I
«Llévensela a que tome el sol» -dijeron los médicos.
Incluso ella era escéptica respecto a eso de tomar el sol pero permitió que la llevasen al mar con su niño, una niñera y su madre.
El barco zarpaba a medianoche. Y durante dos horas su marido permaneció con ella mientras acostaban al niño y los pasajeros llegaban a bordo. Era una noche oscura: el Hudson se agitaba con una densa negrura, sacudido por derramados hilos de luz. Se apoyó en la barandilla y mirando hacia abajo pensó: «Esto es el mar; es más profundo de lo que uno se imagina y pleno de recuerdos». En aquel momento el mar parecía palpitar como la serpiente del caos que desde siempre ha existido.
- Estas despedidas no son buenas -le iba diciendo su marido, que estaba a su lado-. No son buenas. No me gustan.
El tono de su voz estaba lleno de aprensión, de recelo y un cierto toque como de última esperanza.
- A mí tampoco me gustan -respondió ella con voz clara.
Ella recordaba ahora cuán amargamente habían deseado separarse, él y ella. La emoción de la despedida le daba un suave tirón a sus emociones pero lo único que conseguía era que el hierro que había penetrado en su alma se le clavase aún más profundamente.
Miraron a su hijo dormido y los ojos del padre se humedecieron. Pero no es la humedad de sus ojos lo que cuenta, es el ritmo férreo y profundo de la costumbre, las costumbres de toda una vida, de los años; la profunda marca del poder. Y en sus vidas la marca del poder era hostil, la de él y la de ella.
Como dos artefactos que funcionan desajustados, se destruían el uno al otro.
- ¡A tierra! ¡A tierra!
- Mauricio, ¡tienes que irte!
Y pensó: para él es: «A tierra», para mí es: «A la mar».
Él agitó el pañuelo en medio de la oscuridad de la noche en el muelle según el barco se alejaba despacio; uno en medio de la multitud. ¡Uno en medio de la multitud! C'est ça.
Los transbordadores, como grandes bandejas apiladas con hileras de luces, todavía navegaban por el Hudson. Aquella boca negra debía de ser la estación de Lackawanna.
El barco iba bajando, el Hudson parecía interminable. Pero finalmente alcanzaron la curva y allí estaba la pobre cosecha de luces en el Battery. La Estatua de la Libertad levantaba la antorcha en una especie de rabieta. Allí estaba el batir del mar.
Y, aunque el Atlántico era gris como la lava, llegó finalmente al sol. Tenía una casa sobre el más azul de los mares, con un gran jardín, o viñedos, todo viñas y olivos en pendiente, terraza tras terraza hasta la franja llana de la costa; y el jardín pleno de lugares secretos, profundas arboledas de limoneros allá abajo en la hondonada de la tierra, y escondidas albercas de aguas puras y verdes; también había un manantial que brotaba en una pequeña gruta donde habían bebido los viejos sículos antes de que llegasen los griegos; y una cabra gris balando con su establo en una tumba antigua con todos los nichos vacíos. Había olor a mimosa y más allá la nieve del volcán.
Veía todo aquello y de algún modo se tranquilizaba. Pero todo era externo. En realidad no le importaba. Ella era la misma, con la cólera y la frustración dentro de sí misma y su incapacidad para sentir algo auténtico. El niño la irritaba porque se aprovechaba de la paz de su alma. Se sentía tan horrible y terriblemente responsable de él: como si tuviese que responsabilizarse de cada uno de los soplos de su respiración. Y esto era una tortura para ella, para el niño y para cada una de las personas cercanas.
- Ya sabes, Julieta, que el doctor te aconsejó tumbarte al sol sin ropa. ¿Por qué no lo haces? –le decía la madre.
-Lo haré cuando me apetezca. ¿Quieres matarme? -le lanzaba Julieta.
- ¡Matarte! No, por favor. ¡Es por tu bien!
- ¡Por Dios, deja ya de desear mi bien!
Finalmente La madre estaba tan herida y enfadada que se marchaba. El mar se iba poniendo blanco, y después invisible. Llovía torrencialmente. Hacía frío en la casa construida para el sol.
De nuevo otra mañana y el sol se elevaba desnudo y fundido, chispeante al borde, del mar. La casa estaba orientada al sureste. Julieta yacía en la cama y le observaba levantarse. Era como si nunca antes hubiese visto amanecer. Nunca había visto al sol desnudo alzarse sobre la línea del mar, sacudiéndose de encima la noche. De este modo fue creciendo en ella el deseo de tomar el sol desnuda. Guardaba el deseo como un secreto. Pero quería irse lejos de la casa, lejos de la gente. Y no es fácil esconderse en un país donde cada olivo tiene ojos y todas las veredas se ven desde lejos.
Pero encontró un lugar: un acantilado encaramado sobre el mar y hacia el sol, y plagado de grandes cactus, el cactus de hojas planas llamado chumbera. Cerca de este montículo gris azulado de cactus se erigía un ciprés de tronco ancho y pálido y una copa que se inclinaba flexible en el azul. Permanecía como un guardián mirando al mar; o una candela plateada cuya enorme llama fuera la oscuridad contra la luz: la tierra lanzando hacia arriba su orgullosa lengua de penumbra.
