Narradora, crítico, ensayista y editora estadounidense. En los primeros años de la década figuraba en todas las listas de nuevos valores, esa lista que un grupo editorial etiquetó como "The Next Generation". Ahora, cuando, la década va terminando, y pese a tener una obra de ficción corta, es sin duda un valor consagrado. Como decía, su obra es corta y las traducciones aún más escasas y muy difíciles de encontrar en las librerías. Una pena. Su ensayo sobre crítica literaria "¡Alégrense! !Crean! ¡Sean fuertes y lean más!", aparecido en la revista de la que es coeditora, está considerado ya por algunos un "clásico moderno".
En el postrer crepúsculo de su vida, la jueza Gladys Parks-Schultz está sentada en una butaca tapizada en terciopelo verde leyendo —o más bien, sin leer— una aburrida novela de misterio náutico titulada Problemas a popa. Su sillón está frente a un amplio ventanal con vistas a un largo sendero de entrada bordeado de robles. Allende el roble más alejado alcanza a ver el océano y, a lomos del horizonte, una isla iluminada de casas.
A su espalda hay una puerta cerrada.
Desde esta perspectiva no podemos ver a Glad Parks-Schultz. Nos lo impide su sillón con aspecto de trono. El nombre Glad Parks-Schultz sugiere que es tan aburrida como su novela de misterio, una mujer simuladamente alegre de armazón compacto, su soso rostro redondo apilado directamente encima del torso como el de un muñeco de nieve. Su nombre sugiere un porte brusco y afectado. La vemos vociferando monótonos cumplidos, asustando a niños sin querer. No tiene sentido llevar la contraria a esta percepción, aunque haya muy poco de cierto en ella. No podemos ver a Glad Parks-Schultz, sólo alcanzamos a oír su nombre en nuestra cabeza, y su nombre ha dejado ahí grabada una figura suya necia.
Glad Parks-Schultz intenta repetidamente abstraerse en su novela de misterio —una aventura amorosa, una travesía en barco, un camarote, un cuchillo—, pero no lo consigue. Tras la disputa intrascendente por el jamón en Navidad («¿Cómo puedes poner jamón, nada menos?», le ha preguntado su hija, una pregunta razonable; Sylvia es vegetariana, cosa que su madre había olvidado deliberadamente), Glad Parks-Schuhz se encuentra de un humor abiertamente decaído, su estado de ánimo en plan «las fiestas se han estropeado». Acorde con este estado de ánimo repasa en su cabeza imágenes de otra Navidad, imágenes de Fanny y Alexander, la única película de Bergman que ha visto en su vida, y sólo porque Sylvia, estudiante de Cine, con Psicología como segunda opción académica, se la regaló por Navidad el año anterior («Esto es más de tu rollo», le dijo Sylvia, no sin cierto tono crítico). Pues muy bien si lo era. Glad prefería que su enriquecimiento cultural estuviera exento de angustia.
Más allá de su ventana (en la que sólo alcanza a ver su tenue reflejo), el sendero de entrada bordeado de árboles se prolonga hasta un punto lejano. Es el truco de la perspectiva, piensa Glad Parks-Schultz, cuya cara, en el leve reflejo en ese momento del día cuando la luz agoniza, semeja más alargada y esbelta de lo que le parecería a cualquiera que la viera de verdad. Glad Parks-Schultz posa el libro sobre el regazo (sólo veinte páginas para acabar), renunciando a la cobarde pareja de amantes que se han hecho a la mar y anclado en una cala, que han remado en su bote hasta la playa apartada, que atraviesan furtivamente el bosque hasta una cabaña para matar al marido de la mujer con un cuchillo. Las razones por las que el marido está solo en la cabaña no son sino una sarta de tonterías autoreferenciales: es un escritor dando los últimos toques a un libro de misterio. Le gustaría hablar con el marido acerca de ese libro, no el libro que está escribiendo, sino el libro del que forma parte. ¿Qué clase de novela de misterio, le preguntaría, te hace esperar hasta el mismo final para que muera alguien? Es jueza de distrito. No le interesan los crímenes antes de que ocurran. Detesta el porqué de la mayor parte de las novelas, razón por la que se ciñe a las de misterio. No hay inquietudes emocionales en el porqué de las novelas de misterio —ella lo engañó; él quería su dinero—, sólo cuenta el resultado y el cómo explicado de manera intrincada.
Entretanto, Glad aguarda con impaciencia a que Sylvia y su novio de la universidad, su hijo Rod y su novia de la universidad, todos ellos desterrados de su casa en un arrebato de despecho motivado por el jamón, regresen de la playa.
