Hermann Keyserling ha escrito una obra, «La inmortalidad», en la que se insinúa que existe en torno nuestro un mundo sobrenatural, que no podemos advertir por la escasez de nuestros medios de percepción. Yo estoy convencido de que Keyserling tiene razón, y aún podría añadir a los suyos algunos argumentos incontestables. Una de las ventajas que proporciona el disfrute de la neurastenia es, precisamente, la capacidad de tener un atisbo de muchos seres extraños. A veces no consigue uno verlos, pero se les oye o se les siente de alguna manera. Más de una vez, escribiendo, en las altas horas de la noche, en la soledad silenciosa de mi despacho, he tenido la intuición vivísima de que un ser invisible leía por encima de mi hombro las palabras que yo iba escribiendo. Nunca me he asustado; sólo experimentaba la sensación embarazosa de aquel espionaje. Cuando tal caso ocurre, suelo coger una cuartilla y escribir rápidamente: «Sea bien educado, y no moleste.» El ser invisible desaparece en seguida. Divulgo esta experiencia porque sé que muchas personas sufren, en circunstancias análogas, el mismo acecho.
No es tampoco difícil verlos alguna vez. Esta visión es muy rápida y no tiene nada de espantosa, como pudieran creer los pusilánimes. En ocasiones, no se ven más que luces: luces de diversos colores.
Ciertas personas ven pájaros; otras, sombras sin contornos precisos. Yo veo perfectamente gatos. Para mí, el mundo de lo desconocido está poblado de gatos. Pasan rápidamente al ras del suelo, y sólo cuando apenas de soslayo los puedo ver. Salen de una maciza pared y se meten en otra o surgen de repente entre mis pies. Me detengo, miro y... no hay nada.
No me han molestado jamás, y no tengo, ciertamente, que dirigirles reproche alguno. Amo a los gatos, y no me desagrada verlos cruzar, con pisadas ligeras, una habitación, aunque sean simples espectros.
Una vez tan sólo sufrí por ellos una impresión angustiosa. Pero entonces se trataba de gatos vivos, reales y tangibles.
Fue así:
Guitián, mi criado, me anunció que la gata había parido seis crías.
—Son demasiadas —comenté.
—Son demasiadas —asintió él—. Me gustaría, en cambio, poder decir lo mismo de la vaca. No anda muy bien regido este mundo. ¿Qué hacemos con estos animaluchos?
—No sé.
—¡Habrá que matarlos!
—¡Infelices!
Guitián elevó sus cejas peludas:
—A mí también me da pena, señor. No tengo coraje para asesinarlos.
Resolví:
—Ya pensaremos en este asunto, Guitián.
Y pasó mes y medio. Mi criado se dolió:
—No sé cómo librarme de esa odiosa nidada. Comen entre todos los gatos, más que dos personas, y siempre andan enredados en los pies de uno. Intenté regalarlos, pero nadie los quiere. En otros sitios, los arrojan al mar: aquí no hay mar, ni siquiera un río bastante profundo.
Se me ocurrió una idea.
—Llévalos al monte y abandónalos.
—Así lo haré —ofreció.
Y una mañana salió con los seis gatos dentro de un cesto. Anduvo más de una legua, los soltó y dio grandes palmadas para asustarlos. Los animalitos echaron a correr, con el rabo erizado, y se detuvieron a una prudente distancia: al fin, les obligó a refugiarse en un maizal.
Entonces, suponiendo no ser visto, colgó el cesto del brazo, y regresó ligeramente a casa. A lo largo del camino oíase un apresurado rumor de hojas de maíz sacudidas. Guitián pensó:
«Creo que me vienen siguiendo.»
Y emprendió una carrera velocísima. Se detuvo, casi sin aliento, en la puerta de nuestra morada, y enjugó el abundante sudor. En aquel instante, entre un macizo de alhelíes, apareció frente a él un gato; luego, otro; al fin, los seis. Y todos se pusieron a maullar hambrientamente.
Mi criado se mostró durante varios días taciturno. Una tarde le vi cavando un foso junto a la tapia del jardín. Me miró, a su vez, ceñudamente, y me dijo:
—¡Hoy será!
Después de cenar entró en mi cuarto. Se quedó ante mí silencioso, apretando los labios, frotando sus dedos con un movimiento nervioso y maquinal, como si quisiese despegar de ellos algo repugnante.
—¡Ya fue! —afirmó.
Estaba lívido, y, aunque intentó sonreír, se advertía que en su espíritu latía una impresión dolorosa y horrible. Creí que iba a referirme la ejecución de los gatos, por esa necesidad de confidencias que sienten todos los criminales y me apresuré a ordenar:
—No me cuentes nada.
Inclinó la cabeza y se fue. Pudo haber cometido aquel acto feroz, pero... era un buen hombre.
Al siguiente día, cuando daba mi paseo matinal por el jardín, me pareció oír un leve maullido. Me acordé de los pobres seres asesinados y escuché.
«Es una obsesión», me dije.
Y continué paseando. Sin consciente voluntad de ir a aquel sitio me encontré cerca de la tapia, donde la tierra removida indicaba el lugar en que habían sido enterrados los seis cadáveres. Y entonces oí más distintamente el maullido.
Me detuve, horripilado.
Otros maullidos sucedieron a aquél.
Corrí en busca de Guitián. Le encontré en la cocina, con la cabeza oculta entre las manos y el pelo revuelto sobre la frente.
—¡Guitián! —llamé.
Alzó hacia mí su rostro descompuesto.
—Guitián, hay un gato maullando bajo la tierra del arriate.
Sonrió, con la sonrisa del desvarío.
—No es un gato, señor.
—¿No es un gato?
—¡Son seis! ¡Son todos, los seis, los que maullan! Los he oído yo.
Miró alrededor, estremecido. El estupor me hizo permanecer mudo un instante.
—¿Qué has hecho, Guitián?
Trazó un vago gesto desesperado:
—Creo que he perdido mi alma, señor.
Contó, sordamente. No había tenido valor para matarlos. Los metió en el cesto para llevarlos a la fosa y, para abreviar su cruel labor, arrojó el cesto y acumuló encima la tierra.
—¿El cesto estaba cerrado? —indagué.
—¡Naturalmente! Si lo hubiese abierto se escaparían.
—Entonces... viven dentro del cesto
—Viven dentro del cesto, señor.
Y apartamos nuestras miradas empavorecidas.
* * *
Veinticuatro horas después aún se oía el maullar de los animalitos. No necesité más que ver la traza de Guitián, que paseaba sombríamente por el lugar más remoto del jardín para comprenderlo.
—¿Continúan...? —pregunté.
Y él se detuvo, con las manos en la espalda, y me miró con extraña dureza.
—¿Es que no los oye? —respondió—. ¿Hay acaso en toda la tierra un ruido capaz de ahogar el que producen esos desdichados? Son cinco, nada más, los que hoy gritan; pero no hay lugar a donde sus quejas no lleguen. Las escucho aunque me tape la cabeza con las sábanas, aunque me aleje del jardín, aunque me ponga a triturar café en el molinillo viejo...
Hubo una pausa.
—¿Dices que ahora... son cinco?
—Sí, cinco, nada más.
—¿Y... el otro?
Con los ojos desorbitados se acercó más a mi para decirme:
—Al otro se lo han comido, señor. Estoy seguro. Habrán sorteado... Después del naufragio del «Arosa», los que íbamos en la almadía tuvimos que sortear...
Gran corazón. Temblaba de fiebre.
Acaso sus palabras me sugestionasen; pero yo oí desde entonces los maullidos de los cinco gatos en todas las estancias y en todos los lugares. Los imaginaba revolviéndose en el interior del cesto casi aplastado, con los pelos en punta, brillándoles ferozmente los ojos en las densas tinieblas, manchados por la tierra que entraría por las separaciones de los mimbres.
Cuatro días después, maullaban aún. Guitián había adelgazado tanto, que los zuecos se le caían de los pies. Yo acudía a verle al rincón de la cocina, donde ocultaba sus remordimientos. Él iba contando los gatos que cesaban de maullar.
—Quedan dos. Suframos aún cuarenta y ocho horas.
Y al alba siguiente:
—Queda uno. Mañana todo habrá terminado.
Apenas rayó el sol corrimos al jardín. Un gato, un único gato se quejaba aún tristemente, con un hilillo de voz dolorida y desgarradora.
Y se quejó otro día, y otro, y una semana... Contra lo que era lógico, sus lamentos crecían en vigor. Ya no era aquella especie de llanto de un recién nacido, oído al través de una pared. Era, a veces, el encolerizado maullar de un gato que se enfurece y, en ocasiones, el largo, plañidero y convincente grito que modulan bajo la luna de enero, cuando intentan convencer a la gata de que se deje amar.
Nuestro horror aumentaba. Vivíamos un espantable cuento de Poe. Mi criado me había dicho:
—Esto terminará mal, señor.
Y estábamos convencidos de que, en efecto, aquella triste historia tendría un desenlace catastrófico, que barruntábamos confusamente.
Una tarde en que paseábamos por la carretera —huíamos de la casa y del jardín todo el tiempo posible—dije al melancólico esqueleto que caminaba junto a mí:
—Guitián, no comprendo cómo logra vivir aún ese pobre ser (le nombrábamos con compasión y con cariño); hace casi un mes que está enterrado; aunque llegue a él algún aire, ¿qué come? Ningún animal podría resistir tanto tiempo en sus condiciones.
—Vive de su rabo, señor.
—¿De su rabo?
—Bien sabe usted que el rabo de los gatos crece, y más en la edad del infeliz, que es una criatura. Diariamente comerá un poco, y diariamente le nacerá otro poco.
—Esa es una locura, Guitián.
—¡Ay señor! ¿Y qué otra cosa puede hacer el desdichado?
—Guitián.
—Mande señor.
—Es preciso resolverse...
—¿A qué?
—Es preciso... acabar con él.
—Pero... ¿cómo?
—Aprisionemos más la tierra sobre su cuerpo.
—No sé si tendré ahínco bastante.
—Te ayudaré. ¿Vamos ahora?
Pasó una mano por su frente, y resolvió:
—Sí, terminemos...
Corrimos al jardín. De la caseta de los aperos extrajimos el apisonador con que alisaban las sendas, y marchamos al terrible lugar, tan conocido, junto a la tapia.
Yo me rezagué un poco. Tenía no sé qué ocurrencia sobrenatural.
—¡Dale! —ordené.
El hombre levantó el mazo, indeciso aún.
—¡Dale! —grité corajudamente.
Y el pesado instrumento cayó con ruido sordo sobre la tierra. Guitián, con los ojos extraviados y la boca torcida, menudeó los golpes, al tiempo que exclamaba:
—¡Perdón, perdón!... ¡Pobre víctima! ¡Desventurado mártir, más mártir que todos los mártires juntos! ¡Perdóname, perdóname! ¡Muérete! ¡Te mato por tu bien, triste bicho! ¡Me lo manda mi amo!
Yo eché a correr, porque creí que iba a volverme loco.
* * *
Desde aquel momento el gato maulló más obstinada y furiosamente que nunca.
—Señor —vino a decirme Guitián hecho un guiñapo— quiero despedirme de usted.
Incliné el rostro.
—Comprendo, mi fiel Guitián, comprendo. Esta tortura es ya insoportable...
