Voodoo Child

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Nueva edición del "escucha, compara, y a ver si hay suerte y te gusta algo". En esta ocasión le toca el turno a un tema ya clásico del rock.
Un aviso antes de continuar: todas las versiones (menos una) son de rockeros y la entrada no es apta para quienes no disfruten del guitarreo.

Jimi Hendrix Experience
Para empezar, lógiamente, la del revolucionario grupo (EE.UU., años 60 del siglo XX y un negro liderando en un grupo a dos blancos, si eso no es revolucionario...) del más grande.


Joe Satriani, Steve Vai e Yngwie Malmsteen
El grupo de los cincuentones (más o menos). A Satriani lo vi en Gijón hace unos quince años tocando con Deep Purple (sustituía a Ritchie Blackmore).


Zakk Wylde y Slash
Rockeros una generación más joven que los anteriores. Wylde sin la Black Label Society y Slash sin los "Guns...". A Slash lo vi tocar en Oviedo en el 92. Venía acompañando a Michael Jackson. Una vez terminado el concierto, en plenas fiestas, Slash se fue a tomar algo. En un chiringuito tocaba un grupo local. Slash, ni corto ni perezoso, les pidió permiso, se subió al escenario y se puso a tocar con ellos.


Buddy Guy
La versión más blues.


Stevie Ray Vaughan
Una versión en un rock más clásico.


Bireli Lagrene, McLaughlin y Keziah Jones
Después de tanto guitarreo eléctrico, una versión más acústica y cercana al blues. Sólo conozco a John McLaughlin, lider en los 70 de la "Mahavishnu Orchestra" y famoso en la España de los 80 por sus colaboraciones con Paco de Lucía y Al DiMeola (guitarrista del grupo de Chick Corea, pianista al que también vi tocar en Oviedo, "Return to Forever").

Inés Arredondo - "Orfandad"

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Creí que todo era este sueño: sobre una cama dura, cubierta por una blanquísima sábana, estaba yo, pequeña, una niña con los brazos cortados arriba de los codos y las piernas cercenadas por encima de las rodillas, vestida con un pequeño batoncillo que descubría los cuatro muñones.
La pieza donde estaba era a ojos vista un consultorio pobre, con vitrinas anticuadas. Yo sabía que estábamos a la orilla de una carretera de Estados Unidos por donde todo el mundo, tarde o temprano, tendría que pasar. Y digo estábamos porque junto a la cama, de perfil, había un médico joven, alegre, perfectamente rasurado y limpio. Esperaba.
Entraron los parientes de mi madre: altos, hermosos, que llenaron el cuarto de sol y de bullicio. El médico les explico:
-Sí, es ella. Sus padres tuvieron un accidente no lejos de aquí y ambos murieron, pero a ella pude salvarla. Por eso puse el anuncio, para que se detuvieran ustedes.
Una mujer muy blanca, que me recordaba vivamente a mi madre, me acarició las mejillas.
-¡Qué bonita es!
-¡Mira qué ojos!
-¡Y ese pelo rubio y rizado!
Mi corazón palpitó con alegría. Había llegado el momento de los parecidos, y en medio de aquella fiesta de alabanzas no hubo ni una sola mención a mis mutilaciones. Había llegado la hora de la aceptación: yo era parte de ellos.
Pero por alguna razón misteriosa, en medio de sus risas y parloteo, fueron saliendo alegremente y no volvieron la cabeza.
Luego vinieron los parientes de mi padre. Cerré los ojos. El doctor repitió lo que dijo a los primeros parientes:
-¿Para qué salvó eso?
-Es francamente inhumano.
-No, un fenómeno siempre tiene algo de sorprendente y hasta cierto punto chistoso.
Alguien fuerte, bajo de estatura, me asió por los sobacos y me zarandeó.
-Verá usted que se puede hacer algo más con ella.
Y me colocó sobre una especie de riel suspendido entre dos soportes.
-Uno, dos, uno, dos.
Iba adelantando por turnos los troncos de mis piernas en aquel apoyo de equilibrista sosteniéndome por el cuello del camisoncillo como a una muñeca grotesca. Yo apretaba los ojos.
Todos rieron.
-¡Claro que se puede hacer algo más con ella!
-¡Resulta divertido¡
Y entre carcajadas soeces salieron sin que yo los hubiera mirado.
-Cuando abrí los ojos, desperté.
Un silencio de muerte reinaba en la habitación oscura y fría. No había médico ni consultorio ni carretera. Estaba aquí. ¿Por qué soñé en Estados Unidos? Estoy en el cuarto interior de un edificio. Nadie pasaba ni pasaría nunca. Quizá nadie pasó antes tampoco.
Los cuatro muñones y yo, tendidos en una cama sucia de excremento.
Mi rostro horrible, totalmente distinto al del sueño: las facciones son informes. Lo sé. No puedo tener una cara porque nunca ninguno me reconoció ni lo hará jamás.

John Updike - "Las adorables y desconcertadas hijas de nuestra vieja pandilla"

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Updike es un autor que aún no había aparecido en este blog, pese a ser uno de los cuentistas más importantes de los últimos cincuenta años (y no porque así lo diga el tan traído y llevado canon de Bloom). Claro que en este blog aún están pendientes otros grandes autores, pero con un poco de suerte irán apareciendo: Gogol, Leskov, Maryse Condé (a ésta le acabarán dando el Nobel antes de que yo encuentre material suyo en la red -en las librerías españolas es aún más difícil-) y bastantes más.

¿Por qué no se casan? Las veis por la ciudad, haciéndose mayores, ya como pequeñas solteronas, pedaleando en sus bicicletas para ir al trabajo, o caminando cuesta arriba entre las rocas con libros bajo el brazo. Annie Langhorne, Betsey Caly, Jennifer Wilcombe, Mary Jo Morison: las conocemos a todas desde que tenían dos o tres años, y ahora pasan bastante de los veinte, han vuelto del instituto, han vuelto del Año en el Extranjero, son mujeres adultas pero no van a ninguna parte, no van a Nueva York ni a San Francisco, ni siquiera a Boston; sólo andan por aquí, en esta pequeña ciudad, viendo pasar las estaciones, caminando por las mismas calles en las que crecieron, vegetando a la sombra de sus seguros y viejos hogares. Todavía puedo verlas en una fiesta al aire libre, en Wilcombe, con sus bien peinadas cabecitas rubias como velas ardiendo a la luz del sol del verano, sujetos los cabellos con una cinta o un pasador de plástico, con sus vestidos de fiesta de volantes y pálidos colores, y descalzos los pies sobre la hierba, unos delicados pies infantiles, de dedos morenos y huesudos que uno tenía la impresión de que habían de dejar huellas de conejo en la tierra mojada de rocío. Jennifer y Annie, íntimas amigas entonces y ahora, habían sido engatusadas para repartir las entremeses; llevaban torcida la bandeja, tan débiles eran sus muñecas, y los huevos con salsa picante resbalaban en aquélla; sus grandes ojos, de globos ligeramente azulados, miraban solemnemente hacia arriba a las caras de los mayores al tomar éstos el huevo picante y reír para animarlas. Entonces estábamos nosotros cerca de los treinta, la mejor edad, pues se es joven y viejo al mismo tiempo. Los olores veraniegos del líquido insecticida sobre el césped, y de la menta fresca en la ginebra; las jóvenes esposas rebosantes de salud, con su tez bronceada y sus vestidos de verano; la sensación de la piel cálida a través del algodón; los niños todavía pequeños, congregados en el herbazal de más allá del césped, corriendo y dando volteretas, manchados de verde sus vestidos claros, sus voces resonando en el campo como una especie de eco estridente de las nuestras, creando su propio mundo bajo sus pies, mientras el licor y la luz del sol empapaban a los mayores y el cielo se llenaba de amor.
Todavía puedo ver a Betsey y a mi propia hija la noche en que conocimos a los Clay. Acababan de trasladarse a nuestra población. Una prima de Maureen había ido al colegio con mi esposa y nos envió una nota. Pasamos por su casa para darles los nombres de nuestro dentista y de nuestro médico, y simpatizamos en seguida. Debió ser en abril, o tal vez en mayo. Los cócteles se prolongaron hasta el anochecer, y Maureen sirvió una cena improvisada en la mesa del patio. Las dos niñas pequeñas, que se veían por primera vez y no tendrían mucho más de dos años, fueron acostadas en la misma cama. Después bajaron a la oscuridad, al fresco aire libre, saliendo asidas de la mano, de una casa que era extraña para ambas; Betsey, como un fantasma blanco en su camisa de noche, misteriosa y fina la voz, pero muy clara. «¿Veis la luna?», dijo. Incapaces de dormir, habían visto la luna desde la cama. Los Clay venían de la ciudad, donde tal vez la luna pasaba más inadvertida. «¿Veis la luna?», y su voz era fina y distinta como el canto lejano de un mochuelo. Y desde luego tenían razón: allí estaba la luna, ladeada y fría sobre los árboles cuyas hojas empezaban a brotar. Había llegado (al fin) la hora de marcharnos a casa.
Ahora trabaja Betsey en el almacén de pinturas y linóleo de la Calle Segunda y, además, da lecciones de guitarra. Se enamoró de su maestro de música, de Smith, hombre mayor y casado, y llegó bastante lejos en sus estudios de guitarra clásica, pasando incluso un año en España. Cuando el último invierno protegió la Iglesia Anglicana a una familia de refugiados cubanos, llamaron a Betsey como intérprete de español. Vive con su madre en la misma casa donde vio la luna, un lugar sombrío ahora que Maureen ha cerrado la mitad de las habitaciones para ahorrar calefacción. Los Clay se separaron debe hacer unos diez años. Habíamos pasado ratos deliciosos en aquel patio.
Betsey canta en el coro congregacionista junto con Mary Jo Morison, que después de un período de anorexia en su adolescencia vuelve a estar ahora muy rolliza. Tiene las cejas oscuras de su madre, chocantes en su cara blanca y pecosa, planas en toda su longitud y casi uniéndose en el entrecejo. Ambos Morison han vuelto a casarse, y se han marchado de la población, pero Mary Jo tiene alquiladas dos habitaciones sobre la agencia de viajes «Rites of Passage», y colecciona antigüedades y libros de Historia, principalmente medieval. Mi hija la invitó a la cena de Navidad, pero ella rehusó, diciendo que prefería sentarse cómodamente delante de su propia chimenea, rodeada de sus cosas. «Sus lindas y viejas cosas», como dijo ella.
A Helen Morison le gustaban también las cosas bonitas, pero en su caso tenían que ser modernas: sofás D.R. tapizados de algodón haitiano, mesitas danesas de bordes redondeados, sillones mariposa. ¿Dónde están, me pregunto, todos aquellos pesados montantes de hierro para las raídas tiras de lona de aquellos sillones mariposa en que solíamos sentarnos? Un hombre podía sentarse a horcajadas en uno de sus brazos. Pero una mujer sólo podía dejarse caer de trasero en él y esperar que, cuando llegase el momento de marcharse, su marido estuviese cerca para ayudarla a levantarse. Los Morrison tenían una auténtica casa de 1690 en la calle de Salem y, aunque parezca extraño, sus muebles modernos quedaban muy bien en las sencillas y viejas habitaciones de vigas descubiertas, con grandes chimeneas con sus espetones de hierro forjado, y sus rincones de ladrillos ennegrecidos donde solía cocerse el pan. Es posible que sea esto lo que Mary Jo trata de recuperar con sus antigüedades. Sus vestidos concuerdan también con esto, parecen polvorientos y recatados, y peina sus cabellos en un moño apretado sujeto con una horquilla de concha. Tiene los cabellos rojos de su madre, pero sin el fuego de éstos. Ninguna de estas jóvenes, hijas de nuestra vieja pandilla, parecen usar muchos afeites.
El día de Año Nuevo, poco después de haberse marchado Fred, recuerdo que acompañé a Helen a casa desde la de los Langhorns, calle de Salem arriba, justo antes del amanecer, con una pulgada de nieve recién caída sobre la acera, y reinando un silencio sólo interrumpido por su voz, hablando una y otra vez de Fred. Apenas si podía andar, y yo no estaba en condiciones mucho mejores. Las fachadas de las casas, a lo largo de la calle, permanecían tranquilas como fantasmas, y la nieve resplandecía a la luz de los árboles. Subimos los peldaños del porche, y el salón, con las anchas tablas del suelo, el árbol de Navidad todavía en pie, y una corona de ramitas de pino colgando de un gancho en la repisa de la chimenea, me causó la impresión de que había entrado de pronto en un anticuado libro infantil. Tal vez se debió al olor a pino, o a cierto brillo del papel de envolver, o a la escarcha en un rincón del cristal de la ventana. El embrujo de la Navidad. Nos sentamos juntos en el áspero sofá «D.R.» para que ella pudiese terminar su historia acerca de Fred, y yo pudiese calentarme para el largo camino de regreso. Estaba amaneciendo y, de pronto, Helen pareció desolada; yo tenía que consolarla y, precisamente entonces, con los largos cabellos de Helen caídos sobre nuestras caras y con sus cejas exactamente debajo de mis ojos, oímos que Mary Jo empezaba a toser en el piso de arriba. Nos quedamos inmóviles, sintiendo en los tobillos una pequeña ráfaga que venía de la vieja y grande chimenea llena de ceniza fría, y desde arriba, siguió llegando aquella tos, prolongada y seca. Mary Jo, que debía tener entonces unos quince años y estaba debilitada por la anorexia, había pillado un resfriado que se había convertido en pulmonía. Helen culpaba también de esto, de la pulmonía, al abandono de Fred. La niña tosía y tosía, y Helen, entre mis brazos, olía a whisky y a lágrimas y a Navidad. Ella le echaba la culpa a Fred, pero yo culpaba más bien al ambiente; en aquellas viejas casas de madera hay muchas corrientes de aire.
Al pensar en el piso de arriba y en la planta baja, me acuerdo de Betsey Clay en lo alto de su escalera, ya no con una camisa de noche blanca, sino con un pijama de color limón muy adornado, observando desde arriba una fiesta demasiado ruidosa para dejarla dormir. Nosotros habíamos entrado desde el patio y puesto unos viejos discos de twist, que no podían tocarse sin armar ruido. Yo estaba sentado en el suelo, con alguien, de manera que el ángulo de mi visión era bajo y, como en una lección de perspectiva, los escalones se estrechaban al subir hasta sus pies descalzos, ahora demasiado grandes para dejar huellas de pisadas de conejo. Nos miramos durante lo que pareció un rato muy largo (ella tenía los ojos hundidos y el aspecto frágil de su madre) hasta que la mujer con quien yo estaba, y no creo que fuese Maureen, advirtió mi distracción y se volvió a su vez para mirar a la escalera, y Betsey volvió corriendo a su habitación.
Su habitación debía ser como la de mi hija en aquellos tiempos: pósters de los Beatles, o tal vez de los Monkees, y premios ganados en concursos locales de equitación. Y muñecas y animales Steiff que no habían sido quitados de allí, sino que compartían los estantes con ediciones Signet de Hawthorne y Hará Times y Camus, que eran tema de estudio en el colegio. Ahora nos damos cuenta de que todos, padres e hijos, éramos muy jóvenes y aprendíamos muchas cosas juntos.
Eran los tiempos en que Harry Langhorne se había comprado una moto y estuvo una noche de sábado rodando y rodando por el ejido, hasta que llegó la Policía y le obligó a detenerse más o menos delicadamente. Y los Wilcombe habían instalado un baño con agua caliente en la galería del segundo piso, y habían tenido que reforzar ésta con una columna de acero para impedir que cualquier noche de verano cayésemos todos mientras nos bañábamos. En invierno, practicábamos mucho el esquí por mor de los chicos, y alquilábamos toda una casa en New Hampshire: montones de botas y de anoraks mojados en el rincón debajo de la cabeza de alce, más allá del aporreado piano, y mejillas sonrosadas durante la cena en las largas mesas, donde el jamón con salsa de uva era siempre el plato fuerte. De pronto, las niñas, ceñidas las largas piernas por los pantalones, con los cabellos revueltos azotando sus caras al detenerse al pie del telesilla, se habían convertido en mujeres. Por la noche, cuando los chicos habían salido o habían bajado a jugar a pingpong en el sótano, las muchachas se quedaban con nosotros, jugando a Crazy Eights o Spit con los gastados tableros que estaban siempre a mano, y sorbiendo de nuestras latas de cerveza, hasta que el peso de todo aquel aire fresco nos enviaba a todos a la cama, en grupos renuentes. Las pequeñas habitaciones con cortinas con topos y gruesos helechos de escarcha en los cristales de las ventanas, todo tan inocente; la impresión de un dormitorio común debida a los delgados tabiques, y el arrastrar de pies y las risitas en el pasillo donde estaban los lavabos, uno para las chicas y otro para los chicos... Era como una familia numerosa. En realidad, fueron los hijos quienes, con su menguante entusiasmo y su resistencia, pusieron fin a aquellas excursiones. Esto, y los divorcios que empezaron a sucederse. Margaret y yo somos casi el último matrimonio que permanece; ella dice que tal vez perdimos el tren, pero no puede hablar en serio.
Las meriendas en la playa, el fútbol sin placajes y los partidos de softball en aquel campo grande que tenían los Clay. Pasamos muchos buenos ratos, y mientras tanto los hijos iban creciendo como la hierba bajo la luz del sol, y ahora, cuando las hijas de personas a quienes apenas conocíamos se han casado con corredores de Bolsa, o se han marchado a hacer de enfermeras en Oregón, o a enseñar agronomía en México, nuestras hijas vagan por la ciudad como buscando algo que pasaron por alto, tomando lecciones de macramé o de danza aerobic, viviendo con sus madres, sin maquillarse, caminando junto a las rocas con libros bajo el brazo como monjitas.
Se pueden ver sus madres en ellas: mujeres hermosas, llenas de vida. La otra mañana vi a Annie Langhorne en la estación del ferrocarril, y hablamos durante unos minutos, sobre todo de la tienda de antigüedades que Mary Jo quiere montar con Betsey, y, a propósito de la inutilidad de la empresa, me dirigió una sonrisa exactamente igual que la de su madre en las muchas veces en las que Louise y yo nos habíamos despedido o enfrentado con el hecho de que nunca veríamos realizados nuestros deseos, levantando el labio inferior de manera que se arrugaba su barbilla, torciendo hacia abajo las comisuras de su boca grande y bella, como para contener las lágrimas. Exactamente la misma sonrisa de Lou en la pequeña Annie, y fue como estar enamorado de nuevo, cuando todo el mundo es un coto de caza y la visión del coche de la mujer aparcado en una gasolinera o delante de una tienda, es una fiesta para uno, hace correr la sangre más de prisa, y entumece las palmas de las manos y encoge el corazón. Pero estas chicas... ¿Qué es lo que las detiene? ¿De qué tienen miedo?