Julieta se sentaba al lado del ciprés y se quitaba la ropa. Los contorsionados cactus formaban un bosque, espantosos pero fascinantes, a su alrededor. Se sentaba y le ofrecía al sol sus senos, suspirando, incluso ahora, con un cierto dolor duro por la crueldad de tener que entregarse.
Pero el sol se iba moviendo en el cielo azul y le iba lanzando sus rayos según se iba alejando.
Sentía la suave brisa del mar en sus pechos que parecían como si nunca antes hubiesen madurado. Pero apenas sentían el sol. Frutas que se marchitarían sin madurar, sus pechos. Sin embargo, pronto, iba a comenzar a sentir el sol dentro de ellos, más cálido que lo que el amor había sido, más cálido que la leche o las manos de su niñito. Por fin, por fin sus pechos eran como grandes uvas blancas bajo el ardiente sol. Se quitaba toda la ropa y se tumbaba desnuda al sol y mientras estaba tumbada contemplaba a través de sus dedos al imponente sol, su redondez azul y palpitante con los bordes externos manando brillos. ¡Latiendo con un maravilloso azul, y vivo, y fluyendo fuego blanco por sus contornos, el sol! Él la contemplaba allá abajo con una mirada de fuego azul, y envolvía sus pechos y el rostro, la garganta, su cansado vientre, las rodillas, los muslos y los pies.
Yacía con los ojos cerrados, el color de una llama rosa a través de sus párpados. Era demasiado. Recogía hojas y se las ponía sobre los ojos. Después se tumbaba de nuevo al sol, como una calabaza blanca que ha de madurar hasta ponerse dorada.
Podía sentir el sol penetrándole incluso hasta en los huesos; no, incluso más allá, incluso en las emociones y en los pensamientos. Las oscuras tensiones de su emoción comenzaban a alejarse, los oscuros y fríos coágulos de sus pensamientos comenzaban a disolverse. Estaba comenzando a sentir calor por toda ella. Volviéndose de espaldas, dejaba los hombros disolverse al sol, el lomo, la parte trasera de los muslos, incluso los talones. Y allí permanecía tumbada, medio aturdida con perplejidad por lo que le estaba sucediendo. Su corazón cansado y frío se iba fundiendo, y al fundirse se evaporaba. Una vez vestida, se volvía a tumbar y miraba al ciprés cuya copa, un filamento flexible, se dejaba mecer por la brisa.
Mientras tanto, era consciente del imponente sol deambulando por, el cielo.
Así, aturdida, volvía a casa, viendo a medias, cegada y aturdida por el sol. Y su ceguera era como una riqueza, y su conciencia pesada, cálida y débil, era como una abundancia.
- ¡Mami! ¡Mami! -el niño corría hacia ella, llamándola con esa pequeña angustia de deseo, siempre requiriéndola. Ella estaba sorprendida de que su adormecido corazón, por una vez no sintiese esa ansiosa angustia recíproca. Cogía al niño en brazos pero pensaba: «No debería de ser tan pelmazo. Si tomara el sol renacería».
La molestaban sus manitas agarrándose a ella, aferrándosele al cuello. Le retiraba las manos de la garganta. No quería que la tocasen. Cuidadosamente ponía al niño en el suelo.
- ¡Vamos, corre! ¡Corre al sol!
Una y otra vez le quitaba la ropa y le ponía en la terraza desnudo al sol.
- ¡Juega al sol! -le decía.
El niño estaba asustado y quería llorar. Pero ella, en la cálida indolencia de su cuerpo, y con la completa indiferencia de su corazón le lanzaba una naranja rodando por las losas rojas y el niño con su suave e informe cuerpecito daba pasos hacia ella. Después, inmediatamente se le agarraba, pero la soltaba porque la sentía rara contra su carne. Y el niño se volvía hacía ella, quejoso, haciendo mohínes para llorar, asustado porque estaba desnudo.
- ¡Tráeme la naranja! -le decía ella, asombrada de su profunda indiferencia respecto a la inquietud del niño-. ¡Tráele a mami la naranja!
- No crecerá, como su padre -se decía-. «Como un gusano que no ha visto nunca el sol».
II
Tenía en su mente continuamente al niño como un tormento de responsabilidad, como si al haberlo tenido tuviese que responder por su completa existencia. Incluso, cuando moqueaba, le resultaba repulsivo y con un aguijonazo en las entrañas se decía a sí misma: «Mira lo que has parido».
Ahora sin embargo se había producido un cambio. Ya no estaba vitalmente interesada en el niño, se había despojado de la tensión de su ansiedad. Y el niño se iba esforzando.
Reflexionaba sobre el sol en su esplendor y en su unión con él. Su vida era ahora un completo ritual. Yacía, siempre despierta, antes del alba, contemplando las primeras luces tornándose doradas, para saber si la niebla se posaría en la orilla del mar. Su alegría era cuando el sol se levantaba todo fundido en su desnudez y lanzaba un fuego blanco y azulado contra la ternura del cielo. Pero algunas veces aparecía rojizo como una criatura grande y tímida. Y otras veces ascendía, lento y de rojo carmín con una mirada de cólera empujando lentamente y abriéndose camino a codazos. Otras veces no podía verlo, entonces solamente las nubes despedían un tono dorado y escarlata desde arriba según se movía tras el muro.