—Si se refiere usted a los maullidos de los seis gatos —porque ahora vuelven a maullar los seis—, he de darle una buena noticia: dentro de media hora pueden gritar cuanto les dé la gana, porque no pienso oírlos.
—¿Te marchas al pueblo?
—Me voy a suicidar, señor. No puedo más. Han envenenado mi vida, como dijo el señor cura cuando los médicos le prohibieron comer más de seis platos. Sólo quisiera saber si le molestaría a usted mucho que me fuese a colgar del castaño que hay junto a la entrada. Me importaría lo mismo cualquier otro, pero éste es el más fuerte.
—Amigo mío —contesté emocionado—, elige el árbol que quieras, aunque sea un melocotonero, a pesar de que bien sabes lo que disgusta que se les rompan las ramas. Tratándose de ti... Pero antes de dejarte hacer tu voluntad, te propongo un proyecto.
—Todo es inútil.
—Libremos la última batalla.
—No. Adiós, señor. Diviértase usted, si le es posible.
Marchó.
—Guitián —vociferé desde la puerta—, aún podemos jugar una carta.
—¿Cuál?
—¿Por qué no desenterrarlos?
Dudó un instante. Entonces le arrastré conmigo, y puse una azada en su mano. Los maullidos eran más espantosos que nunca y formaban un concierto estremecedor. Cavamos, cavamos. Íbamos a ver salir unos animales monstruosos revestidos de tierra, informes, con los ojos pegados por la tierra también... Cavamos, cavamos...
Tropezó una azada en el cesto, deshecho y podrido...
Otro golpe...
Y apareció el pequeño y confuso montón de los gatos, que comenzaban a desleírse en la tierra; todos ellos muertos, putrefactos y... silenciosos...
Si Blok fue el líder de los simbolistas rusos, Sologub fue el teórico. Además de poeta fue cuentista y novelista. Aunque, como he dicho, fue el teórico del simbolismo, y su obra se enmarca principalmente en el decadentismo-simbolismo, en ella aparecen también elementos de todas las vanguardias literaras de finales del siglo XIX y principios del XX. Fue el primero en incluir los elementos pesimistas del fin de siècle en la literatura en prosa rusa.
Cuando me es difícil vivir, doloroso respirar,
Me voy al desierto para soñar contigo,
Para contarle de ti al viento fugaz
Y adivinarte en las músicas del bosque.
Yo te llamaría -pero no sé llamar;
Yo enviaría por ti -pero no me atrevo;
Yo iría por ti -pero no sé el camino;
Y aun si lo supiera, temería de todas formas, ir.
Voy solo por el frío sendero,
Ya olvidé lo terreno, sólo espero lo oculto,
La muerte me besa silenciosa
Y me lleva hacia ti, junto al otoño
Avisos clasificados
Se necesitan médicos y enfermeras.
Así anuncian los periódicos
Se necesitan sastres y modistas
¿Quién necesita poetas?
Dónde encontrar un aviso que diga:
"Invitamos poeta a domicilio
Porque se hizo intolerable
Explicarse en el lenguaje común.
Necesitamos palabras hermosas
Estamos dispuestos a entregar nuestras almas".
Deseo comprar finca.
Se necesitan vacas lecheras.
No ser alguien, ser nada...
No ser alguien, ser nada,
Ir hacia el gentío, soñar, mirar,
Con nadie compartir los sueños
y nada pretender.
Yo creo, creo, creo, creo...
Yo creo, creo, creo, creo
En mí, en ti, en mi estrella.
No espero nada de la vida
Pero aún así creo, creo, creo.
Todo en la vida así lo mido
Y, con valentía, voy por el camino oscuro,
Yo creo, creo, creo, creo
En mí en ti en mi estrella.
Poeta considerado como el lider de los simbolistas rusos, aunque ese simbolismo estaba muy influido por la mística del cristianismo ortodoxo. Tras unos inicios en que ese misticismo era muy patente en su obra, ésta derivó hacia territorios más pesimistas y la melancolía se apoderó de ella. Los grandes de la poesía rusa del siglo XX (Anna Ajmátova, Marina Tsvietáyeva, Vladimir Maiakovski y Boris Pasternak) lo consideraron como un referente.
Hoy no recuerdo lo que ayer pasó
En la madrugada olvido lo de la tarde anterior
En los días blancos extravío el fuego
Y en las noches ya no evoco los días.
Pero, ante la muerte, en la hora decisiva,
Todos los días, y noches nos pasan por la mente
Y entonces ,-en el bochorno, en la estrechez-
Es sumamente doloroso soñar
En todo lo hermoso que se fue.
Deseas levantarte y no puedes
Es de noche.
Qué difícil es caminar entre la gente...
Qué difícil es caminar entre la gente
Y simular que no se ha muerto
Y en este juego de trágica pasión
Confesar que aún no se ha vivido.
Y escrutando en la nocturna pesadilla,
Encontrar el orden como un desordenado torbellino
Para que en el inexpresivo resplandor del arte
Descubramos el mortal incendio de la vida.
Somos los olvidados, solitarios sobre la tierra...
Somos los olvidados, solitarios sobre la tierra,
A hurtadillas nos sentamos cerca al calor.
Desde este cálido rincón del cuarto
Miramos la bruma de octubre.
Por la ventana, como entonces, se ve el fuego.
Querido mío, ya estamos viejos.
Todo lo que hubo, tempestad y desdicha,
Ha quedado atrás, ¿qué esperas del futuro?
¿Seguro quieres leer allá, todavía,
Alguna inesperada novedad?
¿Acaso esperas algún ángel tempestuoso?
Todo pasó. Nada podrás regresar.
Quizás las paredes, los libros, los días.
Querido amigo, ellos están habituados.
Yo no espero nada, no murmuro.
No añoro nada de la que se fue.
La noche, la droguería, la calle, el farol...
La noche, la droguería, la calle, el farol,
Mundo absurdo e insípido.
Vive aunque sea un cuarto de siglo más
Y todo será lo mismo. No hay salida.
Morirás -empezarás otra vez desde el comienzo
Todo se repetirá como antaño:
La noche, el helado escarceo en el canal,
La droguería, la calle y el farol.
Una nueva edición del "escucha, compara y elige si te apetece". Hoy le toca el turno al un clásico moderno del rock, el "Nada más importa" de Metallica.
Para empezar, el original. Grabada en directo en Nimes en 2009.
Apocalypitca
Continuamos con la versión curiosa, claro que siendo de Apocalypitca siempre es curiosa. Cuatro violoncellistas con formación clásica que tocan heavy metal.
Lucie Silvas
La versión blandita, blandita, blandita.
Prophet & Zany
Versión electrónica solo apta para discotecas o coches tuneados.
Iron Horse
Para contrarrestar la tecnología de la versión anterior nada mejor que una versión folk, sonido bluegrass.
Audiofeels
La versión intimista viene de Polonia.
A ti, que nacerás dentro de un siglo,
cuando de respirar yo haya dejado,
de las entrañas mismas de un condenado a muerte,
con mi mano te escribo.
¡Amigo, no me busques! ¡Los tiempos han cambiado
y ya no me recuerdan ni los viejos!
¡No alcanzo con la boca las aguas del Leteo!
Extiendo las dos manos.
Tus ojos: dos hogueras,
ardiendo en mi sepulcro -el infierno-
y mirando a la de las manos inmóviles,
la que murió hace un siglo.
En mis manos -un puñado de polvo-
mis versos. Adivino que en el viento
buscarás mi casa natal.
O mi casa mortuoria.
Orgullo: cómo miras a las mujeres,
las vivas, las felices; yo capto las palabras:
"¡Impostoras! ¡Ya todas están muertas!
Sólo ella está viva.
Igual que un voluntario le ha servido.
Conozco sus anillos y todos sus secretos.
¡Ladronas de los muertos!
¡De ella son los anillos!"
¡Mis anillos! Me pesa,
hoy me arrepiento
de haberlos regalado sin medida.
¡Y no supe esperarte!
También me da tristeza que esta tarde
tras el sol haya ido tanto tiempo
y he ido a tu encuentro,
dentro de un siglo.
Apuesto -dice él- que vas a maldecir
a todos mis amigos en sus oscuras tumbas.
¡Todos la celebraban! Pero un vestido rosa
nadie le ofreció.
¿Quién era el generoso? Yo no: soy egoísta.
No oculto mi interés si no me matas.
A todos les pedía cartas,
para por las noches besarlas.
¿Decirlo? ¡Lo diré! El no-ser es un tópico.
Y ahora, para mí, eres ardiente huésped.
Les negarás la gracia a todas las amantes
para amar a la que hoy es sólo huesos.
Insomnio 2
Así como me gusta
besar las manos
y ofrendar nombres,
también me gusta
abrir las puertas
-¡de par en par!- a la oscura noche.
Apoyando la cabeza,
oír los recios pasos
hacerse más ligeros,
y cómo el viento mece
el bosque somnoliento
y desvelado.
¡Oh noche!
Van creciendo los arroyos
que en el sueño desembocan.
Ya se me cierran los ojos.
en medio de la noche
alguien se ahoga.
Libertad salvaje
Me gustan los juegos en que todos
son arrogantes y malignos,
en que son tigres y águilas
los enemigos.
Libertad salvaje
Que cante una voz altiva:
"¡Aquí, muerte, allí -presidio!"
¡Luche la noche conmigo,
la noche misma!
Volando voy -tras de mí van las fieras;
y con el lazo en las manos yo me río...
¡Ojalá la tormenta
me haga añicos!
¡Que sean héroes los enemigos!
¡Acabe en guerra el convite!
Que sólo quedemos dos:
¡El mundo y yo!
Betsy esperó el regreso del hombre para morir.
Antes del viaje, él había notado que Betsy mostraba un apetito extraño. Después aparecieron otros síntomas, excesiva ingestión de agua, incontinencia urinaria. El único problema de Betsy era la catarata en uno de los ojos. A ella no le gustaba salir, pero antes del viaje había entrado inesperadamente con él en el elevador y pasearon por la orilla de la playa, algo que ella nunca había hecho.
El día que el hombre llegó, Betsy tuvo el desvanecimiento y permaneció sin comer, acostada en la cama con el hombre. Los especialistas que consultaron dijeron que no había nada que hacer. Betsy sólo salía de la cama para beber agua.
El hombre permaneció con Betsy en la cama durante toda su agonía, acariciando su cuerpo, sintiendo con tristeza la flacura de sus piernas. El último día, Betsy, muy quieta, los ojos azules abiertos, clavó la mirada en el hombre con la misma mirada de siempre, que indicaba el alivio y el placer producidos por su presencia y sus caricias. Comenzó a temblar y él la abrazó con más fuerza. Al sentir sus miembros fríos, el hombre acomodó a Betsy en una posición más cómoda en la cama. Entonces ella extendió el cuerpo, como si se desperezara, y volvió la cabeza hacia atrás, en un gesto lleno de languidez. Después estiró el cuerpo aun más y suspiró, una exhalación fuerte. El hombre pensó que Betsy había muerto. Pero algunos segundos después emitió otro suspiró. Horrorizado por su meticulosa atención el hombre contó, uno a uno, todos los suspiros de Betsy. Con el intervalo de algunos segundos exhaló nueve suspiros iguales, con la lengua de fuera, colgando de lado en la boca. Luego empezó a golpearse la barriga con los dos pies juntos, como lo hacía ocasionalmente, sólo que con más violencia. En seguida quedó inmóvil. El hombre pasó la mano con suavidad por el cuerpo de Betsy. Ella aflojó y estiró los miembros por última vez. Estaba muerta. Ahora, el hombre lo sabía, estaba muerta.