Pero una vez pierde de vista a esas personas (sus hijos y sus parejas temporales) se siente inadvertida, y de resultas de ello no demasiado cómoda. Mejor ser despreciado durante una festividad importante. Mejor sentirse odiado y vivo. Es una severa jueza de distrito despreciada por su insensibilidad hacia el contexto humano, hacia las historias de mala suerte. («No hay manera de conmover con fingimientos a Glad Parks-Schultz.»)
El primer copo de la estación cae delante de su ventana. Glad resopla. Acaricia el lomo de Problemas a popa y suplica verse liberada de su tedio. Aceptaría cualquier distracción de tres al cuarto antes que esa butaca de terciopelo verde, la butaca preferida de su madre, el tapizado cubierto de las verrugas de quemaduras durante los días finales de su madre fumando en esa misma butaca, muriendo en esa misma butaca. Quiere verse liberada de ese estado de ánimo en plan «las fiestas se han estropeado», ese par sobrecalentado de velludas botas de piel de reno.
Es aquí donde, piensa Glad, si yo fuera, pongamos por caso, un personaje menos dispuesto a colaborar en la implacablemente exenta de problemas Problemas a popa, prendería fuego a la pata de palo del marido (si tuviera pata de palo) y le aplastaría la cabeza al quejica del amante con la palanca del cabrestante. Si la violencia impulsiva no forma parte de mi carácter, podría en vez de ello (como tienen la molesta tendencia a hacer los personajes) retroceder hasta algún ejemplo profundamente moral de mi infancia. Podría dejarme absorber por el pasado y recomponerme molecularmente en una persona más joven y cariñosa, dispuesta a dejarse conocer de manera eficaz por otros a través de algún suceso traumático que involucrase —a ser posible— a mi madre. Así funciona el mundo, bien lo sabe Glad. Lo oye todas las semanas de labios de los abogados. Las madres son, de alguna turbia manera, las culpables de todo acto de criminalidad.
Glad frota el lomo como si fuera una especie de diminuta lámpara mágica que prometiera transportarla a un pasado cautivador. A fin de realzar la intriga de ese momento concreto imagina ese pasado cautivador como Su Vida Secreta. Todo tiene una vida secreta hoy en día —los pájaros, las abejas, los alfabetos, los armarios, los personajes de Problemas a popa—, y Glad se siente muy a gusto reclamando una para sí, aunque no tenga del todo claro qué constituye exactamente un secreto. Si nunca ha hablado de ello, ¿es un secreto, aunque el contenido no resulte demasiado escandaloso? Después de todo, no es que haya omitido contar ese «secreto» a propósito (para engañar, proteger, obtener beneficios económicos o emocionales, lo que sea); en realidad existía como parte de la persona que fue, inextricable de la persona que es, y por tanto conocerla era saber algo de ella.
O eso había dado por sentado. Durante el incidente del jamón, cuando Sylvia la acusó injustamente de «no conocerla» (¿acaso no sabía Sylvia que la manera que tiene Glad de conocer se parece mucho al no conocer?), a renglón seguido pasó a decir algo que tal vez era cierto. Aseguró que Glad «se negaba a dejarse conocer». No sé nada de ti, dijo Sylvia, y te conozco desde hace veinte años. No sé por qué eres como eres.
¿Necesita una persona una razón para ser ella misma?, pensó Glad. Pero en cambio dijo: «Muy bien.» Esa es su manera mesurada y judicialmente fundada de eludir todos y cada uno de los pequeños traumas que le proyecta Sylvia. «Muy bien.»
Glad mira los copos que caen, ahora más densos, tornando espectrales las ramas de los robles. El terciopelo verde le produce picor en el dorso de los brazos. Se retuerce incómoda, luego busca una postura para concentrarse, cierra los ojos y tensa los músculos faciales. Empujar su cerebro para que retroceda es como fustigar un pedrusco con una pluma a fin de que vaya colina arriba. Empieza por algo fácil. ¿Dónde estaba cuando oyó la explosión? Estaba escondiéndose de su madre tras uno de los robles que bordean el sendero, toqueteando la corteza como ahora toquetea el libro. La casa del vecino científico, invisible tras un seto tupido, exhaló una nube de humo blanco. Las tejas de pizarra del techo del garaje se desparramaron por el aire como una perdigonada, haciéndose cada vez más grandes conforme se precipitaban hacia ella. Un tardío sentido de autoconservación la llevó a refugiarse tras un tronco de árbol, en cuya parte anterior, un segundo después, se estrellaron dos tejas con el espeluznante sonido de hojas de hacha. Su madre salió de la casa y se fijó en sus girasoles, decapitados por una teja en vuelo rasante. Luego atisbó una brizna del vestido de Glad, que asomaba por detrás del roble ensartado.
