Periodista y narrador mexicano. Pertenece al la generación de escritores que apareció en la década de los 70 del siglo pasado a la que el crítico Christopher Domínguez llamó “escritores de barrio”, no en el sentido peyorativo, sino por el espacio social sobre el que escriben. Cruz escribe sobre los desposeídos, les da voz y presencia a todos aquellos que viven, o sobreviven, en situaciones extremas. La violencia urbana, la pobreza, la cultura de masas (música, radio, televisión, cine, revistas, historietas...) y el contexto sociológico son algunos elementos que caracterizan su narrativa.
Casi hasta el final de la década de los sesenta, el terreno de la esquina que forman la Calle Ocho y la Sexta Avenida permaneció baldío. Conforme el número de vecinos aumentó fue tomado por asalto y se convirtió en depósito de kilos y kilos de basura y centro de operaciones de los pepenadores que lo visitaban en busca de cartón, huesos, metales y demás material reciclable.
Pensábamos que dicho baldío no tenía dueño, hasta que un día apareció aquella pareja dispareja: don Paco y doña Julieta. Él, cuarentón, bien parecido, alto, coloradote, bigote de aguacero, uniforme color caqui y sombrero tejano. Ella, de cuerpo seco y con el rostro surcado por cientos de arrugas, corte de pelo (entrecano) que terminaba en colita de pato, andaba siempre con la boca pintada de corazoncito y vestía uniforme de enfermera. Rondaba los sesenta y tantos años de edad y trabajaba en el leprosario de Ixtapaluca; él, como carpintero en una paraestatal.
Ambos gustaban del tequila, pero de esto nos percatamos hasta que terminaron de cercar y construir un cuarto y se establecieron entre nosotros, los primeros pobladores de Nezayork.
A diferencia del resto de trabajadores que vivían en la colonia, ambos descansaban dos días a la semana, mismos que dedicaban a la bebida sin medida, hasta que el cansancio los vencía. En un principio fueron pacíficos, incluso entre ellos. Después, Julieta llegó a quejarse con mi madre -con quien había establecido excelente amistad- de las buenas tranquizas que don Paco le propinaba, harto de los celos de que ella lo hacía objeto.
Pero ella no era manca.
Poco a poco sus relaciones fueron deteriorándose y nosotros, la familia que en cierta manera adoptó la pareja, vimos como Julieta fue tirándose cada vez más a fondo y sin red protectora al alcohol. Llegaba a casa, iniciaba la plática con mi madre, le pedía permiso para que fuésemos a conseguirle un cuarto de litro de tequila Sauza Blanco y al rato ya estaba echando bronca.
Si doña Tere estaba de humor como para tirarla de a loca, le daba por su lado y luego la mandaba a dormir, previa insistencia para que le echara algo a la barriga, porque sin comer durante el día se arriesgaba a ganarse una cirrosis de miedo.
Julieta no se andaba con rodeos para eso de la tomada. Perdió el trabajo en el leprosario y le dolió mucho abandonar a sus enfermos. Don Paco terminó de plano con los teporochos y no hubo poder capaz de retenerlo al lado de la anciana, que de mantenido no lo bajaba:
-Prefiero más al Oso, que me ladra pero me cuida la casa, y nada más se conforma con un hueso o un plato de tortillas remojadas. En cambio contigo, ni para hacerme el favor sirves ya; por mí, regrésate con tu vieja y tus vástagos. Ya me fregaste todo el dinero que tenía, ya puedes buscarte otra para que te le pegues como sanguijuela. Para vivir con animales, con el perro tengo...
Don Paco se calentaba y sin medir consecuencias -era fornido, musculoso- agarraba de las greñas a la doña, y en ocasiones la llevaba a rastras, desde nuestra casa hasta su domicilio, sin que valiera la intervención de los vecinos, quienes le fueron agarrando ojeriza pese a que, cuando andaba en sano juicio, el hombre era de lo más amable y comedido.
Un día que arreaba a doña Julieta por el llano a punta de patadas, don Paco enfrentó la ira de las mujeres que hacían cola en la toma del agua. A cubetadas de agua hicieron que la dejara en paz, aunque con dos costillas seriamente lesionadas.
Mi madre se encargó de sobarla con iodex y vendarle el esquelético caja tórax. Varios días dejó de beber Julieta -hecho que resintieron nuestros bolsillos, pues la propina tras de ir por el pomo era generosa-, pero cuando volvió a las andadas se hizo de palabras con aquellas que enfrentaron a don Paco y terminó mandándolas al diablo "por entrometidas":
-Soy su vieja y puede matarme si quiere. Pero hace dos semanas que no está conmigo y a ver, ¿quién de ustedes me va a dar gasto? Y aunque alguna dijera yo mera, sépanse que a mí no me gustan las tortillas, me gusta mi viejo y ustedes me lo espantaron, por metiches.
