La versión es la de Sergio Lledó.
Te mudaste a mi apartamento durante el verano previo a la legalización del aborto en Francia, eso debería servirte como referencia de aquel tiempo pasado, querida mademoiselle Días de Corta. Acababas de llegar a París de tu ciudad natal, la cual siempre insististe en que era Marsella, y estabas buscando un trabajo. Dijiste que habías estudiado técnicas de representación para televisión en cierta escuela de provincias (nosotros no habíamos oído hablar de ella a pesar de que mi hijo tiene uno o dos amigos actores) y que habías recibido un diploma con una «mención especial» por expresión vocal. Ese diploma no estaba entre las cosas que encontramos en tu maleta después de tu desaparición, pero mi hijo recuerda que lo llevabas siempre en el bolso en caso de que tuvieras la buena suerte de encontrarte con algún director de casting en el autobús.
A la mañana siguiente tuvimos nuestra primera conversación cordial. Te describí la reciente muerte de mi marido y te repetí sus últimas palabras, que tenían que ver con mi futuro financiero y no eran del todo optimistas. Yo sentía su presencia y sigo oyendo su voz en mi cerebro. Daba la impresión de que se encontraba allí en la cocina preguntándose qué hacías tú allí, catalogándote: una joven reservada, delgada y morena, de pie junto a la encimera, devorando el desayuno. Un poquito huraña tal vez, rechazó la silla que yo le había traído desde el comedor. Y descuidada, también. Había migas por todas partes, leche derramada en el suelo.
«No te preocupes por el desorden -te dije-. Estoy acostumbrada a limpiar las cosas de los jóvenes. Soy la criada de mi hijo Robert, me tiene hecha una esclava.» En realidad no habías movido ni un dedo. Cogí la fregona del armario de las escobas, pero cuando te pedí que te hicieras a un lado te empezaste a atragantar con una corteza. Esperé pacientemente y te dije: «La enfermedad de mi marido vino como resultado de comer demasiado deprisa y nunca masticar la comida». Tu silenciosa voz me dijo que estaba perdiendo el tiempo. Cierto, pero si no te lo hubiera advertido habría sido culpable de negar asistencia a alguien en peligro. En nuestro país negar la ayuda puede ser penado por la ley.
El único comentario que mi hijo Robert hizo acerca de ti al principio fue: «Es demasiado bajita para ser actriz». Él estaba entonces en el primer escalafón de su carrera en ascensión por esa institución pública conocida como la Caja Postal, Telegramas, Teléfonos. Ahora la han dividido y le han puesto otro nombre más corto y moderno del que nunca me acuerdo. (No hace mucho tuve el placer de visitar a Robert en sus nuevas dependencias. Mires a donde mires tienen pantallas o máquinas de alguna clase. Comparte una espaciosa oficina con dos mujeres. Una nació en la Martinica y no es capaz de pronunciar la erre. La otra parece corsa.) Se va de casa temprano todos los días y pasa las tardes con un grupo de amigos nuevo, ninguno de los cuales parece tener una madre. Las malas enseñanzas de los años setenta, que animaba a hacer crítica de las generaciones anteriores, han pervertido sus sentimientos innatos. Una vez le pregunté mientras se dirigía a la puerta si me quería. Me dijo que la respuesta era evidente, que éramos familia cercana. Su comportamiento cambió por completo tras su compromiso y boda con Anny Clarens, una señora joven de ascendencia mixta -dos de sus abuelos son suizos-. Está empleada en el departamento de contabilidad de un gran hospital y disfruta con su trabajo. Ella y Robert tienen tres hijos: Bruno, Elodie y Félicie.
Si me decidí a abrirle mi casa a una extraña fue más por compañía que por necesidad monetaria. Mi anuncio del Le Fígaro decía «mujer joven», a pesar de que los que se preocupaban por mi bienestar, desde la peluquera, a la portera, me habían aconsejado «hombre joven». Del «hombre joven» decían que sería más limpio, más ordenado, más tranquilo y, excepto bajo circunstancias especiales que no es preciso comentar, jamás se interpondría en la relación entre mi hijo y yo. En realidad mi hijo raras veces estaba en disposición de conversar y jamás había mostrado interés por el intercambio de ideas con una mujer, ni siquiera con aquella que le había conocido desde la cuna.
