallaba muy lejos del lagarto del amor. Durante un tiempo, lo había estado observando un profesor de química alemán, pensando que podía convertirlo en un delicioso ersatz: dinamita, mermelada de fresa, sauerkarut aderezado. El esqueleto supo burlarlo dejando caer un hueso de zepelín joven, sobre el que saltó el profesor, entonando químicas alabanzas y cubriéndolo de besos.
La morada del esqueleto tenía cabecera antigua y pies modernos, Su techo era el cielo y su suelo la tierra. Estaba pintada de blanco y decorada con bolas de nieve en las que latía un corazón. Parecía un monumento transparente soñando con un pecho eléctrico, y miraba si ojos, con agradable e invisible sonrisa, dentro de la inagotable provisión de silencio que envuelve nuestra estrella.
No le gustaban al esqueleto los desatres, pero para indicar que la vida tiene momentos arriesgados, había colocado un enorme dedal en medio de su precioso apartamento, sobre el cual se sentaba de vez en cuando como un verdadero filósofo. A veces bailaba unos pasos al son de la Danza macabra de Saint-Saëns. Pero lo hacía con tal gracia, con tal inocencia, a la manera de las danzas nocturnas de los antiguos cementerios románticos, que nadie al verlo lo habría juzgado desagradable.
Satisfecho, contempló la Vía Láctea, esa legión de huesos que rodea el planeta nuestro. Centellea, brilla, resplandececon toda su miríada de esqueletos diminutos que danzan, saltan, dan volteretas y cumplen con su deber. Acogen a los caídos en mil campos del honor; del honor de las hienas, de las víboras, de los cocodrilos, de los murciélagos, de los piojos, de los sapos, de las arañas, de las solitarias, de los escorpiones. Dan los primeros consejos, ayudan en sus primeros pasos a los recién fallecidos que se sienten desventurados en su abandono como los que acaban de nacer. Nuestras repugnantes, eminentes cohortes –cohermanos, cohermanas, cotíoas que huelen a jabalí y tienen la nariz encostrada de ostras secas- se han transformado al morir en esqueletos. ¿Habéis oído el gemido espantoso de los muertos en una masacre? Es la terrible desilusión de los recién nacidos a la muerte, que habían esperado y merecido eterno sueño, y se descubren engañados, atrapados en una máquina imparable de sufrimiento y dolor.
El esqueleto se levantaba cada mañana, limpio como una hoja de afeitar. Adornaba sus huesos con yerbas, se cepillaba los dientes con tuétano de antepasados, y se pintaba las uñas con rojo Fatma. Por la noche, a la hora del céctel, iba al café de la esquina, donde leía el Diario del Nigromante, periódico predilecto de cadáveres distinguidos. A menudo se divertía gastando bromas pesadas. Una vez fingió tener sed y pidió recado de escribir; se vació el tinetero entre las mandíbulas y el costillar, la tinta lo salpicó y manchó sus blancos huesos. En otra ocasión entró en una tienda de objetos de broma y se compró un surtido de bromas parisienses: imitaciones de excrementos. Por la noche puso una en su orinal; y jamás se recobró su sirvienta de la impresión que recibió por la mañana: de pensar que un esqueleto que no comía ni bebía había defecado como el resto de nosotros.
Sucedió que un día el esqueleto trajo algunas avellanas que andaban por el monte con sus patitas, las cuales vomitaban ranas por la boca, los ojos, las orejas, la nariz y demás aberturas y agujeros. El esqueleto se asustó, como el esqueleto que topa con un esqueleto en leno día. Le había crecido rápidamente un detector de calabazas en la cabeza, con un lado diurno como un pan de pachulí y un lado nocturno como el huevo de Colón; y se fue, medio tranquilizado, a ver a una pitonisa.