El hombre pasó la noche entera despierto al lado de Betsy, acariciándola con cuidado, en silencio, sin saber qué decir. Habían vivido juntos dieciocho años.
Por la mañana, la dejó en la cama y fue a la cocina y preparó un café. Fue a tomar el café a la sala. La casa nunca había estado tan vacía y triste.
Por fortuna el hombre no había tirado la caja de cartón de la licuadora. Volvió al cuarto. Cuidadosamente, colocó el cuerpo de Betsy dentro de la caja. Con la caja bajo el brazo caminó hacia la puerta. Antes de abrirla y salir, se secó los ojos. No quería que lo vieran así.
El pasado sábado falleció, a los 95 años, Martin Gardner, filósofo y periodista. Se especializó en filosofía de la ciencia y se convirtió en uno de los grandes divulgadores científicos de los últimos cincuenta años. Además fue importante su labor desenmascarando las estupideces de las pseudociencias.
Obras como "La ciencia, lo bueno, lo malo, lo falso" o "¿Tenían ombligo Adan y Eva?" son clásicos de la divulgación científica y "¡Ajá! Paradojas que hacen pensar" o "¡Ajá! Inspiración" son clásicos del divertimento matemático. Quienes peinamos canas (o las tapamos con mechas) recordamos su sección en "Scientific American" (hay varias recopilaciones de estos artículos publicadas en castellano).
Pero hay una faceta suya que ha sido muy poco resaltada en las notas que sobre él se han escrito estos días, tanto en la prensa como en multitud de blogs dedicados a la divulgación científica. Esa faceta es la literaria, pero no como escritor sino como estudioso: Martin Gardner fue el gran especialista en la obra de Lewis Carroll.
Sus ediciones anotadas (en realidad podríamos decir que son LAS EDICIONES) de "Alicia en el país de las maravillas", "Alicia a través del espejo" y "A la caza del Snark" son trabajos de obligada consulta para cualquiera que quiera adentrarse en el mundo de Carroll, desde el lector curioso hasta el estudioso especialista.
Su edición de "A la caza ..." nunca se ha publicado en castellano.
Su edición (en realidad ediciones ya que desde los años sesenta hasta hace poco las iba revisando y completando) de las aventuras de Alicia ha sido traducida y publicada en castellano. De todas formas, la edición que se ha traducido es una de las antiguas, no la más reciente (calificada como "la definitiva") y su precio tiene que ver más con una broma de mal gusto que con la literatura (esta edición antigua en castellano cuesta exactamente cinco veces más que la última edición, revisada y corregida, en inglés).
Nos ha dejado uno de esos cerebros privilegiados que son capaces de explicar las cosas (sin perder rigor) de tal forma que cabezas huecas como la mía entiendan los conceptos más complejos de las ciencias.
Novelista y cuentista ruso (también ejerció el periodismo). Se dice que para conocer en profundidad la sociedad rusa es necesario leer a tres autores: a Tolstoi para conocer a la aristocracia, a Chejov para conocer a la burguesía y a Korolenko para conocer a las capas más bajas, a los pobres, a los perseguidos, a los campesinos, a los delincuentes. Su obra se enmarca en el realismo, aunque no sé conformó con mostrar la situación de la sociedad sino que buscaba una salida humanista a esa situación, buscaba la esperanza entre la desolación.
Este cuento pertenece a "Cuentos siberianos".
Los ancianos se miraron y el buen Ulaya dijo:
—Oye, Kassapa: revela a estos tres ancianos, que desean tu bien, qué es lo que hace algún tiempo oprime tu alma. El destino te rodeó desde la cuna con sus dones, pero tu mirada es tan triste como la del último esclavo de tu padre, el pobre Jevaka, que ayer mismo conoció el peso de la mano de vuestro administrador...
—El pobre Jevaka nos ha mostrado los verdugones de su espalda —dijo el severo Darnu.
Y el bondadoso Purana añadió:
—También queríamos llamar tu atención buen Kassapa...
Pero el joven no le dejó hablar. Se puso en pie y dijo, con una impaciencia que antes no se había advertido en él:
—¡Callad, buenos ancianos, cesad en vuestros malignos reproches! Pensáis que estoy obligado a responder ante vosotros de cada verdugón que el administrador dejó marcado en la espalda del esclavo Jevaka. Y eso cuando tan grandes son mis dudas de si estoy obligado a responder hasta de mis propios actos.
Los ancianos se miraron de nuevo y Ulaya dijo:
—Sigue, hijo mío, si así lo deseas.
—¿Si así lo deseo? —le interrumpió el joven con una amarga sonrisa—. De eso se trata, de que no sé si deseo lo que quiero o si es otro el que lo quiere, y yo no.
Se interrumpió, la calma era completa. Sólo la brisa movía ligeramente las copas de los árboles. Una hoja cayó a los pies de Purana. Mientras Kassapa la seguía con su triste mirada, de la roca calentada por el sol se desprendió un peñasco que cayó rodando hasta la orilla del arroyuelo, donde entonces estaba descansando un gran lagarto... Todos los días, a la misma hora, el lagarto salía de su agujero y, levantándose sobre sus patas delanteras, con los saltones ojos cerrados, parecía escuchar las sabias palabras de los ancianos. Se podía pensar que su verde cuerpo albergaba el alma de un sabio brahmán. Esta vez el peñasco liberó a aquella alma de su verde envoltura para nuevas reencarnaciones...
Una amarga sonrisa se esbozó en la cara de Kassapa.
—Pues bien —dijo—, preguntad a esta hoja si era su deseo caer de la rama, o a la piedra si por su voluntad se desprendió de la roca, o al lagarto si deseaba verse bajo la piedra. Llegó el tiempo y la hoja ha caído, y el lagarto no volverá a escuchar vuestras palabras. Todo lo que sabemos es que no pudo ser de otro modo. ¿Acaso decís que esto pudo y debió ser de otra manera a como ha sido?
—No pudo —contestaron los ancianos—. Lo que fue debía ser en la concatenación general de los acontecimientos.
—Vosotros lo habéis dicho. Pues bien, también los verdugones de la espalda de Jevaka debieron producirse en la concatenación general de los acontecimientos, y cada uno de ellos estaba escrito desde el comienzo de los siglos en el «Libro de la Necesidad». Y vosotros queréis que yo, que soy como la piedra, como el lagarto, como la hoja en el árbol común de la vida, como la más pequeña gota de este arroyo, arrastrada por una fuerza desconocida desde el nacimiento hasta la desembocadura, queréis que luche contra la fuerza del torrente que me arrastra...
Dio con el pie a la piedra ensangrentada, que cayó al agua, y volvió a sentarse junto a los buenos ancianos. Sus ojos se hicieron de nuevo turbios y tristes.
El anciano Darnu guardó silencio. Y el anciano Purana meneó la cabeza. Sólo el jovial Ulaya rompió a reír y dijo:
—En el «Libro de la Necesidad» también está escrito, evidentemente, que yo debía contarte, Kassapa, lo que en tiempos ocurrió a estos ancianos, Darnu y Purana, que ves ante ti... Y en el «Libro» está escrito que tú escucharías su historia:
Los pastores se limitaron a mirar la montaña y no supieron que contestar a Darnu. Por fin, uno de ellos dijo:
—Nosotros, los habitantes del valle, no lo sabemos. Pero entre nosotros se encuentra el viejo pastor Anurudja, quien hace mucho apacentaba sus rebaños en esas alturas. Acaso él lo sepa.
Y lo hicieron venir.
—Tampoco yo sé —dijo él— quiénes construyeron el templo, cuándo lo hicieron y a qué dios ofrendaban sus sacrificios. Pero mi padre dijo haber oído de mi abuelo, y a éste se lo había contado mi bisabuelo, que en las vertientes de esta montaña vivió en tiempos una tribu de sabios y que todos murieron en cuanto terminaron de levantar el templo. El dios se llamaba «Necesidad»...
—¿«Necesidad»? —exclamó animado Darnu—. ¿No sabes tú, buen padre, qué aspecto tenía esa deidad y si sigue viviendo en ese templo?
—Nosotros somos gente sencilla —contestó el viejo—y nos es difícil contestar a tus difíciles preguntas. En mi juventud, hace mucho tiempo, yo llevaba el rebaño a esas laderas. Entonces había un ídolo de piedra negra y brillante. A veces, cuando estaba cerca de él y me sorprendía la tormenta (las tormentas son terribles en aquellos desfiladeros), buscaba en el viejo templo protección para mi rebaño. También solía acudir, temblando y asustada, Angapali, la pastora de la vertiente vecina. Yo la abrazaba dándole el calor de mi cuerpo, y el viejo dios nos miraba con una extraña sonrisa. Pero nunca nos hizo daño alguno, acaso porque Angapali le hacía cada vez ofrenda de flores. Dicen, sin embargo...
Y el pastor se detuvo, mirando con cara de duda a Darnu, como si sintiese reparo en seguir el relato delante de él.
—¿Qué dicen? Sigue, buen hombre, hasta el fin— suplicó el sabio.
—Dicen que todos los adoradores del viejo dios murieron... Algunos se dispersaron por el mundo... A veces, muy de tarde en tarde, vienen, preguntan por el camino del templo, como tú, y van a preguntarle al viejo dios. Los ancianos han podido ver en el templo ciertas columnas o estatuas que se asemejan a hombres sentados, todas cubiertas por la hiedra y otras plantas trepadoras. Algunos pájaros habían hecho allí sus nidos. Luego se fueron convirtiendo en polvo.
Darnu quedó profundamente pensativo al escuchar el relato. ¿Estaría cerca de alcanzar su propósito? Pues ya se sabe que «quien, como el ciego, no ve, como el sordo, no oye y, como el árbol, no siente ni se mueve, ha alcanzado el reposo y el conocimiento».
Y pidió al pastor:
—Amigo mío, indícame el camino del templo.
El pastor accedió a su ruego. Cuando Darnu empezó a subir animoso por el sendero cubierto de hierbas, se quedó largo rato mirando al sabio y, por fin, dijo a sus jóvenes compañeros:
—Llamadme no el más viejo de los pastores, sino el más joven de los corderos que maman la leche de su madre, si el viejo dios no consigue pronto una nueva víctima. Colocadme el yugo del buey o cargadme como a un asno si el viejo templo no ve aumentar sus estúpidas figuras de piedra...
Los pastores escucharon respetuosamente al viejo y se dispersaron por las praderas. De nuevo siguieron apacentando pacíficamente los rebaños; el labrador iba tras su arado, el sol brillaba, venían las noches y los hombres, entregados a sus quehaceres, no pensaban ya en el sabio Darnu. Pero al cabo de poco tiempo, unos días o algo más, un nuevo caminante estaba en las faldas de la montaña y de nuevo se interesaba por el templo. Cuando, valiéndose de las indicaciones del pastor, empezó a subir alegremente el sendero, el viejo meneó la cabeza y dijo:
—Ahí va otro.
