Este cuento pertenece al volumen "Sabor a mí" que forma parte de la "Trilogía sucia de la Habana"
El viejo Cholo terminó de recoger sus libros del piso del portal. Eran miles de libros de uso. Los guardó en cajas y los metió en su habitación desvencijada. Agarró una lata sucia y oxidada. Cerró la puerta, puso el candado, y se fue a buscar la comida. Desde Carlos III y Belascoaín hasta Cuba y O’Reilly son veintiséis cuadras. Las caminó aprisa, en menos de treinta minutos. Bajó por Reina hasta Monserrate, dobló en O’Reilly a la derecha, hasta Cuba. Eran casi las siete de la noche cuando llegó. La dependienta, de mal humor como siempre, le gritó lo mismo de todos los días:
-¡Siempre llegas tarde, Cholo! ¡Siempre eres el último, cojones! Toma, eso es lo que queda.
Echó un poco de arroz y chícharos en la lata, y marcó una cruz al lado de su nombre, en una lista de trescientos cuarenta y dos comensales de aquella cocina gratuita de la seguridad social.
-¿No queda más na? Dale, dale, busca algo más ahí.
-No queda más na. Hoy te jodiste. Ven más temprano.
Salió. Se sentó en el quicio de una puerta. Sacó una cuchara del bolsillo del pantalón y se comió aquella porquería insípida. Se quedó con hambre. Pensó en unas fondas baratas que abrieron hace poco en Belascoaín. Pero ya es de noche. A esta hora, si queda algo, es ron y cigarros. Metió la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón. Palpó un rollo de billetes. Un gran rollo. Hoy hizo por lo menos quinientos pesos con los libros viejos. Tenía muchos miles escondidos en una caja de cartón, en su cuarto. Muchos miles. No sabía cuánto.
Se le acercó una mujer con cucuruchos de maní. Le ofreció. No. Jamás desperdicia el dinero en chucherías. No fuma, no bebe ron ni café y sólo hace dos comidas al día. Frugales. Su único vicio son las mujeres. Tiene setenta y seis años, aunque parece que sólo tiene sesenta: está fuerte, musculoso. Es bajo, blanco, medio rubio, con los ojos claros. Su madre le dijo que él era igual que su padre: un vasco fuerte y rudo como un toro, que vivió unos meses con ella y cuando la vio embarazada se perdió del mapa, y jamás se le vio el pelo. Cholo no lo conoció. Su madre lo parió y murió cuando él tenía cuatro años. Ya ni la recuerda.
Cholo se crió en la calle. Sin padre, sin madre, sin hermanos. Solo. Durmiendo en los portales o en cualquier rincón. Trabajando en lo que apareciera. Ha hecho de todo: estibador, limpiador de fosas, basurero, boxeador, vendedor de periódicos, limpiabotas, peón de albañil. Todo. No hay un oficio manual y sucio que no sepa. Ha trabajado en los basureros, en los mataderos, en la plaza del mercado, en fábricas. Desde que murió su madre. Sin cesar. Nunca ha tenido casa ni mujer fija. Le gusta estar algún tiempo con una sola mujer, pero enseguida empieza a pedir más y más dinero. A celar. A organizar demasiado. Quiere tener hijos. Quiere que Cholo gaste dinero en jabón para lavarle la ropa y que se bañe todos los días. No. No. ¡Imposible vivir con una mujer más de un mes!
Y Cholo está entero. Dos o tres veces a la semana se le para la tranca como a un semental de pura sangre. Para eso sí hace falta el dinero. La mujer de los cucuruchos de maní se paró a unos pasos de él, esperando algún cliente, pero no pasa nadie. Él la observó con más cuidado. Una flaca, de unos treinta años, con el pelo desteñido entre rubio y negro, un poco sucia, los calcañales mugrientos y callosos. Lo miró de nuevo. Se sonrió. Tenía los dientes igual que él: destrozados y negros.
-Compra maní, viejo. Un pesito nada más.
-No, maní no. Pero ven acá. Siéntate aquí.
-¿Pa’ qué voy a sentarme al lado tuyo? ¿Tú estás loco?
