Este cuento se encuentra en el volumen "¿Krik? ¡Krak!". La versión es la de Ramón González Férriz.
El calor de la noche en la cara me hace estremecer. Me siento tan desnuda como si estuviera en carne viva; es como si tuviera muchos más años que los veinticinco que en realidad he vivido. La noche es el momento que más temo entre todos, pero mi vida depende de ella por completo.
Las sombras se contraen y se dilatan sobre la cortina de encaje mientras mi hijo se mete en la cama. Veo cómo aquel niño se está convirtiendo en un hombre espigado, cuya altura sobrepasa ya la inocente tela que divide la única habitación de la casa en dos espacios, en dos esteras, en dos mundos.
Por un breve instante, casi le confundo con el fantasma de su padre, un viejo amante que desapareció con las sombras de la noche hace ya mucho tiempo. La cama de mi hijo está en una esquina, lejos de las miradas celosas. Observo cómo hunde la cabeza en el hueco de su almohada y mueve su cuerpecito, con cuidado para no arrugar su traje de los domingos. Se lía mi largo pañuelo de color rojo sangre alrededor del cuello. Es el pañuelo que llevo durante el día para atraer a mis pretendientes, y se lo dejo por la noche para que tenga algo mío cuando no pueda distinguir mi cara.
Veo su sombra reposar inmóvil a través de la cortina; mis ojos están fijos en él como las estrellas que miran a hurtadillas a través de los pequeños agujeros del techo que ninguno de mis amantes arreglará: les gusta ver un pedacito de cielo mientras yacen sobre su espalda desnuda en mi jergón.
Una luciérnaga zumba de acá para allá en la habitación, y topa de vez en cuando con su cuerpo, pero nunca con el mío. Tal vez sea un mosquito que ha adquirido el don de iluminarse. Él, mi hijo, es capaz de matar a los mosquitos aplastándolos en su cara sin ni siquiera despertarse. Por la mañana tiene la frente llena de pequeñas marcas de sangre, como si se hubiera pasado toda la noche besando a una mujer que tuviera heridas ensangrentadas en la cara.
Mientras duerme, se revuelve y gime como si hubiera descubierto el placer de tocarse. Nunca hemos hablado sobre el amor. ¿Qué debería saber? El amor es una de esas cosas que uno aprende al crecer, como aprende que un zapato está hecho para adaptarse a un pie determinado y no a otros, para los que resultaría incómodo.
Hay dos tipos de mujer: las mujeres del día y las mujeres de la noche. Yo estoy atrapada entre el día y la noche, en esa zona dorada y ambarina. Mis ojos son de un color sucio, casi cobrizo cuando están al sol. He decidido que voy a recoger mi enmarañado pelo en trenzas, cuando aprenda a arreglármelo sin que se me entumezcan los brazos.
Casi todas las noches oigo un débil susurro. Me quedo fría al pensar lo poco que tardaría en cruzar la cortina y llegar hasta mí.
Dice “mamá”.
Yo digo “cariño”.
Cada noche, de un modo u otro, me llama susurrando. Oigo el zumbido de la radio, que tiene forma de lata de cola; uno de mis clientes se la dio para que se pusiera los auriculares y pudiera dormir mientras mamá trabaja.
Hay un lugar en Ville Rose donde mujeres fantasma cabalgan sobre la cresta de las olas, mientras se quitan con un cepillo las estrellas del pelo y las dejan en el camino para seducir a los paseantes. Hay noches en que creo que esas mujeres fantasma están conmigo. Tengo entendido que hay mujeres que pasan la noche sentadas deshaciendo trozos de ropa que han estado tejiendo durante todo el día. Esas mujeres destruyen el fruto de su esfuerzo para tener siempre más trabajo que hacer. Y mientras tengan trabajo no se verán obligadas a yacer junto al alma sin vida de un hombre cuyo olor persiste todavía en la cama de otra.
Sé si mi hijo duerme por la reacción que tiene cuando rozo su mejilla con mis labios. Es como una mariposa revoloteando sobre una roca que sobresale desnuda en mitad de un río. A veces veo en los pliegues de sus ojos un deseo por algo que es más grande que yo. Somos como amantes en la distancia, mintiéndonos el uno al otro, siempre bajo distintas lunas.
Cuando le acaricio con el meñique el estrecho hiato que media entre su nariz y sus labios, saca la lengua y me chupa la punta del dedo. Protesta con un gemido y se gira, tal vez pensando que aquello forma parte del sueño.
