Zuwena Packer (ZZ para sus amigos y familia) es uno de los nuevos valores de la literatura estadounidense. Ha sido incluida por "The New Yorker" en la lista (qué afición a hacer listas de todo) de los 20 mejores autores menores de 40 años. En su obra explora la sexualidad y las relaciones interaciales en la sociedad americana.
Este cuento fue publicado en octubre de 2007 en "The Guardian".
¿Sabes a qué me refiero? Tenía diecinueve años y andaba bastante pirada. Había conocido a un tipo judío con un nombre judío de veras: Gideon. Llevaba el pelo como una peluca en plan afro y tenía una sonrisa nerviosa que desplegaba una y otra vez rápidamente, como si fuera de papiroflexia. Era uno de esos tipos blancos a los que les van las mujeres negras, pero por lo visto le daba miedo invitarlas a salir, hasta que me conoció.
Aquel día, cuando todo empezó a desenmarañarse, Gideon estaba trabajando en su tesis, lo que implica que vestía unos tejanos que había cortado, estaba en la cama conmigo, el ventilador ronroneando por encima de nuestras cabezas mientras él lanzaba una perorata política sobre tal o cual cosa. Siempre se ponía en plan político a pesar de que su doctorado no tema nada que ver con la política y se titulaba «Modos temporales de discursos y écfrasis en la poesía isabelina». Aunque no le gustaba su tesis. Siempre andaba abriendo algún libro que olía a anticuado, lo leía un rato, luego lo cerraba y decía: «¿Sabes lo malo de estas corporaciones fascistas?» Fuera cual fuese tu respuesta, siempre te equivocabas, porque decía «¡Exacto!» y luego pasaba a contarte su teoría, que no tenía nada que ver con lo que acababas de decir.
Por lo general, filosofaba, imbuido de una energía nerviosa mientras alimentaba nuestros grillos. «Y tú —me decía, al tiempo que abría la tapa de un tarro de grillos y los contemplaba—, tú crees que el complejo neoindustrial no te atañe, pero sí te atañe, pues al participar de forma tácita bla bla bla tomas parte bla bla mercantilización de la mano de obra bla bla bla permitiendo que los neoreaganitas bla bla bla pero no puedes eludir la dialéctica.»
Lo que le iba ese verano eran los grillos, no sé por qué. Tal vez por la manera en que constituían una orquesta por la noche. En torno a nuestra cama, con el cielo tan caliente y las pantallas de la ventana rasgadas, lo único que se oía eran esos malditos grillos, moviendo sus musculosos muslitos y alitas para hacer música. Asomaba la nariz por la ventana y olía el aire. A veces salía descalzo con una linterna e intentaba cazar un grillo. Si tenía éxito, lo metía en uno de esos tarritos que antes contenían alimentos de gourmet como olivada y alioli. Yo nunca había oído hablar de cosas así, pero con Gideon, una noche me encontraba comiendo ese paté de aceitunas untado en un elegante pan rancio, y la noche siguiente lavábamos el tarro y voilá, pasaba a habitarlo un grillo.
Cuando volvía a acostarse después de recoger grillos, intentaba acomodar su cuerpo flaco y frío en torno a mi posición fetal. «Acércate», decía, y yo quería pero al mismo tiempo no quería. Siempre olía distinto después de estar fuera. Como un animal de granja o un berro. Además, tenía un montón de callos.
A veces me quedaba mirando en plena oscuridad lo blanco que era. Si le apretaba la piel, adoptaba un tono de magulladura fucsia intenso y se podía ver incluso en la oscuridad. Yo era muy oscura en comparación con él. Era tan blanco que a veces resultaba raro. Otras veces era hermoso ver cómo su piel resplandecía contra la mía, cómo nuestros cuerpos juntos parecían arte.
Bueno, aquel día —después de que hubiera despotricado contra el Consejo de la Reserva Federal, el Tratado de Libre Comercio de América de Norte, el grupo de presión armamentístico y el complejo neoindustrial— alimentamos a los grillos y nos acostamos. Cuando digo que nos acostamos, quiero decir que hicimos el amor. Antes lo llamaba sexo, pero Gideon decía que ya puestos podía llamarlo violación. Hacer el amor era un asunto que tenía que ver con la mente. Una vez, en una postura que habría sido una hermosa obra de arte, dijo: «Mírame. Mírame de veras.» No me gustaba mirar a la gente cuando lo hacía, como esas tribus temerosas de que les roben una parte de su alma si alguien les saca una fotografía. Pero cuando Gideon y yo trabamos contacto visual, debo reconocerlo, fue diferente. Como si, por un instante, formáramos parte de la misma imagen.
Esa noche volvimos a hacerlo. No sabría decir con seguridad si el condón se rompió o no, pero sentí que todo era extraño, y Gideon dijo: «Eso de que los condones se rompen es un mito.» Pero lo miramos a la luz, al condón, con un aspecto todo inerte y viscoso, y por fin él lo tiró hacia el otro lado de la habitación, donde se quedó pegado a la pared como una babosa y luego cayó.
—¡Putos Freestyles! ¿Quién coño compra putos Freestyles?