Era Purana, quien iba siguiendo las huellas del sabio Darnu. Se decía: «Que no digan que Darnu encontró la verdad que Purana no había sabido hallar».
El camino era difícil. Se veía que el pie del hombre pisaba en muy raras ocasiones aquellas sendas, cubiertas de hierba, pero Darnu vencía animoso los obstáculos hasta que, por fin, llegó a una puerta semiderruida sobre la que se veía una antigua inscripción: «Soy la Necesidad, señora de todos los movimientos». En los muros no había figuras o adornos, a excepción de los restos de ciertas cifras y de unos misteriosos cálculos.
Darnu entró en el santuario. De las viejas paredes emanaba un hálito de destrucción y de muerte. Pero la destrucción misma parecía haber cesado, dejando en paz los fragmentos de los muros, que habían visto transcurrir muchos siglos. En una de las paredes había un espacioso nicho; varios escalones conducían al altar, en el que había un ídolo de piedra negra y brillante que con extraña sonrisa contemplaba aquel cuadro de destrucción. En la parte de abajo había un arroyo que turbaba el sensible silencio con su rumoreo; unas cuantas palmeras nutrían las raíces con la humedad que de él tomaban y subían hacia el cielo azul, que se asomaba libre a través del hueco que el techo había dejado al derrumbarse.
Darnu, ganado por el peregrino encantado del lugar, decidió preguntar a la misteriosa deidad cuyo hálito parecía dominar aún el derruido templo. Después de recoger agua del frío arroyo y reunir unos cuantos frutos de los que una vieja higuera le ofrecía en abundancia, el sabio empezó sus preparativos conforme a todas las reglas escritas en los libros de la contemplación. Lo primero de todo, se sentó con las piernas recogidas frente al ídolo y durante largo rato lo miró, tratando de grabar en su mente aquella figura. Luego, descubriéndose el vientre, fijó las miradas en el lugar donde en tiempos, cuando aún no había nacido, su ombligo se encontraba unido al vientre de su madre. Porque ya es sabido que entre el ser y el no ser se encuentra cuanto hay de cognoscible, y de allí deben surgir las revelaciones de la contemplación...
En tal situación le sorprendió la puesta de sol del primer día y el amanecer del segundo. Luego, el cálido mediodía sucedió al fresco atardecer y las sombras de la noche desaparecieron ante la luz del sol. Darnu seguía inmóvil. Sólo de tarde en tarde echaba mano a la calabaza del agua o, sin plena conciencia de lo que hacía, tomaba un higo. Los ojos del sabio estaban turbios y fijos; no sentía sus miembros. En un principio, la incómoda posición en la que se encontraba le producía dolor. Luego, esta sensación se perdió en lo más hondo del subconsciente y los ojos inmóviles del sabio vieron un mundo distinto: el mundo de la contemplación empezó a desarrollar ante él sus extrañas visiones y figuras. Estas no tenían ya relación alguna con lo que el sabio experimentaba; eran desinteresadas, no guardaban relación con cosa alguna, se satisfacían en sí mismas, indicio de que en ellas se preparaba el descubrimiento de la verdad...
Sería difícil decir cuanto tiempo pasó. El agua de la calabaza se había secado, las palmeras movían suavemente sus hojas, los frutos maduros se desprendían y caían a los mismos pies del sabio, pero él permanecía sin moverse. Ya casi había superado la sed y el hambre. Ya no le calentaba el sol del mediodía ni le refrescaba el sereno de la noche. Acabó por no distinguir la luz del día y las sombras de la noche.
Entonces, ante la mirada interna de Darnu apareció la tan esperada revelación. En su vientre creció el tallo verde de un bambú, que terminaba en un nudo como una simple caña. De este nudo surgió el siguiente, y así, siempre elevándose, el tallo creció hasta formar cincuenta nudos, tantos como años tenía el sabio. En la misma cúspide, en vez de hojas e inflorescencia, apareció algo que guardaba cierta semejanza con el ídolo del templo. Y este miraba a Darnu con una sonrisa mordaz.
—Pobre Darnu —dijo por fin—, ¿por qué te has tomado para venir aquí? ¿Qué necesitas, pobre Darnu?
—Busco la verdad —contestó el sabio.
—Pues mírame: yo soy lo que buscabas. Pero por tu mirada veo que te soy desagradable.
—Eres incomprensible —explicó Darnu.
—Oye, Darnu: ya ves los cincuenta nudos del bambú.
—Los cincuenta nudos del bambú son mis años —dijo el sabio.
—Y yo me encuentro sobre todos ellos porque soy la Necesidad, señora de todos los movimientos. Todo lo que ha sido creado, todo lo que respira, todo lo que existe, todo cuanto existe, es impotente, carece de fuerza y de poder; bajo la influencia de la necesidad alcanza el fin de su ser, que es la muerte. Soy yo quien dirigí los cincuenta años de tu vida desde la cuna hasta el momento presente. Tú no has hecho nada en toda tu vida, ni bueno ni malo... No has dado ni una sola limosna al mendigo en un impulso de piedad, no has asestado ni un solo golpe movido por la cólera de tu corazón... no has cultivado una sola rosa en el jardín del monasterio, ni has cortado un solo árbol en el bosque... no has dado de comer a un solo animal, ni has matado a un solo mosquito que te chupaba la sangre... En toda tu vida no ha habido ni un solo movimiento que yo no hubiera previsto. Porque soy la Necesidad... Te enorgullecías de tus actos o te sumías en el más profundo arrepentimiento pensando haber cometido un pecado. Tu corazón se estremecía de amor o de cólera cuando yo me reía de ti, porque soy la Necesidad y todo lo había previsto. Cuando tú salías a la plaza con ánimo de enseñar a otros estúpidos lo que debían hacer y lo que debían evitar, yo me reía y me decía: «Ahora el sabio Darnu dará a conocer su sabiduría a ingenuos estúpidos y compartirá su santidad con pecadores. Y eso no porque Darnu sea sabio y santo, sino porque yo, la Necesidad, soy como un torrente, mientras que Darnu es como la hoja que el torrente arrastra». Pobre Darnu, pensabas que habías venido aquí en busca de la verdad... Mas en estos muros, entre mis cálculos, se hallaban escritos el día y la hora en que cruzarías el umbral del templo. Porque soy la Necesidad... ¡Pobre sabio!
—Me eres desagradable —dijo el sabio, con repugnancia.
—Lo sé. Porque te considerabas libre y yo soy la Necesidad, señora de todos tus movimientos.
Entonces Darnu se enfadó, cogió los cincuenta nudos de la caña de bambú, los rompió y los tiró a lo lejos.
—Así hago —dijo— con los cincuenta años de mi vida, porque durante todos ellos no fui más que un juguete de la Necesidad. Ahora me emancipo, porque la he conocido y quiero librarme de su yugo.
Pero la Necesidad, invisible en las tinieblas que rodeaban las turbias miradas del sabio, rió, insistiendo:
—No, Darnu: sigues siendo mío, pues yo soy la Necesidad.
Entonces Darnu abrió trabajosamente los ojos y al momento sintió que las piernas se le habían quedado entumecidas y le dolían. Quiso ponerse en pie, pero de nuevo cayó sentado. Porque ahora el sentido de las inscripciones del templo se le había hecho claro, lo mismo que todos los cálculos. Y, en cuanto quiso estirar sus miembros, vio que su deseo estaba ya escrito en la pared.
Y, como si viniera de otro mundo, oyó la voz de la Necesidad:
—Levántate, pobre Darnu, porque las piernas se te han quedado entumecidas. Ya lo ves: entre un millón de hermanos tuyos, 999.998 lo hacen. Es necesario.
Despechado, Darnu siguió en la posición que ocupaba, que ahora le causaba un sufrimiento mayor todavía. Pero se dijo: «Seré uno entre los que un millón no se subordinan a la Necesidad, porque yo soy libre».
Mientras tanto, el sol se había levantado hasta el centro del cielo y, asomándose por el hueco del techo, empezó a abrasar su mal protegido cuerpo. Darnu alargó la mano hacia su cabeza.
Pero en aquel mismo instante vio que esto estaba escrito entre los 999.998, y la Necesidad volvió a insistir:
—Pobre sabio, necesitas calmar tu sed.
Y Darnu dejó la calabaza en su sitio, afirmando:
—No beberé, porque soy libre.
Alguien se rió en el apartado rincón del templo y en este momento un fruto de la higuera se desprendió, cayendo en la mano misma del sabio. En la pared cambió una cifra. Darnu comprendió que se trataba de un nuevo atentado de la Necesidad contra su libertad interna.
—No comeré —dijo—, porque soy libre.
De nuevo rió alguien en el rincón más lejano del templo, y entre el rumoreo del regato creyó oír: «¡Pobre Darnu!»
El sabio acabó por enfadarse. Se quedó inmóvil, sin mirar los frutos que de cuando en cuando se desprendían de las ramas, sin escuchar el seductor rumoreo del agua, limitándose a afirmar para sus adentros: «¡Soy libre, soy libre, soy libre!» Y para que un fruto, a pesar de su libertad, no le fuese a parar a la boca, la cerró y apretó los dientes.
Así estuvo largo tiempo, sin sentir hambre ni sed y tratando de hacer llegar a los cuatro puntos cardinales la seguridad en su libertad interna. Adelgazó, se secó hasta quedar como un palo, perdió la noción del tiempo y del espacio, no distinguía el día de la noche y seguía afirmándose que era libre. Al cabo de cierto tiempo, las aves, que se habían habituado a su inmovilidad, acudían y se posaban en él. Luego, un par de tórtolas hicieron su nido en la cabeza del sabio libre y criaron despreocupadamente sus hijos en los pliegues de su turbante.
«¡Estúpidas aves! —pensó el sabio Darnu, cuando primero el arrullo de la pareja y luego el piar de las crías llegó hasta su conciencia—. Todo esto lo hacen porque no son libres y se subordinan a las leyes de la Necesidad». Y hasta cuando sus hombros empezaron a cubrirse con los excrementos de las aves, se repitió: «¡Necias! También esto lo hacen porque no son libres».
El se consideraba libre en el más alto grado y hasta se creía cerca de los dioses.
Por abajo, brotando del suelo, salieron los finos tallos de plantas trepadoras, que empezaron a enroscarse en sus inmóviles miembros...
Esto era debido a la aparición del sabio Purana.
El sabio Purana, lo mismo que Darnu, se había acercado al templo, había leído la inscripción de la puerta y, al pasar al interior, se quedó contemplando los caracteres grabados en los muros. El sabio Purana se parecía muy poco a su rígido compañero. Era bonachón y carirredondo. El centro de su cuerpo presentaba una redondez agradable a la vista, sus ojos brillaban y sus labios sonreían. En su sabiduría no había sido nunca rebelde, como Darnu, y buscaba, más que la libertad, la bienaventuranza del reposo.
Después de recorrer el templo, se acercó al nicho, se inclinó ante la deidad y, al ver el arroyo y la higuera, dijo:
—He aquí una deidad de agradable sonrisa y he aquí un arroyo de dulce agua y una higuera. ¿Qué más necesita el hombre para entregarse al deleite de la contemplación? Y he aquí a Darnu. Ha llegado hasta tal grado de bienaventuranza, que las aves hacen en él su nido.