Era afortunada. Las semanas pasaban y aunque la aurora algunas veces estaba nublada y la tarde a veces estaba gris, no había ningún día sin sol y la mayoría de los días, aunque fuese invierno, transcurrían radiantes. Entonces aparecían, malvas y rayadas, las florecillas silvestres del azafrán, los narcisos también silvestres con sus estrellas invernales colgando.
Cada día bajaba hasta el ciprés que estaba en el bosquecillo de cactus en la loma de rocas amarillentas. Ahora era más sabia y sutil, y vestía sólo una camisa gris perla y sus sandalias.
De este modo en un instante, en cualquier nicho escondido, se ponía desnuda a tomar el sol.
Y en el momento en el que se cubría se volvía gris e invisible.
Cada día, por la mañana, se tumbaba a los pies del plateado y poderoso ciprés mientras el sol cabalgaba jovial por el cielo. Para entonces ya reconocía al sol en cada una de las fibras de su cuerpo, ya no le quedaba ni una sombra de frío. Y su corazón, ese corazón tenso y ansioso, había desaparecido como una flor que se marchita al sol y sólo deja un cofre de semillas maduras.
Reconocía al sol en el cielo, de un azul fundido con sus filos blancos e ígneos, lanzando fuego.
Y aunque brillaba sobre el mundo, cuando yacía desnuda, se concentraba sobre ella. Ésa era una de las maravillas del sol, podía brillar sobre un millón de personas y aún podía seguir siendo radiante, espléndido y único enfocándola a ella sola.
Con el reconocimiento del sol, y la convicción de que el sol la conocía a ella en el sentido carnal y cósmico de la palabra, le sobrevino un sentimiento de aislamiento de la gente y un cierto desprecio por los seres humanos. ¡Eran tan poco elementales, tan alejados del sol! Eran tan parecidos a los gusanos.
Incluso los campesinos que subían con sus burros por aquel camino antiguo y rocoso, curtidos por el sol como estaban, incluso ellos no estaban bien soleados. Había un pequeño foco, blanco y blando, como de temor, como un caracol en su cascarón, donde el espíritu de los hombres se retraía por miedo a la muerte, por miedo al resplandor natural de la vida. El hombre no se atrevía a emerger: siempre internamente acobardado. Todos los hombres eran así. ¿Por qué admitirlos? Por su indiferencia respecto a la gente, respecto a los hombres, ahora ya no era tan precavida para que no la viesen. Le había dicho a Marinina, que le hacía las compras en el pueblo, que el médico le había mandado tomar baños de sol. Con eso era suficiente. Marinina era una mujer de unos sesenta años, alta, delgada, recta, con el pelo rizado y gris, y ojos también de un gris oscuro que tenían la sagacidad de miles de años, con una sonrisa en la que subyace toda una larga experiencia. La tragedia es la falta de experiencia.
«Debe de ser hermoso ponerse desnuda al sol», decía Marinina con una risa audaz en la mirada mientras contemplaba a la otra mujer. El pelo de Julieta, claro y cortado en forma de melena, se le rizaba en las sienes como una pequeña nube. Marinina era una mujer de la Magna Grecia y tenía recuerdos lejanos. Miró de nuevo a Julieta: «Pero hay que ser hermosa para no ofender al sol ¿no? -añadía con esa sonrisita extraña y entrecortada propia de las mujeres del pasado. «¿Quién sabe si soy hermosa?», dijo Julieta. Pero bella o no, ella se sentía apreciada por el sol, lo cual era lo mismo.
Al sol de mediodía, algunas veces se escabullía por entre las rocas y los acantilados en el barranco donde colgaban los limones con una sombra eterna y fresca y en el silencio se quitaba la blusa para lavarse en uno de los pilones verdes y claros: entonces se daba cuenta a la luz verde y pelada bajo las hojas del limonero de que todo su cuerpo estaba rosáceo y que se estaba poniendo dorado. Era otra persona. Entonces recordaba que los griegos habían dicho que un cuerpo blanco y poco soleado era un cuerpo de pescado y malsano.
Por eso se untaría un poco de aceite de oliva en la piel, y vagaría un momento por el oscuro submundo de los limoneros, y se colocaría una flor del limonero en el ombligo y se reiría de sí misma. Podría darse la casualidad de que algún campesino la viese. Pero si esto ocurriese él tendría más miedo de ella que ella de él. Ella conocía el pálido foco del miedo en los cuerpos vestidos de los hombres. Lo conocía incluso en su propio hijo. ¡Cómo desconfiaba de ella, ahora que se reía de él dándole el sol en la cara! Ella insistía en que caminase desnudo al sol. Y ahora su cuerpecillo estaba también de color rosa, el pelo rubio le caía espeso por la frente y las mejillas tenían un color escarlata en el dorado delicado de su piel soleada.
Era hermoso y sano y las sirvientas que adoraban su color rojo, dorado y azul, le llamaban ángel del cielo. Pero el niño desconfiaba de su madre: se reía de él. Y ella veía en sus grandes ojos azules, bajo el entrecejo, ese foco de miedo, el recelo, que ella creía ver ahora en el centro de todos los ojos masculinos. Ella lo llamaba miedo al sol.