Liliana Blum - "Réquiem por un querubin o lo nociva que puede ser la publicidad"

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Cuentista mexicana. Considera a Margaret Atwood y a Rosario Castellanos como dos de sus principales influencias. El pesimismo, la misoginia, la violencia (en particular, la doméstica), el hastío, la soledad y la muerte, presentados siempre con ironía y un lenguaje conciso, son los temas que protagonizan su obra. En una entrevista fue preguntada sobre el porqué de la poca lectura del cuento. Su respuesta, aunque ella la enmarca en la cultura mexicana, yo me atrevo a generalizarla a la cultura española: "... mi teoría es que se lee menos cuento porque la mayoría de la gente tiene una idea equivocada respecto al género. Si cualquier persona me pregunta qué escribo y yo digo ‘cuento’ generalmente la reacción es decir ‘qué lindo’ y pedirme uno para sus hijos. Es decir, que para el ciudadano común y corriente que no es un lector regular, cuento es sinónimo de cuento infantil o de hadas. ... Tal vez haya un cierto prejuicio en contra del cuento, como si sus autores fueran novelistas frustrados que no han podido escribir la gran novela de sus vidas y se contentan con abortos de cuento. No lo sé. En todo caso, la falta de lectura de este género y sus pocas ventas, se pueden achacar a la falta de cultura del mexicano para leer literatura en general y a las editoriales, que no siempre quieren arriesgarse a publicar a los cuentistas."
Su madre solía llamarlo “querubín”, darle besos en las rosadas y regordetas mejillas, y obsequiarlo con todo tipo de dulces. Su padre le decía “pinche chamaco” y le brindaba fuertes insultos y bien colocados zapes. Cuando esto sucedía, Juanito, aunque ya con once primaveras en su haber, podía provocar en sí mismo una regresión y convertirse -por lo menos ante los ojos de su progenitora- en un bebé de escasos meses, que lloraba desamparado. La madre se convertía entonces en una loba herida y atacaba fieramente a su cónyuge. El angelito sonreía para sus adentros, pero el llanto iba en aumento y su piel morena se tornaba al color de las granadas. Aquella mañana, ése había sido precisamente el caso. La señora dijo: “Ahora lo llevas al zoológico, Juan, por hacerlo llorar. Míralo, pobre muñeco, ¿no te parte el alma verlo así? Ándale, además hace mucho que no sales con él.” Cáscara de macho, corazón de palmito y mandilón, el hombre tuvo que aceptar. En realidad, imaginar a su pareja empuñando una sartén, el cuerpo enfundado en una bata con florecitas y la cabeza teñida y coronada de tubos azul pastel, le resultaba tan aterradora, que sólo le quedó musitar un resignado sí-mi-vida-como-no-ahorita-mismo-lo-llevo. * El dulce pequeñuelo corría entre la gente -sus cabellos negros y tiesos, diríase de su cabeza un cactus oscuro y sin flor-, ignorando al padre que le gritaba “¡Espérate Juanito, más despacio, no te me vayas a perder!”. El aludido no se detuvo hasta que tropezó con una mazorca roída y fue a caer de bruces sobre un charco de color rosáceo. ¿Vómito o helado? El infante permaneció boca abajo, incierto si debía llorar, reír, o levantarse como si nada hubiera pasado. No sentía ningún dolor, pero practicaba con tal entusiasmo la costumbre de entregarse a las lágrimas por cualquier cosa, que se le antojaba extraño no hacerlo. Además, su algodón de azúcar se había estropeado. Con trabajo, giró la cabeza para buscar a su papá entre aquella multitud de pantorrillas desconocidas. Unos cincuenta metros más allá lo vio venir, sus piernas largas y delgadas sosteniendo su cuerpo voluminoso, como un mosquito que se hubiese atragantado con un garbanzo. La misma silueta se adivinaba ya en el cuerpo del niño, como prueba irrefutable de la paternidad e hijalidad respectiva. Ándale, chamaco cabrón, por no hacerme caso: te lo tienes bien merecido. Al niño, eso le ayudó a decidir que, en efecto, sí iba a llorar, pero recordó que su padre no se ablandaba con aquellas lágrimas reptilianas, a diferencia de su mamacita santa. ¿Acaso no tenía corazón aquel hombre vil? Aun así, valía la pena intentar el siempre mal ponderado recurso lacrimero. Don Juan permaneció de pie junto al caído, incólume. Los dos vestían ropa deportiva y zapatos casuales y era domingo. El padre de familia siguió con los ojos a una fémina de minúscula falda, pero los sollozos del fruto de su amor aumentaban en forma exponencial, quebrantando su estoico intento por ignorarlos. No le rompían el alma; los tímpanos, sí. En ese momento, la imagen de su esposa con tubos y sartén regresó a su mente. Decidió, pues, dar su brazo y su dignidad a torcer una vez más. Juanelo, párate ya, al cabo que no te pasó nada. Vamos, mijo, upa upa. Por toda respuesta, su hijo emitió un agudo llanto similar al de un mono capuchino azuzado con un racimo de plátanos. El padre se sintió próximo a perder la paciencia; entonces, optó por intentar el soborno, el plan B de todo buen padre. Si te levantas, te compro un helado doble. Es más, ¿no quieres que te lleve a ver al oso polar, Juanito? Ya casi llegamos a donde están los animales salvajes, falta poco, pero el oso no te puede ver así de chilletas, así que cállate, ¿no? El churumbel dejó de llorar al instante y se incorporó sin dificultad. Sus ojos estaban más secos que las pezuñas de un camello. Puso los adiposos bracitos en la cintura -la viva imagen de la jarrita animada de Kool Aid- y dijo: Pero mejor me compras una banana-split. ¿Por dónde dices que está el osito? * “Los hombres son una broma de los dioses para mortificar a los animales”, meditaba el oso polar, extendiendo su cuerpo sobre la plancha de cemento pintada de un blanco azuláceo -una burda imitación de iceberg-, los ojos a medio cerrar por la suave resolana. Boca abajo, con el trasero blanco respingado como un pequeño volcán níveo, el animal intentaba descansar. Pretendía relegar de sus finos oídos el barullo de los visitantes del zoológico, que se apiñonaban frente a su jaula indolentes a su discomfort, pero todo era en vano. El comportamiento de la gente le parecía más molesto que un enjambre de abejas enfurecidas, más difícil que soportar que las tenazas de un ejército de cangrejos hambrientos, más intolerable que una invasión de garrapatas en los lugares más inaccesibles y tiernos de su pálido cuerpo, más… El tren de pensamiento del gran polar se detuvo de improviso, cuando una piedrecilla golpeó su frente. Con la modorra del medio día, pero francamente molesto, intentó fijar la vista en el monstruo de las mil cabezas para localizar a su agresor. ¿No era suficiente soportar el calor, la mala alimentación y el cautiverio, como para ahora sumarle la monserga de ser apedreado? Entre una gran variedad de cuerpos, escuálidos unos, más rellenos otros, camisetas en todos los colores posibles, rostros de bronce -algunos denotando más estupidez que otros-, y en sí entre un gran bullicio y un terrible hedor a humanidad poco aséptica (el plantígrado en cuestión era especialmente sensible en el olfato), pudo localizar al enemigo. Era un cachorro humano, uno bastante feo por cierto, con un olor muy desagradable, como una especie de mezcla de compota de frutas en descomposición, pescado rancio y manteca quemada. El pequeño pendenciero festejaba con risas la hazaña de haberle atinado con la piedra. El progenitor de su atacante -según juzgó el animal por la fealdad obligadamente genética que compartían los dos- se acercó al crío y le susurró algo al oído, cosa que provocó la sonrisa del mismo. El oso polar, fingiendo indiferencia, se levantó con pesadumbre de su sitio para beber agua fresca; después se dejó caer cerca de los barrotes de la celda y permaneció sentado; la blancura de su pelaje en todo su esplendor simulaba una nube hecha de cubitos de azúcar. Las grandes garras de sus patas se escondían bajo el sedoso y albino pelaje. El cuadro era verdaderamente encantador. Incluso, el animal podría haber sido el modelo para la campaña navideña de cierta multinacional refresquera. Con inusual agilidad, Juanito trepó por la pequeña verja sobre el seto que separaba a la multitud de la inmediatez de los barrotes y aterrizó en el pequeño espacio junto al letrero que rezaba “Por su seguridad, prohibido cruzar”. Ciudadano ejemplar, Don Juan se había alejado para buscar un bote de basura para depositar los restos del helado, mientras que los vigilantes del zoológico bebían refrescos en bolsa bajo la sombra de un tupido árbol, así que nadie reparó en el chiquitín que con una ramita de eucalipto intentaba aguijonear al residente de aquel cubículo enrejado. Las cosas sucedieron con aquella insólita rapidez en la que nadie puede hacer nada, pero que se recuerda nítidamente en cámara lenta: con una sola garra el oso polar arrebató de su lugar al robusto prepúber que lo picoteaba en las costillas y, ahora sí, con la ayuda de su otra pata y del hocico, lo hizo pasar por entre los barrotes, hasta tenerlo junto a él. Desde luego, en el proceso el infeliz querube perdió la vida, pues se entiende que por sus dimensiones no pudo haber atravesado aquel augusto umbral en una sola pieza. Pero el álbeo animal no se lo comió -lo suyo eran los pescados, aquella criatura de torvo olor le provocaba náuseas-; sólo jugó a convertirlo en pequeños trozos de humano. El oso polar, ahora semejante a un caramelo de menta por las manchas de sangre, tuvo tiempo de zambullirse y tomar un revigorizante baño en el agua fría antes de que llegaran los guardias y de que alguien llamara a la ambulancia. Pero era demasiado tarde: ni siquiera la ropa quedó en condiciones de ser reciclada. Los fotógrafos de los diarios amarillistas, sin embargo, se deleitaron con éxtasis ante lo sórdido de las imágenes. * Después de realizar los trámites de rigor, exhausto, don Juan pudo marcharse por fin a su casa. En la puerta del zoológico se topó con su mujer que, enterada por los noticieros de la televisión, llegaba frenética, aunque no tenía muy claro qué hacer. Con el maquillaje corrido por las lágrimas y con la ambivalencia de no saber si golpear o abrazar a su marido, le preguntó cómo había sucedido. Yo sólo le dije que ése era el osito de Coca-cola, el que regala refrescos en el desfile de navidad. Creo que el niño tenía sed…

Herta Müller - "Papá, mamá y el pequeño"

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Muchos saludos desde la soleada costa del mar Negro. Hemos llegado bien. Hace buen tiempo. La comida es buena. El restaurante está en los bajos del hotel, y la playa queda al lado mismo.
Y mamá tiene que cargar siempre con sus bigudís, y su bata de casa, y sus chinelas con borlas de seda, y el pijama de papá.
Papá es el único comensal con traje y corbata en el restaurante. Y es que mamá lo quiere así.
La comida ya está sobre la mesa y humea y humea, y la camarera es otra vez demasiado amable con papá; por algo será. Y a mamá se le ensombrece la cara y la nariz empieza a destilarle, y a mamá se le hincha una vena en el cuello y un mechón de pelo le cae sobre los ojos y le empieza a temblar la boca, y mamá hunde su cuchara en la sopa hasta el fondo.
Papá se encoge de hombros, sigue mirando a la camarera y derrama la cucharada de sopa en el camino a su boca, pese a lo cual frunce los labios ante la cuchara vacía y sorbe y se mete la cuchara en la boca hasta el mango. La frente le suda a papá.
Pero el pequeño ya ha volcado el vaso y el agua gotea al suelo por el vestido de mamá, y él se ha metido la cuchara en el zapato y ya ha sacado las flores del florero y las ha desparramado sobre la ensalada de lechuga.
A papá se le agota la paciencia y los ojos se le ponen fríos y lechosos, y a mamá los ojos se le hinchan y enrojecen. Oye, que al fin y al cabo es tan hijo tuyo como mío. Y mamá, papá y el pequeño pasan, al salir, junto al puesto de cerveza.
Papá aminora el paso, pero mamá le dice que tomarse una cerveza ahora ni hablar, no, eso sí que ni hablar.
Y papá aborrece a ese niño que ya el primer día se pone rojo como un cangrejo por efecto del sol, y oye a sus espaldas el paso cansino de mamá, y sabe, sin volverse, que esos zapatos también le aprietan, que la carne también se le desborda de ese par como de todos los demás pares, que no hay en el mundo zapatos lo suficientemente anchos para sus pies, para su dedo pequeño, siempre encorvado, escoriado y vendado.
Mamá tira con fuerza del pequeño hacia ella y murmura una frase tan larga como el camino, que las camareras son todas unas putas, gente de lo peor, pobres diablas que nunca llegan a nada en este mundo. El pequeño rompe a llorar y se cuelga de ella y se deja caer al suelo, y las huellas de los dedos de mamá en sus mejillas tienen un brillo aún más rojo que el de la erisipela.
Mama no encuentra las llaves de la habitación y vacía su bolso, y papá hace una mueca de asco al ver el monedero pringoso, los billetes siempre arrugados, el peine viscoso, los pañuelos eternamente humedecidos.
Por fin aparecen las llaves en el bolsillo de la americana de papá, y a mamá se le humedecen los ojos, y se agacha y rompe a llorar.
Y la luz tiembla, y la puerta no cierra bien, y el ascensor se para. Papá olvida al niño en el ascensor. Mamá martillea la puerta de la habitación con ambas manos.
Luego viene la siestecita.
Papá suda y ronca, papá se echa boca abajo, papá entierra la cara en la almohada y la mancha con saliva mientras sueña. El pequeño tira de su manta, agita los pies, frunce el entrecejo y recita en sueños el poema de la ceremonia de clausura en el parvulario. Mamá yace despierta e inmóvil entre las sábanas mal lavadas, bajo el cielo raso mal blanqueado, tras los cristales mal lavados de las ventanas. Sobre la silla reposan sus labores de punto.
Mamá teje un brazo. Mamá teje la espalda. Mamá teje el cuello, mamá teje un ojal en el cuello.
Mamá escribe una postal: aquí se ve el hotel donde estamos alojados. He marcado nuestra ventana con una crucecita. La otra cruz, más abajo, sobre la arena, señala el sitio donde siempre tomamos el sol.
Bajamos cada mañana muy temprano para ser los primeros y que nadie nos quite el sitio.

Anna Ajmátova (II)

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No sabemos cómo decirnos adiós
No sabemos cómo decirnos adiós:
erramos por ahí, hombro con hombro.
Ya el sol está bajando,
vas taciturno, soy tu sombra.

Entramos en una iglesia a ver
bautizos, matrimonios, misas de difuntos.
¿Por qué somos diferentes del resto?
Afuera otra vez, cada quien vuelve la cabeza.

O sentémonos en el cementerio,
sobre la nieve pisoteada, suspirando el uno por el otro.
Esa vara en tu mano está dibujando mansiones
donde estaremos siempre juntos.



Todo me ha sido arrebatado
Todo me ha sido arrebatado: el amor y la fuerza.
Mi cuerpo, precipitado dentro de una ciudad que detesto,
no se alegra ni con el sol. Siento que mi sangre
congelada está.

Burlada estoy por el ánimo de la Musa
que me observa y nada dice,
descansando su cabeza de oscuros rizos,
exhausta, sobre mi pecho.

Sólo la Conciencia, más terrible cada día,
enfurecida, exige cuantioso tributo.
Y para responder, me cubro el rostro con las manos,
porque he agotado mis lágrimas y mis excusas.



Tres cosas le encantaban
Tres cosas le encantaban a él:
los pavos reales blancos, las oraciones vespertinas
y los desteñidos mapas de América.
No soportaba los mocosos chillones,
ni la mermelada de frambuesa con su té,
ni la histeria femenina
…y estaba atado a mí.



La canción de la última cita
Se enfriaba, desvalido, mi pecho,
pero eran ligeros mis pasos.
Me puse en la mano derecha
el guante de la mano izquierda.

¡Me pareció que había muchos peldaños
aunque sabía que eran sólo tres!
Un murmullo otoñal entre los arces
me pidió: “¡Muere conmigo!

¡Oye: una suerte penosa,
inconstante y mala me engañó!”
Le contesté: “¡Querido mío:
a mí también. Contigo moriré!”

Esta es la canción de la última cita.
Eché una mirada a la casa sombría.
Tan sólo en la alcoba ardían las velas
con una llama indiferente y mustia.

Babayada del día (XV)

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WEI LAI FUTURO SL es una empresa de promocion del pensamiento y la creacion inspirada en el momento global que vivimos y en la busqueda de un futuro mejor.