Entonces Cholo se paró y fue hasta ella:
-¿Quieres ganarte veinte pesitos?
La mujer se puso a la defensiva:
-¿Haciendo qué?
-Deja mamarte el bollo. Nada más que eso.
-No, hombre, no. Estás muy churrioso tú. A ver una enfermedad si me pegas.
-Te doy treinta. Y si me embuyo pa metértela, te doy diez más.
-No, no. Tú estás muy cochino. Deja eso.
-Te vas a ganar cuarenta pesos fácil. En un ratico.
-Ni por cien me dejo tocar por ti y menos metérmela. ¡Tú estás locoooooooo!
-Dale, muchacha. Es un momento nada más.
-No, no. Déjame tranquila.
Y siguió caminando con sus cucuruchos de maní. Cholo la miró bien, se sonrió y le gritó:
-Te doy cien.
Ella se detuvo. Regresó sobre sus pasos y lo miró con una sonrisa amplia y amable:
-¿De verdad? Bueno, ya eso es otra cosa.
-No, no llego allá. Pero mira, cuarenta hoy y cuarenta mañana y cuarenta pasado...
-Ah, no comas mierda, viejo. Tú lo que eres un descarao. Déjame tranquila porque voy a llamar a un policía.
Cholo se quedó excitado. Tenía la pinga medio zaraza, abultándole en el pantalón. Y se puso orgulloso. Sabía que era el único viejo en el mundo al que se le paraba dura como un palo. Sabía que era un toro padre. Y en medio de la acera oscura dio unos brincos. Se puso en guardia, bajó la cabeza, y lanzó unos buenos piñazos cortos a la cara del contrincante. «Duro y corto. La derecha tuya es un cañón. Usa la derecha», le decía su entrenador en el gimnasio América. En tres años tuvo noventa y siete triunfos y veintitrés derrotas. «Cholo Banderas.» Ése era su nombre en el ring. El entrenador le agregó «Banderas» para que sonara mejor: «Es más pegajoso, tiene más swing.» Hasta que aquel negro cabrón lo noqueó. Lo tiró a la lona sin conocimiento, y encima le produjo una fisura en el cráneo. No pudo pelear más. Después estuvo preso dos años. Por casi nada: un policía bocón y fresco que lo provocó. Él lo cosió a piñazos. Le echaron dos años nada más. Se sintió bien en la cárcel. Sin trabajar. Callado, echado en un rincón. Todos hablaban mierda y hacían cuentos de lo duros que eran. Menos él. Jamás abrió la boca, ni tuvo amigos. Nada. Él solo. Como siempre. Hasta que le tocó la hora de salir a la calle otra vez.
Hacía muchos años de eso. Ni lo recordaba. En realidad nunca recordaba nada. «Se vive al día. Ayer ya pasó y mañana no ha llegado», se decía con frecuencia. Además, en el fondo le daba lo mismo ser boxeador que limpiador de fosas. Estar en la cárcel o en la calle. Ahora estaba allí, con el rabo medio parado, en aquella esquina oscura. Tiró la lata a la calle. Con fuerza, para que hiciera ruido. Se sentía descansado y duro. Amasó sus dorsales, los bíceps, los tríceps:
-¡Estás entero, Cholo, te hace falta una jeba esta noche!
Y se fue dando brincos, lanzando golpes al aire. Salió hacia la Avenida del Puerto. Esa zona le ha gustado siempre. Antes era más fácil. Por Muralla, llegando a la Avenida del Puerto, vivían tres putas. Cada una en un cuartico pequeño con puertas rojas. Y con letras doradas: Berta, Olga, Lola. Es el mejor recuerdo que tiene en su vida. Eran tres putas. A cinco pesos el palo. Le hablaban, le sonreían. Con el tiempo se hicieron amigos y cuando él llegaba hasta le hacían una limonada o lo bañaban y lo afeitaban. En esas ocasiones, siempre daba un par de pesos más. Nada es gratis en esta vida. Pero las tres murieron hace tiempo. Tendrían sesenta y pico de años. Murieron jóvenes.