Cuando don Paco volvió a casa de Julieta, hasta el perro recuperó su buen humor. El hombre se había inscrito en un programa antialcohólico y recuperó su trabajo en la paraestatal. Julieta se abstuvo de beber durante varias semanas y la vida pareció sonreír a la pareja, que a diario, por las tardes, se encaminaba al mercado, surtía su despensa y consumía litros y litros de agua de limón.
Él vestía, presuntuoso, su uniforme laboral, color beige, y ella el de gala de las enfermeras de Salubridad. Al Oso lo bañaban con creolina cada ocho días, lo enjuagaban con un champú y le ataban un enorme moño rojo al cuello.
Los domingos nos llamaban a Ricardo, Alfredo y a mí para que les llenásemos la pila del agua, que vaciarían durante la semana, y al final de la jornada -había que acarrear cerca de quinientos litros, desde nuestra casa hasta la suya- nos ofrecían un banquete, que consistía en tortillas recién salidas del comal, carne asada, guacamole, frijoles refritos, nopalitos preparados y agua de sandía.
La pareja nos consentía y contaba con nuestro cariño de escuincles, aguadores y comedidos mandaderos. Al Oso no le perdonábamos su traición: desde que Julieta y don Paco llegaron a la colonia, el perro decidió vivir con ellos. Cambió su cotidiana sopa de tortilla, con epazote para que expulsara a las lombrices, por los enormes trozos de carne de res cocida, que Julieta pepenaba entre los restos de comida del leprosario.
El perro la aguardaba mirando hacia la calle, sentado sobre el mueble de la vieja máquina de coser. Cuando Julieta se plantaba frente a la ventana, el Oso abría la puerta del cuartucho, salía al patio y arañaba el zaguán hasta que Julieta abría, lo llenaba de besos y apapachos, y extendía los trozos de carne.
Aquel día de febrero Julieta llegó a casa y se puso a platicar con mi madre, quien bordaba un inmenso mantel. La enfermera estaba nerviosa, y por fin confesó el motivo de su visita:
-Teresita: necesito un trago. ¿Le da permiso a sus pingos que vayan a la vinatería por un cuartito de tequila? Pero ahí me presta, porque ando bien bruja, no tengo ni un centavo.
A regañadientes, mi madre aceptó. A Julieta se le borraba la memoria y no aceptaba deudas que su cerebro no registrara, lo cual ya era frecuente. Richar y yo tomamos el billete y fuimos por el encargo. Julieta vació el envase, y entre plática y plática dijo a mi madre que al otro día iría al leprosario, porque era probable que la reinstalaran en su trabajo. Que ahí nos encargaba al Oso y a don Paco, "para que no les falte nada al par de animales", agregó en son de broma.
Luego, el alcohol se le subió a la cabeza y comenzó a fantasear. Dijo que todo mundo quería quedarse con su herencia; que sus hermanas querían arrebatarle al bebé que recién le habían regalado unas Hermanas de la Caridad del Cobre; que con don Paco ya habían convenido en criar al niño, y que al Oso lo solicitaba un director de cine para elevarlo al estrellato, como a Lassie o Rintintín...
Luego la emprendió contra mi madre: que ya no la trataba como antes. Que se afrentaba tener una amiga como ella, que empinaba el codo. Que, en realidad, mi madre le tenía celos porque Julieta era capaz de conquistar a mi padre, y que...
-Ya déjese de pendejadas y duérmase, Julieta. Ya no beba más porque se le va a fregar el hígado -dijo mi madre y abandonó por un instante la aguja, harta del blablablá de la enfermera.
Pero se percató de que Julieta hablaba entre sueños. Mi madre ordenó que la cubriéramos con una cobija y estuviésemos al tanto de su siesta:
-No vaya a devolver el estómago. Capaz que se nos ahoga en su propio vómito.
Julieta despertó al sentir que la tapábamos. Se incorporó con brusquedad, y mientras ordenaba, se dirigió a la puerta:
-Acompáñenme, chamacos.
Como en otras ocasiones, varias veces cayó al suelo y otras tantas la levantamos. A medio camino ya no pudo más y se sumió en un sueño profundo. Entre Alfredo y Ricardo la tomaron por los brazos, y como de costumbre, a mí me dejaron los pies para cargarla hasta su casa.
Estábamos por abrir el zaguán cuando vimos a don Paco dar vuelta en la esquina. Nos ayudó en la difícil tarea y nos dio dinero para un litro de tequila:
-Porque cuando despierte se va a sentir muy mal con la cruda -explicó-. Siempre hay que tener un traguito, para cuando el cuerpo lo reclame. Si no, puede llevarnos Patas de Cabra-
Cuando volvimos de la vinatería, Julieta ya estaba en su cama de latón. Don Paco destapó la botella y bebió a pico. Nos dio la propina. Felices, partimos carrera hasta el mercado para comprar papalotes.