Los textos editados por WEI LAI FUTURO no llevan tildes, lo que constituye una propuesta innovadora ofrecida al debate publico. WEI LAI FUTURO estima que la ausencia de tildes en la lengua española es un cambio ortografico muy sencillo con claras ventajas y muy pocos inconvenientes. Escribir sin tildes y sin dieresis hace mas facil la tarea manuscrita y mecanografica y el resultado se entiende perfectamente. El latin se escribia y se leia sin tildes y entre las lenguas actuales el aleman y el ingles no las utilizan. La llamada tilde diacritica, que sirve para diferenciar palabras distintas pero de aspecto similar, seria el unico peaje que pagar al suprimirlas. Con todo, es preferible hacer una lectura activa para evitar confusiones ante la ausencia de tildes, antes que colocar siempre acentos graficos sobre palabras como Angel, cancion, Mexico, queriamos o tambien, ejercicio que hoy realizan muchas veces programas de ordenador.

Esta propuesta no tiene por supuesto la amplitud o la ambicion de otras, como el conocido discurso en Zacatecas de Gabriel Garcia Marquez "Botella al mar para el dios de las palabras". Es mas bien un intento de simplificar la lengua y hacer mas facil su aprendizaje sin afectar su capacidad expresiva.

Es muy probable que el español del futuro se escriba sin tildes o, por lo menos, con menos tildes que en la actualidad. Esto confirmaria una tendencia historica segun la cual los acentos graficos han ido desapareciendo de nuestra lengua. Ademas, con el tiempo, la expresion se ha ido haciendo mas simple y precisa en español, lo que ayuda a quienes aprenden la lengua, sean niños en la escuela o extranjeros que la estudian como segunda o tercera lengua.

Las faltas de ortografía del texto anterior están en el original, los individuos son consecuentes con sus propuestas.
La estupidez en el mundo de la cultura está llegando a niveles asombrosos.
Hacía ya tiempo que no leía una sarta de majaderías y gilipolleces tan grande.
Y estos dicen que promocionan el pensamiento, "manda güevos".

Jamaica Kincaid - "En la noche"

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En la noche, al adentrarse en mitad de la noche, cuando la noche no está dividida en pequeños sorbos como una bebida dulce, cuando no es justamente antes de medianoche, ni medianoche, ni justo después de medianoche, cuando la noche es redonda en algunos lugares, plana en algunos lugares, y en algunos otros lugares es como un profundo boquete, azul en el borde, negro en su interior, llegan los hombres del estiércol.
Van y vienen, caminando sobre el barro con sus zapatos de paja. Sus pies, metidos en aquellos zapatos de paja, producen un sonido rasposo. Nunca dicen nada.
Los hombres del estiércol son capaces de ver a un pájaro moviéndose entre los árboles. No es un pájaro. Es una mujer que se ha despojado de su propia piel y se dispone a beber la sangre de sus enemigos secretos. Es una mujer que ha dejado su piel en un rincón de una casa de madera. Es una mujer juiciosa que siente admiración por las abejas de los hibiscos. Es una mujer que, cuando bromea, rebuzna como un burro sediento.
Está el sonido de un grillo, está el sonido de la campana de una iglesia, está el sonido de esa casa que cruje, el de aquella otra casa que cruje a su vez, y el de una tercera casa que cruje también a medida que todas ellas se van asentando en el terreno. Está el sonido de una radio en la distancia: un pescador que escucha esa música, merengue.
Está el sonido de un hombre que gimotea mientras duerme; está el sonido de una mujer irritada por los lamentos y gemidos del hombre. Está el sonido del hombre apuñalando a la mujer, el sonido de su sangre percutiendo contra el suelo, el sonido del señor Straffee, el director de la funeraria, llevándose el cuerpo de la mujer. Está el sonido de su espíritu volviendo desde la muerte, observando al hombre que gemía; a él le acometerá incesantemente la fiebre. Está el sonido de una mujer que escribe una carta; está el sonido de la plumilla rasgando el papel en blanco; está el sonido de una lámpara de queroseno extinguiéndose; está el sonido de su jaqueca.
La lluvia cae sobre los tejados de hojalata, sobre las hojas de los árboles, sobre las piedras del patio, sobre la arena, sobre la tierra. La noche es húmeda en algunos lugares, cálida en algunos lugares.
Está el señor Gishard, en pie bajo un cedro en plena floración; viste aquel bonito traje blanco que está como nuevo, como el día en que le enterraron con él puesto. El traje blanco llegó desde Inglaterra en un paquete marrón: «Para: Mr. John Gishard», etcétera, etcétera. El señor Gishard está apostado bajo el árbol, con su bonito traje y con un vaso lleno de ron en la mano –el mismo vaso lleno de ron que tenía en la mano poco antes de morir–, observando la casa donde vivía. Las personas que viven ahora en esa casa salen de espaldas por la puerta cuando ven al señor Gishard en pie bajo el árbol, vistiendo su bonito traje blanco. El señor Gishard echa a faltar su acordeón; se le nota por la forma en que repiquetea con el pie.
* * * * *
En mi sueño, oigo cómo está naciendo un bebé. Veo su rostro, una carita ovalada y vivaz... preciosa. Veo sus manos... tan bonitas también.
Tiene los ojos cerrados. El bebé respira. Respira. El bebé gimotea. Gimotea. Ahora el bebé y yo caminamos por un prado. El bebé prueba la verde hierba con sus suaves y sonrosados labios. Mi madre me zarandea sujetándome por los hombros.
–Nena, nenita –dice mi madre.
–Pero si todavía es de noche– contesto.
–Sí, pero has vuelto a mojar la cama –responde mi madre.
Y mi madre, que aún es joven, todavía es guapa y conserva aún el color rosado de sus labios, me quita el camisón mojado, retira las sábanas mojadas de la cama. Mi madre puede cambiar cualquier cosa. En mi sueño estoy sumida en la oscuridad de la noche.
–¿Qué son esas luces en las montañas?
–¿Las luces de las montañas? Ah, es una jablesse (1).
–¡Una jablesse! ¿Pero qué...? ¿Qué es una jablesse?
–Es una persona capaz de transformarse en cualquier cosa. Pero enseguida se sabe que no son reales por sus ojos. Sus ojos brillan como antorchas, con una luminosidad tal que te deslumbra. Así se sabe que se trata de una jablesse. Les gusta vagar por las montañas y cambiar continuamente de lugar. Ten cuidado cuando veas a una mujer muy guapa. Una jablesse siempre intenta adoptar la apariencia de una mujer hermosa.
* * * * *
Nadie me ha dicho nunca: «Mi padre, un hombre del estiércol, es muy apuesto y muy cariñoso. Cuando se cruza con un perro, le acaricia en lugar de darle una patada. Le gustan todas las partes del pescado, pero en especial la cabeza. Va a la iglesia con bastante regularidad y siempre le llena de alegría que el pastor cante Una poderosa fortaleza es nuestro Dios, su cántico favorito. Le gustaría llevar camisas y pantalones de tonos rosados, pero sabe que ése no es el color más adecuado para un hombre, así que viste de azul marino y marrón, colores que no le gustan en absoluto. Conoció a mi madre en uno de esos bailes de disfraces itinerantes de por aquí, hace mucho tiempo, y todavía le gusta silbar. Una vez, corría para alcanzar a coger el autobús, se cayó y se rompió un tobillo; tuvo que pasar una semana en el hospital. Eso le hizo sentir muy desgraciado, pero se animó enseguida cuando nos vio a mi madre y a mí en pie junto a su blanca cama, con nuestros ramos de rosas amarillas y sonriéndole.
Entonces dijo:
–Oh, vaya, vaya.
Lo que más le gusta a mi padre, el hombre del estiércol, es sentarse sobre una gran piedra a la sombra de una caoba y observar cómo los niños pequeños juegan un partido de críquet mientras él come morcillas de arroz y bebe gaseosa de jengibre.
Me lo ha dicho muchas veces:
–Querida, lo que más me gusta hacer es... –etcétera.
Siempre está leyendo libros de botánica, y sabe mucho de plantaciones de caucho y de los árboles del caucho; pero yo no me explico que eso le interese tanto, pues el único árbol del caucho que ha visto en su vida es el que está plantado como ejemplar especial en el jardín botánico.
Siempre está pendiente de que mis zapatos del colegio no me hagan daño y vaya cómoda con ellos. Quiero a mi padre, el hombre del estiércol.
Mi madre quiere a mi padre, el hombre del estiércol.
Todo el mundo le quiere y le saluda con la mano al verle. Es muy atractivo, ya sabes, y yo he visto a más de una mujer girarse dos veces a mirarle.
Los días especiales lleva un sombrero de fieltro marrón, que encargó que le trajeran de Inglaterra, y zapatos de piel marrones, que también encargó de Inglaterra. Los días de diario lleva la cabeza descubierta.
Cuando me llama, yo digo:
–Sí, señor.
Para el cumpleaños de mi madre, siempre le regala alguna tela bonita para que se haga un vestido nuevo. Mi padre, el hombre del estiércol, nos hace felices, y ha prometido que un día nos llevará a ver una cosa sobre la que ha leído algo que se llama circo».
* * * * *
En la noche, las flores se cierran y se apelmazan. Las flores del hibisco, las flores más vistosas y llamativas, las flores de aciano, los lirios, las caléndulas, las flores de boronia, las azucenas, los arbustos de la daga, las flores del arbusto del turtleberry, las flores del árbol de la guanabana, las flores del árbol de la manzana de azúcar, las flores del árbol del mango, las flores del árbol de la guayaba, las flores del cedro, las flores del copinol, las flores del árbol de las decargas, las flores de la papaya, en todas partes las flores se cierran y se apelmazan más tupidas. Las flores están enojadas.
Hay alguien haciendo un cesto, hay alguien haciendo un vestido para una chica o una camisa para un chico, alguien le está haciendo a su marido una sopa de tapioca para que se la lleve mañana al cañizal, hay alguien haciéndole a su esposa un bonito arcón de caoba, hay alguien espolvoreando un polvo incoloro en el exterior de una puerta cerrada para que el niño de alguna otra persona nazca muerto, alguien ruega para que un mal hijo que vive prósperamente en el extranjero se porte bien y envía un paquete lleno de ropas nuevas, hay alguien que duerme.
* * * * *
Ahora sólo soy una jovencita, pero un día me casaré con una mujer... una mujer de piel cobriza con el pelo negro y enmarañado como un zarzal y los ojos marrones, que lleve faldas tan amplias que yo pueda enterrar fácilmente mi cabeza en ellas. Me gustaría casarme con esa mujer y vivir con ella en una choza de barro, cerca del mar. En la choza habrá dos sillas y una mesa, una lámpara de queroseno, un botiquín, una olla, una cama, dos almohadas, dos sábanas, un espejo, dos tazas, dos platitos de café, dos platos para comer, dos tenedores, dos vasos para el agua, una vasija de porcelana, dos cañas de pescar, dos sombreros de paja para protegernos las cabezas del calor del sol, dos arcones para los trastos que casi no utilicemos, un cesto, un libro con las hojas en blanco, una caja con doce lápices de distintos colores, una hogaza de pan envuelta en un pedazo de papel marrón, un recipiente para el carbón, una fotografía de dos mujeres en un embarcadero, una fotografía de esas mismas mujeres abrazándose, una fotografía de las mismas mujeres diciéndose adiós con un gesto de la mano, una caja de cerillas. Esa mujer de piel cobriza y yo desayunaremos todos los días pan con leche, nos esconderemos entre los arbustos y les lanzaremos excrementos secos de vaca a la gente que no nos guste, treparemos a los cocoteros, cogeremos cocos, comeremos y beberemos la pulpa y el agua de los cocos que hayamos recogido, tiraremos piedras al mar, nos pondremos máscaras de John Bull y asustaremos a los indefensos niñitos cuando vuelvan de la escuela camino de sus casas, iremos a pescar y cogeremos sólo nuestros peces favoritos y los asaremos para la cena, robaremos higos verdes y nos los comeremos en la cena con el pescado asado. Eso es lo que haremos cada día. Todas las noches le cantaré una canción a esa mujer; todavía no sé la letra, pero ya tengo la melodía en la cabeza. Esa mujer con la que me gustaría casarme sabe muchas cosas, pero a mí sólo me dirá cosas en las que ni en sueños pensara que me pudieran hacer llorar; y todas las noches, una y otra vez, me dirá algo que empieza con las palabras «Antes de que tú nacieras ». Me casaré con una mujer así, y todas, todas las noches, seré absolutamente feliz.


(1) Jablesse: diablesa aficionada a «robar» los maridos de otras mujeres.

Amparo Dávila - "El huésped"

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Cuentista y poeta mexicana. Aunque su obra es corta, ha sido muy antologada, por lo que sus trabajos han tenido una difusión relativamente amplia. Los temas que aparecen en su poesía van de la angustia a la muerte, pasando por la ausencia, la desilusión, la vuelta imposible a la infancia. Sin embargo, en su obra narrativa, los temas que aparecen son la enajenación mental, el peligro, la muerte, el miedo a los animales o seres animalizados, y lo siniestro; la mayoría de estos temas giran en torno a personajes femeninos.
Este cuento, que reune varios de los temas citados, pertenece al volumen de relatos "Tiempo destrozado".

Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.
Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.
No pude reprimir un grito de horror cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.
Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. “Es completamente inofensivo” -dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia. “Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues...” No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.
No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa (mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito) sentíamos pavor de él. Sólo mi marido gozaba teniéndolo allí.
Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era ésta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habitación. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.
Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.
La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las bugambillas.
En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera.
Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacía el cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día durmiendo no podía confiarme. Hubo veces que, cuando estaba preparando la comida, veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí... yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado.
Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.
Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún oscuro rincón del corredor bajo las enredaderas. “¡Allí está ya, Guadalupe!”, gritaba desesperada.
Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: -allí está, ya salió, está durmiendo, él, él, él...
Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez, en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.
Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado... Y llegaba bien tarde. Que tenía mucha trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían.
Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera... Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante... Salté de la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento... Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa.
Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa. Sólo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado.
Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo... Guadalupe había salido a la compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.
Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día nació en ella un odio que clamaba venganza.
Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín. “Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así... te he explicado mil veces que es un ser inofensivo”.
Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él... Pero no tenía dinero y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.
Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban de mi lado. Cuando Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en mi cuarto.
- Esta situación no puede continuar -le dije un día a Guadalupe.
-Tendremos que hacer algo y pronto -me contestó.
-¿Pero qué podemos hacer las dos solas?
-Solas, es verdad, pero con un odio...
Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.
La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte días.
No sé si él se enteró de que mi marido se había marchado, pero ese día despertó antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño durmieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta. Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del cuarto y la golpeaba con furia... Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto.
Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo ni en comer. Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo y clavos.
Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta le cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración, bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo estuvo terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando.
Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin luz, sin alimento... Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba desesperado, arañaba... Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles gritos...! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así...! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas...
Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento... Sin embargo, esperamos dos días más, antes de abrir el cuarto.
Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y desconcertante.

Koko Taylor

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Las voces del blues siempre han sido muy aristocráticas, Mamie Smith fue la "Primera Dama del blues", Bessie Smith fue la "Emperatriz del blues", B.B. King fue el "Rey del blues", así que Koko no podía ser menos y se convirtió en la "Reina del blues". Pese a los medios electrónicos (micrófonos y amplificadores) ella mantuvo siempre su registro dentro de los shouter.

Ernestine


Wang Dang Doodle
El que toca la armónica es el gran Little Walter y el hierático guitarrista que aparece detrás de ella juraría que es, el no menos grande, Theodore Roosevelt "Hound Dog" Taylor, así que el resto de músicos podrían ser los HouseRockers, la banda de "Hound Dog".


Voodoo Woman

Eudora Welty - "Clytie"

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Por fin puedo saldar la deuda del blog con una de las más grandes cuentistas (y novelista) de la historia de la literatura. Aunque en un principio se dedicó a la fotografía, a partir de los años 50 del siglo XX la abandonó para dedicarse a la literatura. Su primer trabajo ya fue amadrinado nada menos que por Katherin Anne Porter. Su obra ha sido enmarcada en el llamado gótico sureño, ese género que en este blog está también presente en la obra de William Faulkner, Flannery O'Connor, Tennessee Williams, Truman Capote o Carson McCullers.
Welty es uno de esos autores de lo pequeño y lo cotidiano, centrada en retratar la vida y emociones de sus personajes, siempre gente corriente, y de analizar las relaciones humanas. A worn path, el cuento que escribió en 1940, ha sido calificado por Alice Munro (que de esto sabe un poco) como "la historia corta más perfecta que se ha escrito".