- Teme al sol -se decía mirando en los ojos del niño.
Y cuando le miraba caminando torpemente, tambaleándose, dando volteretas al sol, haciendo esos ruiditos como graznidos de pájaro, veía que se mantenía tenso y escondiéndose del sol, dentro de sí mismo. Su espíritu era como un caracol en su concha, en una grieta fría y húmeda dentro de sí mismo. Le hacía pensar en el padre del niño. Le gustaría poder hacer que saliese de sí mismo, que se escapara en un gesto de temeridad y salutación. Decidió llevarle con ella bajo el ciprés entre los cactus. Tendría que vigilarle, por las espinas. Pero seguramente en ese lugar saldría de su pequeña concha. Esa tensión civilizada desaparecería de su frente.
Extendió una alfombrilla para el niño y le sentó allí. Después se quitó la blusa y se tumbó mirando un halcón allá en lo azul y la copa suspendida del ciprés. El niño jugaba con algunas piedras en la alfombra. Cuando el niño se levantaba para caminar ella también se incorporaba. Él se volvía para mirarla. En sus ojos azules estaba lo cálido y desafiante de lo masculino. Y era guapo, con ese tono escarlata en el rubio dorado de la piel. No estaba blanco. Su piel estaba ya oscuramente dorada.
- Ten cuidado con los pinchos, cariño -decía.
- Pinchos -repetía el niño con un gorjeo de pájaro mirándola por encima de su hombro, dubitativo como el querubín desnudo de un cuadro.
- Estúpidos pinchos.
- Pinchos.
Se tambaleaba con sus sandalitas por entre las piedras, agarrándose a la hierbabuena seca y silvestre. Ella era rápida como una serpiente en cogerle cuando se iba a caer en las chumberas. Incluso estaba sorprendida de sí misma: «¡Qué gato salvaje estoy hecha!», se decía.
Todos los días le llevaba al ciprés cuando lucía el sol.
- Ven -le decía-. ¡Vamos al ciprés!
Y si el día estaba nublado y soplaba la tramontana entonces no bajaban y el niño le pedía continuamente: «Al ciprés, al ciprés».
Lo echaba de menos tanto como ella. No era sólo tomar el sol. Era mucho más que eso. Algo profundo dentro de ella se desplegaba y se relajaba y ella se entregaba. Por algún misterioso poder en su interior, más profundo que su conciencia y su voluntad, se ponía en conexión con el sol y una corriente fluía de su ser, de su vientre. Ella misma, su ser consciente, era secundario, una persona secundaria casi una espectadora. La verdadera Julieta era ese flujo oscuro que emanaba desde su profundo cuerpo hacia e1 sol. Siempre había sido dueña de sí misma, consciente de lo que estaba haciendo y mantenía en tensión su propio poder. Ahora sentía dentro de sí misma otro tipo de poder, algo más grande que ella misma, fluyendo por sí mismo. Ahora era como imprecisa pero tenía un extraño poder más allá de ella misma.
III
A finales de febrero, de repente, hizo mucho calor. La flor del almendro caía como nieve rosa por el leve roce de la brisa. Las pequeñas y sedosas anémonas violetas florecían, los asfódelos creían en capullos y el mar estaba azul anciano. Julieta había dejado de preocuparse por cualquier cosa. Ahora la mayor parte del tiempo permanecían desnudos al sol y eso era lo que ella quería. A veces bajaba a bañarse hasta el mar. A menudo vagabundeaba por entre las rocas donde brillaba el sol y estaba lejos de las miradas. Algunas veces veía a un campesino con su burro y él la veía a ella. Pero ella estaba allí con su hijo tan tranquila y la fama de los efectos curativos del sol, tanto para el espíritu como para el cuerpo, se había difundido entre la gente, por lo tanto no era tan sorprendente. El niño y ella estaban ya bronceados con un tostado rosáceo. «Soy otra persona», se decía a sí misma cuando se miraba los pechos y los muslos rosa y oro. El niño también era otra criatura, con una concentración peculiar, tranquila y soleada. Ahora jugaba solo en silencio ya no le notaba apenas. Ya parecía no darse cuenta de que estaba solo.
La brisa soplaba y el mar era ultramarino. Se sentaba al lado de la gran huella plateada del ciprés, se adormecía al sol pero sus pechos estaban alertas, Henos de savia. Comenzaba a ser consciente de que alguna actividad estaba produciéndose en ella, una actividad que la llevaría a un nuevo modo de vida. Aún así no quería ser consciente. Conocía demasiado bien el frío y gran montaje de la civilización del que era tan difícil evadirse. El niño se había apartado unos pasos más allá en la vereda rocosa tras el gran seto de cactus. Ella le veía, un auténtico infante dorado de los vientos, con el pelo rubio y las mejillas rojas recogiendo las sarracenias moteadas y colocándolas en ristras. Ya sabía mantenerse de pie y era rápido ante los imprevistos, como un joven animal que jugase absorto y silencioso.
De pronto le oyó decir: «Mira, mami, mami, mira». Una nota en su vocecita de pájaro la hizo levantarse bruscamente hacia él. El corazón se le quedó paralizado. La estaba mirando por encima de su hombrito desnudo y le señalaba con su descuidada manita una serpiente que se había erguido a unos pasos de él y abría sus fauces de modo que la lengua bífida y blanda temblaba como una sombra negra emitiendo un breve silbido.