Llamaste desde una cabina de teléfonos de una calle ajetreada. Podía oír el tintineo de las monedas y el tráfico que pasaba. Tu voz tenía un tono grave y agradable y a excepción de por una o dos vocales habrías pasado por una francesa bien educada. Me imagino que por más que se instruya a alguien de Marsella o de las cercanías, es imposible hacerle mejorar la «o» del sur, larga cuando tiene que ser corta, y cerrada cuando tiene que ser abierta. Pero al fin y al cabo la lengua ya estaba en declive debido a una enseñanza poco estricta y a la inmigración descontrolada. Admiro tus logros y respeto tus minusvalías, y sé que Robert diría lo mismo si supiera que te tengo en mi pensamiento.
Tu equipaje prácticamente no pesaba nada. Me pregunté si es que no tenías ropa de invierno y si no sabías de la existencia de los veranos lluviosos. Seguramente te encontrabas más a gusto disfrutando del sol en un jardín exuberante que vagando por las frías calles en busca de empleo. Te enseñé tu habitación (la mía), con sus dos ventanas en las esquinas y una larga vista de la avenue de Choisy (yo iba a ocupar la de Robert y él iba a dormir en el salón, en el sofá). Al otro lado de la avenida ya había empezado la colonización asiática: unos cuantos restaurantes, y tiendas que vendían cuencos de arroz y zapatillas bordadas de Taiwan. Desde aquellos días la comunidad se ha esparcido por todas las calles colindantes. La policía se mantiene alejada de la zona, prefiere que los inmigrantes solucionen sus disputas a su manera. Al parecer, castigan a los malhechores tirándolos por el puente Toibiac. A Robert le comentaron la existencia de un informe secreto realizado por expertos que el alcalde había tenido sobre su escritorio durante dieciocho meses. Según ese informe, en el año 2025 los asiáticos habrán tomado un tercio de París, los árabes y los africanos tres cuartos, y europeos sin cualificar dos quintos. Hay miles de nombres que suenan a extranjero que las autoridades «pierden» deliberadamente y nunca se muestran en las guías telefónicas o en los archivos informáticos para evitar que conozcamos el verdadero alcance de sus progresos.
Te di el inventario y te pedí que lo leyeras. Dijiste que no te importaba lo que hubiera en la habitación. Tuve que explicarte que el inventario era para mí. Tu firma: «Alda Días de Corta», con sus largos bucles y sus aes cerradas, daba muestras de orgullo y secretismo. Prometiste no dañar ni sacar sin permiso una cama doble, dos almohadas, un cabezal, un par de mantas, una colcha de satén beige con flecos de seda hilados a mano, un diván del mismo color, un armario con doce perchas, una chimenea de mármol (decorativa), dos juegos de cortinas forradas y otros dos de visillos, una cómoda de nogal con cuatro cajones, dos aguafuertes enmarcados de catedrales (Reims y Chartres), una mesita de noche, una lamparita con tulipa de pergamino, un escritorio estilo Luis XVI, dos apliques de pared de hierro forjado con velas eléctricas y bombillas con forma de llamas, dos alfombras «persas» de tamaño mediano y una estufa, que había funcionado muy bien durante seis años, pero que hiciste envejecer antes de tiempo al dejarla encendida toda la noche. Robert insistió en que incluyera el desayuno. No quería que se fuera diciendo por el edificio que éramos unos agarrados. ¡Y vaya si te las apañabas para hacer gasto de café, leche, pan, mermelada de albaricoque, mantequilla y azúcar! Aun así, seguías pareciendo un palillo y ese montón de estropajo rizado que tenías por pelo hacía que tu cara se viera más pequeña que nunca.