Era media tarde, con nubes pesadas y de color plata que parecían más grandes y más anchas que campos de algodón, y pronto comenzó a llover. Todavía a la luz del sol, los goterones caían en los cobertizos de zinc caliente y manchaban las blancas fachadas falsas de la hilera de tiendas del pueblecito de Farr’s Gin. Una gallina y su fila de pollitos amarillos cruzaron corriendo la calle, asustados. El polvo se tornó color barro de río, y los pájaros bajaron volando de inmediato hasta él y abrieron pequeños huecos para bañarse. Los perros de caza abandonaron el umbral de las tiendas, se sacudieron y fueron a recostarse adentro. La poca gente que había en la calle, con sus largas sombras proyectadas en el suelo llano, se refugió en la oficina de correos. Un chiquillo clavó sus talones descalzos en los costados de su mula que siguió cruzando el pueblo, a paso lento, en dirección al campo.
Después de que todos los demás se habían refugiado, la señorita Clytie Farr seguía parada en la calle, mirando al frente con sus ojos de miope, e igual de mojada que los pajaritos.
Tenía la costumbre de salir del viejo caserón hacia esa hora de la tarde y cruzar el pueblo a toda prisa. Antes corría de aquí para allá con cualquier pretexto y por un tiempo le dio por ofrecer explicaciones en voz baja que nadie podía oír, y luego comenzó a dejar cuentas sin pagar que, según la jefa de la oficina de correos, eran tan incobrables como las de cualquiera, aun cuando los Farr se creyeran demasiado finos como para relacionarse con el resto de la gente. Ahora, en cambio, Clytie salía sin motivo. Venía todos los días y ya nadie le dirigía la palabra: tenía tanta prisa que no podía distinguir a la gente. Cada sábado esperaban encontrarla atropellada dada la manera en que se internaba en la carretera con todos los caballos y camiones.
Quizá Clytie simplemente se estaba volviendo loca, decían las mujeres que habían salido a la puerta a tomar el fresco, loca como su hermana. Y Clytie sólo se quedaba ahí, esperando a que le dijeran que se fuera a casa. Tendría que escurrir toda la ropa que llevaba: la blusa, la falda y las medias negras largas. Traía en la cabeza un sombrero de paja de los de la tienda de artículos de confección, con una cinta vieja de raso negro clavada con un alfiler, para que pareciera un sombrero más elegante, y lo llevaba atado por la barbilla. Ahora, en pleno aguacero, a la vista de las señoras, el sombrero empezó a combarse por los lados, lentamente, hasta ofrecer un aspecto todavía más absurdo y destrozado, como un gorrito viejo en un caballo. Y, en efecto, algo tenía de animal la paciencia con que la señorita Clytie se quedaba ahí parada bajo la lluvia y separaba un poco los brazos largos y vacíos del cuerpo, como si estuviera esperando a que apareciera algo en la carretera y la llevara a un lugar seguro.
Poco después se oyó un trueno.
—¡Señorita Clytie! ¡Cúbrase de la lluvia, señorita Clytie! —gritó alguien.
La solterona no se volvió, pero apretó los puños y los metió bajo las axilas. Entonces se echó a correr por la calle sacando los codos como alas de gallina mientras su pobre sombrero crujía y le golpeaba las orejas.
—Bueno, allá va la señorita Clytie —dijeron las señoras, y una tuvo un presentimiento sobre ella.
Expuesta a una lluvia torrencial corrió por el camino enfangado pasando por debajo de los cuatro cedros negros y mojados de los que se desprendía un olor acre, como a humo, y llegó hasta la casa.
—¿Dónde diablos estabas? —gritó Octavia, la hermana mayor, desde una ventana de arriba.
Clytie miró hacia arriba a tiempo de ver caer la cortina.
Entró en la casa, al recibidor, y esperó temblando. La sala estaba muy oscura y vacía. La única luz caía sobre la sábana blanca que cubría el mueble solitario, un órgano. Las cortinas rojas de la puerta del salón, descorridas por manos de marfil, estaban fijas como troncos de árbol en la asfixiante casa. Todas las ventanas estaban cerradas, y todas las persianas bajadas, aunque tras ellas todavía se escuchaba la lluvia.
Clytie tomó una cerilla y se acercó al poste de la escalera, donde el Hermes de bronce sostenía en alto una lámpara de gas. Justo encima, iluminada pero inmóvil, como una de las reliquias inamovibles de la casa, Octavia esperaba en la escalera.
Estaba parada junto a la cristalera violeta y amarilla limón de la ventana del rellano, y sus dedos arrugados, incapaces de quedarse quietos, toqueteaban la cornucopia de diamantes que siempre llevaba en la pechera de su vestido largo y negro. Lo de acariciar la cornucopia era uno de esos gestos espléndidos e inmortales, característicos de ella.
—Como si no fuera suficiente que estemos aquí esperándote, muriéndonos de hambre —dijo Octavia a Clytie que esperaba abajo—. Te vas sin avisar y no me contestas cuando te llamo. Te vas a dar vueltas por la calle. ¡Qué vulgar!
—Tranquila, hermana —logró decir Clytie.
—Pero siempre vuelves.
—Claro…
—Gerald está despierto, y papá también —dijo Octavia, con la misma voz vengativa, una voz muy alta, por su costumbre de llamar a gritos.
Clytie fue a la cocina y encendió las yescas de la estufa de leña. Como si estuviera congelándose en pleno mes de junio, se paró frente a la puerta abierta de la estufa y pronto una expresión de interés y satisfacción le iluminó la cara, que en los últimos años se había curtido, a pesar del sombrero de paja. En ese momento recuperó el hilo de un sueño. En la calle había estado pensando en la cara de un niño que acababa de ver. El niño, que jugaba a perseguir a otro de su edad con una pistola de juguete, al pasar junto a ella la había mirado con una expresión tan abierta y serena, tan confiada… Recordando aquella cara menuda y pacífica, rosada como esas llamas que tenía delante, como una inspiración que barre todos los demás pensamientos, Clytie se había olvidado de sí misma y había tenido que quedarse parada en medio de la calle. Después había empezado a llover, y le habían gritado algo, y no había podido llegar al final de sus meditaciones.
Hacía mucho tiempo que Clytie había comenzado a observar las caras y a pensar en ellas.
Todo el mundo sabía que Farr’s Gin no tenía más de ciento cincuenta habitantes, “negros incluidos”, pero a Clytie la cantidad de caras le parecía casi infinita. Había aprendido a mirar cada cara con detenimiento; estaba convencida de que era imposible verlo todo de golpe. Lo primero que descubría en una cara siempre era el hecho de no haberla visto nunca. En cuanto se fijaba en el rostro real de las personas, el mundo perdía toda su familiaridad. El espectáculo más profundo del mundo, el más conmovedor, tenía que ser una cara. ¿Acaso era posible comprender los ojos y la boca de otras personas, que escondían algo ignoto, y que pedían en secreto otra cosa igual de desconocida? Volvió a ella la sonrisa misteriosa del viejo que vendía cacahuates delante de la verja de la iglesia; hubo un momento en que su cara pareció impresa en la puerta de hierro de la estufa, inscrita en la melena del león. La gente decía que “el chico de Tom Bate”, como se llamaba a sí mismo, miraba al vacío con una cara tan sosa como una semilla de sandía, pero a Clytie, que había visto granos de arena en sus ojos y en sus pestañas amarillas de viejo, se le antojaba salido de un desierto, como un egipcio.
Mientras pensaba en el chico de Tom Bate sintió en la espalda el golpe de una terrible ráfaga de viento y se volvió. La persiana, larga y verde, se levantó y volvió a caer. La ventana de la cocina estaba abierta de par en par… la había abierto ella. La cerró con sigilo. Si se enteraba Octavia, que por nada del mundo bajaba hasta el pie de la escalera, nunca le perdonaría una ventana abierta. Para Octavia, lluvia y sol equivalían a la ruina. Clytie recorrió la casa entera para asegurarse de que todo estuviera a salvo. No era la ruina en sí lo que podía molestar a Octavia. No la asustaban ni la ruina ni la invasión, ni siquiera si corrían peligro tesoros de un valor incalculable, ni siquiera en la pobreza. Era, sencillamente, una forma de exponerse a la curiosidad ajena, y eso no podía tolerarlo. Todo eso se le leía en la cara.
Clytie preparó las tres comidas en la estufa, porque todos comían cosas diferentes, y dispuso las tres bandejas. Tenía que llevarlas arriba en el orden correcto. La concentración le hizo fruncir el ceño pues era difícil vigilar los tres platos a la vez y conseguir que salieran todos bien, como habría hecho la vieja Lethy. Habían tenido que despedir a la cocinera hacía mucho tiempo, cuando su padre sufrió el primer ataque. Su padre apreciaba mucho a Lethy, que había sido su niñera en la infancia, y ella había vuelto del campo para verlo al enterarse de que estaba muriendo. Lethy había ido a la casa y había llamado a la puerta trasera. Y como siempre, a la primera señal de alboroto, delante o detrás, Octavia se había asomado desde el fondo de la cortina y había gritado, “¡Vete! ¡Vete! ¿Qué diablos quieres aquí?” Y aunque Lethy y el enfermo habían suplicado permiso para verse, Octavia había soltado los gritos de rigor y había echado a la intrusa. Clytie, como de costumbre, se había quedado parada en la cocina sin abrir la boca, hasta que finalmente había repetido, siguiendo el ejemplo de su hermana, “Vete, Lethy.” Pero su padre no había muerto. En vez de ello, se había quedado paralítico y ciego y sólo podía emitir sonidos ininteligibles y tragar líquidos. De vez en cuando, Lethy acudía a la puerta trasera, pero nunca la dejaban entrar, y el viejo ya no tenía oído ni facultades mentales para pedir que la llevaran con él. Sólo había un visitante con permiso para entrar a la habitación. Una vez a la semana, por encargo, venía el barbero a afeitarlo. En esas ocasiones nadie decía ni una palabra.
Clytie subió primero al dormitorio de su padre y dejó la bandeja en una mesita de mármol que había al lado de la cama.
—Quiero dar de comer a papá —dijo Octavia, quitándole el plato de las manos.
—Ya le diste la última vez —dijo Clytie.
Soltó el plato y miró la cara puntiaguda que estaba apoyada en la almohada. Al día siguiente tocaba barbero y los puntos negros y afilados, que habían llegado a su máxima longitud, parecían agujas clavadas a todo lo largo de las mejillas chupadas. Los ojos del viejo estaban medio cerrados. Era imposible saber qué sentía. Daba la impresión de estar muy lejos, abandonado, libre… Octavia comenzó a darle de comer.
De repente, sin apartar la mirada de su padre, Clytie empezó a decir a su hermana palabras atropelladas y llenas de amargura, las más brutales que se le ocurrieron. Pero pronto empezó a llorar y sollozar, como un niño pequeño al que los grandullones han tirado al agua.
—Ya basta —dijo Octavia.
Pero Clytie no podía despegar la vista de la cara sin afeitar de su padre, ni de su boca aún abierta.
—Y si me da la gana mañana vuelvo a darle de comer —dijo Octavia.
Se levantó. Le caía sobre la frente el grueso cabello que crecía de nuevo después de una enfermedad y estaba teñido casi de violeta. Los largos pliegues de acordeón que comenzaban en el cuello y cruzaban el camisón de arriba a abajo se abrían y se cerraban sobre sus pechos conforme respiraba.
—¿Ya se te olvidó Gerald? —dijo—. Y yo también tengo hambre.
Clytie volvió a la cocina y llevó la cena a su hermana.
Después llevó la de su hermano.
La habitación de Gerald estaba oscura, y Clytie tuvo que abrirse paso por la barricada habitual. El olor a whisky estaba en todas partes; incluso saltó una llamarada al encender la cerilla con la que encendió la lámpara de gas.
—Es de noche —dijo Clytie.
Gerald estaba acostado en la cama, mirándola. En la penumbra se parecía a su padre.
—Hay más café en la cocina —dijo Clytie.
—¿Me lo puedes traer? —le pidió Gerald. La miraba fijamente, con expresión de agotamiento y seriedad.
Clytie se agachó y lo sostuvo por la espalda. Gerald se tomó el café mientras su hermana seguía inclinada con los ojos cerrados, descansando.
Poco después Gerald la apartó, volvió a tumbarse en la cama y empezó a describir lo agradable que había sido tener casa propia en esa misma calle, una casa nueva, con todas las comodidades: estufa de gas, luz eléctrica… cuando estaba casado con Rosemary. Rosemary… ella había dejado su empleo en el pueblo vecino sólo para casarse con él. ¿Cómo podía haberlo abandonado en tan poco tiempo? No significaba nada que él la hubiera amenazado mil veces con pegarle un tiro, ni que le hubiera apuntado al pecho con la escopeta. Rosemary no lo había entendido. Sólo era que a él le entusiasmaba su propia satisfacción. Sólo había querido jugar con ella. En cierto modo, había querido demostrarle que la amaba más allá de la vida y de la muerte.
—Más allá de la vida y de la muerte —repitió, cerrando los ojos.
Clytie no contestó, a diferencia de lo que hacía siempre Octavia durante aquellas escenas, que terminaban invariablemente con el llanto de Gerald.
Al otro lado de la ventana cerrada, un sinsonte comenzó a cantar. Clytie apartó la cortina y pegó la oreja al cristal. Ya no llovía. El canto del pájaro atravesaba en gotas líquidas, los árboles negros y la noche.
—Vete al cuerno —dijo Gerald, con la cabeza debajo de la almohada.
Clytie recogió la bandeja y dejó a Gerald con la cara tapada. No le hacía falta mirarles las caras. Las caras de ellos eran las que se interponían.
Bajó deprisa a la cocina y empezó a comer su propia cena.
Las caras de ellos se interponían entre la suya y otra. Eran sus caras las que se habían inmiscuido hacía mucho tiempo para esconder una cara que la había mirado a ella. Y ahora era difícil recordar su aspecto, o el momento en que la había visto por primera vez. Debía haber ocurrido cuando era joven. Sí, en una especie de pérgola… acaso no se rió, se inclinó hacia adelante… y la visión de aquella cara… que se parecía un poco a todas las demás, a la del niño confiado, a la del viajero viejo e inocente, incluso a la del barbero codicioso y a la de Lethy y a las de los vendedores ambulantes que uno a uno llamaban a la puerta y se marchaban sin respuesta… y sin embargo era diferente, mucho más… aquella cara había estado muy próxima a la suya, casi familiar, casi accesible. Y entonces se había interpuesto la cara de Octavia. Otras veces era la cara apopléjica de su padre, o la de su hermano Gerald, o la de su hermano Henry, con el agujero de bala en la frente… La similitud con una visión era el móvil exclusivo que la llevaba a examinar las caras secretas, misteriosas, únicas, que encontraba en las calles de Farr’s Gin.
Pero siempre había una interrupción. Si alguien le dirigía la palabra, salía huyendo. Si veía que iba a toparse con alguien en la calle, había llegado incluso a esconderse detrás de un arbusto y taparse la cara con una ramita hasta que la persona en cuestión se hubiera ido. Si la llamaban por su nombre, primero se sonrojaba, luego palidecía y parecía, según el comentario de una de las señoras de la tienda, algo decepcionada.
Además, cada vez tenía más miedo. La gente se daba cuenta porque ya no se arreglaba. Durante años había tenido la costumbre de salir alguna vez con lo que se llamaba un “conjunto”, toda de verde militar, con un sombrero que se le ajustaba a la cabeza como una cubeta, un vestido de seda verde y hasta zapatos verdes puntiagudos. Llevaba puesto el conjunto todo el día, si el día era bonito, y a la mañana siguiente volvía al vestido gastado de siempre, con el sombrero viejo atado a la barbilla, como si el conjunto hubiera sido un sueño. Ya hacía mucho tiempo que Clytie no se vestía de manera llamativa.
De vez en cuando alguna vecina, ya fuera por ganas de parecer amable o por mera curiosidad, le pedía su opinión sobre algo, un punto de ganchillo, por ejemplo; en esas ocasiones, Clytie no huía, sino que ponía una sonrisa débil y tensa, y decía con voz de niña: “Es bonito.” Sin embargo, añadían siempre las señoras, nada que se acercara a la casa de los Farr era bonito por mucho tiempo.
—Es bonito —dijo Clytie cuando la vieja de al lado le enseñó el rosal nuevo que había plantado, todo en flor.
No había pasado ni una hora cuando Clytie salió de casa corriendo y gritando:
—¡Dice mi hermana Octavia que quite el rosal! ¡Dice mi hermana Octavia que quite el rosal y que lo aleje de nuestra valla! ¡Quítelo o la mato! Lléveselo.
Y del otro lado de la casa de los Farr vivía una familia con un niño pequeño que siempre jugaba en el patio. El gato de Octavia pasaba por debajo de la valla y el niño lo tomaba en sus brazos. Tenía una canción que siempre le cantaba al gato de los Farr. Entonces Clytie salía corriendo de la casa, ardiendo en cólera con el mensaje de Octavia.
—¡No hagas eso! ¡No hagas eso! —gritaba angustiada—. ¡Si vuelves a hacerlo te mato!
Luego volvía corriendo al huerto y empezaba a decir groserías.
Lo de las groserías era nuevo, y las decía en voz baja, como una cantante ensayando una canción por primera vez. Pero era algo que no podía evitar. Esas palabras que al principio la horrorizaban, ahora manaban en un torrente completo y suave de su garganta, que pronto quedaba con una extraña sensación de relajamiento y descanso. Decía groserías a solas, en la tranquilidad del huerto. Todo el mundo comentaba, con una especie de reprobación, que sólo estaba imitando a su hermana mayor, quien años atrás había tenido por costumbre salir al mismo huerto y decir las mismas groserías, sólo que con una voz de notable volumen y autoridad que se oía hasta la oficina de correos.
A veces, entre palabra y palabra, Clytie miraba hacia arriba para ver a Octavia que la observaba desde su ventana. Cuando por fin dejaba caer la cortina, Clytie se quedaba ahí sin habla.
Finalmente, con una mansedumbre hecha de miedo y agotamiento y amor, un amor abrumador, Clytie cruzaba la verja y salía al pueblo, caminando cada vez más rápido, hasta que sus largas piernas adquirían una velocidad grotesca. Se decía que no había nadie en todo el pueblo que fuera capaz de sostenerle el paso a la señorita Clytie.
También acostumbraba comer de prisa, sola en la cocina, como lo hacía en ese momento. Mordió salvajemente la carne ensartada en el pesado tenedor de plata y royó el hueso de pollo hasta dejarlo limpio y mondo.
A media escalera se acordó de la segunda taza de café de Gerald y volvió por ella. Después de bajar las demás bandejas y lavar los platos no se olvidó de revisar las puertas y ventanas para comprobar que todo estuviera perfectamente cerrado.
A la mañana siguiente, Clytie se mordió el labio y sonrió mientras preparaba el desayuno. Lejos, al otro lado de la ventanta abierta en secreto, un tren de carga cruzaba el puente a la luz del sol. Algunos negros que iban de pesca bajaban en fila por la carretera, y el chico de Tom Bate, que los acompañaba, se volvió y la miró a través de la ventana.
Había aparecido Gerald, vestido y con los anteojos puestos, para anunciar su intención de ir a la tienda. La vieja tienda de muebles de los Farr ya no tenía mucha actividad y la gente, claro está, no echaba de menos a Gerald cuando no iba. De hecho, difícilmente se daban cuenta de cuándo iba debido a aquellas botas enormes colgadas de un alambre que tapaban casi por completo el despacho estrecho como una jaula. A los que entraban los atendía una chica de preparatoria.
Gerald entró al comedor.
—¿Cómo estás, Clytie? —preguntó.
—Yo bien, Gerald. ¿Y tú?
—Voy a la tienda.
Tomó asiento con rigidez, y Clytie le puso los cubiertos.
Octavia gritó desde arriba:
—¿Dónde demonios está mi dedal? Me robaste el dedal, Clytie Farr, te lo llevaste. ¡Mi dedalito de plata!
—Ya empezamos —dijo Gerald con vehemencia. Clytie vio torcerse la línea de sus labios, finos y delgados, casi negros—. ¿Cómo puede un hombre vivir en una casa con mujeres? ¿Cómo?
Se levantó de un salto y rompió la servilleta exactamente por la mitad. Salió del comedor sin probar bocado de su desayuno. Clytie oyó que subía a su habitación.
—¡Mi dedal! —chilló Octavia.
Esperó un momento. Agachada con avidez, como una ardillita, Clytie comió una parte de su desayuno aún en la estufa, antes de subir al piso de arriba.
A las nueve llamó a la puerta el señor Bobo, el barbero.
Entró sin esperar porque nunca contestaban a sus llamadas, y avanzó por el recibidor como un pequeño general. Ahí estaba el viejo órgano que no se destapaba ni se tocaba nunca, salvo en los funerales, y a ésos no se invitaba a nadie. Siguió adelante, pasando por debajo del brazo de la estatua masculina, y subió por la escalera oscura. Ahí estaban, alineados en lo alto de la escalera, y todos lo miraban con repulsión. El señor Bobo estaba convencido de que todos estaban locos. Para colmo, Gerald había estado bebiendo, y eso que eran las nueve de la mañana.
El señor Bobo era bajo de estatura y siempre había estado orgulloso de ello, hasta que empezó a ir a aquella casa una vez por semana. No le gustaba mirar desde abajo los cuellos largos y blandos de los Farr, ni sus frías caras de asco talladas en altorrelieve. Podía imaginar lo que haría cualquiera de las hermanas ante un avance de su parte. (¡Como si fuera a intentarlo!) En cuanto llegó al piso de arriba, todos se marcharon y lo dejaron solo. Levantó la barbilla y se quedó parado con las piernas curvas muy separadas, mirando a su alrededor. El vestíbulo superior no tenía ningún mueble, ni siquiera una silla donde sentarse.
“O venden los muebles a altas horas de la noche —decía el señor Bobo a la gente de Farr’s Gin— o es que son tan tacaños que ni los usan.”
El señor Bobo estaba de pie esperando a que lo llamaran, pensando que ojalá no hubiera ido nunca a aquella casa a afeitar al viejo señor Farr. Pero lo había sorprendido tanto recibir una carta por correo. El papel era tan viejo y amarillento que al principio le había parecido un mensaje escrito hacía mil años y que se había quedado sin enviar. Lo firmaba “Octavia Farr”, y empezaba sin siquiera dirigirse a él con un “Estimado señor Bobo”. Lo que decía era: “Acuda a esta residencia cada viernes a las nueve de la mañana hasta nuevo aviso. Afeitará usted al señor James Farr.”
Se había propuesto ir una sola vez. Después, a cada visita, se marchaba decidido a no volver, especialmente porque no tenía la menor idea de si le pagarían algo. Claro que tenía su valor ser el único habitante de Farr’s Gin con permiso para entrar a la casa (a excepción del empleado de la funeraria, que había entrado cuando el joven Henry se pegó un tiro, pero que hasta la fecha no había dicho ni una palabra al respecto). Pero tampoco era fácil afeitar a un hombre tan enfermo como el señor Farr; era mucho más sencillo afeitar a un cadáver, o incluso a un peón borracho y agresivo. Imagínese que usted estuviera así, decía el señor Bobo, sin poder mover la cara, ni mantener en alto la barbilla, ni tensar la mandíbula, ni parpadear cuando se acerca la cuchilla. Lo malo del señor Farr era que su cara no ofrecía resistencia a la navaja. Su cara no aguantaba.
—No vuelvo más —concluía el señor Bobo cada vez que hablaba del tema con sus clientes—. Ni aunque me pagaran. Ya he visto lo suficiente.
Sin embargo, ahí estaba otra vez, esperando delante de la puerta del enfermo.
—Es la última vez —dijo—. Lo juro por Dios.
Y se preguntó por qué no se moría el viejo.
Justo entonces la señorita Clytie salió de la habitación. Ahí venía, con esa manera de andar tan rara que tenía, como de lado, y cuanto más se acercaba a él más lentos se hacían sus pasos.
—¿Ya? —preguntó el señor Bobo, nervioso.
Clytie miró su cara pequeña y dubitativa. ¡Cuánto miedo se agolpaba en los ojitos verdes del barbero! Su carita ávida, lastimosa… qué acongojada estaba, como la de un gatito perdido. ¿Qué era lo que necesitaba tan desesperadamente esta criatura pequeña y codiciosa?
Clytie llegó frente al barbero y se detuvo. En vez de decirle que podía entrar y afeitar a su padre, levantó la mano y le tocó un lado de la cara con una dulzura asombrosa.
Por un instante, se quedó mirándolo inquisitivamente. El barbero permaneció inmóvil como una estatua, como la estatua de Hermes.
Entonces soltaron los dos un grito de desesperación. El señor Bobo dio media vuelta y salió corriendo escaleras abajo, agitando la navaja en círculos, hasta que desapareció por la puerta principal; y Clytie, pálida como un fantasma, se dejó caer contra el barandal. El espantoso olor a esencia de laurel y tónico capilar, el raspón horrible y húmedo de una barba invisible, los ojos saltones, verdes y densos… ¡Dónde había puesto la mano! Casi no podía soportarla… la idea de aquella cara.
La estruendosa voz de Octavia atravesó la puerta cerrada de la habitación del enfermo.
—¡Clytie! ¡Clytie! ¡No le has traído el agua de lluvia a papá! ¿Dónde demonios está el agua de lluvia para afeitar a papá?
Clytie, obediente, bajó por la escalera.
Su hermano Gerald abrió de golpe la puerta de su habitación.
—¿Ahora qué pasa? ¡Esto es un manicomio! Alguien pasó corriendo al lado de mi habitación. Lo escuché. ¿Dónde esconden a sus hombres? ¿Tienen que traerlos a casa?
Azotó de nuevo la puerta, y Clytie lo oyó poner la barricada.
Clytie atravesó el recibidor y salió por la puerta trasera. Se detuvo al lado del viejo barril de lluvia y de pronto sintió que aquel objeto se había hecho su amigo, justo a tiempo, y sus brazos casi lo rodearon con gratitud impaciente. El barril de lluvia estaba lleno. Salía de él una fragancia oscura, densa y penetrante, como de hielo y flores y rocío nocturno.
Clytie se inclinó un poco y miró el agua, que se movía ligeramente. Le pareció ver una cara.
Por supuesto. Era la cara que había estado buscando, la cara de la que la habían separado. Como para dar una señal, el dedo índice de una de sus manos se levantó y tocó la oscura mejilla.
Clytie se agachó un poco más, como se había agachado para tocar la cara del barbero.
Era una cara temblorosa e inescrutable. Tenía las cejas muy juntas, como si sintiera dolor. Los ojos eran grandes, penetrantes, casi ávidos; la nariz, fea y descolorida, como después del llanto; la boca, vieja y cerrada a las palabras. A ambos lados de la cabeza caía el oscuro cabello de manera vergonzosa y salvaje. Todo en aquella cara asustaba a Clytie con sus huellas de espera, de sufrimiento.
Por segunda vez en la mañana, Clytie retrocedió, y cuando lo hizo, la otra persona retrocedió igualmente.
Demasiado tarde. Reconoció la cara. Se quedó ahí con el corazón oprimido, como si la visión borrosa y semirecordada finalmente la hubiera traicionado.
—¡Clytie! ¡Clytie! ¡El agua! ¡El agua! —se oyó la voz monumental de Octavia.
Clytie hizo lo único que se le ocurrió. Siguió doblando su cuerpo anguloso y clavó la cabeza en el barril, bajo el agua, a través de la brillante superficie y hasta la amable profundidad sin formas, y la dejó ahí.
Cuando la encontró la vieja Lethy, se había caído de cabeza en el barril, con sus pobres piernas de señora fina en posición vertical, enfundadas en sus medias negras, y separadas como pinzas.