—Son gratis en la clínica —dije——. ¿Qué quieres?, ¿condones orgánicos?
Volvimos a mirarlo, pero eso no cambiaba que estuviera roto. Entonces Gideon puso una cara que a punto estuvo de hacerme perder los estribos.
Tenía que pensar. Fui al lavabo y me senté en el retrete. Lo había hecho todo bien. No me había quedado embarazada, ni me había drogado ni había hecho daño a nadie. Tenía mi modesta vida, trabajaba en Pita Delicious sirviendo hamburguesas y falafels. Allí casi todo era horrible, pero los falafels no estaban tan mal. Fue en Pita Delicious donde conocí a Gideon con aquella punta de la nariz oscilante y el pelo a lo afro. Los sirios propietarios del local siempre me hacían ir a hablar con él, porque no les caía bien. Las primeras dos veces que vino había intentado hablar con ellos acerca de Oriente Próximo y los palestinos y qué sé yo. Aunque estaba de su parte, lo detestaban. «Habla con el judío», me decían cada vez que entraba. Pronto empezamos a comer falafels en mi rato de descanso, con Gideon ayudándome a tramar cómo iba a volver a los estudios, lo que no era más que una forma de hablar, ya que por entonces ni siquiera había comenzado mis estudios.
Cuando regresé a la cama, Gideon estaba tumbado encima de la sábana, rebanadas de luna sobre su cuerpo huesudo.
—Vale —dijo—. Vamos a comprar un test de embarazo.
—¿Es que no te enteras de nada? No lo comprueba de inmediato.
Puso una cara rara y preguntó:
—¿Es la voz de la experiencia la que habla?
Lo miré.
—Todo el mundo sabe —dije, en un intento de mostrarme tranquila y condescendiente— que es después de la primera falta.
Pronunció un «vale» con afectación, muy lentamente, como si la tarada fuera yo.
Cuando mi período se ausentó sin permiso, me hice el test de embarazo en el lavabo del Pita Delicious. No sé por qué. Supongo que no quería a Gideon revoloteando a mi alrededor. Ni siquiera le dije cuándo iba a hacerlo. Una raya rosa. Negativo. Debería haberme supuesto un alivio recuperar mi patética vida, pero lo sorprendente fue que no me lo supuso. Entonces hice algo que nunca había pensado que haría, algo diferente a todo lo que hubiera hecho con anterioridad. Fue de lo más sencillo: cogí un rotulador rosa, retiré la cobertura de plástico y tracé otra rayita. «Dos rayas —ponía la prueba— significa que estás embarazada.»
Cuando regresé a casa, le dije que el test había dado positivo y se lo arrojé al regazo.
—Pero a ti te da igual, ¿verdad? —le espeté.
Y añadí que no sabía lo que iba a hacer, lo que íbamos a hacer. El se paseó delante de los grillos un rato. Luego me rodeó con los brazos, como si acabara de decirle que tenía el sida y se hubiese armado de valor para darme un abrazo.
—¿Qué vamos a hacer? —le pregunté.
No sé lo que esperaba, si creía que iba a cogerlo en un renuncio, o que diría algo acerca de que no quería el bebé, o qué: lo he olvidado. Lo único claro era que algo me estaba agobiando, me ahogaba. Si él hubiera dicho algo, cualquier cosa, me habría recuperado. Si hubiera empezado hablar sobre la dialéctica o el mesotelioma o el alioli o cuántas clases de cáncer podías contraer por fumar un solo cigarrillo mentolado Newport, me habría recuperado. Incluso si me hubiera maldecido y culpado y hubiera dicho que no quería el bebé, lo habría entendido.
Pero no dijo nada. Sin embargo, vi todo lo que estaba pensando. Lo vi pensando en sus padres —Sy y Rita—, preocupándose en la soleada cocina de su apartamento en Sarasota; lo vi no acabando la tesis y poniéndose a trabajar en algún mugriento organismo no lucrativo donde todo el mundo comía tempeh, no podía llevar prendas de cuero y casi tenía un doctorado; lo vi paseando al niño por parques, asegurando que era lo mejor que había hecho en su vida. De veras. Lo mejor.
Me fui de aquella habitación, de aquella casa que tenía alquilada con su madera tan bonita por doquier. Seguí caminando, deprisa al principio, luego tan rápido que las lágrimas eran lo único que me impedía arder hasta consumirme como un cometa. Ya no huía de Gideon, pero, aunque estuviera siguiéndome, era demasiado tarde. Incluso sin criatura, vi que no iba a llegar el día en que conocería a Sy y Rita, no iba a llegar el día en que dejaría de trabajar en el Pita Delicious antes de que me despidieran, no iba a llegar el día en que pasaría el rato sentada a una mesa de estudiantes hablando de posposfeminismo, no iba a llegar el día en que Gideon y yo nos cogeríamos de la mano delante de nuestra casa recién comprada. Cualquiera podría haberle dicho que era muy tarde para eso, para nosotros, pero Gideon era Gideon, y lo oí llamándome, esperando, como siempre esperaba, que las palabras le sacaran las castañas del fuego.
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on 27 enero 2011
at 21:43
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