Accediste a pagar una renta mensual de cincuenta mil francos por la habitación, la limpieza de la misma, uso del baño, electricidad, gas (para calentar el agua del baño y el café de por las mañanas), sábanas limpias y toallas una vez por semana y llaves gratis. Tenías que guardar un registro de las llamadas y pagarlas cada semana. Me ofrecí a recoger tus mensajes y a dar informes positivos sobre ti a posibles patrones. La cifra que ponía en el contrato no era cincuenta mil, claro está, sino quinientos. Hasta el día de hoy sigo contando en francos antiguos, el valor que tenían antes de que el general De Gaulle decidiera borrar dos ceros creando la confusión en las generaciones venideras. Robert me tiene que hacer la declaración de la renta porque si no, me doy unas ganancias millonarias. Él dice que he tenido más de treinta años para aprender a mover un decimal, pero una cifra como «diez mil francos» me suena más sólida que «cien». Todavía recuerdo cuando cien francos era lo que valía un cruasán.
Me comentaste que quinientos francos era mucho por una sola habitación. Habías oído hablar de estudios que valían seiscientos. Pero tú no tenías seiscientos francos, ni quinientos, ni siquiera trescientos, así que al cabo de un tiempo volví a mi habitación y te puse en la de Robert, mientras él siguió durmiendo en el sofá. Después te quedaste sin un franco e intercambiaste camas con Robert y, como después se demostró, en ocasiones compartisteis la misma. Este arreglo -el de tenerte en el salón- nunca funcionó. Era difícil conseguir que te levantaras por la mañana y parecía que hubiera cinco personas durmiendo en la habitación al mismo tiempo. Pedimos una cama plegable prestada y la colocamos en el otro extremo de la entrada detrás de un biombo, pero a ti aquel sitio te pareció muy ruidoso. Los vecinos que vivían en el piso de arriba solían salir los fines de semana y dejaban allí al perro. La portera lo sacaba dos veces al día, pero el resto del tiempo se lo pasaba aullando y ladrando y por la noche arañaba el suelo con las patas. Al parecer todo esto pasaba justo encima de tu cabeza. Te presté los tapones que mi marido usaba cuando estaba tan mal de los nervios. Te quejaste de que con ellos oías el latir de tu corazón. Si te daban a elegir, preferías el perro.
Recuerdo que te dije: «Me temo que debes pensar que los franceses somos crueles con los animales, pero te aseguro que no todos son así».
Argüíste que también tú eras francesa. Te pregunté si tenías un pasaporte francés. Me dijiste que nunca lo habías solicitado. «¿Ni siquiera para ir a ver a tu familia?», te pregunté. Replicaste que toda tu familia vivía en Marsella. «Pero ¿dónde nacieron?», te pregunté. «¿De dónde son?» Por aquel tiempo no se hablaba mucho de ciudadanía europea. Uno se sentía en el derecho de preguntar.
La pareja del perro se trasladó a otro sitio en algún momento de los años ochenta. Ahora su apartamento lo ocupa una mujer de cabello largo y dorado con mechas. Lleva el mismo abrigo de piel de ocelote de imitación año tras año. Hay gente que piensa que el hombre con el que vive es su hijo. Si fuera así lo habría tenido con doce años.
De lo que quiero hablarte tiene que ver con el presente y con la gran alegría y asombro que sentimos al verte anoche en el anuncio del quitagrasas. Salió justo después de las noticias de las ocho y antes del debate sobre la hepatitis. Robert y Anny estaban cenando conmigo, sin los niños. La madre de Anny se los había llevado a Eurodisney y pasaban la noche con ella. Acabábamos de comenzar con los postres (crème brûlee) cuando reconocí tu voz. Robert dejó de comer y le dijo a Anny: «Es Alda. Estoy seguro de que es ella». Tu rostro había cambiado de una manera indescriptible que nada tiene que ver con la edad. Tu sonrisa se ve más grande y más blanca, llevas el cabello corto y ese tinte caoba que favorece tanto a las actrices maduras. Yo sigo teniendo una media melena rubio platino, peinada hacia atrás. Alain, aquel estilista al que te mandé hace años, le ha dado forma y color de una vez por todas, y no he querido inmiscuirme en su creación.