El aspecto de su sabio compañero no era muy alegre, pero Purana, mirándolo con arrobo, se dijo:
—Es bienaventurado, sin duda; pero siempre recurrió a medidas de contemplación demasiado severas. Yo, en cambio, me abstendré de pretender los grados superiores de bienaventuranza y confió en contar a los hombres de la tierra lo que vea en los grados inferiores.
Y luego, después de calmar abundantemente sus necesidades con el agua del arroyo y con los higos más suculentos, se sentó en posición cómoda, no lejos de Darnu, y también inició, de conformidad con las reglas, lo que había de llevarle a la contemplación: descubrió su vientre y clavó la mirada en el mismo lugar que el primer sabio había hecho.
Así transcurrió el tiempo, aunque de manera más lenta que para Darnu, porque el bondadoso Purana interrumpía a menudo la contemplación para tomar un trago de agua y un higo. Mas, finalmente, del vientre del segundo sabio emergió también una caña de bambú con sus cincuenta nudos, que correspondían a los cincuenta años de su vida. En lo más alto apareció también la Necesidad, pero entre las nieblas en que se encontraba, le pareció que sonreía agradablemente, y él le contestó con una sonrisa no menos agradable.
—¿Quién eres, amable deidad? —preguntó.
—Soy la Necesidad, que ha regido los cincuenta años de tu vida... Todo cuanto has hecho no lo hiciste tú, sino yo, pues tú no eres sino una hoja arrastrada por la corriente, mientras que yo soy la señora de todos los movimientos.
—Bendita seas —dijo Purana—. Veo que no en vano vine a ti. Sigue cumpliendo tu obra por lo que a ti se refiere y por lo que se refiere a mí. Te observaré sumido en agradable contemplación.
Y se sumió en el sopor, con una bienaventurada sonrisa en los labios. Así siguió su agradable contemplación. De cuando en cuando alargaba la mano a la calabaza del agua o recogía un fruto caído a sus pies. Pero cada vez lo hacía con menos placer, pues el sopor contemplativo le dominaba cada vez más, los frutos más próximos se habían acabado y para alcanzar otros del árbol tenía que hacer un esfuerzo.
Finalmente, se dijo:
—Soy vanidoso, me he alejado mucho de la verdad y por eso me entrego a vanas preocupaciones. ¿Será ésta la causa de que la deidad no me haga sus revelaciones? Ante mí, en el árbol, hay un fruto maduro y mi estómago está vacío... Pero la ley de la Necesidad dice que, donde hay un estómago hambriento y un fruto, este último entra obligatoriamente en el estómago... Así pues, buena Necesidad, me someto a tu poder... ¿No reside en ellos el bienestar supremo?
Y se entregó ya a una contemplación completa, como Darnu, esperando que la necesidad se realizase por sí misma. Para aliviarle un tanto la tarea, se volvió hacia la higuera y abrió la boca...
Esperó un día, otro, un tercero... Poco a poco se extinguió la sonrisa de su rostro, su cuerpo enflaqueció, desapareció la agradable redondez de su cuerpo, la grasa que había bajo su piel se agotó y los tendones quedaron de manifiesto. Cuando, por fin, el fruto hubo madurado y cayó, dándole a Purana en la nariz, el sabio no se dio cuenta de la caída ni sintió el golpe... Otra pareja de tórtolas hizo el nido en los pliegues de su turbante, las crías no tardaron en piar y los hombros de Purana se cubrieron en abundancia con su excrementos. Y cuando la exuberante vegetación llegó hasta él, ya no se podía distinguirle de su compañero: eran iguales el rebelde sabio que había luchado contra la Necesidad y el sabio benigno, que se había sometido a ella por completo.
En el templo se hizo un silencio completo en el cual el brillante ídolo contemplaba a ambos sabios con su sonrisa extraña y enigmática.
Se desprendían y caían los frutos de los árboles, rumoreaba el arroyo, las blancas nubes cruzaban el cielo azul y se asomaban al interior del templo, pero los sabios seguían sin mostrar el menor indicio de vida: uno en la bienaventuranza de la negación y el otro en la bienaventuranza de la sumisión a la Necesidad.
—Pobre Darnu —decía la implacable deidad—, ¡sabio miserable! Pensabas escaparte de mí, confiabas en librarte de mi yugo y, convertido en un leño inmóvil, comprar así la conciencia de la libertad interna...
—Sí, soy libre —contestó mentalmente el terco sabio—. De entre la infinidad de tus servidores, yo soy el único que no cumple los mandamientos de la Necesidad...
—Mira aquí, pobre Darnu...
Y de súbito, ante su mirada interna volvió a revelarse el sentido de todas las inscripciones y cálculos de las paredes del templo. Las cifras cambiaban suavemente, aumentaban o disminuían por sí mismas, y una de ellas atrajo particularmente su atención. Era la 999.998. Y mientras la miraba, de pronto, otras dos unidades cayeron sobre la pared, y la larga suma empezó a transformarse suavemente. Darnu se estremeció y la Necesidad volvió a reírse.
—¿Has comprendido, pobre sabio? Entre cada cien mil ciegos servidores míos, siempre hay un terco como tú y un perezoso como Purana... Los dos vinisteis a mí... Os saludo, sabios que habéis completado mis cálculos...
Entonces de los turbios ojos del sabio se desprendieron dos lágrimas que corrieron por sus secas mejillas y cayeron al suelo como dos frutos maduros del árbol de su vieja sabiduría.
Fuera del templo todo seguía como antes. El sol brillaba, soplaban los vientos, los hombres del valle se dedicaban a sus quehaceres, en el cielo se juntaban los nubarrones... Al pasar sobre las montañas se hacían más pesados y perdían fuerza. En las alturas estallaba la tormenta...
Y de nuevo, como ocurría en otros tiempos, un necio pastor de la vertiente vecina llevó allí su rebaño, mientras que del otro lado traía el suyo una joven y necia pastora. Se encontraron junto al arroyo y el nicho desde el que los miraba la deidad de la extraña sonrisa, y mientras la tormenta descargaba sus truenos se abrazaron y arrullaron tal y como habían hecho 999.999 parejas en idéntica situación. Y si el sabio Darnu hubiera podido ver y oír, seguramente habría dicho, desde la altivez de su sabiduría: «¡Estúpidos! No lo hacen para ellos mismos, sino para complacer a la Necesidad».
La tormenta pasó, la luz del sol jugó de nuevo entre la verdura, cubierta todavía por las brillantes gotas de la lluvia, e iluminó el interior del templo, que antes se había quedado oscuro.
—Mira —dijo la pastora—: dos nuevas figuras que antes no estaban aquí.
—Calla —replicó el pastor—. Los viejos dicen que se trata de adoradores de una antigua deidad. Por lo demás, no pueden hacernos daño... Quédate con ellos mientras yo reúno tus ovejas.
Salió y ella se quedó con el ídolo y los dos sabios. Y como sentía cierto miedo y, además, rebosaba joven amor y entusiasmo, no podía permanecer quieta; iba y venía por el templo y cantaba en alta voz canciones de amor y de júbilo. Cuando la tormenta se hubo calmado por completo y los bordes del oscuro nubarrón se ocultaron tras las lejanas cumbres de las montañas, recogió un ramo de flores, todavía mojadas, y se las ofreció al ídolo. Para disimular la desagradable sonrisa de éste, le puso en la boca una nuez silvestre unida a su rama.
Después de esto lo miró y rompió en sonora risotada.
Esto le parecía poco. Sintió el deseo también de adornar con flores a los sabios. Mas como sobre el buen Purana seguía el nido con las crías, se fijó en el severo Darnu, cuyo nido ya estaba vacío. Retiró el nido, limpió el turbante, los cabellos y los hombros del anciano del excremento del ave que le cubría y le lavó su cara con agua del arroyo. Pensaba que así pagaba a los dioses la protección y felicidad que le dispensaban. Y como esto también le pareció poco, poseída de júbilo como se encontraba, se inclinó y, de pronto, el bienaventurado Darnu, que se encontraba en el umbral mismo del Nirvana, sintió en sus secos labios el fuerte beso de una mujer estúpida...
Poco después volvía el pastor con la última de las ovejas y ambos se alejaron, entonando una alegre canción.
—Ellos se sometían a la Necesidad...
Una hora después:
—Pero, después de todo, también yo me sometí a ella...
La tercera hora trajo una nueva premisa:
—Al arrancar el fruto, cumplí la ley de la Necesidad.
La cuarta:
—Pero al renunciar a él, cumplo sus intenciones.
La quinta:
—Ellos, que son necios, viven y aman, mientras que el sabio Purana y yo nos morimos.
La sexta:
—En esto puede que se revele la Necesidad, pero hay muy escaso sentido.
Después, el pensamiento, ya despierto, se levantó definitivamente y empezó a llamar a las otras facultades, aún dormidas:
—Si Purana y yo morimos —se dijo el sabio Darnu—, esto será inevitable pero estúpido. Si consigo salvarme y salvar a mi compañero, esto también necesario, pero inteligente. Salvémonos, pues. Para ello hace falta voluntad y un esfuerzo.
Trató de buscar en sí la pequeña chispa de libertad que no había acabado de extinguirse. La obligó a levantar sus pesados párpados.
La luz del día irrumpió en su conciencia lo mismo que entra en un edificio cuando se abren las ventanas. Lo primero que vio fue la figura sin vida de su compañero, con la cara petrificada y la última lágrima en la mejilla. Entonces en el corazón de Darnu se alzó tal sentimiento de piedad hacia su desgraciado amigo, que la voluntad se movió en él con más diligencia todavía. Acudió a sus brazos y éstos empezaron a moverse; luego los brazos ayudaron a las piernas... Para todo esto se necesitó mucho más tiempo que el invertido por sus pensamientos. Sin embargo, a la mañana siguiente la calabaza de Darnu estaba, llena de agua fresca, en los labios de Purana, y un trozo de dulce fruto acabó por entrar en la boca abierta del bondadoso sabio.
Entonces se pusieron en movimiento por sí mismas las mandíbulas de Purana, y éste pensó: «Oh, benéfica Necesidad! Veo que empiezas tu promesa». Mas luego, al advertir que junto a él tenía no a la deidad, sino a su compañero Darnu, dijo, un tanto ofendido:
—A las ocho montañas y los siete mares, al sol y los santos dioses, a ti, a mí, al universo, todo lo mueve la Necesidad... ¿Para qué me has despertado, Darnu? Ya estaba en el umbral del bienaventurado reposo.
—Pero parecías muerto, amigo Purana.
—Quien no ve, como el ciego, quien no oye, como el sordo, quien, como el árbol, es incapaz de sentir y moverse, ha alcanzado el reposo... Dame otro trago de agua, amigo Darnu...
—Bebe. Purana. Todavía veo la lágrima en la mejilla. ¿Fue la felicidad del reposo lo que la hizo verter?
Después de esto, los sabios ancianos invirtieron tres semanas en acostumbrar sus labios a la bebida y la comida, y sus miembros al movimiento, y durante estas tres semanas durmieron en el templo, dándose el uno al otro el calor de sus cuerpos hasta que las energías volvieron a ellos.