«Ven aquí y acaba de comer!», le gritó furiosa. ¿O no? A decir verdad, Glad no lo recuerda. Lo único que sabía con seguridad era que su madre la trató como si tuviera la culpa del accidente, como si el que Glad estuviera expuesta a morir en un pintoresco accidente hubiera provocado la explosión en la casa del vecino.
(Puede imaginar a Sylvia preguntando en ese momento: ¿Por qué explotó la casa del vecino en realidad? ¿Y murió alguien? Pero ése no es el secreto. O más bien estas preguntas, lo inevitable de las preguntas sin imaginación de Sylvia, la disuaden de compartir ese secreto suyo del pasado. No para censurar a Sylvia y sus desviaciones sin sentido, sino para culparla moderadamente. Desde luego que sí. Si Sylvia busca el porqué, por qué es Glad como es, por qué a Sylvia nunca se le ha permitido conocerla de una manera que le resulte satisfactoria, Sylvia debe responsabilizarse en parte.)
Pero volvamos a la escena retrospectiva. Su propia madre, recuerda Glad, la llevó dentro de casa. Glad se sentía fortalecida por haberse visto tan cerca de la aniquilación, la cabeza ligera por haber estado a punto de verse cercenada, elevada por los aires; y luego, la absoluta incapacidad de su madre para interpretar acertadamente el estado emocional de su hija la hizo recordar (realmente recordaba recordar) un incidente con su profesor de piano, que había dejado su puesto el año anterior.
(«Tu profesor de piano», diría Sylvia con escepticismo, insinuando que, de la experiencia de estar al borde de la muerte y la explosión, podía derivarse alguna enseñanza real.) Pero poco después estaba recordando dentro de una reminiscencia (era otra razón por la que nunca había revelado a nadie su vida secreta, tan veleidosamente tributaria era), sintiendo con notable visceralidad bajo las manos de su madre el tacto de su antiguo profesor de piano, el señor Phillips. Había algo en la sórdida disponibilidad del señor Phillips, sobre todo mientras se cernía sobre el teclado con la barbilla prácticamente rozándole los senos en ciernes mientras ella golpeaba las teclas para interpretar Greensleeves, que le resultaba atractivo. O tal vez no su disponibilidad, sino su estupidez. Estaba convencido de que ella era una niña ingenua y desventurada de... cuántos, ¿doce?, ¿once años?, de que podía prácticamente rozar sus pechos y no iba a darse cuenta. De que podía acariciarle el codo mientras ella mutilaba Buen rey Wenceslao y la niña consideraría sus atenciones como meramente pedagógicas.
Era un acuerdo dulcemente vil, todos más o menos satisfechos de comportarse con fraudulencia, hasta que el señor Phillips llegó tarde un día, tan tarde que Glad supuso que no iba a ir. Así que dejó que Harold Blunt la besara junto a la puerta de atrás, la puerta que utilizaba el señor Phillips porque era un individuo más bien subrepticio. A menudo besaba a Harold Blunt porque Harold Blunt era un paria tan absoluto que nadie llegaría a creerle si alguna vez aseguraba haber besado a Glad Parks casi a diario. Ese día que estaba besando a Harold Blunt, Harold Blunt había estado persiguiéndola con un globo de agua. La acorraló contra la puerta de atrás y, con el globo suspendido amenazadoramente sobre su cabeza, pegó sus labios a los de ella. Cuando el señor Phillips se la encontró besando a Harold Blunt, la miró igual que un adúltero miraría a la amante que le pone los cuernos. Ella desvió la mirada, pero aun así fue como si cada pensamiento de superioridad y menosprecio que hubiera albergado hacia ese hombre se hubiese retransmitido por el altavoz del vecindario. Y él lo supo. Harold Blunt reaccionó reventando el globo de agua contra la cabeza de Glad para luego escaparse. Glad miró fijamente al señor Philips entre los mechones del flequillo empapado. Él se le encaró sin más: Glad no era inocente, no era más que otra putilla con tendencia a destrozar Greensleeves que lo había dejado en ridículo.
