Estaba detrás de una camioneta en una señal de stop.
El conductor aparcó. Él y su mujer salieron e hicieron ademán de encaminarse hacia mi coche. Bajé la música. La mujer llevaba una sudadera de Piolín. Eché el seguro de la puerta. El hombre dio unos golpecitos y me indicó con gestos que bajara la ventanilla.
—¿Sí? —dije.
Me saludó con la mano, aunque no hacía ninguna falta.
—Me llamo Gary Applesauce y esta es mi esposa, Pilar —la mujer hizo un gesto de saludo con la mano—. Queremos saber qué es lo que le gustaría que estuviéramos haciendo mejor.
Tenían el típico rostro amorfo y ancho de la gente amigable.
—¿Cómo dice?
Estábamos hablando en voz bastante alta, ya que yo no había bajado la ventanilla.
—Acaba de tocarnos el claxon, y lo tocó en el cruce de Verree con Greene, y en el de Verree con…
—Bustleton —terminó la mujer.
—Esperan cinco minutos en las señales de stop —expliqué—. Y tengo que llegar a la tienda de ultramarinos.
El hombre movió la cabeza afirmativamente; realmente estaba reflexionando sobre el asunto.
—Ya entiendo. ¿Y el bocinazo de unas calles atrás?
—Eso fue un error —reconocí—. Estaba dándome cabezazos contra el volante y el claxon saltó.
Les hice una demostración.
—El tiempo de la gente es importante.
Miré por el retrovisor. Un hombre y dos niños nos miraban reprobadoramente desde su coche.
—¿Podría escribirlo? —me pidió la señora Applesauce.
—¡Eso! —dijo el hombre—. Haga una lista.
—Creo que cada uno debería volver a su coche —repuse.
El hombre frunció el ceño.
—Queremos aprender.
—¿Quieren que les escriba una lista de lo que podrían estar haciendo mejor?
La pareja palmoteó.
—No tengo bolígrafo —dije.
La mujer me pasó uno.
Siempre tengo un bloc en la guantera, para las ideas brillantes.
Escribí:
Señales de stop: mire izquierda-derecha-izquierda, ¡y continúe!Y, como una gracia, añadí: Coma algo.
Tenga presente a los conductores que tiene detrás.
Bajé la ventanilla y se la entregué. Cuando llegó al Coma algo, sus ojos se humedecieron.
—Cada vez que intento comer, me viene a la cabeza mi perro: lleva varios días desaparecido.
Los Applesauce intercambiaron una mirada de tristeza.
—Blitzer —dijo la señora Applesauce—. ¿Cómo lo ha sabido?
—Me lo he inventado —contesté.
La mujer aplaudió. Era de esa gente a la que le gusta aplaudir.
—¡Hágame una lista!
Cada vez había más coches detrás de nosotros.
—Comparta la de él.
—Quiero una para mí —frunció el labio: una mujer casada con sobrepeso que hacía mohines—. No es necesario que sea sobre cómo conducir.
Escribí:
No comparezca con las manos vacías.
Peque mejor por exceso de amabilidad.¡Utilice hilo dental!.
La mujer apretó la lista contra el pecho.
—Ya me veo aprendiendo.
En ese momento apareció el conductor del coche de detrás del mío. Llevaba unas gafas de sol propias de alguien más joven.
—¿Qué es lo que sucede? —preguntó.
—Está escribiendo listas —explicó la señora Applesauce—. Mira.
El hombre leyó la lista y se quitó las gafas de sol.
—Quiero una.
—Tengo que llegar a la tienda —dije.
—Todos tenemos que llegar a la tienda —repuso el hombre.
Escribí:
Sea amable consigo mismo.Sus niños daban botes arriba y abajo junto a la ventanilla, pidiendo listas. Puse manos a la obra.
Llámela.
—“Come más verdura” —leí en voz alta.
Todos se rieron.
Un policía frenó y preguntó qué es lo que sucedía. Los Applesauce se lo explicaron mientras yo terminaba las listas para los críos.
Para el poli escribí:
Deje de salir con mujeres que no lo estimulen.—¡Bravo! —exclamó—. Me ha calado.
Escuche música más alegre.
Los coches que había detrás del coche de detrás de mí empezaron a dar bocinazos. El policía fue avanzando por la fila dando explicaciones. Perdí de vista a los Applesauce cuando mi ventanilla se llenó de desconocidos que querían su propia lista. Se las di.
Manténgase en sus trece.
Deje de sentir odio hacia los ancianos.
No necesita tantas servilletas.
Vuelva a la enseñanza.
Poco después, el Señor Gafas de Sol metió la cabeza por mi ventanilla.
—¡La he llamado! —me dijo—. ¡Y me ha perdonado!
La muchedumbre lanzó una ovación, y sus barrigas se apoyaron contra mi puerta.
—¿Ya ha tenido tiempo de poner algo en práctica? —le pregunté. Y añadí—: Tengo que llegar a la tienda de ultramarinos.
Se oyó una voz:
—La tienda de ultramarinos está cerrada.
Había demasiada gente para que pudiera ver algo por el parabrisas. Por encima de las cabezas vislumbré las farolas, encendidas. El poli había cortado la calle. Un hombre vendía botellas de agua que sacaba del maletero.
—¿Se ha puesto ya el sol? —pregunté—. ¿Dónde están los Applesauce?
—¡Qué más da! —replicó un hombre—. Listas.
Siéntase orgulloso de esos ojos tan llenos de vida.—¿Me da una botella de agua? —pedí—. Tengo la garganta seca. Y se me ha terminado el bolígrafo.
Cultive sus amistades.
Practique el decir no.
El hombre del maletero me gritó:
—Cinco dólares.
—¿No es demasiado para una botella de agua?
Alguien me pasó un bolígrafo.
—Escriba —ordenó la multitud.
—Tengo que irme ya —repuse.
—¡Cabrona! —gritó alguien.
Intenté subir la ventanilla. Algunos dedos se colaron por la abertura.
Me temblaba la voz.
—Por favor, apártense de mi coche.
Había varios hombres corpulentos entre la multitud. El coche empezó a balancearse por su peso. Serpientes que decían amenazadoramente: listas, listas, listas.
—¡Estoy siendo educada! —dije—. ¡Se lo estoy pidiendo con buenas maneras!
El balanceo fue a peor. Apreté el claxon. Esto pareció enfurecerles más porque los gruñidos aumentaron de volumen. Oí cómo algo arañaba el maletero. Un chico se había subido encima. Levantó el brazo, con las mejillas brillando a la luz de las farolas. Y en la mano, un ladrillo.
Bajé la mirada y me dio tiempo a leer mi lista de la compra antes de que el ladrillo golpeara:
Pan, huevos, leche.