- ¡Mira, mami!
- ¡Sí, cariño. Es una serpiente! -dijo con una voz profunda y lenta.
El niño la miró con sus grandes ojos azules dudosos de si sentir miedo o no. Una cierta quietud de sol en ella lo tranquilizó.
- ¡Serpiente! -gorjeó el niño.
- ¡Sí, cariño. No la toques, puede morderte!
La serpiente se iba, desenroscándose de la espiral en la que había estado plácidamente dormida y despacio iba deslizando su cuerpo largo y marrón dorado con lentas ondulaciones.
El niño se volvió y la miró en silencio. Entonces dijo:
- ¡La serpiente va!
- ¡Sí, déjala que se vaya. Le gusta estar sola!
El niño todavía contemplaba aquella largura lenta y dilatada que se iba escondiendo con indolencia.
- ¡La serpiente va... va... ! -dijo.
- ¡Sí. Se ha ido! ¡Ven con mami!
Entonces fue y se sentó con su cuerpecito desnudo y regordete sobre el regazo desnudo de la madre y ella le atusó el pelo brillante. No le dijo nada sabiendo que todo había pasado ya. El poder tranquilizador del sol la colmaba, colmaba todo aquel lugar como un hechizo; y la serpiente formaba parte de aquel lugar, junto con ella y el niño.
Otro día, en el seco muro de una de las terrazas de los olivos, vio una serpiente negra reptando horizontalmente.
- ¡Marinina! -dijo-, he visto una serpiente negra. ¿Son peligrosas?
- ¡Oh! Las serpientes negras, no; pero las amarillas sí. Si te pica una serpiente amarilla te mueres. Pero me asustan, me asustan incluso las negras cuando las veo.
Julieta continuó yendo al ciprés con el niño. Pero siempre miraba alrededor antes de sentarse y examinaba detenidamente los lugares a los que el niño pudiera acercarse. Después se tumbaba y tomaba el sol de nuevo con sus pechos bronceados y erectos, en forma de pera. No pensaba en el futuro. Rechazaba pensar fuera de su jardín y no podía escribir cartas. Le pedía a la niñera que se las escribiera.
IV
Transcurría marzo y el sol era cada vez más fuerte. En las horas de calor se resguardaba bajo la sombra de los árboles o bajaba hasta la fresca arboleda de los limoneros. El niño corría a distancia como un joven animalillo absorto por la vida.
Un día estaba sentada al sol en la cuesta del barranco después de haberse bañado en uno de los grandes aljibes. Más allá, bajo la sombra de los limoneros el niño corría entre las flores amarillas, recogiendo los limones caídos y saltando con su cuerpecito bronceado por entre salpicaduras de luz, moviéndose por entre la luz veteada.
De pronto, en el borde alto de la tierra contra el cielo azul pálido apareció Marinina con un pañuelo negro en la cabeza y llamándola cadenciosamente: «¡Señora, señora Julieta!».
Julieta se volvió, poniéndose de pie. Marinina se quedó quieta durante un momento mirando a la mujer que estaba desnuda, el pelo claro teñido de sol como una nubecilla. Después, la anciana, ágil, bajó la cuesta del empinado camino. Permaneció de pie y erecta a unos pasos de la mujer bronceada por el sol, y la miró con picardía:
- ¡Qué hermosa está usted! -dijo fríamente, casi con ironía-. Allí está su marido.
- ¡Mi marido! -exclamó Julieta.
La anciana soltó un gruñido de risa, la mueca de una mujer del pasado.
- ¿No tiene usted un marido? -dijo burlonamente.
- ¿Pero dónde está?
La vieja miró por encima del hombro.
- Iba siguiéndome -dijo-, pero no habrá encontrado el sendero. -Y volvió a soltar otra risa.
Las veredas estaban cubiertas de hierbas altas y de flores, de modo que eran como surcos de pájaros en un lugar eternamente silvestre. Extraña la naturaleza agreste y vívida de los lugares antiguos de la civilización, un estado agreste donde no hay desolación.
Julieta miró a su sirvienta con ojos reflexivos.
- ¡Ah, bien! -dijo finalmente-. Déjale que venga.
- ¿Aquí? ¿Ahora? -preguntó Marinina mirando con ojos grises y burlones a Julieta. Después se encogió de hombros.
- De acuerdo, como quiera. Pero es un sitio raro para él.
Y comenzó a reírse por lo bajo. Después señaló al niño que estaba recogiendo montones de limones. «Mire qué precioso está el niño. Le encantará verlo. Voy a traerlo».
- Sí, tráigalo -dijo Julieta.
La anciana volvió a subir la cuesta rápidamente. Mauricio estaba allí entre los viñedos como perdido, con el rostro grisáceo, con un sombrero de fieltro gris y un traje gris oscuro. Parecía estar patéticamente fuera de lugar bajo aquel sol tan espléndido y la gracia del mundo griego antiguo; como un borrón de tinta sobre la cuesta incandescente.
- ¡Venga! -le dijo Marinina-. ¡Están allí abajo!