Mientras el agua del globo le goteaba en los ojos, se acordó (un recuerdo dentro de una reminiscencia dentro de una reminiscencia) de otro momento de su vida, aunque en realidad éste estaba en lo que por entonces era su futuro, así que ¿cómo pudo haber «recordado» proyectándose hacia delante desde el pasado? Confuso, y sin embargo así fue como ocurrió, o más bien así era como existía ese pasado suyo. Como una matriz en perpetua transformación de personalidades falsamente interconectadas. De alguna manera, cuando tenía doce u once años recordaba tener dieciséis, recordaba ir en el asiento trasero de un coche de alquiler conducido por sus padres, la lluvia como una cortina sobre el parabrisas, excesiva para los limpiaparabrisas de horquilla. Sus vacaciones en las Bermudas se habían «torcido», como lo expresó su padre: amenazaba un huracán, los tres estaban acatarrados y su madre, embustera recalcitrante que mentía sobre cosas respecto de las que no habría que mentir, se encontraba «en su elemento», es decir, se sentía estridentemente desdichada. Cuando se sentía desdichada, contaba historias que la propia Glad sabía que eran falsas porque le habían ocurrido, o mejor dicho, no le habían ocurrido, a ella. En aquel momento le estaba hablando a Glad de la vez que ambas habían cogido el ferry al Vineyard y Glad intentó saltar por la borda. «Te encantaría acabar contigo misma en medio de la multitud», comentó su madre, olvidándose de que Glad se había subido a la barandilla en un intento de rescatar el periquito que se le había escapado a una anciana, aferrado al cerrojo de una portilla. Había perdido pie y caído sin percance sobre la cubierta, aunque no sin antes derribar el periquito de su percha y lanzarlo en picado hacia la muerte entre la estela de la embarcación. Cuando la anciana se les acercó preocupada para que la informaran de lo sucedido, su madre le palmeó el antebrazo y le dijo: «Ha remontado el vuelo, querida señora.»
A partir de entonces en el barco (lo que era, técnicamente, una anécdota dentro de una reminiscencia dentro de una reminiscencia dentro de una reminiscencia), recordó la vez que, a los nueve años, su madre la vio tranquilamente caer de un manzano; a los diez, cuando atropelló una cría de campañol con la bicicleta, su madre, que estaba envenenando campañoles a millares en su huerto, la llamó asesina; a los doce, cuando se cortó meticulosamente el pulgar con una navaja y sangró sobre el vestido de fiesta de seda de su madre, colgado en la percha del dormitorio. El patrón era irrepetible, y por tanto más peligrosamente inefable que un único recuerdo. Tenía exactamente la misma sensación que si estuviera girando demasiado aprisa en un carrusel. Cada fracción de segundo sus ojos se centraban en una cara nueva entre la muchedumbre. En cuestión de segundos la cara desaparecía, convertida en un borrón, sustituida por otro rostro que se desvanecía con idéntica rapidez.
Glad se aferra a su libro, un tanto mareada. Se ve recordando incidentes imposibles de recordar, mirando desde su cambiador como una niña de apenas semanas, una miserable bola de calor y azogamiento que observa el semblante ojeroso de su madre, luego avanzando poco a poco, cada recuerdo encadenado por un mismo elemento: todos implicaban a su madre. Por eso no confía demasiado en los denominados «secretos», o en el valor de recuerdos sofocados que se convierten, en sus herméticas cámaras de resonancia, en supuesto material de secretos. No son sino una manera de enfurecerte en retrospectiva con alguien para perdonarte limpiamente tus propias debilidades adultas.
Pero más preocupante incluso es lo siguiente: la mujer que aparece como su madre en esos recuerdos empieza a metamorfosearse en una mujer que se parece a Sylvia, más esbelta e imperiosamente atractiva, pero aun así Sylvia. Y ella, Glad, no aparece por ninguna parte. Sí, una punta del vestido rojo que llevaba el día de la explosión asoma por detrás del árbol; es posible que incluso pueda ver su reflejo transparente en la ventanilla lluviosa del coche de las Bermudas. Pero no es una participante activa en esas escenas rememoradas con la madre desconcertante/remedo de Sylvia, no es una persona en absoluto.No es más que una grabadora psíquica, un ojo unido a un espíritu susceptible de ser herido.
Las luces entre los robles se encienden de súbito, iluminando el sendero de entrada como la pista de aterrizaje de un contrabandista, y la sobresaltan. Está sola, ¿no? ¿Quién ha encendido las luces? Entonces Glad recuerda el temporizador que hizo instalar al encargado después de que, tras una cena, su hermano —alcohólico— empotrase su coche contra un árbol y culpara a la oscuridad en vez de a las tropecientas copas de vino que había ingerido. Cuando estaba ebrio, su hermano tenía tendencia a confesarle a un retrato de su madre versiones de su infancia exageradas y trufadas de sexo y blasfemias. En el retrato se veía a su madre como una chica de dieciséis años de mirada penetrante, un dedo ceñido por un voluminoso sello, las dos manos apoyadas en un libro de atrezzo abierto en su regazo.