Agota Kristof - "El hacha"

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Autora teatral, cuentista y novelista húngara, aunque escribe en francés. También escribió poesía, pero ésta en húngaro.
"Seguramente mi forma de escribir viene del teatro. Diálogo puro. Lo justo, sin relleno, sin grasa. ¿Para qué dar vueltas? ¿Para hacer literatura? No me interesa la literatura". Se equivoca, lo que ella hace es literatura, y de la buena.
En sus personajes no hay sentimientos y en sus obras no se hacen juicios de valor, se exponen hechos.

Pase, doctor. Es aquí, sí. Yo lo he llamado, sí. Mi marido ha tenido un accidente. Sí, creo que es un accidente grave. Muy grave. Hay que subir al primer piso. Está en nuestro dormitorio. Por aquí. Discúlpeme, la cama no está hecha. Como comprenderá, me he alarmado cuando he visto tanta sangre. No sé si tendré el valor de limpiar todo esto. Creo que iré a vivir a otro sitio.
Aquí está la habitación, venga. Está aquí, al lado de la cama, sobre la alfombra. Tiene un hacha clavada en el cráneo. ¿Quiere examinarlo? Sí, examínelo. Vaya accidente más estúpido, ¿verdad? Se cayó de la cama mientras dormía y cayó sobre esta hacha.
Sí, el hacha es nuestra. Suele estar en el salón, al lado de la chimenea, sirve para cortar ramas.
¿Qué por qué estaba al lado de la cama? No tengo ni idea. Seguramente él mismo la apoyó contra la mesita de noche. Tal vez temía a los ladrones. Nuestra casa está bastante aislada.
¿Dice usted que está muerto? Enseguida creí que estaba muerto pero pensé que sería mejor que un médico se asegurara.
¿Quiere hacer una llamada? ¡Ah, sí! A la ambulancia ¿verdad? ¿A la policía? ¿Por qué? Ha sido un accidente. Simplemente se ha caído de la cama sobre un hacha. Sí, es extraño, pero hay montones de cosa que pasan así, de la forma más tonta.
¿No estará pensando que he sido yo la que ha puesto el hacha al lado de la cama para que se caiga encima? ¡Cómo iba a saber que se caería de la cama!
¿Acaso cree que lo he empujado y luego me he dormido tan tranquila, por fin sola en nuestra cama grande, sin oír sus ronquidos ni notar su olor?
Doctor, no irá usted a suponer semejantes cosas, no puede…
Es verdad, he dormido bien. Hacía años que no dormía tan bien. No me he despertado hasta las ocho de la mañana. He mirado por la ventana. Hacía viento. Las nubes blancas, grises, redondas, jugaban frente al sol. Me sentía feliz y pensaba que con las nubes uno nunca sabe. A lo mejor se dispersaban —corrían tan rápido— o formaban un conjunto y descendían sobre nosotros en forma de lluvia. Me daba igual. Me gusta mucho la lluvia. De hecho, esta mañana todo me parecía maravilloso. Me sentía aliviada, liberada de una carga que hace tanto tiempo…
Fue entonces cuando, al volver la cabeza, vi el accidente y enseguida le llamé.
Usted también quiere hacer una llamada. Aquí está el aparato. Va a llamar a la ambulancia para que se lleven el cuerpo, ¿verdad?
¿Cómo que la ambulancia es para mí? No lo entiendo. No estoy herida. No me he hecho ningún daño, estoy muy bien. La sangre que llevo en el camisón es de mi marido, ha salpicado cuando…

Alice Munro - "La isla de Cortés"

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Nota previa. Este blog apenas tiene visitantes, pero hay que reconocer que los poquísimos que tiene son de calidad. Me quejaba yo aquí de mi incapacidad para encontrar en la red cuentos en español de Alice Munro y de Eudora Welty. Pues en sólo dos días un visitante anónimo ha puesto a mi alcance dos cuentos en castellano de la Munro. Sólo puedo decir: MUCHAS GRACIAS.

Alice Ann Munro, cuentista canadiense (aunque tiene también publicada una novela corta) es uno (uso genérico masculino ya que esto engloba a los hombres también) de los grandes de la literatura contemporánea. Con Cinthya Ozick y Mavis Gallant (a la que Munro considera su maestra) forman la cumbre indiscutible del cuento actual en cuanto a autoras (y las tres se encuentran muy cómodas en esa cumbre cuando se incluye también a los autores).
El mundo de la mujer y la sociedad canadiense contemporánea forman parte del escenario habitual en su obra.
Una autora que no necesita premios otorgados por jurados mediocres para pasar a la historia de la Literatura.