Y le susurro mis cuentos sobre las montañas en el oído, mis cuentos sobre las mujeres fantasma con estrellas en el pelo. Le hablo de las serpientes venenosas que hay en uno de los extremos del arco iris y del sombrero lleno de oro que hay en el otro. Le cuento que, si consigo cruzar un río de hibiscos, puedo convertirme en una diosa. Soplo en sus largas pestañas para ver si está realmente dormido. Mis dedos se entrecruzan hasta convertirse en imágenes de pájaros sobre su nariz. Quiero que olvide que vive en un lugar en el que nunca perdura nada.
Sé que a veces se pregunta por qué me preocupo de forma tan exagerada. Por qué me dibujo medias lunas sobre la frente sudorosa y me pongo polvos carmesíes en el nacimiento de las mejillas. Se viste con su arrugado traje de los domingos y le digo que estamos esperando a un dulce ángel y que en el lugar por donde los ángeles caminan los hombres deben ser tan bellos como hibiscos flotando.
Mientras duerme, tira con los dedos de las arrugas de su holgada camisa. Y chupa los restos de la última golosina que me ha robado del monedero y que han quedado en sus labios.
Basta, basta o tus clientes se pondrán negros. He olvidado hacerle frotar hojas de menta en los dientes. No sabe que tal vez algún día una mujer como su madre le juzgará por la blancura de sus dientes.
No tarda mucho antes de ponerse a roncar suavemente. Escucho la tímida risa de sus sueños más dulces, sueños de ángeles que saltan sobre su cabeza y descansan de vez en cuando sus rosados talones sobre su nariz.
Le oigo tararear una canción. Uno de los madrigales que todavía enseñan a los niños en las escuelas públicas durante las tardes calurosas. Kompè Jako, domé vou? ¿Duermes, hermano Jacques?
Los hibiscos susurran fuera, en la noche. Yo canto para ayudarle a que se sumerja aún más en su sueño. Me pongo otra capa de Rojo Egipcio en las mejillas. En los polvos hay unas motas brillan tes que ayudan a mi visitante a encontrarme en la oscuridad.
Emmanuel vendrá esta noche. Es un médico al que le gustan las mujeres con grandes nalgas, pero las mías, a pesar de ser pequeñas, le bastan. Viene los martes y los sábados. Trae flores como si viniera a cortejarme. Esta noche me ha traído buganvillas; siempre es una sorpresa.
-¿Cómo está tu mujer?- pregunto.
-No tan guapa como tú.
Los lunes y los jueves viene un acordeonista llamado Alexandre. Le gusta imitar el sonido del acordeón en mi oído. El resto de la noche lo pasa meciendo su cabeza de fruto del árbol del pan sobre mi ombligo.
Me he inventado una historia por si mi hijo se despierta. Un día, sin embargo, será ya demasiado mayor para creer que esos hombres que vienen y se van son un espejismo y que la carne desnuda es un sueño. Le diré entonces que su padre ha vuelto, que un ángel lo trajo del cielo para que se quedara con nosotros durante un tiempo.
Las estrellas van desapareciendo poco a poco del agujero del techo, mientras el doctor se sumerge más y más en mi cuerpo. Vibra y jadea. Le tapo la boca para que no grite. Veo la cara de su esposa en las gotas de sudor que le bajan por la barbilla. Se marcha con el cuerpo empapado del rocío de nuestra carne: cuando está satisfecho me dice que soy un torrente, una cascada.
Una vez se ha ido, al amanecer, me siento fuera y me fumo una hoja de tabaco seca. Miro a las esposas de los obreros pasar una tras otra hacia el mercado al aire libre, a medio día de camino a pie de donde viven. Agradezco a las estrellas que por lo menos tenga el día para mí.
Cuando vuelvo a entrar en la casa, escucho el ritmo de la respiración de mi hijo. Rápidamente inclino la cara hacia sus labios para sentir el tranquilizante calor de su boca.
-¿Mamá, se han ido otra vez los ángeles sin que yo los viera? -susurra suavemente, mientras me rodea el cuello con un brazo.
Me meto en la cama con él, a su lado, y le arrullo para que vuelva a dormirse.
-Cariño, los ángeles tienen toda una vida para visitarnos.
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on 19 mayo 2011
at 18:57
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