Y le llevó hasta la vereda dando zancadas a través de las hierbas. De pronto se paró en la parte más alta de la cuesta. Las copas de los limoneros lucían oscuras n la parte baja.
- Tiene usted que bajar hasta allí -le dijo, y él le dio las gracias mirándola rápidamente.
Era un hombre de unos cuarenta años, afeitado, de rostro pálido, calmoso y muy tímido. Mantenía sus negocios sin éxitos asombrosos pero con eficacia. No se fiaba de nadie. La anciana de la Magna Grecia le miró: «Es bueno -se dijo- pero no es un hombre de veras, pobrecito».
- ¡Allí abajo está la señora! -dijo Marinina señalando hacia abajo como una de las parcas.
Él dijo de nuevo: «¡Gracias, gracias!», sin expresión alguna, y se adentró despacio en el sendero. Marinina levantó la cabeza con una alegre perversidad. Después se encaminó hacia la casa.
Mauricio iba contemplando el camino por entre la maraña de hierbas mediterráneas Y por eso no vio a su esposa hasta que llegó a una curva ya bastante próxima a donde estaba ella. Ella estaba de pie y desnuda al lado de una roca que sobresalía, brillando al sol y con una cálida vida. Sus pechos parecían elevarse alertas para escuchar, sus muslos parecían oscuros y raudos. Le lanzó una mirada rápida y nerviosa según se iba acercando como si fuese un borrón de tinta en el papel secante.
El pobre Mauricio dudó y miró para otra parte. Volvió la cara.
- Hola, Julia -dijo con una tosecita nerviosa-. ¡Espléndido! ¡Espléndido!
Avanzó con la cara hacia otro lado, lanzándole breves miradas mientras que ella seguía de pie con el satinado brillo del sol en su piel bronceada. De algún modo no parecía estar tan terriblemente desnuda. Era como si el rosáceo bronceado del sol la vistiese.
- ¡Hola, Mauricio! -dijo ella retirándose un poco de él-. No te esperaba tan pronto.
- No -dijo él-. Me las he arreglado para escaparme un poco antes. Y de nuevo volvió a toser con torpeza.
Permanecieron de pie, bastante alejados el uno del otro y en silencio.
- Allí está el niño -dijo ella señalando hacia la sombra donde un golfillo desnudo recogía los limones caídos.
El padre lanzó una pequeña sonrisa.
- ¡Ah, sí, allí está! Está hecho un hombrecito -dijo. Estaba como atemorizado con su espíritu reprimido y nervioso-. ¡Hola, Johnny! -le dijo con debilidad-. ¡Hola, Johnny!
El niño levantó la cabeza, soltando los limones de sus regordetes brazos, pero no respondió.
- Supongo que deberemos ir por él -dijo Julieta según comenzaba a caminar hacia el sendero.
Su marido la seguía, mirando el movimiento rápido y rosado de sus caderas, que ella iba contorsionando en el hueco de su cintura. Estaba aturdido de admiración pero también de completa pérdida. ¿Qué iba a hacer con él mismo? Estaba completamente fuera de lugar, con aquel traje gris oscuro y su sombrero gris claro y el rostro también gris y monástico de un hombre de negocios tímido.
- Tiene buen aspecto ¿verdad? -dijo Julieta, mientras atravesaban un profundo mar de flores amarillas bajo los limoneros.
- ¡Sí, claro. Está espléndido! ¡Hola, Johnny! ¿No conoces a papá? ¿No conoces a papá, Johnny?
Se agachó y le extendió los brazos.
- ¡Limones! -dijo el niño, gorjeando como un pajarillo-. ¡Dos limones!
- ¡Dos limones! --dijo el padre- ¡Montones de limones!
El niño se acercó y le puso un limón en cada mano. Después el niño le dio la espalda.
- ¡Dos limones! -repitió el padre-. ¡Ven aquí, Johnny! ¡Ven y dile «hola» a papá!
- ¡Papá se va! -dijo el niño.
- ¿Irme? Bueno, sí, pero hoy no.
Y cogió al niño en brazos.
- ¡Quita la chaqueta! ¡Papá quita la chaqueta! -dijo el niño, apartándose de la ropa.
- ¡De acuerdo, hijo! ¡Papá se quita la chaqueta!
Se quitó la chaqueta y la colocó a un lado, después volvió a coger al niño en brazos. La mujer desnuda contemplaba al niño desnudo en los brazos del hombre en mangas de camisa. El niño le había retirado el sombrero, y Julieta miraba el lacio pelo gris y negro de su marido, y no estaba fuera de lugar. Era completamente familiar. Permaneció en silencio durante un rato, mientras que el padre hablaba con el niño que admiraba a su padre.
- ¿Qué piensas hacer, Mauricio? -dijo ella de pronto.
La miró con rapidez.
- ¿Hacer acerca de qué?
- Acerca de todo. De esto. Yo no puedo regresar.
- Bueno -dudó-. Supongo que no, al menos todavía no.
- Nunca -dijo ella y se hizo un silencio.
- Bueno, pues no sé -dijo él.
- ¿Crees que te puedes venir aquí? -dijo ella.
- Sí. Puedo quedarme un mes. Creo que me las puedo arreglar durante un mes -dijo dudando.
Después la miró con timidez y escondió la cara de nuevo.