Él es todo lo contrario: se siente como un niño. El carapacho que se construyó alrededor cuando era casi un bebé, ahora lo tiene más duro que nunca. Jamás fue protegido por nada ni por nadie. Se sabe invulnerable. Como una fiera en la selva. Solitario. Lejos de la manada. Ha tenido muchas mujeres y muchos hijos. Pero ya ni se acercan a decirle: «Tú eres mi padre. Mi madre es fulana, ¿te acuerdas?»
Él los azoraba de su lado. Nunca se acordaba de ninguna fulana, y menos de un hijo. Jamás una mujer parió a su lado. Cuando le decían que estaban preñadas, él se perdía. ¿Quién podía asegurarle que ese muchacho era de él? Todas las mujeres son iguales: por cuatro pesos se acuestan con cualquiera y después quieren encontrar un bobo para que les críe el niño.
Con él no va eso. Ya no. Hace años que nadie le reclama paternidades. Aunque ahora es cuando mejor vive. Se ríe del mundo. Dicen que ésta es la peor crisis en toda la historia de Cuba. «Pues para mí, ésta es la mejor», piensa con frecuencia. Cuando empezó el hambre fuerte, en 1990, tenía un puesto de limpiabotas frente a su cuarto, en aquel portal. Se le ocurrió comprar cosas usadas y venderlas allí. De todo. Desde tuberías y pedazos de cables eléctricos, hasta percheros, zapatos viejos revistas, libros, espejuelos, juguetes viejos. No había nada. Absolutamente nada. La gente con dinero en el bolsillo y no había ni cigarros.
Llegó el momento en que ganaba más con aquello que limpiando zapatos. Y además, el betún desapareció también, así que tuvo que dejar de pulir calzado. Compraba muy barato y vendía igual de barato. En un lugar céntrico, con muchos transeúntes. Todos se detenían a mirar. Preguntaban precios. Algunos compraban. Hasta que percibió que los libros y las revistas viejas se vendían mucho más. Entonces abandonó lo otro. Puso un cartel que alguien le escribió en un pedazo de cartón: «compro livro y rebista viejos. Boi a su casa.» Recorría a pie toda La Habana con cuatro enormes bolsas de tela. Y regresaba cargado. No podía leer. Así que compraba al bulto. Todo. Miles y miles de libros colocados en el portal, sobre el piso. Y cientos de clientes cada día. Nunca había ganado tanto. Escondía los billetes en una caja de cartón. Tiraba libros viejos arriba y nadie podía pensar que allí había una fortuna.
Nunca hablaba ni se sonreía con nadie. A la gente no se les puede dar confianza. Les das un dedo y se cogen la mano. Pasaba días y días y sólo abría su boca para decir «sí» o «no» a algún cliente que preguntaba. Él entendía muy bien lo que pasaba. Más sabe el diablo por viejo que por diablo: «El problema es que la gente se asusta fácil. Los americanos aprietan, un poco de hambre, y ya todos se cagan. Y tú los ves flacos, azorados, hablando solos por la calle, medio locos. Yo no sé por qué la gente es tan pendeja. Total, Cuba siempre ha sido igual: tres o cuatro años de abundancia y veinte de miseria. Desde que tengo uso de razón es así. Por eso no se puede vivir con miedo. Hay que vivir sin miedo y pa’lante.» Pensaba así, pero no abría su boca para decirlo. Ante todo porque no tenía a quien. Además, no sabía hablar. Ni le gustaba. En boca cerrada no entran moscas.
Llegó hasta Muralla y se sentó bajo el arco de esa calle hacia la Avenida del Puerto. En la oscuridad. Tranquilo. Un poco más allá un negro y una negra templaban desaforadamente, de pie, recostados contra una columna, a seis metros de él. Los oía pujando y resoplando. Y los veía frenéticos. Y se calentó mucho más. Por la acera pasaba poca gente. Casi nadie. Se sacó el rabo y se masturbó un poco a cuenta de aquellos negros. Sólo un poco. Hacía muchos años que no botaba en balde su semen. En definitiva, ya no fabricaba aquellos grandes chorros que podían llenar un vaso y asombraba a las mujeres. Ahora era mucho menos. No se podía desperdiciar.