Al comienzo de la cuarta semana se encontraban en el umbral del destruido templo. Abajo, a sus pies, se extendía el verdor de las faldas de la montaña, que bajaba en escalones hasta el valle...
Muy lejos, abajo, se dibujaban las curvas del río, las manchas blancas de las casitas de aldeas y ciudades en las que los hombres vivían su vida ordinaria, se entregaban a sus preocupaciones y pasiones, al amor, a la cólera y al odio, donde la alegría era reemplazada por el dolor y el dolor era curado por una nueva alegría, y donde, entre el estruendoso torrente de la vida, los hombres levantaban los ojos al cielo buscando las estrellas que les sirviesen de guía... Los sabios se quedaron mirando el cuadro de la vida desde el umbral del viejo templo.
—¿Adónde vamos, amigo Darnu? —preguntó Purana, cegado por la luz—. ¿No hay indicaciones en las paredes del templo?
—Deja tranquilos el templo y su deidad —contestó Darnu—. Si vamos a la derecha, nos sometemos a la Necesidad. Y lo mismo ocurrirá si vamos a la izquierda. ¿No has comprendido, amigo Purana, que esta deidad toma como leyes suyas todo cuanto nuestra elección decide? La Necesidad no es la señora de nuestros movimientos, se limita a tomar nota de ellos. Lo único que hace es registrar lo que hubo. Pero lo que todavía debe ser se realizará a través de nuestra voluntad...
—Quiere decirse...
—Quiere decirse que dejaremos a la Necesidad entregada a sus cálculos. Nosotros elegiremos el camino que nos conduce al lugar donde viven nuestros hermanos.
Y los dos sabios descendieron con paso alegre de las altas montañas hacia el valle donde la vida de los hombres transcurría entre preocupaciones, amores y amarguras, donde la risa estallaba y se vertían lágrimas...
—... Y donde vuestro administrador, ¡oh Kassapa!, cubre de verdugones la espalda del esclavo Jevaka —añadió el sabio Darnu, con una sonrisa de reproche.
Esto es lo que el jovial anciano Ulaya contó al joven hijo del rajá Lichavi, que había caído en la inacción del abatimiento... Darnu y Purana sonrieron, sin negar ni confirmar, y Kassapa, después de escuchar el relato, se alejó pensativo hacia la casa de su padre, el poderoso rajá Lichavi.
Periodista, panfletario, crítico de arte, novelista, cuentista y autor dramático, es una de las figuras más originales de la literatura francesa de la Belle Époque. Fue el prototipo del escritor comprometido, libertario e individualista. Puso en entredicho a la sociedad burguesa, a la economía capitalista y a las formas literarias tradicionales. Rechazó el naturalismo, el academicismo y el simbolismo y su camino transcurrió entre el impresionismo y el expresionismo.
El día que quedó plenamente comprobado que François no podía trabajar más, su mujer, mucho más joven que él y muy viva, con dos ojillos brillantes de avara, le dijo:
—¡Qué quieres, mi hombre!... Por mucho que pases las horas lamentándote... Todo tiene un final en esta vida... Eres viejo como el puente del Bernache... tienes casi ochenta años... tienes los riñones nudosos como un viejo tronco de olmo... Tienes que tomar una determinación... descansa...
Y aquella noche no le dio de comer. Cuando vio que el pan y la jarra de vino no estaban sobre la mesa como de costumbre, François sintió frío en el corazón. Y con voz temblorosa, una voz humillada que imploraba, dijo:
—Tengo hambre, mujer... me gustaría comer un bocado...
—¡Tienes hambre!... tienes hambre..., es una lástima, mi pobre viejo... no puedo hacer nada... Cuando uno no trabaja... no tiene derecho a comer... hay que ganar el pan que uno se come... ¿No es cierto?... Un hombre que no trabaja no es un hombre... es nada de nada... es menos que una piedra en un jardín... menos que un árbol muerto sobre un muro...
—Pero, puesto que no puedo... lo sabes muy bien... —objetó el buen hombre— me gustaría trabajar... pero no puedo... las piernas y los brazos no quieren trabajar más.
—¿Te reprocho yo algo?... ¿Es culpa mía, vamos ver?... Hay que ser justo en todo... Yo soy justa... Cuando has trabajado, has comido... Ya no trabajas... muy bien, pues ya no comes... Esa es la cuestión... ¡No hay nada que decir!... Tan claro como que dos y dos son cuatro... ¿Guardarías en el establo, con el pesebre lleno y avena en el comedero a un viejo jamelgo que no se mantuviera sobre las patas? ¿Lo guardarías?...
—¡No, claro está! —respondió lealmente François al que esta comparación pareció consternar por su implacable exactitud...
—¡Entonces!... ¡Ya ves! ¡Hay que tomar una determinación!...
Y, con voz burlona, le recomendó:
—¡Si tienes hambre, cómete un puño... y guarda el otro para mañana!...
La mujer iba y venía por la habitación muy pobre pero muy limpia, ordenándolo todo para adelantar el trabajo del día siguiente —pues a partir de ahora tendría que trabajar por dos—, y para no perder tiempo, desgarraba con mordiscos rápidos un trozo de pan moreno y una manzana aún verde que había recogido bajo los árboles, en el patio...
El viejo la miró con ojos tristes, con ojillos parpadeantes que, por vez primera probablemente, supieron lo que es una lágrima. Sintió pasar sobre él, sobre sus viejos huesos anquilosados, una inmensa y pesada angustia, pues sabía que ninguna discusión, ninguna súplica podrían conmover a aquel alma más dura que el hierro. Sabía que aquella terrible ley que le aplicaba, la habría aceptado para sí misma, sin ningún desfallecimiento, pues era estricta, simple y leal como el crimen. Sin embargo, se atrevió a decir, sin convicción, y con una mueca solapada en los labios:
—Tenemos algunos ahorros...
Vivamente, la mujer exclamó:
—¡Algunos ahorros! ... ¡Algunos ahorros!... ¡Ah, muy bien, gracias! ¿Has perdido la cabeza, verdad? Si hubiera que tocarle a nuestros ahorros, ¿dónde iríamos, me lo quieres decir?... Y el hijo para el que los hemos guardado ¿qué diría? ... No, no... ¡Trabaja y tendrás pan... No trabajas y no tendrás nada! Es justo... ¡así es como debe ser!...
—¡Está bien!... —dijo François.
Y se calló, con la mirada ávidamnte clavada en la mesa vacía y que a partir de ahora estaría siempre vacía para él... Encontraba aquello duro, pero en el fondo lo encontraba justo, pues su alma de ser primitivo no había podido elevarse jamás de las tinieblas esquivas de la Naturaleza al luminoso concierto del Egoísmo humano y del Amor.
Se incorporó trabajosamente, dando pequeños gritos de dolor: «¡Oh! ¡mis riñones! ¡oh! ¡mis riñones!» Y entró en la habitación contigua, cuya puerta se abría completamente oscura ante él, como una tumba.
Él, que no había soñado jamás, soñó esa noche con su última cabra. Era una cabra muy vieja, muy dulce, muy blanca, con cuernecillos negros y una larga perilla similar a la de los diablos de piedra que brincan sobre la portada de la iglesia. Después de haber dado durante mucho tiempo lindos cabritos y buena leche, su vientre se había quedado estéril, y sus pobres ubres se habían secado. No costaba nada, no obstante, en alimento ni en lecho de paja, y no molestaba a nadie. Atada a una estaca todo el día, a unos metros de la casa, ramoneaba las puntas del árgoma de la landa comunal y se paseaba tanto como le permitía la longitud de su cuerda, balando alegremente a las personas que pasaban a lo lejos, por el sendero. Habría podido dejarla morir también. Pero la había degollado una mañana, porque es necesario que todo lo que ya no produce nada, leche, semillas o trabajo, desaparezca y muera. Y veía de nuevo sus ojos de cabra, sus ojos tiernamente asombrados, sus dulces ojos llenos de afectuoso y moribundo reproche cuando, sujetándola abatida entre sus piernas apretadas, le urgaba en el cuello sangrante con el cuchillo. Al despertarse, con el pensamiento aún ocupado por el sueño, François murmuró:
—Es justo... Un hombre es un hombre, como una cabra es una cabra... No tengo nada que decir... ¡es justo!...
Cuando se iba a trabajar por la mañana, su mujer lo encerraba dándole tres vueltas a la llave. Por la noche, cuando volvía, no le decía nada, ni lo miraba siquiera, y se acostaba cerca del lecho, en un jergón, donde se quedaba dormida con un sueño pesado, un sueño que ninguna pesadilla, ni ningún despertador interrumpía. Desde por la mañana temprano se entregaba a sus faenas ordinarias, con la misma actividad tranquila, con el mismo sentido de orden y de limpieza.
El domingo siguiente lo empleó en reunir la ropa del viejo, la arregló, y la colocó cuidadosamente en un rincón del armario. Por la tarde fue a buscar al cura con el fin de que le administrara los últimos sacramentos a su hombre, pues sentía que el final estaba cerca.
—¿Qué es lo que tiene pues, François? —preguntó el cura.
—Tiene vejez... —respondió la mujer con tono perentorio... Tiene la muerte, pues... le ha llegado su hora al pobre viejo.
El sacerdote ungió los miembros del anciano con los óleos sagrados y recitó algunas oraciones.
—Él creía que iba a vivir más... —dijo al retirarse.
—¡Le ha llegado su hora! —repitió la mujer...
Y al día siguiente, cuando entró en el cuarto, ya no oyó esa especie de pequeño ronquido, de pequeño glú glú que salía de la nariz del viejo como si fuera una botella que se vacía. Le tocó en la frente, en el pecho, en las manos y lo encontró frío.
—¡Se ha muerto! —dijo con emoción, pero con un tono de grave respeto.
Los párpados de François se le habían vuelto en el momento de la agonía final, y dejaban ver unos ojos empañados, sin vida. Se los bajó con un movimiento rápido del pulgar, luego miró pensativa unos segundos al cadáver, y pensó:
—Era un hombre ordenado, ahorrativo, animoso... Se ha portado bien en la vida... ha trabajado bien... Voy a ponerle una camisa nueva, su traje de novio, un paño bien blanco... y luego... si el hijo quiere... podríamos comprarle una concesión de diez años en el cementerio... como un rico.
Ha fallecido Ronnie James Dio.
No fue uno de los grandes (Rainbow no era Deep Purple, Ronnie no era Ozzy Osbourne ni DIO fue Black Sabbath), pero fue uno de esos secundarios de lujo necesarios para escribir la historia del Rock.
Ronnie en su época de vocalista de Rainbow, el grupo de Ritchie Blackmore cuando se fue de Deep Purple.
"Heaven and hell"
Su época en Black Sabbath, cuando entró a sustituir a Ozzy Osbourne.
"Rainbow in the dark"
Aquí con DIO, su propio grupo, sonido ya puramente Dio.
"Holy Diver"
El tema que dio título al primer disco de Dio, todo un clásico.
Novelista vallisoletana, fue también cuentista, poeta y ensayista. Bebe de las vanguardias de los años 30 del siglo XX, del modernismo a la nouveau roman. Su estilo se fundamenta por un lado en una sólida prosa descriptiva, y por el otro en una cuidada composición psicológica de los personajes, siguiendo así la máxima de quien ella consideraba su maestro, Ortega y Gasset, de inventar "almas interesantes" antes que acciones. Así, la introspección y el intimismo son una constante en su obra.