Ella le buscó la cara con la mirada, sus pechos se agitaban con suspiros, como si una brisa de impaciencia los sacudiera.
- No puedo volver -dijo con lentitud-. No puedo abandonar este sol. Si tú no puedes venirte aquí...
Ella terminó la frase con una entonación abierta. Él la volvió a mirar, furtivamente, pero con admiración y confusión.
- ¡No! -dijo él-. ¡Esto te va bien! ¡Estás espléndida! No, no creo que debas volver.
Pensaba en ella en el piso de Nueva York, pálida, silenciosa, presionándole. Él era el espíritu de la timidez discreta en las relaciones humanas y la hostilidad terrible y silenciosa de ella desde que naciera el niño le atemorizaba profundamente. Porque se había dado cuenta de que ella no podía evitarlo. Las mujeres eran así. Sus sentimientos habían tomado diferentes direcciones, incluso contra sus propias voluntades, y era horrible, horrible vivir en la casa con una mujer así, cuyos sentimientos eran contrarios incluso a ella misma. Él se había sentido demolido bajo la cruz de su inevitable enemistad. Ella se había demolido incluso a sí misma y también al niño. No, cualquier cosa menos eso.
- Pero ¿y tú? -preguntó ella.
- ¿Yo? Ah, bueno. Yo puedo continuar con los negocios y venir aquí a pasar las vacaciones, puedes quedarte el tiempo que quieras -Miró entonces hacia el suelo y después levantó la cabeza para mirarla a ella con un tono de súplica en sus preocupados ojos.
- ¿Incluso para siempre?
- Bueno, sí, si eso es lo que deseas. Aunque para siempre es mucho tiempo. Ahora no vamos a poner una fecha.
- ¿Y puedo hacer lo que quiera? -y le miró fijamente a los ojos como desafiándole. Y él no tenía ningún poder frente a su desnudez rosácea y curtida por el viento.
- Bueno, sí. Supongo. Mientras que no seáis infelices ni tú ni el niño.
De nuevo la miró con un gesto de ruego preocupado, pensando en el niño pero rogando por él.
- No lo seremos -dijo ella con diligencia.
- No -dijo él-. No, no creo que seáis infelices.
Hubo entonces una pausa. Las campanas del pueblo daban con precipitación las campanadas de mediodía. Y eso significaba la hora de comer.
Ella se deslizó por su quimono gris de crepé, y se ató a la cintura un ancho cinturón verde.
Después le introdujo al niño una camiseta azul por la cabeza, y se fueron hacia la casa.
Sentados a la mesa observaba a su marido, su rostro gris y urbano, su canoso pelo, sus modales tan correctos y su completa moderación al beber y comer. De vez en cuando él la miraba a ella, furtivamente, bajo sus negras pestañas. Tenía los ojos de un dorado grisáceo, como de animal que ha sido capturado demasiado joven y ha sido criado en completa cautividad.
Salieron a tomar el café a la terraza. Abajo, más allá, por la cuesta del acantilado, se veía a un campesino y su esposa, sentados bajo un almendro, cerca del trigo verde, tomando el almuerzo extendido sobre un mantel en el suelo. Había una gran hogaza de pan y vasos con el vino tinto.
Julieta colocó a su esposo de espaldas a este paisaje; ella se sentó de frente. Entre otras cosas porque en el momento en que ella y Mauricio habían salido a la terraza, el campesino la había mirado a ella con fijeza.
V
Ella le conocía perfectamente. Él era bastante corpulento, un individuo fuerte de unos treinta y cinco años y daba continuos bocados al pan. Su esposa era delgada, de tez oscura, elegante, triste. No tenían hijos. Esto era todo lo que Julieta sabía.
El campesino trabajaba solo en la finca de enfrente. Siempre llevaba la ropa muy limpia y cuidada, pantalones blancos y camisetas de colores, y un sombrero de paja. Tanto su esposa como él tenían ese aire de tranquila superioridad que pertenece a los individuos, no a su clase.
Su atractivo radicaba en su vitalidad, una veloz energía que le daba un gran encanto a sus movimientos, aunque era robusto y fuerte. Durante los primeros días antes de que ella tomase el sol, Julieta se lo había encontrado entre las rocas cuando había trepado hasta allí. Él había sabido de ella antes de que ella le viese, por eso, cuando le miró, él se quitó el sombrero mirándola con timidez y orgullo con sus grandes ojos azules. Su rostro era ancho, quemado por el sol, tenía un bigote recortado y castaño, cejas anchas, casi tan espesas como el propio bigote, juntas bajo la frente ancha.
- ¡Oh! -dijo ella-. ¿Puedo pasar por aquí?
- Por supuesto -respondió él con esa prisa cálida que caracterizaba su movimiento-. A mi patrón no le importa que usted pase por sus tierras cuando quiera.
Y echó la cabeza hacia atrás con la rápida, vívida y tímida generosidad de su naturaleza. Se fue inmediatamente. Pero instantáneamente ella había reconocido la violenta generosidad de su sangre y su violenta timidez.
Desde entonces ella le veía en la lejanía cada día, y se dio cuenta de que era una persona autosuficiente, como un animal rápido, y se dio cuenta de que su esposa lo amaba intensamente con unos celos que casi eran odio; porque, probablemente, él deseaba pararse un rato...