Ese cuadro mira fijamente a Glad desde la pared a su izquierda. El lomo del libro es un único rectángulo negro; el título, si bien indicado por una línea blanca de caracteres irregulares, resulta indiscernible hasta la exasperación. Siempre había creído que, a la distancia precisa, las letras se unirían y podría leerlo. De niña se colocaba delante del cuadro y avanzaba y retrocedía, adelante y atrás, ajustando su posición por fracciones de centímetros, pero daba igual: los caracteres no cobraban sentido. ¿Qué libro era ese que su madre sostenía para toda la eternidad? ¿Por qué tenía importancia? ¿Por qué necesitaba saberlo?
Su antigua frustración se desenmaraña del retrato y se encauza a plena potencia hacia Sylvia ausente; Sylvia, cuya sombra le parece haber atisbado fugazmente entre los robles. Le gustaría que Sylvia regresara, aunque sólo fuera para decirle que su «necesidad de saber» era tan inútil como la necesidad de Glad de saber el título del libro en el cuadro. No le revelaría nada. Y, peor aún, los recuerdos de Glad no son sólo opacos y carentes de sentido, sino que en el fondo son más aburridos que Problemas a popa, en el que (echa una ojeada unas páginas más adelante) sigue sin morir nadie. Glad se siente tentada de matar a alguien ella misma.
¿Por qué no? El cielo se ha tornado púrpura tras los robles, la isla indicada únicamente por el parpadeo lejano de luces incorpóreas. Los chicos no están en casa todavía, y Glad supone que, cuando regresen, lo harán borrachos o colocados. Es el momento perfecto para un asesinato. Recuerda la vez que estuvo castigada medio verano por dejar caer los pendientes de diamante de su madre por una rejilla de ventilación. Decidió escaparse con su mejor amiga, y las dos se fueron en canoa hasta una isla cercana, levantaron una tienda de campaña, intentaron hacer una hoguera y se dispusieron a dormir antes de darse cuenta de que no tenían arrestos para hacer hogueras ni dormir en tiendas. A las tres de la madrugada la amiga de Glad la dejó en la playa delante del sendero de entrada de su casa. Glad esperaba que salieran a recibirla sus padres furiosos, pero en cambio la playa estaba inquietantemente silenciosa. Enfiló el sendero, cada vez más cerca del pánico debido a la chirriante desolación de la finca. Cogió una piedra y levantó el brazo por encima de la cabeza, dispuesta a golpear a cualquier oso/alce/asesino que intentara atacarla. La luz de la lámpara del estudio se derramó como una alfombra blanca por el césped. Alguien estaba despierto. Su madre, sin duda.
Todavía aterrada, aferró la piedra con más fuerza al tiempo que abría la puerta de entrada, la sangre latiéndole en los oídos. No podía identificar su nerviosismo: ¿seguía en peligro, o era ella el motivo del peligro? Atravesó la sala azul y luego un pasillo hasta la puerta cerrada del estudio. Puso la mano en el picaporte. Una vez abierta la puerta no habría marcha atrás. Eso lo sabía.
Giró el picaporte. La puerta se abrió sin emitir sonido alguno. Por encima del alto respaldo de la butaca tapizada en terciopelo verde, alcanzó a ver la cabeza entrecana de una mujer. Glad se acercó de puntillas, la sombra de su brazo pasando por la cara de su madre en el cuadro para luego sortear el rincón como una serpiente. La mujer de la butaca no se movió. A Glad le pareció oír ronquidos. Qué penoso, pensó. ¿Qué clase de triste vieja se queda dormida por la noche en su butaca de lectura? ¿Qué clase de persona pierde el dominio sobre sí misma de esa manera? Con furia, Glad levantó la piedra por encima de la cabeza; la sensación de que actúa con nobleza da energía a su brazo, haciendo que le hormigueen los músculos. Está salvando a esa persona de sus lamentables tendencias soñadoras. No es un asesinato. Es eutanasia. Justo antes de que la piedra golpee la sien de la mujer, ella mira por la ventana. Lo último que ve la jueza Gladys Parks-Schultz antes de morir es el reflejo translúcido de su propio rostro dormido, las manos tranquilamente entrelazadas encima de un libro cuyo título resulta inescrutable.
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on 19 agosto 2010
at 11:41
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