Alain preguntaba mucho por ti después de que desaparecieras usando el nombre cariñoso de «la pequeña Carmencita» cuando te mencionaba, y buscaba en las guías de televisión y en las revistas alguna huella sobre tu carrera. Pensó que tal vez habías cambiado tu nombre por algo más corto y fácil de recordar. Me acuerdo de cómo llorabas y despotricabas después de que él te cortara el pelo, diciendo que te había cobrado el importe de dos semanas de alquiler y te lo había dejado tan corto que no había papel alguno para el que pudieras presentarte excepto para Hamlet. Alain le vendió su salón a una mujer encantadora y competente que se llama Marie-Laure y se retiró. Tiene treinta y siete años e intenta quedarse embarazada por todos los medios. Al parecer es culpa de ella y no del marido. Han empezado a darle hormonas y yo rezo por su salud. Tal vez te parezca extraño que una mujer se vuelque en la maternidad, pero gracias al salón goza de seguridad financiera (aunque continua pagándole al banco). El marido es corredor de seguros de coches.
Aquel plano de tu cara en la puerta del horno, que se veía como si el espectador estuviera de hecho en el mismo horno, me pareció inteligente y original. Anny dijo que había visto ese mismo artificio en un anuncio de neveras. Me pregunté si el horno estaría colocado a la altura conveniente o si tuviste que ponerte de rodillas en el suelo. No veíamos más que tu cara y la mano que blandía el pulverizador. Tenías las uñas perfectamente esmaltadas de rojo pasión, sin una raya ni una grieta. Nos aseguraste que el producto no dejaba mal olor, ni se filtraba en la comida, ni dañaba la capa de ozono. Justo cuando acabábamos de asimilar esto, fuiste reemplazada por la fotografía de una bacteria, muerta o a punto de hacerlo, y lo siguiente que supimos es que te ibas con alguien en un Jaguar, dejando tras de ti todas las tareas domésticas. Todos los movimientos de tu cuerpo parecían expresar que estabas libre de preocupaciones. Por lo que pude distinguir de tu frente, en parte oscurecida por los mechones caoba teñidos, la tenías lisa y sin arrugas. Esto no hace más que rendirte justicia, ya que yo tuve una infancia feliz, un marido estupendo y un hijo bueno, y todavía me acuerdo de algunas de las cosas que Robert me contó sobre tu niñez. El sólo tenía entonces veintidós años y era fácil de conmover.
Anny nos hizo recordar la fecha exacta de la última vez que te vimos: el 24 de abril de 1983. Fue en aquella película para televisión de las dos amigas, Virginie y Camilla, que conocen a dos hombres interesantes pero muy diferentes con los que se van de vacaciones a Cannes. Uno de los hombres es un célebre cantante cuya esposa, que no sale, le ha abandonado por alguna razón egocéntrica que no se explica. El otro es un arquitecto con relaciones políticas. El cantante no sabe que el arquitecto se ha servido del chantaje y el soborno para conseguir proyectos del gobierno. Tú desde el principio cometes el error de elegir al arquitecto en detrimento del cantante, por la forma retraída y tímida que tiene de relacionarse. Virginie se decide por el cantante. Resulta que nunca ha oído hablar de él y no sabe que ha vendido millones de discos. Ha estado trabajando entre los más desfavorecidos en una región alejada a la que no llega el repetidor.
A Anny le pareció que esta parte de la historia no era creíble. Tal como ella dijo, hasta los pueblos alpinos más desolados están equipados para los turistas de invierno y los esquiadores no se quedan en sitios en los que no se puede ver la televisión. En cualquier caso, el cantante se ve cautivado por Virginie y los dos se sientan en el bar del hotel, que tiene una iluminación tenue, a comparar sus principios y puntos de vista. Mientras tiene lugar esto, tú, Camilla, estás en la planta de arriba en una habitación llena de flores haciendo el amor apasionadamente con el arquitecto. Después tenéis una fuerte discusión a causa de su indiferencia absoluta hacia al mundo real y tú acabas sacando un ramo de rosas de un jarrón y se lo tiras a la cara. (Ahí reconocí tu mal genio.) Él se quita una hoja de su pecho desnudo, coge el teléfono y dice: «Madame se va del hotel. Mande alguien a por su equipaje». En la siguiente escena estás al pie de la autopista intentando parar a alguien que te lleve al aeropuerto. El arquitecto te ha dado el billete de avión, pero nada para el taxi.