Era febrero y los terregales arreciaron en el llano. Luego del mediodía, todo el mundo se encerraba en su casa. A los chiquillos nos encomendaban una tarea extra: cubrir con engrudo y papel cuanta rendija advirtiéramos, para que el polvo no nos invadiera. Del matrimonio y del Oso nos olvidamos varios días:
-Si Julieta no ha venido, es que bien se acuerda de lo pesada que se puso el otro día -dijo mi madre-. No hay borracho que coma lumbre -sentenció luego de recordar la reciente borrachera de Julieta.
Escuchamos que tocaban con insistencia a la puerta. Me tocó abrir. La fuerza del viento casi me echa encima a la única hermana de Julieta, que ocasionalmente la visitaba.
A salvo del aironazo, nos presentó a una muchacha, Ivón, como su hija. Ambas lloraban. Contaron como un presentimiento las decidió a visitar a Julieta. Al llegar, les dio mala espina ver al Oso mirando hacia la calle a través de la ventana. Cuando advirtió su presencia, el perro arañó una y otra vez los cristales. Decidieron atisbar y vieron que don Paco se desperezaba. Trastabillante, tentaleaba sobre el buró en busca de la botella. Entonces golpearon con fuerza los cristales, hasta que lo vieron ponerse los pantalones y salir al patio.
-En cuanto nos abrió, corrimos hasta la recámara -soltó atropelladamente Joaquinita, abrazada con desesperación a mi madre.
-El tipo olía muy feo -secundó Ivón-. Y en la recámara no se aguantaba el aroma...
-¡Teresita, quién sabe cuántos días tiene ya muerte mi hermana, y ese hombre acostado ahí con ella; borrachote, en la cama, con el cadáver!
Todos los hijos de Teresita pelamos enormes ojos.
-¡Acostado con la difunta, Teresita. Briago de mierda, ni nos reconoció y nomás andaba de allá para acá en calzones, el sinvergüenza!
Mi madre nos ordenó que saliéramos al patio. Nos mordía el gusano de la curiosidad, pero nos atemorizaba ir a la casa de Julieta. Minutos después salieron las tres. Mi madre les prestó rebozos. Fuimos tras de ellas. Tres días, quizá, tenía Julieta de fallecida. Las mujeres se le echaron encima a don Paco. Con el perro, fue a refugiarse al pie del pirú, hasta la esquina más lejana del terreno, siempre sembrado con botellas de tequila.
El perro aullaba. Don Paco no podía contener el llanto.
Las mujeres dijeron a mi madre que una de ellas iría a comunicar la mala nueva sus familiares. Joaquinita se quedó y con la ayuda de mi madre encendieron una fogata. Sobre tres piedras colocaron la olla de barro, con agua que nos ordenaron traer, junto con varios sobres de café. Luego, fueron por el médico que extendió el acta de defunción. Más tarde llegó un sacerdote y bendijo el cuarto.
Antes que llegaran los familiares de Julieta, nos percatamos de que los sollozos habían cesado. Los aullidos del Oso, no. La curiosa chiquillería que se congregó para el velorio fue hasta el pirul. Don Paco no estaba. Se lo comentamos a los adultos, que lo maldecían por haber pasado tantos días con la difunta y el perro, sin dar aviso a nadie.
No faltó quienes especularon acerca de un asesinato al calor de los tragos, pero el asunto no pasó a mayores, para beneficio del que ahora llamaban -el viudo-.
Joaquinita siguió frecuentándonos hasta que el juicio de intestado fue resuelto a su favor. Pondría la casa en venta y con el dinero construirían un mausoleo para Julieta. Además, pagaría la celebración de misas cada mes, para que los fieles rogaran por el eterno descanso de su alma.
Tiempo después Ivón nos visitó. Comentó el fallecimiento de Joaquinita, quien "siempre se acordaba mucho de ustedes y de la cercanía que tuvieron con mi tía Julieta, cosa que mucho les agradezco".
Se fue, y nunca la volvimos a ver.
Años después, al asomarme por la ventana vi a un hombre recargado en la esquina de la que fue casa de Julieta. Pese al terregal, descubrí que era don Paco. Salí y lo invité a pasar a nuestra casa. Dijo que iría enseguida, que estaba rezando por Julieta. Sólo preguntó por el Oso:
-Regresó a la casa con nosotros y murió de viejo -le comenté. Volví sobre mis pasos. Los minutos pasaron y nadie llamó a la puerta. Salí de nuevo y fui hasta la esquina. Encontré una lata vieja y un ramo de rosas dentro, con una tarjeta:
-Nunca te olvidaré. Ni al Oso-.
Cada año aparecieron rosas y una réplica de la tarjeta, siempre con la misma caligrafía.
Luego, la ciudad creció. La esquina fue tomada por asalto. En las noches, los jóvenes se dedicaban a jugar fútbol y a tomar cerveza. Por las mañanas, era el sitio de reunión de los teporochos y pepenadores.
Si alguien volvió a dejar flores, no nos enteramos.
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on 10 agosto 2010
at 19:57
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