La pequeña novia. Yo tenía veinte años, medía metro setenta y pesaba algo más de sesenta kilos, pero algunas personas —la esposa del jefe de Chess, la secretaria de mayor edad de su oficina y la señora Gorrie, la de arriba— me llamaban la pequeña novia. Algunas veces, nuestra pequeña novia. Chess y yo bromeábamos con ello, pero en público él respondía con una mirada de cariño y afecto. Yo, por mi parte, con un mohín sonriente: tímida y conformista.
Vivíamos en un sótano en Vancouver. La casa no pertenecía a los Gorrie, como yo había pensado en un principio, sino a Ray, el hijo de la señora Gorrie. De vez en cuando venía a arreglar cosas. Entraba por la puerta del sótano, igual que Chess y yo. Era un hombre delgado, estrecho de hombros, quizá de treinta y tantos años, y que siempre llevaba consigo una caja de herramientas y la gorra de trabajo. Andaba encorvado, lo que tal vez estaba relacionado con la necesidad de agacharse cuando se dedicaba a sus chapuzas de fontanería, electricidad y carpintería. Su rostro era amarillento y tosía muchísimo. Cada tosido suponía una afirmación independiente y discreta que definía su presencia en el sótano como una intrusión necesaria. No se disculpaba por estar allí, pero tampoco se movía por aquel lugar como si le perteneciese. Sólo hablaba con él cuando llamaba a la puerta para decirme que iba a cortar el agua o la luz durante un rato. El alquiler se lo pagábamos en efectivo a la señora Gorrie todos los meses. No sé si ella le pasaba todo el dinero o se quedaba un poco para cubrir sus gastos. Porque de no ser así, todo lo que tenían ella y el señor Gorrie —fue ella quien me lo dijo— era la pensión del señor Gorrie. No la de ella. Todavía no soy lo bastante mayor, dijo.
La señora Gorrie, siempre gritaba por las escaleras para ver cómo estaba Ray y preguntar si le apetecía una taza de té. Él siempre respondía que estaba bien y que no tenía tiempo. Decía que su hijo trabajaba demasiado, como ella. Siempre intentaba colarle algún postre casero, como galletas, pan de jengibre o confituras, al igual que hacía conmigo. Ray respondía que acababa de comer o que en casa tenía de todo. Yo también me resistía, pero al séptimo u octavo intento, cedía. Me avergonzaba mucho seguir diciendo que no después de tanta insistencia y de sus caras largas. Admiraba la forma en que Ray se empeñaba en decir que no. Ni siquiera decía «no, madre». Sencillamente, no.
Luego la señora Gorrie solía buscar algún tema de conversación.
—¿Qué me cuentas? ¿Tienes alguna novedad emocionante?
Nada especial. No lo sé. Ray nunca se mostraba brusco o irritable pero tampoco le permitía ninguna confianza. Su salud era buena. Su resfriado iba mejorando. A la señora Cornish y a Irene también les iba bien siempre.
La señora Cornish era una mujer en cuya casa vivía él, en algún sitio de la parte este de Vancouver. Ray siempre tenía alguna chapuza que hacer en casa de la señora Cornish, al igual que en la nuestra, por esa razón tenía que marcharse tan pronto como acababa el trabajo. También ayudaba a cuidar a la hija de la señora Cornish, Irene, que estaba en una silla de ruedas. Tenía parálisis cerebral. «La pobrecilla», decía la señora Gorrie después de que Ray le dijese que Irene estaba bien. Ella nunca le reprochaba en su cara el tiempo que pasaba con la niña enferma, sus salidas al parque Stanley o las excursiones vespertinas para ir a comprar helado. (Lo sabía de sobra porque a veces hablaba por teléfono con la señora Cornish.) Pero a mí me decía: «No puedo evitar pensar en la pinta que debe de tener la chica con el helado corriéndole por la cara. No lo puedo evitar. La gente debe quedarse boquiabierta mirándoles».
Ella comentaba que cuando sacaba al señor Gorrie en su silla de ruedas la gente les observaba (el señor Gorrie había sufrido un ataque de apoplejía), pero era diferente porque fuera de casa no se movía ni emitía sonido alguno y ella procuraba que tuviera un aspecto presentable, mientras que Irene no hacía más que dar bandazos y balbucir gaguelag-gaguelag-gaguelag. La pobre no podía remediarlo.
La señora Cornish debería tener algún tipo de plan, decía la señora Gorrie. ¿Quién iba a cuidar de esa niña lisiada cuando ella ya no estuviera?
—Debería existir una ley que impidiese casarse a una persona sana con otra en ese estado, pero por ahora no la hay.
Cuando la señora Gorrie me invitaba a tomar un café, yo nunca quería subir. Estaba ocupada con mi propia vida en el sótano. A veces, cuando llamaba a mi puerta, hacía como que no estaba. Pero para eso tenía que apagar las luces y cerrar la puerta en cuanto la oía abrir la suya en lo alto de las escaleras y luego permanecer inmóvil mientras ella daba golpecitos a la puerta con sus uñas y gorjeaba mi nombre. También tenía que mantener un silencio absoluto y no tirar de la cadena del retrete en una hora. Si le decía que tenía muchas cosas que hacer, que no tenía tiempo, ella se reía y preguntaba:
—¿Qué cosas?
—Escribir cartas.
—Siempre escribiendo cartas —decía ella—. Pues sí que echas de menos tu casa.
Sus cejas eran de color rosa, una variante del rojo rosáceo de su pelo. No me parecía que el pelo pudiera ser natural, pero ¿cómo podía teñirse las cejas? Su rostro era delgado, con coloretes, vivaz, y sus dientes, largos y brillantes. Su avidez de simpatía, de tener compañía, no tenía límite. La primera mañana en que Chess me llevó a ese apartamento, tras esperarme en la estación de tren, llamó a nuestra puerta con un plato de galletas y su voraz sonrisa. Yo todavía llevaba puesto mi gorro de viaje y a Chess le interrumpió justo cuando comenzaba a sacarme la combinación. Las galletas estaban secas y duras, glaseadas de rosa brillante en honor de mi matrimonio. Chess le habló con brusquedad. Sólo tenía media hora antes de volver al trabajo y para cuando pudo deshacerse de ella ya no quedaba tiempo para que continuase con lo que había empezado. Así es que se comió las galletas, una tras otra, quejándose de que sabían a serrín.
—Tu maridito es muy serio —me decía la señora Gorrie—. Me hace gracia cuando me lanza esa mirada tan seria al entrar y al salir.
Me gustaría decirle que se lo tome con calma, no tiene por qué cargar con el mundo a sus espaldas.
A veces tenía que seguirla hasta arriba, dejando a un lado mi libro o el párrafo que estaba escribiendo. Nos sentábamos en su mesa de comedor, que tenía un mantel de encaje y un espejo octogonal en el que se reflejaba un cisne de cerámica. Bebíamos el café en tazas de porcelana y comíamos en platitos a juego (más y más de aquellas galletas, de los pegajosos pasteles de pasas o de los bollitos tan pesados) y utilizábamos unas pequeñas servilletas bordadas para quitarnos las migas de los labios. Yo me sentaba frente a un aparador en el que la señora Gorrie exponía una gama entera de vasos de calidad, de juegos para la leche y el azúcar y para la sal y la pimienta, demasiado pequeños o ingeniosos para el uso diario, así como unos diminutos jarrones, una tetera que imitaba una casita con tejado de paja y unos candelabros en forma de lirios. Una vez al mes la señora Gorrie le daba un repaso al aparador y lo lavaba todo. Eso me dijo. Hablaba y hablaba sobre mi futuro, sobre la casa y el futuro que pensaba que yo tendría, y cuanto más hablaba ella, más sentía yo un peso de plomo sobre mis miembros y más ganas me entraban de bostezar allí, a media mañana, y de poder arrastrarme y esconderme y dormir. Pero de puertas afuera mostraba mi admiración por todo aquello. Por lo que contenía el aparador, por la vida rutinaria de la señora Gorrie como ama de casa, por los conjuntos que se ponía cada mañana, siempre a juego. Faldas y jerseys en tonos malva o coral, pañuelos de seda artificial que armonizaban con la ropa.
—Siempre vístete antes que nada, como si fueses a irte a trabajar, y arréglate el pelo y maquíllate —me decía; más de una vez me había pillado en camisón—, y después siempre puedes ponerte un delantal por encima si tienes que hacer la colada o cocinar. Te sube la moral.
Y siempre ten algo cocinado por si te viene una visita. (Por lo que yo sé, jamás tuvo más invitados que yo; y a duras penas podría decirse que la visitara por iniciativa propia.) Y nunca sirvas el café en tazas de desayuno.
Aunque nunca se mostraba demasiado explícita. Era «yo siempre...» o «a mí me gusta...» o «creo que resulta más agradable...».
—Incluso cuando vivía en tierras salvajes me gustaba... —y entonces mi urgencia de bostezar o gritar disminuyó por un instante. ¿En qué tierras salvajes había vivido? ¿Y cuándo?
—Lejos, arriba en la costa —dijo—. En mi tiempo yo también fui novia. Viví allá muchos años. En Union Bay. Pero aquel lugar no erademasiado salvaje. La isla de Cortés.
Pregunté dónde estaba eso y ella respondió: «Ah, por ahí arriba».
—Eso sí que debió de ser interesante —dije yo.
—Bueno, interesante —dijo ella—... si se puede decir que los osos son interesantes. O que los pumas son interesantes. La verdad es que yo personalmente prefiero un poquito de civilización.
El comedor estaba separado del cuarto de estar por unas puertas corredizas de roble. Siempre quedaban a medio abrir, de modo que la señora Gorrie, sentada al extremo de la mesa, pudiera tener a la vista al señor Gorrie, sentado en su sillón frente a la ventana del cuarto de estar. Se refería a él como «mi marido en la silla de ruedas», pero lo cierto es que únicamente estaba en la silla de ruedas cuando ella lo llevaba a dar un paseo. No tenían aparato de televisión, la televisión era aún casi una novedad en aquellos tiempos. El señor Gorrie estaba allí sentado y observaba la calle y el parque de Kitsilano, al otro lado de la calle, y la ensenada de Burrard, aún más allá. Podía ir al baño él solo con un bastón en una mano y agarrándose al respaldo de las sillas o apoyándose en la pared con la otra. Una vez dentro se las arreglaba solo, aunque le llevaba mucho tiempo. Y la señora Gorrie decía que a veces tenía que fregar un poco.
Lo único que yo podía ver de vez en cuando del señor Gorrie era la pernera de un pantalón estirada sobre el sillón de color verde brillante. Una o dos veces, estando yo allí, tuvo que hacer el camino, medio arrastrándose y a trompicones, hasta llegar al baño. Era un hombre grande: cabeza grande, hombros anchos, huesos robustos.
Yo no le miraba a la cara. La gente que había quedado paralítica por un derrame cerebral o una enfermedad me parecía de mal agüero, me recordaba algo feo. Lo que yo evitaba no era el panorama que ofrecía la inutilidad de sus miembros u otras señales físicas de su horrible suerte, sino el de sus ojos humanos.
Creo que él tampoco me miraba aunque la señora Gorrie le gritaba que había venido una visita del piso de abajo. Emitía un gruñido, que quizá fuera lo más que podía hacer a modo de saludo, o de rechazo.

En nuestro apartamento había dos habitaciones y media. Lo alquilamos amueblado y, como era de suponer en estos casos, eso significaba que estaba medio amueblado con enseres que en otras circunstancias se habrían tirado. Recuerdo el suelo del cuarto de estar, cubierto con cuadrados y rectángulos sobrantes de linóleo: todos los diferentes colores y formas unidos unos con otros y bordados como un absurdo edredón de franjas metálicas. Y había un horno de gas de la cocina que se alimentaba de monedas de veinticinco centavos. Nuestra cama estaba metida en un recodo de la cocina y cabía allí tan justa que había que encaramarse a ella desde el pie. Chess había leído que ésta era la forma en que las chicas de un harén tenían que entrar en la cama del sultán, venerando primero sus pies y luego arrastrándose hacia arriba, rindiendo homenaje a las otras partes de su cuerpo. A veces jugábamos a ese juego.
Siempre dejábamos una cortina cerrada al pie de la cama para separar el recodo de la cocina. En realidad se trataba de una vieja colcha, una tela escurridiza con flecos que por uno de los lados era de color beige amarillento, con un estampado de rosas rojas y hojas verdes, y por el otro tenía franjas diagonales rojas y verdes estampadas, como en una aparición fantasmal, con flores y follaje sobre el beige. Aquella cortina la recuerdo con mayor intensidad que cualquier otra cosa del apartamento. Y no es de extrañar. En pleno frenesí sexual y durante el posterior respiro tenía aquella tela frente a mis ojos, y así llegó a convertirse en un recordatorio de lo que me gustaba del matrimonio: la recompensa por el imprevisto insulto de ser una pequeña novia y por la peculiar amenaza de un aparador lleno de vajilla de porcelana.
Ambos, Chess y yo, proveníamos de hogares en los que el sexo prematrimonial se consideraba algo vergonzoso e imperdonable y en los que el sexo matrimonial no se mencionaba nunca y se olvidaba pronto. Estábamos justo al final de la época en que así se veían las cosas, aunque no éramos conscientes de ello. Una vez, la madre de Chess encontró condones en la maleta de su hijo y se fue llorando al padre. (Chess dijo que los repartían en el campamento donde había recibido su instrucción militar universitaria, lo cual era cierto, y que se había olvidado totalmente de ellos, lo cual era mentira.) De modo que tener un lugar propio y una cama propia donde hacer lo que quisiéramos nos parecía maravilloso. Si estábamos juntos era —y nunca se nos ocurrió que la gente mayor, nuestros padres, nuestras tías y tíos, estuvieran juntos por la misma razón— por pura lujuria. Nos parecía que el único afán de los mayores era de casas, de propiedad, de máquinas cortadoras de césped y congeladores y muros de contención; y, por supuesto, en lo referente a las mujeres, de bebés. Todas esas cosas, pensábamos, las elegiríamos o no elegiríamos en el futuro. Nunca creímos que nada de eso nos llegaría inexorablemente, como la edad o el tiempo.
Y ahora que me paro a pensarlo con sinceridad, no nos llegó. Nada llegó sin nuestra elección. Ni siquiera el embarazo. Corrimos el riesgo, aunque únicamente para ver si de verdad éramos adultos, para ver si realmente podía ocurrir.
Otra cosa que hacía tras la cortina era leer. Leía libros que cogía de la biblioteca de Kitsilano, que se encontraba a unas manzanas de casa. Y cuando estaba allí tendida boca arriba en aquel estado de asombro que me podía producir un libro, un vértigo generado por las riquezas de lo que digería, lo que veía era aquellas franjas. Y no sólo los personajes y la trama, sino también el clima creado por el libro impregnaba las flores artificiales y fluía a lo largo del arroyo del vino tinto o del verde lóbrego. Leía libros pesados cuyos títulos ya me eran familiares y que tenían un cierto halo místico —incluso llegué a tratar de leer Los novios—, y entre aquellos platos fuertes leía también las novelas de Aldous Huxley y de Henry Green, y Al faro, El fin de Chéri o Ha muerto un corazón. Devoraba uno tras otro sin establecer un criterio de preferencias, rindiéndome ante ellos de la misma forma que lo había hecho con los libros leídos en la infancia. Todavía me encontraba en una etapa de convulso apetito, mi voracidad era casi angustiosa.
Pero se había añadido una nueva complicación respecto a las lecturas de infancia, y es que yo tenía que ser escritora además de lectora. Compré un cuadernillo escolar e intenté escribir; y sí que escribí: páginas que comenzaban con autoridad y que luego se marchitaban, de modo que acababa arrancándolas y las retorcía en severo castigo y las tiraba al cubo de la basura. Lo hice una y otra vez hasta que sólo me quedó la cubierta del cuadernillo. Luego compré otro y comencé el proceso una vez más. Siempre el mismo ciclo: emoción y desesperanza, emoción y desesperanza. Era como tener un embarazo secreto y un aborto no provocado cada semana.
Aunque tampoco secreto del todo. Chess sabía que yo leía mucho y que intentaba escribir. Él no se oponía. Pensaba que era razonable, que yo posiblemente podría aprender. Se requería mucha práctica pero podía adquirirse un cierto dominio, como en el bridge o en el tenis. No le agradecí esa generosa confianza. Simplemente se añadió a la farsa de mis desastres.

Chess trabajaba para una cadena de alimentación al por mayor. Había pensado en ser profesor de historia, pero su padre le había persuadido de que con la enseñanza no habría forma de mantener a una esposa y abrirse camino en la vida. Su padre le había ayudado a conseguir el trabajo, pero también le había dicho que una vez hubiese entrado, no debía esperar ningún trato de favor. No lo hizo. Durante aquel primer invierno de nuestro matrimonio, se marchaba de casa antes de amanecer y no volvía hasta después de anochecer. Trabajaba duro sin preguntarse si el trabajo que realizaba encajaba con sus intereses de antes o si perseguía algún objetivo en el que hubiera creído alguna vez. El único objetivo era conducirnos a los dos a esa vida de máquinas cortadoras de césped y congeladores que pensábamos que no nos interesaba. Si me hubiera parado a pensarlo, su sumisión me habría maravillado. Su desenfadada, se podría decir galante, sumisión.
Pero al fin y al cabo, pensaba yo, esto es lo propio de los hombres.

Salía a buscar trabajo. Si no llovía demasiado, caminaba hasta la tienda, compraba un periódico y leía los anuncios mientras bebía una taza de café. Luego me ponía en marcha, aunque lloviznara, para dirigirme a los lugares en los que solicitaban una camarera, una dependienta o una trabajadora para una fábrica; cualquier trabajo que no requiriese específicamente mecanografía o experiencia. Cuando llovía mucho, cogía un autobús. Chess decía que no debía ir a pie para ahorrar dinero, que debía coger siempre el autobús. Mientras yo ahorraba dinero, decía él, otra chica podía conseguir el trabajo.
En realidad, eso es lo que yo esperaba. Nunca lamentaba oírlo. A veces llegaba al destino y permanecía de pie en la acera, fijándome en las tiendas de ropa femenina, con sus espejos y su enmoquetado de color claro, u observaba a las muchachas que bajaban las escaleras a la hora del almuerzo desde una oficina que necesitaba una oficinista que hiciera labores de archivo. Yo ni siquiera entraba; sabía que mi pelo, mis uñas y mis zapatos planos y viejos jugarían en mi contra. Y me sentía igualmente intimidada por las fábricas: escuchaba el ruido de las máquinas que funcionaban en los edificios donde se embotellaban refrescos o donde se fabricaban los adornos de navidad y veía las bombillas desnudas que colgaban de los altísimos techos. Mis uñas y los tacones bajos allí no tendrían importancia alguna, pero mi torpeza y mi estupidez mecánica provocarían tacos y la gente me gritaría (escuchaba también los gritos dando órdenes por encima del ruido de las máquinas). Me humillarían y me echarían. Ni siquiera me creía capaz de aprender a hacer funcionar una caja registradora. Una vez, el encargado de un restaurante parecía interesado de verdad en contratarme y me preguntó: «¿Cree que podría aprender a usarla?». Respondí que no. Me miró como si nunca antes hubiera oído a nadie reconocer una cosa así. Pero dije la verdad. No pensaba que pudiera aprender las cosas con prisas o en público. Me quedaría paralizada. Las únicas cosas que podría aprender con facilidad eran cosas como lo enrevesado de la Guerra de los Treinta Años.
La verdad es, claro está, que no tenía por qué hacerlo. Al nivel básico en el que vivíamos, Chess podía mantenerme. Yo no tenía que exponerme al mundo exterior porque él ya lo había hecho. Los hombres tenían que hacerlo.
Pensaba que tal vez pudiera arreglármelas en la biblioteca, de modo que fui a preguntar aunque no habían puesto un anuncio. Una mujer escribió mi nombre en una lista. Se mostró amable pero no alentadora. Después fui a las librerías, eligiendo bien aquellas que me parecía que no tenían caja registradora. Cuanto más vacía y desordenada, mejor. Los dueños fumaban o dormitaban en sus mesas, las librerías de segunda mano olían a gato.
—En invierno no tenemos suficiente trabajo —decían.
Una mujer me dijo que podía intentarlo en primavera.
—Aunque por esa época tampoco solemos estar muy ocupados.