Anny y Robert no llevan casados mucho tiempo, pero ella sabía de tu existencia y de lo presente que estás en nuestros recuerdos. Simpatizó con tu causa y pensaba que no te merecías aquello. Habías demostrado ser una persona objetiva y comprensiva y él (el arquitecto) te habría ganado de nuevo con una sola palabra amable. Anny se preguntaba si no estarías haciendo de ti misma y si aquel incidente de Cannes no respondería en realidad a un patrón de comportamiento. No fuimos capaces de decirlo, habida cuenta de que desapareciste de nuestras vidas en los años setenta. A mi entender ese papel no estaba hecho a tu medida. Se te veía demasiado inteligente y avispada para andar por ahí sin ropa, tirando flores a la cara de un hombre desnudo, cuando podrías haberte puesto un vestido de diseño y salir a cenar. Robert, que había mantenido absoluto silencio, dijo: «Alda siempre fue difícil de encasillar». Ese tipo de comentario debía provenir de viejas conversaciones de café, cuando todavía se relacionaba con actores. Ya le advertí a Anny que sería difícil convivir con él. Ella le dio un voto de confianza.
Mi marido también le dio su voto de confianza a algunos y murió decepcionado. A ti te enseñé en cierta ocasión el sitio de la place d'Italie en el que antes estaba nuestro restaurante. Después de que tuviéramos que venderlo se convirtió en una pizzería, más tarde en una tienda de comida sana. No sé qué será ahora. Cuando paso por allí miro al otro lado. Al igual que tú, él eligió a la persona equivocada. Se trataba de una clienta que iba a almorzar regularmente, tan calladita como Anny, fue su marido quien se ocupó de hablar. Según parece tenía alguna relación con las obras que estaban haciendo en la Porte de Choisy, y al final de la avenida. Los chinos se empezaron a trasladar a esos sitios en cuanto estuvieron disponibles, mantenían sus promesas y pagaban sus cuentas, por lo que parecía una buena inversión. Algo acabó yendo mal. La mujer desapareció y el marido se retiró a aquel pueblo marítimo de Portugal, en el que solían vivir todos esos reyes y reinas exiliados. Lo de Portugal es una coincidencia, no estoy dando a entender que eso tenga alguna relación contigo, tu familia o tus conciudadanos. Si vamos a crear la Europa del siglo XXI hemos de mostrar confianza los unos en los otros y aceptar nuestras expectativas frustradas tal como vengan.
Lo que realmente me causó más admiración anoche fue tu pronunciación de «ozone». ¿Dónde estarías tú ahora si yo no hubiera cuidado de tus oes? «Di Rhóne -solía decirte yo-. No ron.» Al ver cómo te alejabas en ese Jaguar me pregunté si quedaría en tu cabeza algún hueco para pensar en el viejo Renault de Robert. El día en que os fuisteis juntos, tras la única pelea que he tenido jamás con mi hijo, él tiró tu maleta en el asiento trasero. Allí continuaba al día siguiente cuando volvió solo. Después él me diría que no se había dado cuenta. Pasasteis la noche en el automóvil, ya que tú no tenías dinero ni sitio al que ir. Casi no había sitio ni para sentarse. Ahora tiene un Citroen BX.
Yo fui la primera en percatarme de tu estado. Ibas a una entrevista para un trabajo de modelo de seis días -rué des Rosiers, venta al por mayor- y no tenías nada que ponerte. Te di uno de mis vestidos al que, obviamente, tuvimos que dar unas puntadas. Estabas más delgada que nunca y habías perdido el apetito por el desayuno. Me dijiste que te parecía que la mermelada de albaricoque te estaba sentando mal. Te compré miel de la Provenza, pero eso también lo vomitaste. Acababa de terminar de hilvanar las costuras del vestido y estaba de rodillas, poniéndote los alfileres en el dobladillo, cuando de repente puse la mano plana sobre la cintura de la falda y te pregunté: «¿De cuánto estás?». Tú rompiste a llorar y me dijiste algo que no voy a repetir. Yo te dije: «Deberías haber pensado en eso antes. No te puedo ayudar. Lo siento. Va contra la ley, y además no sabría adonde llevarte».