Este cuento pertenece a "Sobre el piélago", publicado en 1952.
No diré el nombre ni la situación geográfica de la ciudad donde viví esta aventura: diré solamente que había ido a ella por amor. Pero no se entienda que fue alguna vicisitud amorosa lo que me llevó hasta allí. No: yo había ido a aquella ciudad por amor a ella.
Si enumerase aquí los datos que le habían hecho alcanzar tanto prestigio en mi imaginación, podría parecer mi inclinación hacia aquella ciudad cosa perversa o insana, pues, en realidad, lo que me atraía era su renombre de lugar de perdición. Y es el caso que entre los secretos designios que durante tanto tiempo estuve abrigando, no figuraba el de arrojarme en su torbellino para dejarme perder, ni tampoco el de pasar inconmovible por entre sus tentaciones. Era otra cosa lo que deseaba: quería ver, únicamente, contemplar algo que sabía que había de darse allí. Yo había intuido, no sé por qué, que entre sus arenas y escorias encontraría de pronto un residuo brillante, estaba seguro de que la floresta de pecado que la cubría podría ser de algún modo decantada; yo sabía que los vapores, los líquenes y salitres del mal, por su misma acumulación, llegarían a adquirir en ella una dureza pétrea, llegarían a cristalizar, dejando paso a la luz a través del propio ser de su impureza. Quería, en fin, descubrir su virtud, quería, no redimirla del pecado, sino encontrar en ella la redención del pecado mismo.
Muchas veces, en otros países, había cantado sus canciones, creyendo que al oír en mi propia voz su acento, brotaría ante mí la revelación, único espejismo que no es falaz. Pero el eco de mi voz era demasiado el eco de mi voz. Quiero decir que como respuesta sólo obtenía la onda apasionada que mi voz había emitido, y, sin embargo, mi voz había seguido fielmente una melodía y un ritmo dados. Había copiado, leído un misterio que provenía de allí. En fin: era preciso ir a ver, y fui.
Nada más llegar, comprobé que el trazado de sus avenidas, su clima, su luz, eran tal como yo los había imaginado. Es posible que haya quien sostenga que posee como otras ciudades monumentos y edificios públicos, que en su recinto hay casas con habitaciones donde se extiende un mantel blanco al mediodía, y que sobre todas estas cosas se arroja el sol, iracundo: yo todo eso lo ignoro. Yo la encontré como la esperaba, yo no vi más que la noche de sus recovas, y pude leer en ella palabras terribles e incomprensibles, escritas con letras luminosas, por las que circulaba el gas ígneo, vibrando de impaciencia. Yo me abandoné a sus puertas giratorias, cuyas hojas pasan inapelablemente y empujan y dejan del otro lado. Pasé por todas, y una vez dentro mi mente se dilató pasiva, superficial y tersa como un espejo, donde las maravillas elementales iban reflejándose, mirándose más bien, porque yo no necesitaba mirarlas: todas me eran conocidas, y cuanto más conocidas, más maravillosas las encontraba, pues sólo el que ha visto más de cien veces el doble fondo de las maravillas, el que ha osado entrar en sus cavernas, el que se ha aventurado por sus gargantas, el que se ha dejado arrastrar, precipitar o sacudir por sus máquinas, siempre con éxito, esto es, con emoción, sólo ése posee el verdadero conocimiento: el que hace que el saber cómo son y en qué consisten no merme en nada la dimensión de su misterio. Poseyendo este conocimiento, la inteligencia y la razón, enteramente sumisas a la fe, quedan deslumbradas por el iris de la magia, que es la más ardiente reverberación de la esperanza.
Pero en fin, no hay por qué hablar de mis conocimientos. ¿Podría la idiosincrasia de un hombre servir de pretexto a un prodigio? Describiré someramente, algo de lo que vi al principio, antes de llegar a la ofuscación.
No estaba excluido de allí el lado más pueril del goce, como es la calesita con música de esquilas, con flecos de cristal sobre las grupas de los caballos blancos; se podía girar en ella indefinidamente y nada más. Luego había también casetas de tiro al blanco con escopetas que disparaban proyectiles de luz. El blanco donde se apuntaba era un espejo que tenía el poder de absorber a través de la oscuridad de la noche la imagen de las aves que pasaban por el cielo. Había que apuntar bien y esperar que pasase un pájaro, y sólo pasaban pájaros nocturnos que caían irremediablemente si recibían el impacto de aquella luz mortífera. Pero caían lejos y caían en el agua porque la ciudad estaba situada en la costa de un río. Entonces, del puerto mismo, descendiendo por unos rieles, partía una barquilla en la que podía uno meterse con tres o cuatro perros mecánicos insumergibles que había que poner a flotar y que derivaban por la corriente difundiendo en el aire ladridos monótonos de duración limitada.
Casi nunca se llevaba a efecto la búsqueda del pájaro caído, porque otras mil peripecias desviaban el curso de la barquilla, que se perdía a veces en el laberinto de un delta, cuyas emanaciones hacían olvidar todo propósito anterior. El olor de los limos se levantaba en olas densas, desprendiéndose de las ondas oleosas del agua, que curvaban insistentemente los juncales y arrastraban pesadas plantas flotantes. Como un beleño irresistible, el cieno, quintaesenciado, hacía brotar visiones semejantes a las de la embriaguez, y entre las matas, húmedas por haber estado sepultadas bajo las ondas, se veían cabañas iluminadas y habitadas por seres que contrastaban con los rústicos techos de paja y con lo ilógico de su situación, porque eran hombres y mujeres del siglo, correctamente, refinadamente, exquisitamente vestidos. Salían y entraban, paseaban enlazados, bailaban al ritmo de una música que sonaba dentro de las cabañas y a veces desaparecían entre las matas iluminadas a trechos por luces verdes o de color grosella que dejaban, entre unas y otras, zonas de profunda sombra donde las parejas blancas —hombres admirables, mujeres fulgurantes de joyas— se abandonaban sobre lechos de césped o de oscuridad.
Al avanzar la barquilla, el agua que desplazaba invadía aquel mundo y lo cubría totalmente, pero cuando retrocedía la onda, aparecía de nuevo sin que se hubiese apagado ni la música, ni las luces, ni el clima de los abrazos.
Pero el que iba en la barquilla no podía nunca entrar allí, no podía saltar ni echarse al agua: si lo hacía, dejaba de verlo todo, revolvía el cieno y la visión se enturbiaba. Aquello sólo se podía ver desde arriba, en una palabra, desde un mundo distinto.
Con lo dicho basta para dar a entender que todo era como yo lo había soñado. No descubriré los vanos o puntos muertos que tuve que atravesar a veces para ir de un lado a otro. En algún momento desfallecí y creí que no tenía sentido continuar, pero no pude detenerme, seguí llevado por la inercia. En algún otro instante creí que iba a alcanzar la cúspide desde donde se abarca la visión cegadora, pero el instante pasó sin llegar a culminar en nada. De pronto me sentí confundido entre los demás, atropellado, llevado por una multitud que se precipitaba con torpeza por un callejón de tablas, apelotonándose en la estrechez de aquel reducto con movimientos propios de otras especies zoológicas. Acaso montándose los unos sobre los lomos de los otros... quién sabe si yo mismo, sólo recuerdo los choques de aquel tropel, como un lenguaje desusado, pero no incomprensible, puesto que me persuadía, me transformaba, me adaptaba a una ansiedad irracional apenas iluminada por la preconcebida ilusión.
Al fin, aquella multitud se desparramó buscando asiento en unos bancos inseguros, y yo entre ella logré alcanzar uno de las primeras filas, cerca del tablado. Estábamos dentro de un barracón oscuro; la lona del techo quedaba sostenida por dos mástiles plantados en medio, y las vertientes que formaba, desde el centro hasta las paredes, eran curvas, abombadas, como si soportaran un peso: la noche reposaba blandamente extensa sobre ellas.
En el tablado había unas formas cúbicas que en la penumbra del recinto era difícil precisar. Por entre las cortinas del fondo salió una muchacha abrochándose una bata de enfermera y empezó a hablar al público. Preguntó primero si había alguien que quisiera consultar algo. Tuvo que repetir la pregunta varias veces. Al fin, dos o tres personas se removieron en los bancos y la muchacha les dijo que se acercaran. Les hicieron hueco en la primera fila. Tenían que meditar bien lo que fuesen a preguntar, porque la respuesta sería únicamente sí o no. Además, ese sí y ese no serían imperceptibles para el oído, pues la sibila no podía emitir sonido alguno: la respuesta tenía que ser formulada únicamente con el movimiento de los labios.
Al llegar a ese punto de su explicación, la joven oprimió un conmutador eléctrico, y un foco pálido, como de luz lunar, cayó sobre el tablado; entonces se pudo ver que la forma cuadrangular que había en medio era una especie de armario esmaltado de blanco, con las esquinas redondeadas, asegurada la puerta con profusión de llaves metálicas y que de los costados partía una red de cables que llegaban a otros armarios. En ellos, a su vez, llaves, esferas con agujas movedizas, conmutadores.
La joven reanudó su explicación: dijo que la sibila se había prestado voluntariamente a aquella prueba. El sabio que había llevado a cabo el experimento había sucumbido, víctima de las fuerzas mortíferas con que había vivificado la cabeza de la sibila, habiendo logrado hacer de ella el cerebro perenne. ¿Cómo había concebido este sabio tan grandioso propósito? Muy sencillamente... Esta frase también la repitió la muchacha dos o tres veces, paseándose de un lado a otro del tablado. Se dirigía al público de la derecha y al de la izquierda, y decía: "Muy sencillamente... Muy sencillamente..." Su voz era maquinal, mercenaria, y esto mismo demostraba que el prodigio que íbamos a ver allí era igual que los que se ven en cualquier otra ciudad, en cualquier otra barraca; todo era completamente igual, sin más que una única diferencia: la de que aquí el prodigio era verdadero.
El sabio había concebido el propósito... Mientras hablaba, la muchacha oprimió el segundo conmutador y la puerta del armario empezó a abrirse lentamente; luego, siempre explicando, fue hacia los armarios laterales y maniobró en ellos. En contraste con la lentitud de la puerta que se abría, mil ruidos presurosos llenaron el ambiente. Sin que se viese lo que había entrado en movimiento, se oyó correr algo que sonaba, como un trencito de juguete, y al mismo tiempo por toda la escena vibraron chispas que se encendían en las conjunciones de ciertos polos, zumbando, como las alas vítreas de las moscas presas en la telaraña. Mi atención fue fascinada un momento por aquellas chispas, pero enseguida volví a mirar el armario. La puerta estaba enteramente abierta, y dentro, entre paredes de una blancura desolada como de hielo, la cabeza de una mujer aparecía con los ojos cerrados, no dormida ni muerta, sino simplemente detenida en su energía mínima. Energía que no podía percibirse más que en la tensión de las facciones que no denotaban relajamiento, peso ni flaccidez. Su quietud, como la quietud de una estatua, representaba la vida y la vida de alguien, pues, aunque sus rasgos eran muy correctos, no tenían una corrección abstracta: eran personales como los de una cabeza romana. El pelo estaba amontonado encima del cráneo, parecía que lo hubiesen recogido allí con una mano mientras con la otra la decapitaban.