El invierno en Vancouver era distinto de cualquier otro invierno que yo hubiera conocido. No había nieve, ni siquiera nada parecido a un viento frío. Al mediodía, en el centro, olía a algo así como a azúcar quemado, creo que tenía que ver con los cables eléctricos de los tranvías. Caminaba por la calle Hastings, en la que nunca había mujeres, únicamente borrachos, vagabundos, mendigos ancianos y chinos que arrastraban los pies. Nadie me decía cosas desagradables. Caminaba ante almacenes, descampados invadidos por la maleza en los que no había ni un alma a la vista. O cruzaba Kitsilano, con sus altas casas de madera donde la gente vivía apretujada y con estrecheces, como nosotros, hasta llegar al ordenado distrito de Dunbar, con sus bungalós de estuco y sus árboles desmochados. Caminaba por Kerrisdale, donde aparecían los árboles de más clase, abedules que se elevaban sobre el césped. Vigas de estilo Tudor, simetría georgiana, fantasías a lo Blancanieves con imitaciones de techos de paja. O quizás auténticos techos de paja, ¿quién podía saberlo?
En todos esos lugares donde vivía la gente se encendían las luces hacia las cuatro de la tarde y luego se encendían las farolas, se encendían las luces de los trolebuses y a menudo también las nubes se desbarataban al oeste, sobre el mar, y daban paso a los rayos rojos de la puesta de sol, y en el parque, que yo rodeaba para ir a casa, las hojas de los arbustos de invierno brillaban en el aire húmedo del atardecer rosado. La gente que había ido de compras volvía a casa, la gente que trabajaba pensaba en marcharse a casa, la gente que había estado todo el día en casa salía a dar un pequeño paseo para que el hogar pareciera más atractivo a su vuelta. Me topaba con mujeres con carritos para el bebé y con críos llorosos y no se me ocurría que muy pronto me encontraría en su lugar. Tropezaba con ancianos con sus perros y con otros viejos que se movían lentamente o en sillas de ruedas que empujaban sus parejas o sus acompañantes. Un día me encontré a la señora Gorrie que empujaba al señor Gorrie. Llevaba puesta una capa y una boina de suave lana púrpura (a estas alturas ya sabía que ella se hacía la mayor parte de su ropa) y mucho colorete. El señor Gorrie llevaba una gorra de visera y una gruesa bufanda que le envolvía el cuello. La voz con la que ella me saludó era chillona y decidida, la de él, ni siquiera existía. El hombre no parecía disfrutar del paseo. Pero a la gente que va en silla de ruedas raramente se le nota más que resignación. Algunos parecen ofendidos y descaradamente desagradables.
—Vamos a ver, cuando te vimos en el parque el otro día —me preguntó la señora Gorrie—, ¿no vendrías de buscar trabajo, verdad?
—No —dije, mintiendo. Mi instinto me decía que le mintiera siempre.
—Ah, menos mal. Porque quería decirte, ya sabes, que si vas a buscar un trabajo deberías arreglarte un poquito. Bueno, eso ya lo sabes.
Lo sé, dije.
—No puedo entender la manera como algunas mujeres salen de casa hoy en día. Yo nunca saldría con mis zapatos sin tacón y sin estar maquillada, aunque sólo fuera a la tienda de ultramarinos. Y más aún si fuese a buscar un trabajo.
Sabía que yo mentía. Sabía que me quedaba inmóvil al otro lado de la puerta del sótano sin responder a su llamada. No me habría extrañado que husmeara en nuestra basura, que descubriese y leyese las hojas estrujadas y desordenadas donde se encontraban repartidos mis prolijos desastres. ¿Por qué no tiraba la toalla? No podía. Yo era toda una pieza de caza para ella; quizá mis peculiaridades, mi ineptitud, estaban a la altura de la actitud dañina de la señora Gorrie, y lo que no se podía corregir había que tolerarlo.
Un día en que me encontraba en la parte central del sótano haciendo nuestra colada, ella bajó las escaleras. Todos los martes me permitía usar su lavadora de rodillos y su fregadero para hacer la colada.
—¿Se ha presentado ya alguna oportunidad de trabajo? —preguntó, y sin pensarlo respondí que en la biblioteca me habían dicho que podría haber algo para mí en el futuro. Pensé que podría simular que iba allí a trabajar; podría ir y sentarme todos los días en una de las mesas largas, leer o incluso intentar escribir, como ya había hecho antes en ciertas ocasiones. Por supuesto se descubriría el pastel si a la señora Gorrie alguna vez se le ocurría entrar en la biblioteca, pero no sería capaz de empujar al señor Gorrie tan lejos, cuesta arriba. O si en alguna ocasión le mencionaba a Chess lo de mi trabajo, pero no creía que fuera a hacerlo. Decía que a veces tenía miedo de saludarle, siempre parecía tan malhumorado.
—Bueno, tal vez mientras tanto —dijo ella—... se me ha ocurrido que quizá mientras tanto te gustaría tener un trabajito sentándote por las tardes con el señor Gorrie.
Añadió que le habían ofrecido un trabajo para echar una mano tres o cuatro tardes a la semana en la tienda de regalos del hospital Saint Paul.
—No es un trabajo pagado, te habría mandado a ti a preguntar por él —dijo—. Es un trabajo voluntario. Pero el médico dice que me vendría bien salir de casa. «Vas a acabar físicamente agotada», me dijo. No es que necesite el dinero, Ray se porta muy bien con nosotros, he pensado que sólo es un poco de trabajo voluntario...
Miró dentro del fregadero y vio las camisas de Chess en la misma agua clara que mi camisón de flores y nuestras sábanas de un azul pálido.
—Vaya por Dios —dijo—. ¿No habrás puesto lo blanco y lo de color junto, verdad?
—Sólo la ropa de color de tonos suaves —dije—. No destiñe.
—La ropa de color de tonos suaves no deja de ser ropa de color —dijo ella—. Crees que así las camisas salen blancas, pero no quedan tan blancas como debieran.
Dije que lo recordaría la próxima vez.
—Es una cuestión de cómo trata una a su hombre —dijo, con su risita escandalizada.
—A Chess no le importa —dije yo, sin saber que eso sería cada vez menos cierto a medida que pasaran los años, inconsciente de que esos trabajos que entonces parecían incidentales, tan poquita cosa, se desplazarían desde la periferia de mi vida hacia un lugar central y de primera fila.

Cogí el trabajo de cuidar al señor Gorrie por las tardes. Sobre una mesita junto a su sillón de color verde se extendía una toalla de manos —por si caían unas gotas— sobre la que descansaban sus frascos de pastillas, sus jarabes y un pequeño reloj para que supiera la hora. En la mesa del otro lado se amontonaba material de lectura: el periódico de la mañana, el periódico de la noche anterior, ejemplares de Life, de Look y de Maclean’s, que por entonces eran revistas grandes y blandas. En el estante inferior de aquella mesa había un montón de álbumes de recortes del tipo que usan los niños en el colegio, de un grueso papel oscuro y el filo áspero. Había trozos de papel de prensa y fotografías que sobresalían. Eran álbumes de recortes que el señor Gorrie había ido guardando con el paso de los años, hasta que tuvo el ataque y ya no pudo seguir recortando. En el cuarto había una estantería, pero todo lo que contenía era más revistas y más álbumes de recortes y medio estante con libros de texto de secundaria que probablemente pertenecieran a Ray.
—Siempre le leo el periódico —me dijo la señora Gorrie—. Aún puede leer, pero no es capaz de sostenerlo con las manos y sus ojos se cansan.
De modo que le leía al señor Gorrie mientras la señora Gorrie, bajo un paraguas de flores, se marchaba alegremente hacia la parada del autobús. Le leía la página de deportes, las noticias locales, las internacionales y todo sobre asesinatos, robos y el mal tiempo. Le leía las cartas al director, las cartas a un doctor que daba consejos médicos, las cartas a Ann Landers y sus respuestas. Parecía que las noticias deportivas y Ann Landers eran lo que más interés despertaba en él. En ocasiones pronunciaba mal el nombre de un jugador o confundía la terminología a propósito, de tal forma que lo que yo leía carecía de sentido y entonces él me indicaba con insatisfechos gruñidos que lo intentase otra vez. Cuando le leía la página de deportes siempre se mostraba nervioso, concentrado y con el ceño fruncido. Pero cuando le leía a Ann Landers, su cara se relajaba y hacía ruidos que me parecían de agradecimiento, como un murmullo y un profundo resoplido. Hacía estos ruidos especialmente cuando las cartas tocaban un asunto trivial o específicamente femenino (una mujer escribió que su cuñada pretendía hacerle creer que había cocinado una tarta a pesar de que al servirla todavía conservaba la blonda de la pastelería) o cuando mencionaban —con la gran cautela de aquellos tiempos— un asunto sexual.
Durante la lectura del editorial o la pesadez sobre lo que habían dicho los rusos y los estadounidenses en las Naciones Unidas, se le caían los párpados —o, mejor dicho, se le caía el párpado de su ojo bueno casi del todo, y el que estaba sobre el ojo malo se le caía ligeramente— y los movimientos del pecho se volvían más ostensibles, de manera que yo me detenía durante un instante para ver si se había quedado dormido. Y entonces hacía otro tipo de ruido, brusco y de reprobación. A medida que me fui acostumbrando a él, y él a mí, este ruido comenzó a parecer menos una reprobación y más una confirmación. Y esa confirmación no sólo lo era de que no estaba dormido, sino también de que en ese momento no se estaba muriendo.
La posibilidad de que pudiera morirse frente a mí era, en un principio, una idea terrible que no se me iba de la cabeza. ¿Por qué no podía morirse, cuando al fin y al cabo ya parecía medio fiambre? Con su ojo malo como una piedra bajo el agua turbia y un lado de la boca medio abierta, mostrando sus horribles dientes (la mayoría de ancianos usaban dentadura postiza entonces), con los empastes de color negro que amenazaban a través del húmedo esmalte. Su mera existencia en el mundo me parecía un error que podía ser borrado del mapa en cualquier momento. Pero, todo hay que decirlo, me acostumbré a él. Era un hombre enorme —de cabeza majestuosa y ancho pecho de trabajador, con una mano derecha en la que no tenía ninguna fuerza y que postraba sobre su muslo cubierto por un pantalón largo— que ocupaba toda mi visión mientras yo leía. Era como una reliquia, un viejo guerrero de los tiempos de los bárbaros. Erik Hacha Sangrienta. El rey Canuto.
Mi fuerza se consume rápidamente, dijo el rey del mar a sus hombres.
Nunca volveré a surcar los mares de nuevo como un conquistador.
Así es como era. Como una mole medio hundida que hacía peligrar los muebles y que golpeaba las paredes al abrirse paso para ir al baño. Su olor no era rancio pero tampoco era el de un jabón infantil o el de unos perfumados polvos de talco; era un olor a ropa gruesa con restos de tabaco (aunque ya no fumaba) y de piel sin respirar que me hacía pensar en algo denso y curtido, con sus excreciones señoriales y su calor animal. Tenía un olor a orina suave pero persistente que, de hecho, me habría repugnado en una mujer pero que en su caso no sólo parecía excusable sino, en cierto modo, la expresión de un antiguo privilegio. Cuando entraba en el baño después de que él hubiera estado allí, era como entrar en la guarida de una bestia infecta pero todavía poderosa.
Chess me decía que perdía el tiempo haciendo de canguro para el señor Gorrie. Ahora el tiempo se despejaba y los días se hacían más largos. Las tiendas cambiaban sus escaparates, despertaban de su letargo invernal. La gente se encontraba más dispuesta a ofrecer un trabajo. De modo que debía salir a buscar un trabajo en serio. La señora Gorrie sólo me pagaba cuarenta centavos la hora.
—Pero se lo prometí —dije.
Un día él me contó que la había visto bajar de un autobús. La vio desde la ventana de su oficina. Y para nada se trataba de un lugar cercano al hospital Saint Paul.
—A lo mejor estaba en medio de un descanso —dije.
—Nunca la había visto antes fuera de la casa a plena luz del día. Por Dios —dijo Chess.
Le sugerí al señor Gorrie sacarle a dar un paseo en su silla de ruedas ahora que mejoraba el tiempo. Pero rechazó la idea emitiendo unos ruidos que me convencieron de que le resultaba desagradable que le empujasen la silla en público, o quizá que lo hiciera una persona como yo, que obviamente había sido contratada para realizar el trabajo.
Yo había interrumpido la lectura del periódico para sugerírselo y al intentar continuar hizo un gesto y otro ruido, diciéndome que estaba harto de oírme. Dejé el periódico. Hizo señas con su mano sana señalando el montón de álbumes de recortes que estaban en el estante inferior de la mesa junto a él. Hizo más ruidos. Sólo puedo describir estos ruidos como gruñidos, bufidos, carraspeos, ladridos, refunfuños. Pero a estas alturas casi me sonaban a palabras. Y es que sonaban como las palabras. No sólo las escuchaba como afirmaciones y demandas perentorias («no quiero», «ayúdame», «déjame ver qué hora es», «necesito beber algo»), sino también como proclamas más complejas: «Por todos los santos, ¿por qué no cerrará la boca ese perro?» o «mucho ruido y pocas nueces» (esto último, después de haber leído yo algún discurso o un editorial del periódico).
Lo que oí ahora fue: «A ver si hay algo mejor aquí que lo que viene en el periódico».
Saqué el montón de álbumes de recortes del estante y lo coloqué en el suelo junto a sus pies. Sobre las cubiertas, en grandes letras de cera negra, había escritas fechas de años recientes. Le di un repaso al año 1952 y vi un recorte de un reportaje del funeral de Jorge VI. Arriba, en letras de cera: «Alberto Federico Jorge. Nacido en 1885. Fallecido en 1952». La foto de las tres reinas con el velo de luto.
En la página siguiente había una historia sobre la autopista de Alaska.
—Es un archivo interesante —dije—. ¿Quiere que empecemos otro álbum? Podría usted elegir las cosas que desea recortar y pegar, y yo lo haría.
El ruido que emitió significaba «demasiadas complicaciones» o «¿para qué vamos a molestarnos ahora?», o incluso «qué idea más absurda». Dejó a un lado al rey Jorge VI, deseaba ver las fechas del resto de los álbumes. No eran los que él quería. Hizo un gesto señalando la librería. Saqué otro montón de álbumes de recortes. Comprendí que él buscaba el libro de un año concreto y sujeté en alto cada libro para que viera la cubierta. De vez en cuando, yo abría las páginas a pesar de su rechazo. Vi un artículo sobre los pumas de la isla de Vancouver, otro sobre la muerte de un trapecista y otro sobre un chaval que había sobrevivido a pesar de quedar atrapado bajo una avalancha. Volvimos a darle un repaso a los años de la guerra, de vuelta a los años treinta, al año en que yo nací y a casi una década todavía anterior, hasta que por fin quedó satisfecho. Y dio la orden. Mira éste. 1923.
Comencé a repasarlo desde el principio.
—En enero una nevada entierra aldeas en...
No es eso. Date prisa. Sigue pasando.
Comencé a pasar las hojas.
Ve más lento. Tranquila. Ve más lento.
Pasé las páginas una por una sin pararme para leer nada hasta que llegamos a la que él quería.
Ahí. Lee eso.
No había foto ni titular. Las letras de cera decían: «Vancouver Sun, 17 de abril, 1923».
—La isla de Cortés —leí—. ¿Es esto?
Léelo. Vamos.

La isla de Cortés. En la mañana del domingo o en algún momento de la madrugada del sábado, la casa de Anson James Wild, en el extremo sur de la isla, quedó totalmente destruida por un incendio. La vivienda se encontraba lejos de cualquier otra morada o lugar habitado y, como resultado de ello, nadie que viviese en la isla pudo apreciar las llamas. Existen informaciones de que un barco de pesca que se dirigía al estrecho de Desolation observó el incendio el domingo por la mañana temprano, pero los tripulantes de la embarcación creyeron que se trataba de una persona que quemaba maleza. Al pensar que la quema de maleza no suponía ningún peligro, debido a la humedad que presenta el bosque en esta época del año, continuaron su trayecto.
El señor Wild era el propietario de Wildfruit Orchards y había vivido en la isla durante cerca de quince años. Era un hombre solitario, cuyo historial se remonta a su época de militar, aunque cordial con los conocidos. El señor Wild contrajo matrimonio hace unos años y tenía un hijo. Se piensa que nació en las provincias del Atlántico.
La casa quedó reducida a escombros a causa del fuego y del posterior derrumbamiento de las vigas. El cuerpo del señor Wild se encontró entre los restos calcinados del incendio, carbonizado hasta el punto de quedar prácticamente irreconocible.
Entre las ruinas se encontró una lata ennegrecida que se supone contenía queroseno.
La esposa del señor Wild se encontraba fuera de casa en esos momentos, dado que el miércoles anterior había aceptado una invitación para viajar en un barco que iba a recoger una carga de manzanas que serían transportadas desde el huerto de su marido hasta Comox. Su intención era volver a casa en el mismo día, pero tuvo que permanecer fuera durante tres días y cuatro noches debido a problemas con el motor del barco. El domingo por la mañana regresó junto al amigo que la había invitado a realizar la travesía y fueron ambos quienes descubrieron la tragedia.
El hecho de que el joven hijo de los Wild no estuviese en la casa cuando ésta ardió, provocó en principió un enorme temor. Su búsqueda comenzó tan pronto como fue posible y el domingo al atardecer el niño fue localizado en el bosque a menos de una milla de su casa. Estaba empapado y tenía frío, ya que había permanecido en la maleza durante varias horas, pero no había sufrido daños. Al parecer, el niño se llevó un poco de comida al marcharse de casa, dado que tenía consigo varios trozos de pan cuando le encontraron.
Se llevará a cabo una investigación en Courtenay respecto a la causa del incendio que destruyó la casa de la familia Wild y que provocó el fallecimiento del señor Wild.

—¿Conocía usted a esta gente? —pregunté.
Pasa la página.

4 de agosto de 1923. Las pesquisas efectuadas en Courtenay, en la isla de Vancouver, en torno al incendio que causó la muerte de Anson James Wild en la isla de Cortés en abril de este año, han dado como resultado que la sospecha de incendio provocado, que recaía sobre el hombre fallecido o sobre persona o personas desconocidas, no ha podido ser verificada. La presencia de una lata vacía de queroseno en el lugar del incendio no se ha considerado como prueba suficiente. El señor Wild adquiría y hacía uso del queroseno con frecuencia, según el señor Percy Kemper, tendero de Manson’s Landing, isla de Cortés.
El hijo de siete años del hombre fallecido no pudo proporcionar dato alguno acerca del incendio. Fue localizado por una expedición de búsqueda no muy lejos de su casa, vagando por el bosque, varias horas más tarde. En respuesta al interrogatorio, afirmó que su padre le había dado un poco de pan y unas manzanas y le había pedido que caminase hacia Manson’s Landing, pero se había perdido. Sin embargo, en las semanas subsiguientes confesó no recordar que esto ocurriera y afirmó que no sabía cómo había podido perderse, dado que había recorrido muchas veces con anterioridad aquel sendero. El doctor Anthony Helwell, de Victoria, quien examinó al niño, opina que pudo haber escapado en el momento de detectar el incendio, con tiempo quizá de coger un poco de comida y llevársela consigo, algo que ahora no recuerda. A su vez, afirma que la primera versión del niño podría ser cierta y que el recuerdo pudo ser suprimido más tarde. Explicó que sería inútil interrogar nuevamente al niño, ya que es probable que éste sea incapaz de distinguir entre la realidad y lo imaginario en este asunto.
La señora Wild no estaba en casa en el momento de producirse el incendio, ya que se había marchado a la isla de Vancouver en un barco que pertenecía a James Thompson Gorrie, de Union Bay.
Se considera que la muerte del señor Wild fue un desgraciado accidente, siendo la causa del incendio de origen desconocido.