Después de aquella noche en el Renault os fuisteis los dos a un café para que Robert pudiera afeitarse en el lavabo. Él te dijo: «¿Por qué no intentas hablar con esa mujer de la mesa de al lado? Tiene aspecto de saber de esas cosas». Estaba claro, cuando él volvió unos minutos más tarde, toda tu atención se había volcado sobre aquella extraña. Ella te escribió algo en el reverso de un billete de metro (la solución probablemente) y tú te lo guardaste en el bolso, tal vez junto al diploma. A él le pareció que estabas entusiasmada, excitada, y llena de esperanza, como si tuvieras en perspectiva algo mejor que ese trabajo de seis días de modelo, o la solución a tu dificultad más inmediata, una nueva vida incluso, mejor que cualquiera de la que os podíais ofrecer el uno al otro. Él salió directamente a la calle sin detenerse para hablar y vino a casa. Se negó a dirigirme la palabra, se cambió de ropa y pasó todo el día fuera. En cierto modo fue como cualquier otro día.
Cuando terminó el anuncio nos quedamos en silencio. Entonces Anny se levantó y comenzó a retirar los postres de la mesa, que nadie había terminado. El debate sobre la hepatitis estaba ahora de lo más acalorado. A una mesa redonda se sentaban seis o siete hombres que parecían estar siendo estrangulados por los cuellos de las camisas y las corbatas, todos ellos gritando. El presentador del programa había perdido el control sobre el acto. Un hombre gritaba sobre las voces del resto que había personas que en realidad querían estar enfermas. Por más dinero que se invirtiera en la salud pública, jamás se podrían curar sus desconcertantes impulsos. Había ciertos impulsos que eran tan perniciosos como cualquier enfermedad. Anny, que continuaba de pie, le quitó el sonido (su único gesto de impaciencia) y vimos cómo los tertulianos abrían y cerraban la boca. Con una voz tranquila dijo que la vida era una faena larga y no un regalo. Había pensado con frecuencia sobre sí misma y había llegado a la conclusión de que solo a través de la reencarnación sería capaz de saber qué otra cosa hubiera podido ser o los importantes proyectos que podría haber llevado a cabo. Su temperamento es suizo. Cuando habla son sus genes los que lo hacen.
Siempre tuve la esperanza de que volverías por tu equipaje. Aún está aquí, en el estante más alto del armario de la entrada. Miramos dentro, no por curiosear, sino para saber si había algo perecedero, como un sandwich. Había un revoltijo de prendas de algodón junto a un par de sandalias viejas, y otros vestidos que yo había prendido con alfileres y a los que les había hecho el pespunte, pero que no acabaste de coser nunca. O los cosiste con unas puntadas tan grandes y flojas que las costuras terminaron por desprenderse. (También te había dado una chaqueta de invierno con el cuello bordado al estilo tirolés. Creo que la llevabas puesta cuando te marchaste.) Aquel día, cuando te dije que tu maleta casi no pesaba nada, lo tomaste por una grosería y dijiste: «Soy pequeña y uso tallas pequeñas». Aparentabas quince años, tenías los dientes feos y un porte incorregible.
El dinero que debías ascendía a ciento cincuenta mil francos, contados a la antigua, o mil quinientos en francos de los nuevos. Si le incluimos la inflación acumulada debería llegar a un millón quinientos mil, o como probablemente tú preferirás decirlo, quince mil francos. La inflación estuvo durante años al 12 por ciento, pero creo que al pasar las décadas ha debido bajar hasta el 10 por ciento. Baso esto en el hecho de que en 1970 la docena de huevos costaba un franco de los nuevos, mientras que hoy hay que pagarla a nueve o diez. En cuanto a los intereses, me temo que será imposible calcularlos después de tanto tiempo. Dependería de los años y de lo que se le antoje a tal o cual banco. Ha habido más primeros ministros, presupuestos anuales, comunicados penosos y cambios de tarifa de los que puedo contar. En realidad, no quiero los intereses. Si te digo la verdad no quiero otra cosa que el placer de verte y escuchar de tus propios labios de qué cosas te sientes orgullosa y de qué te arrepientes.