Cholo estaba alegre. Uhmmm, se guardó el material y empezó a buscar una víctima. «Esta noche meto la pinga en un hueco por veinte pesos nada más o dejo de llamarme Cholo», se dijo. Y dio unos brincos y tiró unos golpes al aire. Salió caminando por la Avenida del Puerto hacia el Malecón. Jineteras, taxistas, bares, tres edificios antiguos y derruidos que se derrumbaron hace poco. Los escombros impiden el paso. Las salidas de las cloacas a la bahía se tupieron y la mierda inunda la calle, frente al bar Los Marinos. Cholo no se fija en nada. Siempre ha vivido dentro de la podredumbre. Lo único que quiere es un hueco por veinte pesos. Frente a Los Marinos hay un grupo de puticas esperando clientes. Muy jóvenes, bonitas, provocativas, perfumadas. Hace tiempo que Cholo no caminaba por estos rumbos, pero supone que -como ha sido toda la vida- puta por puta todas son iguales. Llama a una mulatica. La muchacha se extraña de que aquel viejo tan puerco la llame. No va. De lejos le grita:
-¿Qué tú quieres, abuelo?
-Abuelo el coño de tu madre. ¡Ven acá!
-¿Eh? ¿Qué le pasa al viejo éste? ¡El coño de la tuya, singao! No me jodas que te entro a navajazos.
Cholo, imperturbable, llama a otra. Ésta es más pacífica y se le acerca a dos metros:
-Dime, abuelo, ¿qué tú quieres? ¿Monedas? Estamos arrancadas. No tenemos monedas, pídele a un yuma.
-No, yo tengo pa’ darte a ti. Ven acá. Acércate.
-Noooo. Dime.
-Te doy veinte pesos por mamarte el bollo... Ven acá...
-¿Veinte qué? ¿Cubanos?
-Claro. Veinte pesos cubanos.
-Ah, tú estás loco. ¿Te escapaste de Mazorra?
La chica se vira hacia el grupo de ocho o nueve jineteras y se mofa del Cholo. Les grita:
-Dice que me da veinte pesos cubanos por mamarme el bollo. Jajajá, lo cogió la arteriosclerosis, jajajajá. Oye, abre los ojos. Cincuenta fulas, verdes, para estar un rato con nosotras. Y con la peste a mierda que tú tienes ni por cien. Aparte que tú nunca has visto un dólar. Así que muévete y piérdete de aquí.
Las otras se ríen a carcajadas y se burlan:
-Dale, viejo loco, apestoso, piérdete de aquí.
Cholo se levanta y sigue caminando. Las que están locas son ellas. Saca una cuenta rápida. El dólar está a veintitrés, por cincuenta son mil ciento cincuenta. ¡Cojones! Eso no puede ser. ¿Cómo una putica de éstas va a ganar con un solo palo el doble que yo en un día? Se hacen millonarias en..., no, porque no ahorran. Lo gastan todo en perfumes y porquerías de pinturas y carteras. Ése es el problema de la gente. No ahorran.
Sigue caminando. Rebasa unos barcitos. La gente bebe cerveza de lata, escuchan música, se ríen. Él ni los mira. En realidad le da rabia ver a tanta gente botando el dinero de ese modo. Se sienta sobre el muro un poco más allá. Solo. A mirar los pocos que caminan por allí. Un mulato viene pedaleando en un triciclo. Frena frente a él. Atrás viene sentada una blanca pelandruja, con el pelo pintado de rubio. El tipo sube el triciclo a la acera, lo pega bien al muro y se sientan muy juntos. Él de frente al mar. Ella hacia la ciudad. El tipo viene volao. Se abre la bragueta, desenfunda el animal, ella lo agarra con la mano izquierda y le bota una paja sin mirarlo y sin decirle ni pio. Algunos pasan, pero no perciben el movimiento de su brazo. Todo eso a unos pocos pasos de Cholo, que coge presión como una cafetera. En menos de cinco minutos el tipo se viene. Respira fuerte. Ella retira la mano enseguida para no embarrarse. El tipo saca unos billetes, se los da. Le dice algo muy bajo. Se monta en el triciclo y se va cantando, muy alegre. Ella se queda sentada en el muro. Cholo la mira bien. Tiene buen cuerpo aunque maltratada, sucia. Cholo se le acerca y le dispara al directo:
-Oye, te doy veinte pesos por mamarte el bollo.