Un día, cuando un grupo de campesinos estaban sentados bajo un árbol, le vio bailar ágil y alegre con un niño: su esposa le miraba taciturna.
Gradualmente Julieta, y él habían llegado a intimar en la distancia. Ambos eran conscientes el uno del otro. Ella sabía, por la mañana, el momento en que llegaba con su burro. Y en el momento en el que ella aparecía en la terraza él se volvía a mirarla. Pero nunca se saludaban.
Ella incluso le echaba de menos cuando no iba a trabajar a la finca.
Un día por la mañana que había estado paseando desnuda, por entre el acantilado, se había tropezado con él cuando él se estaba agachando, y con sus poderosos hombros iba cargando la leña que recogía y llevaba hasta el burro. Él la vio cuando levantó el acalorado rostro, y ella iba de retirada. Una llama atravesó sus ojos, y una llama se le encendió a ella en el cuerpo, fundiéndole los huesos. Pero la mujer retrocedió silenciosa por entre los arbustos y se fue por donde había venido. Y ella se preguntaba con un cierto resentimiento por ese extraño silencio en el que él trabajaba, escondido por entre los matorrales. Tenía esa facultad de los animales salvajes.
Desde entonces existía un dolor firme de consciencia en el cuerpo de ambos, aunque ninguno de los dos lo admitiría, y ninguno de los dos mostrase ningún signo de reconocimiento. Sin embargo la esposa de él era instintivamente consciente.
Y Julieta había pensado: ¿Por qué no puedo ver a ese hombre y criar a su hijo? ¿Por qué tendría que identificar mi vida con la vida de él? ¿Por qué no estar con él durante una hora, o tanto como dure el deseo? Ya hay entre nosotros una chispa.
Pero no mostró nunca ni un solo indicio. Y ahora le veía mirar hacia arriba desde donde estaba sentado con su ropa blanca, frente a su esposa vestida de negro, mirando a Mauricio.
La esposa se volvió y miró también, taciturna.
Julieta sintió el rencor apoderarse de ella. Tendría que soportar de nuevo al hijo de Mauricio.
Lo había visto en los ojos de su marido. Y lo supo desde su respuesta, cuando había hablado con él.
- ¿Vendrás a tomar el sol también desnudo? -le preguntó.
- Bueno, sí. Si que me gustaría mientras estoy aquí. Supongo que no nos ven.
Había un cierto brillo en sus ojos, un desesperado tipo de coraje nacido del deseo, y miró la prominencia elevada de sus pechos bajo la bata. Porque él era un hombre que también se enfrentaba a mundo y su deseo masculino no había sido satisfecho. Se atrevería a ir a tomar el sol, incluso aunque hiciese el ridículo.
Pero él olía el mundo, y todas sus cadenas y sus cobardes perrunas. Él estaba marcado con la marca que no era la marca de contraste.
Madura ahora, y toda bronceada por el sol, y con un corazón como una rosa caída, ella había deseado ir hacia el ardiente y tímido campesino y parir a su hijo. Sus sentimientos se le había ido cayendo como pétalos. Había visto la sangre roja en su quemado rostro, el ardor en sus ojos azules y sureños, y su respuesta había sido un borbotón de fuego. Él habría sido un fecundo baño de sol para ella, y lo deseaba.
Sin embargo su próximo hijo sería de Mauricio. La fatal cadena de la continuidad haría que así fuese.
8 comentarios
wow!!! aunque en su día odié el amante de lady chatterley...
este relato me ha impresionado...
xo
yolanda
Este cuento creo que es de 1926 y "el amante ..." es de 1928. De ser correcta la cronología, parece intuirse ya en el cuento la semilla de lo que luego sería "el amante...".
Un saludo
El Amante de L... es lo peor de Lawrence.Busca El oficial prusiano y otros cuentos. Ahi hay 3 o 4 historias excelentes.Las sombras de la Primavera, Olor a Crisantemos (creo que así es el nombre), Las hijas del minero, etc
saludos desde Montevideo ,Enrique
Bueno, parece que la polarización en torno al amante continúa, incluso entre adoradores de Lawrence.
Un saludo.
Ja Ja- Sí. Soy uno de los "adoradores de Lawrence".Sólo él es capaz de escribir un relato en que el sol cambia para siempre la vida de una mujer. Todos estos relatos cortos son la historia del latir sutil de un alma.Inglaterra, Mi inglaterra y otros cuentos es otro libro de él.(de este libro proviene El Sol) Escribió también Estudios sobre la literatura norteamericana,obra muy valorada,por S. Santog, por ejemplo.
si, anónimo del 8 de enero. Lawrence es un maestro cuando se trata de relatar exquisitamente "latires sutiles de almas". Nos muestra esos latires momento a momento.Es cuando alcanza su más alto nivel como escritor.saludos
El fue quien dijo "cree en el cuento, no en quien lo escribe".Una frase destacada por Bloom, y que me ha hecho pensar. saludos
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Amigos y vecinos dirán, ¿qué le pasó a esa Esperanza?, ¿adónde fue con todos esos libros y papel?, ¿por qué se marchó tan lejos?
No sabrán, por ahora, que me he ido para volver, volver por los que se quedaron. Por los que no.
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