Yo de lo único que me arrepiento es de que mi marido nunca me dejara ayudar en el restaurante. Siempre quiso que me quedara en casa, que creara un refugio acogedor para él y que cuidara de Robert. Sus propios padres se habían esclavizado a sí mismos en su bistro intentando complacer a gente glotona y complicada imposible de satisfacer. No quería tener a su único hijo haciendo los deberes en un rincón triste entre la barra y la puerta de la cocina. Pero yo podría haber estado detrás de la barra con Robert haciendo sus deberes en un lugar desde el que pudiera vigilarlo, y que él no estuviera en su habitación con la puerta cerrada. Podría haber aprendido a manejar cheques y efectivo, a calibrar las propinas en francos de los nuevos, y así tal vez habría previsto los problemas por venir y habría tomado mis medidas.
Cuando estaba sola cantaba mucho. No sabía leer solfeo, pero podía imitar cualquier cosa que escuchara en los discos que se adaptara a mi voz, arias de Delibes o Massenet. Mis musas eran Lily Pons y Ninón Vallin. Lo más seguro es que no hayas oído hablar de ellas. Son de antes de tus tiempos y de la tradición francesa.
Según Anny y Marie-Laure la moda de los años setenta está de vuelta. Anny nunca se compra nada, pero Marie-Laure tiene varios vestidos nuevos con faldas de poco vuelo y chaquetas con motivos florales no muy diferentes de las que yo te di. Si quieres, podría rehacer cualquiera de las cosas de tu maleta para adaptarlo a tus demandas sociales y profesionales. Podría retomar la vida donde la dejamos, cuando yo estaba de rodillas, remetiéndote el dobladillo. Podrías decir cosas simples de esas que le quitan hierro a la vida, a la manera en que lo hace Anny. Puedes venir a recoger la maleta cualquier día a cualquier hora. Estoy en pie y vestida desde las siete y media, y a las nueve menos cuarto tengo la casa lista para visitas inesperadas. Ahora tenemos ascensor en el edificio. No tendrás que subir los cinco pisos. A la entrada del edificio encontrarás una cerradura con clave. El número que te deja entrar es el K630. Vigila de no dejar entrar a nadie que parezca sospechoso o amenazador. Si algún extraño intenta pasar detrás de ti, pregúntale qué quiere y el nombre del inquilino que quiere ver. Probablemente ni siquiera intente darte una respuesta creíble y se vaya asustado.
La portera que conociste estuvo durante quince años más y luego se retiró para vivir junto a su hija casada en Normandía. Votamos que no la íbamos a reemplazar. Viene un equipo de limpieza dos veces al mes. Nunca son los mismos, así que nunca llegas a conocerlos. Te ahorras el aguinaldo de Navidad y tener el olor a comida colándose por toda la planta baja, pero se pierde la sensación de seguridad. Tal vez te acuerdes de que madame Julie se pasaba día y noche alerta siguiéndole el rastro a los que entraban y salían. Ahora no hay nadie que te traiga el correo a la puerta ni que llame al timbre para asegurarse de que seguimos vivos. Ya verás la hilera de buzones que hay en el vestíbulo. Algunos de los inquilinos mayores no ponen su nombre completo en los buzones, solo las iniciales. Según ellos, su nombre no es asunto de nadie. El cartero sabe quiénes son, pero en verano cuando hace la ronda el sustituto simplemente les tira las cartas al suelo. Hay quejas continuamente. No hace mucho entró un intruso y arrancó dos o tres buzones de la pared.
No encontrarás cambios en el apartamento. El inventario que firmaste en su momento seguiría siendo el mismo si borráramos la palabra «estufa». No mandes ningún cheque, ni te pongas en contacto conmigo de ninguna forma. No es necesario que llames para concertar una cita formal. Prefiero vivir en la esperanza de oír que el ascensor se para en mi planta, y después el sonido del timbre, y que tú misma me digas de palabra que has vuelto a casa.
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on 30 noviembre 2010
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