Ahora cierra el álbum.
Guárdalo. Guárdalos todos.
No. No. Así no. Guárdalos en orden. Año por año. Eso está mejor.
Justo como estaban.
¿Ya viene? Mira por la ventana.
Bien. Pero vendrá pronto.
Y bien, ¿qué piensas de todo esto?
No me importa. No me importa lo que pienses.
¿Habías pensado alguna vez que la vida de la gente podía ser así y terminar de esa forma? Bueno, pues puede ocurrir.


No le hablé a Chess de esto, aunque solía comentarle cualquier cosa que pensaba que pudiera interesarle o que atrajera su atención respecto a mi actividad diaria. Chess había dado con una forma de evitar cualquier mención a los Gorrie. Había una palabra con la que los definía: «Grotesco».
Todos los pequeños árboles deslucidos del parque comenzaron a florecer. Sus flores eran de un color rosa brillante, como las palomitas de maíz coloreadas artificialmente.
Y comencé a trabajar en un empleo de verdad.
Llamaron de la biblioteca de Kitsilano y me pidieron que fuera durante unas cuantas horas el sábado por la tarde. Me encontré al otro lado del mostrador, sellando la fecha de devolución de los libros. Algunas personas me resultaban familiares, compañeros que pedían prestados los libros. Y ahora les sonreía, en nombre de la biblioteca. «Nos vemos en dos semanas», les decía. Algunos se reían y contestaban: «No, creo que mucho antes». Eran adictos, como yo.
Era un trabajo que me resultaba fácil. Nada de caja registradora: cuando me pagaban las multas por retrasos, sacaba el cambio de un cajón. Y ya sabía de antes en qué estantería estaban la mayoría de los libros. En lo que se refiere a las fichas que tenía que rellenar, me sabía el alfabeto.
Me ofrecieron más horas. Pronto se convirtió en un trabajo temporal de jornada completa. Una de las chicas que trabajaba allí como fija había sufrido un aborto accidental. Estuvo de baja durante dos meses y al final de ese periodo quedó embarazada de nuevo y su médico le aconsejó no volver al trabajo. De modo que entré en la plantilla de empleados fijos y conservé el trabajo hasta que me encontré a mitad de mi primer embarazo. Trabajaba con mujeres que conocía de vista desde hacía mucho tiempo: Mavis, Shirley, la señora Carlson y la señora Yost. Todas recordaban cómo solía entrar y dar vueltas —como decían ellas— por la biblioteca durante horas. Ojalá no se hubieran fijado tanto en mí. Ojalá no hubiera ido allí con tanta frecuencia.
Era una sensación muy agradable hacerme con mi trabajo y estar frente a la gente detrás del mostrador, ser capaz, mostrarme activa y amable con los que se acercaban; que me vieran como una persona que sabía cómo funcionaba todo, una persona con una función definida en el mundo. La renuncia a esconderme, a vagar, a soñar y a ser la chica de la biblioteca.
Claro que ahora tenía menos tiempo para leer y, en ocasiones, en el trabajo, tras el mostrador, sostenía un libro en la mano —lo sostenía como un objeto, no como una vasija que había de vaciar de inmediato— y sentía un amago de miedo semejante al que se siente cuando, en un sueño, te encuentras en el edificio que no es, o te has olvidado de la hora del examen, y entiendes que ése es el aviso de algún sombrío cataclismo o de algún error que sufrirás de por vida.
Pero este miedo desaparecía en un minuto.
Las mujeres con las que trabajaba rememoraban los tiempos en que me veían escribir en la biblioteca.
Les decía que lo que escribía eran cartas.
—¿Escribes tus cartas en un cuaderno de apuntes?
—Claro —decía yo—. Es más barato.
Perdí interés en el último cuaderno, que descansaba escondido en un cajón entre mis calcetines y mi ropa interior en desorden. Allí abandonado, verlo me llenaba de dudas y de humillación. Quería deshacerme de él pero no lo hacía.
La señora Gorrie no me felicitó por haber conseguido aquel trabajo.
—No me contaste que todavía buscabas —dijo.
Le dije que hacía ya una larga temporada que mi nombre estaba apuntado en una lista en la biblioteca y que así se lo había hecho saber.
—Eso fue antes de empezar a trabajar para mí —dijo—. Y ahora, ¿qué va a pasar ahora con el señor Gorrie?
—Lo siento —dije.
—Sentirlo no le ayudará demasiado, ¿no te parece?
Levantó las cejas y me habló con ese tono de voz rimbombante que le había oído utilizar por teléfono con el carnicero o con el tendero cuando se equivocaban con su pedido.
—¿Y ahora qué hago? —dijo—. Me has dado plantón, ¿sabes? Espero que cumplas las promesas con el resto de la gente un poco mejor que conmigo.
Esto, por supuesto, era ridículo. Yo no le había prometido nada acerca del tiempo que me quedaría. A pesar de ello, sentía una inquietud culpable, si no propiamente culpabilidad. No le había prometido nada, pero qué podía decir de aquellas veces en que no respondía cuando ella llamaba a la puerta, cuando intentaba entrar y salir sigilosamente de la casa sin ser advertida, agachando la cabeza al pasar frente a la ventana de su cocina. ¿Y qué hay de la forma en que había mantenido una tenue, pero a la vez dulce, pretensión de amistad en respuesta a su ofrecimiento, seguramente sincero?
—Casi es mejor, la verdad —dijo—. No querría que nadie que no fuera de confianza cuidase al señor Gorrie. No estaba del todo satisfecha con tu manera de cuidarlo, la verdad, así te lo digo.
Pronto encontró otra canguro, una pequeña mujer araña que se recogía el pelo negro con una redecilla. Nunca la oía hablar. Pero sí oía a la señora Gorrie hablar con ella. Dejaba abierta la puerta en lo alto de las escaleras para que yo pudiese oírla.

—Nunca lavaba la taza de té del señor Gorrie. La mitad de las veces ni siquiera se lo hacía. No sé para que valía. Únicamente para sentarse y leer el periódico.

A partir de entonces, cuando yo me marchaba de casa, la ventana de la cocina quedaba abierta de par en par y su voz resonaba por encima de mi cabeza, aunque en apariencia hablara con el señor Gorrie.
—Por ahí va. Sigue su camino. Ni siquiera se molestará en hacernos algún gesto con la mano. Le dimos un trabajo cuando no la quería nadie, pero ni se molestará. No, por supuesto que no.
No les saludaba. Tenía que pasar por la ventana frente a la que se sentaba el señor Gorrie, pero sabía que si ahora le hacía algún gesto con la mano, incluso si le miraba, se sentiría humillado. O enfurecido. Cualquier cosa que yo hiciese podría parecer una provocación.
Antes de encontrarme a media manzana de la casa ya me había olvidado de ellos. Las mañanas eran luminosas y yo caminaba aliviada y decidida. En aquellos momentos, mi pasado más inmediato podía parecer vagamente deshonroso. Horas detrás de la cortina del recodo, horas en la mesa de la cocina rellenando página tras página con el sabor del fracaso, horas en un cuarto demasiado caldeado junto a un anciano. La peluda alfombra, la tapicería de felpa, el olor de su ropa, de su cuerpo y de la pasta de engrudo seca de los álbumes de recortes, los montones de periódicos entre los que tenía que abrirme camino. La macabra historia que él había guardado y me había hecho leer. (Nunca llegué a comprender que entraba dentro de la categoría de tragedias humanas que yo admiraba, cuando las leía en los libros.) Evocarlo era como recordar un periodo de enfermedad durante la infancia, cuando me sentía cómodamente atrapada en unas acogedoras sábanas de franela con su olor a aceite de alcanfor, atrapada por mi propia lasitud y por los mensajes febriles e indescifrables de las ramas de los árboles que contemplaba por la ventana de mi dormitorio en el piso de arriba. Aquellos momentos no es que los lamentara, sino que me desembarazaba de ellos con naturalidad. Y parecían pertenecer a una parte de mí misma —¿una parte enfermiza?— de la que ahora me estaba desembarazando. Se podía pensar que era el matrimonio lo que había provocado aquella transformación pero, durante un tiempo, no había sido así. Como mi viejo ser —testaruda, poco femenina e irracionalmente reservada— había hibernado y cavilado; ahora había sentado la cabeza y me sabía afortunada por haberme transformado en una verdadera esposa y empleada. Atractiva y competente cuando me esforzaba en ello. Yo no era extraña. Podía pasar.

La señora Gorrie me trajo a la puerta una funda de almohada. Mostrando sus dientes tras una sonrisa mustia y hostil, me preguntó si era mía. Sin dudarlo respondí que no. Las dos únicas fundas que tenía cubrían las dos almohadas de nuestra cama.
—Bueno, pues desde luego mía no es —dijo en tono de martirio.
—¿Cómo lo sabe? —dije.
Lenta, venenosamente, su sonrisa fue tomando confianza.
—No es el tipo de tejido que pondría en la cama del señor Gorrie. O en la mía.
—¿Por qué no?
—Porque-no-es-lo-suficientemente-bueno.
De modo que tuve que ir y quitar las fundas de las almohadas y llevárselas a ella y resultó que no hacían pareja aunque a mí me lo había parecido. Una era de tela «buena» —la suya— y la que ella tenía en la mano, era mía.
—No me hubiera creído que no habías notado la diferencia —dijo— si no fuera porque eres como eres.

Chess había oído hablar de otro apartamento —uno de verdad, no una «suite»— con un baño completo y dos dormitorios. Un amigo suyo del trabajo lo dejaba porque él y su mujer habían comprado una casa. Estaba en un edificio en la esquina de la Primera Avenida con la calle Macdonald. Yo podría seguir yendo a pie al trabajo y él podría coger el autobús de siempre. Teniendo dos sueldos, nos lo podíamos permitir. El amigo y su esposa dejaban atrás unos cuantos muebles, que venderían a bajo precio. No irían bien en su casa, pero a nosotros nos parecían espléndidos por su aire de respetabilidad. Nos paseamos por las luminosas habitaciones de la tercera planta, admirando las paredes pintadas de color crema, el parqué de roble, los espaciosos armarios de la cocina y el suelo de baldosas del baño. Incluso tenía un pequeño balcón con vistas a las hojas del parque Macdonald. Nos enamoramos el uno del otro de un nuevo modo, nos enamoramos de nuestra nueva posición social, de nuestro emerger en la vida adulta desde el sótano, que sólo había sido una estación de paso temporal. En nuestras conversaciones, en los años venideros, hablaríamos de él como si fuera una broma, un test de resistencia. Cada mudanza que efectuábamos —la casa alquilada, nuestra primera casa en propiedad, la segunda, la primera casa en otra ciudad— generaba en nosotros una sensación eufórica de progreso y anudaba nuestros lazos. Hasta la última casa, con mucho, la más imponente, en la que entré con presentimientos de desastre y vagas premoniciones de fuga.
Le dimos el aviso a Ray sin decirle nada a la señora Gorrie. Eso aumentó su hostilidad. En realidad, se volvió un poco chiflada.
—Ah, se piensa que es muy lista. Ni siquiera es capaz de mantener dos habitaciones limpias. Cuando barre el suelo, lo único que hace es barrer la suciedad hacia un rincón.
Cuando compré mi primera escoba, olvidé comprar un recogedor y, en efecto, lo hice así durante un tiempo. Pero ella únicamente podía saberlo si había entrado en nuestras habitaciones con su propia llave mientras yo estaba fuera. Algo que, por lo que parecía, sí había hecho.
—Es una farsante, ¿sabes? Desde el primer momento en que la vi supe lo farsante que era. Y una embustera. No está bien de la cabeza. Se sentaba y decía que escribía cartas cuando lo que hace es escribir lo mismo una y otra vez; pero nada de cartas, lo mismo una y otra vez. No está bien de la cabeza.
Así me enteré de que también había leído las hojas estrujadas de mi papelera. A menudo trataba de comenzar la misma historia con las mismas palabras. Como decía ella, una y otra vez.
Comenzaba a hacer calor e iba al trabajo sin chaqueta; me ponía un jersey ajustado, por dentro de la falda, y un cinturón apretado hasta la última muesca. Se asomaba a la puerta principal y me gritaba: «¡Ramera! Mira a la ramera, cómo saca pecho y menea el trasero. ¿Te crees que eres Marilyn Monroe?» o «no te necesitamos en nuestra casa. Cuanto antes te marches, mejor».
Telefoneó a Ray y le dijo que yo intentaba robar su ropa de cama. Se quejó de que yo iba por todas partes contando historias sobre ella. Había abierto la puerta para asegurarse de que pudiera oírla y estuvo gritando por teléfono, algo que no tenía demasiado sentido puesto que compartíamos la línea telefónica y podíamos escuchar cuanto nos viniera en gana. Nunca lo hice —mi instinto me llevaba a hacer oídos sordos—, pero una noche que Chess estaba en casa, cogió el teléfono y habló.
—No le hagas caso, Ray, no es más que una vieja loca. Sé que es tu madre, pero he de decirte que está loca.
Le pregunté cuál había sido la reacción de Ray, si estaba enfadado.
—Sólo dijo: «Claro, no pasa nada».
La señora Gorrie colgó y se puso a gritar directamente por las escaleras: «Te diré quién está loca. Te diré quién es la loca embustera que se dedica a decir mentiras sobre mí y mi marido».
—No la estamos escuchando. Deje en paz a mi mujer —le dijo Chess. Más tarde me preguntó—: ¿Qué quiere decir con eso de ella y su marido?
—No lo sé —respondí.
—La ha tomado contigo. Porque eres joven y guapa y ella no es más que una vieja bruja. Olvídalo —dijo, y añadió, medio en broma, para animarme—: De todas formas, ¿qué sentido pueden tener las viejas? Nos mudamos al nuevo apartamento en un taxi y únicamente con nuestras maletas. Esperamos fuera, en la acera, dando la espalda a la casa. Creí que oiría un último chillido, pero no hubo un solo ruido.
—¿Y si tiene una pistola y me dispara por la espalda? —dije.
—No te pongas a su altura—dijo Chess.
—Me gustaría decirle adiós con la mano al señor Gorrie, si es que está allí.
—Mejor no lo hagas.

No eché un último vistazo a la casa y en mi vida volví a caminar por aquella calle, esa manzana de la calle Arbutus con vistas al parque y al mar. No tengo una idea muy clara del aspecto que tenía, aunque recuerdo algunas cosas muy bien: la cortina de la cama, el aparador, el sillón verde reclinable del señor Gorrie.
Conocimos a otras parejas jóvenes que, al igual que nosotros, habían empezado viviendo en lugares baratos dentro de las casas de otras personas. Nos hablaron de ratas, cucarachas, retretes que apestaban, caseras chifladas. Y nosotros hablábamos de nuestra casera chiflada. Paranoia.
Excepto en aquellas ocasiones, nunca pensaba en la señora Gorrie.
Pero el señor Gorrie aparecía en mis sueños. En mis sueños me parecía que le conocía antes que ella. Era ágil y fuerte, pero no joven, y su aspecto no era mejor que cuando le leía en voz alta en el salón. Tal vez podía hablar, pero su voz tenía el mismo tono de aquellos ruidos que yo había aprendido a interpretar: brusco y autoritario, una nota a pie de página —esencial, aunque tal vez prescindible— de la acción. Y la acción era explosiva, porque aquellos sueños eran eróticos. Durante todo el tiempo en que fui una joven esposa, y más tarde, aunque no mucho más tarde, mientras fui una joven madre —ocupada, fiel, satisfecha con regularidad—, siempre tuve sueños, de cuando en cuando, en los que el asalto, la reacción, las posibilidades, iban más allá que cualquier cosa que ofreciera la vida. Y en los que el romanticismo quedaba borrado del mapa. También la decencia. Nuestra cama —la del señor Gorrie y mía— era la playa de grava o la tosca cubierta de barco o los ásperos rollos de cabos grasientos. Tenían un cierto regusto a algo que podría definir como rastrero. Su olor agrio, su ojo gelatinoso, sus dientes de perro. Me despertaba de estos sueños profanos consumida por el asombro o la vergüenza, y me dormía de nuevo y despertaba con un recuerdo que me acostumbré a rechazar cada mañana. Durante años y años, y con seguridad mucho tiempo después de haber muerto, el señor Gorrie aparecía de esa manera en mi vida nocturna. Hasta que lo agoté, supongo, del modo como siempre agotamos a los muertos. Pero nunca me pareció que fuese así, que yo dominara la situación, que hubiera sido yo quien le había llevado a aquel lugar. Parecía funcionar en ambos sentidos, como si él también me hubiese llevado allí y lo experimentara en la misma medida que lo experimentaba yo.
Y el barco y el muelle y la grava en la orilla, los árboles que apuntaban hacia el cielo o se agazapaban inclinándose sobre el agua, el enrevesado perfil de las islas circundantes y las montañas, sombrías e inconfundibles, todo ello parecía existir dentro de una confusión natural, más extravagante y, aun así, más ordinaria que cualquier otra cosa que pudiera soñar o inventar. Como un lugar que seguirá existiendo, estés o no allí, y que, de hecho, aún está allí.
Pero nunca llegué a ver las vigas calcinadas de la casa que se derrumbaron sobre el cuerpo del marido. Aquello había ocurrido mucho antes, y el bosque había crecido a su alrededor.