-No, viejo, no. Quédate tranquilo.
-Bueno, dime tú.
-¿Que te diga qué?
-¿Cuánto quieres?
-¿Por mamarme el bollo?
-Sí.
-Ah..., bueno...
-Treinta pesos. Dale, vamos.
-Bueno, está bien.
Al frente hay unos matorrales, junto a un pequeño parque de diversiones cerrado y oscuro. No hay nadie por allí. Se meten en los matorrales. Cholo está excitado como un niño. Ella se quita el short y los blumers, los coloca en el suelo y se sienta sobre ellos con las piernas abiertas:
-Arriba, métele mano. Un ratico nada más. No te creas que vas a estar una hora mamando.
El viejo olfatea, palpa, pasa su lengua áspera, sucia y experta. Ella no se imaginaba que el viejo fuera tan hábil. Es un ternero. Con una fuerza de succión demoledora. Sabe muchos trucos y aplica todo el repertorio hasta desquiciarla. Le da pequeñas mordidas en el clítoris y ya ella no aguanta más; tiene un orgasmo prolongado. Ahhh, se va del mundo. Se recupera y se aconseja a sí misma: «No pierdas la cabeza, Marisela, con este viejo de mierda. Control, Marisela, control.»
-Ya, viejo, ya. Aguanta. Aguanta.
El viejo sigue mamando y al mismo tiempo se está botando una paja. Marisela ve que tiene una pinga grande, gruesa, dura como un palo.
-¿Qué es esto? ¡Ya, ya!
Pero la visión de aquella hermosa pinga la reblandece. Inconscientemente abre más las piernas. El viejo la monta y la penetra:
-Ay, suave, coño, suave, que está muy gorda. Ten cuidado.
Ella tiene otro orgasmo y otro y otro. Entonces Cholo no puede aguantarse más y suelta lo suyo. En cuanto terminan se levanta, dando sálticos, como un boxeador y lanzando golpes cortos y duros. Está alegre, retozón, nada de cansancio, ahora es cuando está caliente para pelear nueve rounds más. Ella no sale de su asombro:
-Ven acá, chico, ¿qué edad tú tienes?
-Setenta y seis.
-No, no es posible.
-¿Qué?
-Tú estás entero. Igual que un niño de veinte años.
-Ah, sí. Yo soy así. Toma, agarra tu dinero que yo sigo mi camino.
-Oye, espérate, no seas hijo de puta. ¿Cómo que treinta pesos? Treinta pesos era por la mamada nada más.
-¿Yo te dije que abrieras las patas pa’ metértela? ¿No, verdad? Problema tuyo. Yo voy echando.
-Espérate, espérate, no te hagas el largo porque te meto un palo por la cabeza y te dejo tieso aquí mismo.
-¿Sí? ¿No me digas? ¿Tú eres guapa?
-No, yo lo que soy durísima. ¡No quieras saber tú! Dame treinta pesos más por el palo.
-No, no.
-Dame treinta pesos o te voy a rajar la cara.
Y diciendo y haciendo. Marisela tenía un punzón en el bolsillo del pantalón. Lo sacó rápido y le tiró al rostro, a cruzar una mejilla de Cholo. Él esquivó a tiempo y saltó atrás.
-Eh, pero mira qué gallinita. Ya, ya. Cálmate. Coge treinta pesos más.
Cholo saca el bulto de billetes delante de ella y cuenta. Marisela se asombra:
-¡Coño, papi, estás amasao!
-Ah, ahora soy papi. Coge, agarra antes de que me arrepienta. Ése es el palo más caro de mi vida.
-¿Cómo te llamas?
-Cholo.
-Cholo, ¿qué?
-Cholo. Dale, vamos conmigo.
-¿Adonde?
-Ah, tú preguntas mucho. Vamos, que te conviene.
Salen atravesando hacia Reina, Carlos III, llegan al cuartucho atestado de libros, polvo, humedad. Cholo enciende un bombillo mortecino. Duerme en el piso, sobre una colchoneta y unos cartones mugrientos. Cuando Marisela ve aquello, se queda con la boca abierta. Saca una caja de cigarrillos del seno, enciende uno, fuma, y se queda distante, observando a Cholo, que se quita la ropa. Queda completamente desnudo y ya está de nuevo con una erección.
-Dale, Marisela, quítate la ropa.
-Yo no puedo creer que tú vivas aquí.
-¿Por qué no?
-Con esa bola de billetes y vives peor que un perro. ¿Tú crees que yo me voy a acostar aquí entre las ratas, las cucarachas y toda esa mierda?
-No te acuestes. Te tiemplo de pie. Me da igual.
-No, no. Ya. Deja..., me voy.
-Ven acá, chica, ¿Tú vives en un palacio o eres una princesa? ¿De dónde tú vienes?
-¿Tú quieres saber de dónde yo vengo? Mira, te voy a decir. Me pasé doce años en la cárcel. Me echaron veinte años porque le metí una cazuela de hierro por la cabeza a mi marido y después lo descuarticé en pedacitos y lo boté por ahí.
-¡Cojones!
-¿Ahh, cojones? Eso es para que tú veas que si tú eres duro, yo soy más dura que tú. Conmigo no puedes inventar porque te tasajeo. Pero fíjate: en la cárcel yo vivía mucho mejor que tú. Tú vives como un puerco, y yo no soy una puerca. ¿Para qué pusiste el candado por dentro de la puerta? Abre ese candado y no te hagas el bárbaro que yo me voy. Ya. Se te acabó la fiesta.
-El candado no es por ti. Yo siempre lo pongo para que no me sorprendan durmiendo.
-No me interesa. Abre.
-Oye, mira cómo estoy. Vamos a echar otro palo. Te pago. Y después te vas.
-No, me voy. Y no me provoques. Yo salí de la cárcel hace tres días. ¿Tú sabes cómo estoy? Que no creo ni en mi madre.
-Eso es lo mejor que puedes hacer en la vida. Siempre hay un hijoputa cerca.
-Yo lo sé demasiado bien. No me des consejitos.
-Te voy a hacer una propuesta. A lo mejor te conviene. ¿Tú sabes leer?
-Claro.
-Ayúdame aquí con los libros. Yo vendo ahí, en el portal. Pero a veces alguien me pregunta por algún libro y yo le digo que no tengo y ya.
-¿Tú no sabes leer?
-Ni falta que me hace.
-Si te caes comes hierba y sigues en cuatro patas por el resto de tu vida.
-Mira quién habla. Tú eres más animal que yo. Por lo menos yo nunca he descuartizado a nadie.
-Porque no has tenido que hacerlo.
-Puede ser.
-Vamos a dejarlo ahí, Cholo. ¿Cuánto me pagas?
-Esto no deja mucho. Te puedo dar diez pesos al día.
-Ah, no jodas, viejo. Con dos pajas que haga al día me busco cuarenta o cincuenta pesos. ¿Tú no ves que yo soy blanca? La locura de los prietos es tener una blanca como yo al lado.
-¿Y dónde estás viviendo?
-¿A ti qué coño te importa? Abre el candado que me voy pa’ la pinga. Ya hablé demasiado.
-Yo también hablé demasiado.
Cholo abre el candado. Marisela sale al aire fresco de la noche y se va. Él sale al portal y se sienta en el piso. Hay fresco. Una buena brisa. No tiene sueño. Serán las doce de la noche. Se levanta como un resorte, empieza a dar saltos y a tirar unos upper cuts cortos y directos, unos jabs al hígado.
-¡En la esquina roja, del gimnasio América, Cholo Banderas! ¡Ganggggg! ¡Un cañón con la derecha! ¡Noventa y siete peleas ganadas!
La ciudad a oscuras duerme en silencio. Nadie ve al Cholo Banderas. Se cansa de boxear con su contrincante invisible, y se ríe con deseos:
-¡Qué buena noche, cojones, qué buena noche! ¿Qué hora será? En cualquier momento amanece, así que voy a sacar los libros, y a la lucha. A la lucha. No se puede bajar la guardia. Por eso me noquearon aquella vez. Por bajar la guardia.
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on 01 abril 2011
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