Todo esto puedo describirlo porque lo observé antes de que abriera los ojos: después abrió los ojos.
Naturalmente, no volví a prestar atención a lo que decía la explicadora, pero la oía, sabía que sus palabras iban cayendo en mi oído y que alguna vez llegarían a serme comprensibles. En aquel momento sólo encontraba sentido en una, aunque me pareciese convencional y tópica. No comprendía por qué al hablar de ella decía la sibila y al mismo tiempo comprendía que no podía llamarla de otro modo. Al levantar los párpados había descubierto una extensión de sabiduría por la que podían aventurarse todas las preguntas; todas—las simples cuestiones de los humanos, que esperaban allí, en primera fila, el momento de acercarse a hablarla.
Fueron subiendo al tablado uno tras otro. Hablaban tan bajo que sus voces no llegaban hasta los bancos, pero se veía la respuesta. La cabeza decía sí o no con los labios. Ni el menor aliento pasaba a través de ellos. Y todos, los que estábamos cerca como los que estaban lejos, por un aguzamiento extremo de la atención, percibíamos distintamente las dos palabras, como perciben el lenguaje los sordomudos: la boca se distendía ligeramente en la afirmación y se retraía en la negación, con movimientos leves pero irrevocables. Y los que preguntaban, bajaban del tablado después de haber obtenido la respuesta, unos abrumados, otros llenos de esperanza.
Al fin, la muchacha de la bata blanca oprimió el conmutador y dijo: "Ha terminado". La cabeza cerró los ojos y la luz lunar se extinguió, la masa humana volvió a estrujarse en otro callejón y salió al aire libre.
Me encontré de nuevo en un vacío áspero, casi insoportable. Los ruidos del exterior me resultaban tan colosales que mis sentidos no podían registrarlos; sólo percibía mis pasos en la grava del suelo, el chisporroteo de las estrellas y el manto de claridad que algunos focos extendían a distancia. Llegar hasta ellos era empresa sobrehumana, era atravesar un océano de arena. Acaso la distancia aquella podía medirse con unos treinta pasos, pero no sé cuánto tardé en franquearla. Bebí ávidamente un vaso del alcohol más bronco, y lo sentí llegar hasta la punta de los dedos, como si se esparciese por mis venas, de donde la sangre se hubiese retirado. Esperé que la ola de calor iluminase mi inteligencia: quería comprender lo que había visto, concentrarme en la contemplación del fenómeno. Pero me ocurría que al mismo tiempo que me reconocía enteramente poseído por la impresión de lo que acababa de ver, otra imagen me acosaba, enteramente extraña a todo ello, trivial aparentemente, de procedencia insospechable. Sólo discernía que era una imagen antigua, un recuerdo de una época anterior, pertenecía al mundo de donde yo había venido, acaso al tiempo en que mi deseo de venir era más loco. Y no podía comprender por qué aparecía ahora, por qué reclamaba mi atención, que estaba enteramente embargada por el presente, como si tuviera un antiguo derecho, como si quisiera interponerse entre mi pensamiento y la otra imagen.
Bebí con tesón, como quien añade combustible a una lámpara. La imagen intrusa era tan trivial que decidí aniquilarla mediante el análisis. Era probablemente un cromo, un calendario antiguo, la estampa de uno de esos rompecabezas de dados. Era una mujer envuelta en pieles resbalando en un trineo por las estepas de Rusia... Era esto y nada más. Creí poder desecharla. Volví a concentrarme en la imagen de la mujer decapitada, recorriendo sus rasgos, sumergiéndome en su silencio: inútil, la imagen trivial reaparecía, y, lo que es más, le robaba a la otra su clima. Aquella imagen de una mujer lujosa, entre la neblina de un manto de chinchilla, con un ramo de violetas en el pecho —cada vez distinguía más detalles—, se rodeaba de un aura idéntica a la de la cabeza sin voz ni aliento.
Salí a la puerta del bar con el vaso en la mano. Los focos proyectaban en el suelo la sombra de las hojas de los plátanos. Aquella sombra, ¡también!, también aquella sombra en el suelo tenía el mismo clima. Di algunos pasos y me paré bajo el árbol, me detuve allí como se detiene uno a hablar cuando va con alguien, y creí oír una voz grave y noble diciéndome en una lengua que no era la mía: "Este año vimos en Rusia..."
El enigma quedó descifrado, el cromo desapareció de mi fantasía y sus valores ficticios fueron sustituidos por los del recuerdo real. El paisaje de Rusia se redujo a una palabra, el ramo de violetas a un perfume, la sombra de las hojas de los plátanos a una avenida de castaños.
¡Qué penoso, qué arduo me fue recordar desde el delirio la vigilia y la lucidez! Recordar lo que había sido yo, yendo por aquella avenida junto a una mujer real, que hablaba y me contaba un mero hecho de su observación, me producía terror y vértigo. Desde mi situación actual, empapado en el alcohol de un prodigio verdadero, el recuerdo de aquel paseo por una realidad llena de ignorancia, era una imagen pavorosa, y lo contemplé con terror de mi nueva comprensión que ahora podía penetrarla.
Apoyé la espalda en el tronco del árbol y mentalmente nos seguí. Vi cómo íbamos con paso largo y lento bajo el ramaje admirable de aquel parque prestigioso, uno de los más prestigiosos del mundo, llegamos hasta un estanque que era como un lecho de agua con una cabecera arquitectónica de piedras ahumadas, entre las que se veían estatuas representando la cruenta historia de Polifemo.
Nos apoyamos en la barandilla. Bajo el agua, entre los troncos de las ninfeas, pasaban lentas carpas, grises. Allí acabó mi amiga de contarme aquella historia que había empezado con las palabras: "Este año vimos en Rusia..." Lo que había visto, en un laboratorio, no era más que la cabeza cortada de un perro que unos investigadores mantenían viva indefinidamente.
Al recordar todo esto desde allí, apoyado en el árbol, no me detuve en los detalles del relato: me hundí en la contemplación del silencio que lo siguió. Recordé cómo había sostenido un momento la mirada de mi amiga, que me dejó ver el fondo de sus ojos bajo sus cejas como dos arcos solemnes, como el dintel de una cripta, y no respondí nada, no pregunté nada: cargué con la confidencia de la soledad que descubrí en su espacio.
Después, todo aquello había resbalado en el olvido: una estepa de olvido me había separado de aquel mundo. Su realidad, llena de ignorancia, había dormido bajo la impiedad helada de mi memoria, y de pronto germinaba, se desarrollaba como la hoja del helecho, que de una apretada voluta desenvuelve un minucioso encaje.
Quedé al fin liberado de la obsesión intrusa y la dejé nuevamente hundirse en el olvido, pero nada más que en sus detalles reales: todo aquello del paseo y de las palabras que ella me dijo. El silencio ya entonces pertenecía al universo de ahora. A la ciudad de los misterios y las maravillas, de los grandes experimentos, de las grandes pruebas.
"Ella se había prestado voluntariamente..." A pesar de ser por completo profano, todo me resultaba perfectamente claro, era muy sencillo, como repetía la explicadora, era una simple acumulación de energía. Había bastado amputar el cuerpo para regular infinitesimalmente la economía del cerebro. En éste se guardaban todos los datos obtenidos por aquél en el transcurso de una vida adulta, pues, claro está, el experimento no se podría efectuar con individuos que no hubieran alcanzado un grado de plena madurez si no quería correr el riesgo de hacer evolucionar el cerebro sobre ciclos limitados, de hacerle desplegar una energía de pensamiento meramente funcional y pobre o defectuosa en el encadenamiento de consecuencias. Tampoco se podría experimentar con individuos que hubiesen empezado ya a descender en la curva de la tensión vital, pues en ese caso el cerebro podía haber acumulado datos impuros, efectos de una materia decadente o relajada. La prueba tenía que efectuarse con un organismo en su punto más alto de potencialidad, pues sólo en ese momento es cuando el acto voluntario, acto íntegramente espiritual, involucra las fuerzas vitales y, por decirlo así, las arrastra y las lleva consigo.
No había formulado la explicadora absolutamente nada de todo esto, pero se sobrentendía. Ella no hablaba más que de la forma en que la cabeza era activada por la energía de tres mil millones de voltios que equivalían exactamente a la fuerza sumada de trescientos mil organismos, esto es, el cerebro perenne podía ser considerado como el cerebro de trescientos mil cuerpos o más bien, como un cerebro de una potencia de trescientos mil. Potencia que permanecía en su circuito sin sufrir descarga alguna, evolucionando dentro de su unidad y manteniendo una actividad ilimitadamente generadora. Así esta fuerza encerrada en sí misma multiplicaba sin parar unidades de experiencia como se multiplican las células, creando una reserva de respuestas para todas las cuestiones posibles.
Trato de hacer comprensible, mediante una explicación ordenada y en lo posible lógica, la enajenación a que me llevaba el comprender. Comprendía hasta la locura, veía hasta la ofuscación lo que había dentro de aquel mecanismo vivo —muy lejos de ser una máquina—, que era algo como una imprevisible floración fuera de las leyes de la naturaleza, o más bien fuera de las leyes usuales, pues sin una ley sobrenatural la armonía infinita de su secreto no seguiría desenvolviéndose. Habían sido necesarias unas circunstancias materiales, unos cuantos detalles contingentes como era el clima helado del interior del armario que impedía que la materia perdiese su integridad, como era aquella energía, implacable como el insomnio, que en todo momento podía hacerle abrir los ojos y atender, pero la ley, estaba en aquel acto que ella se había prestado a efectuar voluntariamente.
Se había prestado: no había otro modo de decirlo, porque a pesar de su abnegación total seguía perteneciéndose. No se pertenecía para sí misma, pero se pertenecía, puesto que permanecía en su voluntad. Era su voluntad la que había llevado a aquella prisión a su memoria: su entendimiento no era más que como el azogue del espejo, copiaba con pureza lo que se le ponía delante.
La extensión arenosa que poco antes había franqueado con esfuerzo, ahora se deslizó bajo mis pies insensiblemente: llegué con facilidad, ingrave, hasta la barraca, pasé por el callejón, que estaba solitario, aunque algo quedaba en él de la opresión anterior, pero atravesé su oposición como cuando se va contra el viento: llegué hasta el tablado. No creo haber tenido que subir las gradas; más bien me parece recordar que venía ya en un plano que correspondía exactamente a la altura de los armarios. Sin titubear toqué la manivela que provocaba la luz lunar—, las chispas presurosas y el lento abrirse de la puerta: ya ante ella, esperé que levantase los párpados.
Abrió los ojos y enseguida vio que mi pregunta no exigiría que moviese los labios; entonces alzó los párpados con aquella amplitud desoladora que yo ya conocía de otro tiempo y me dejó contemplar la cripta de su memoria, en la que un incesante laborar renovaba formas infinitas.
Formas... Vi dentro de sus ojos como quien ve el pasado en una esfera de cristal, nacer, morir, arder, padecer, florecer formas que eran su forma, pero no una forma que simplemente había tenido, sino una que había concebido o logrado. Una forma sublime que estaba dentro de ella y que era como si estuviese ante ella, porque ella, aun teniéndola en sí la contemplaba y aun conteniéndola no la poseía. Ella no podía poseer nada, porque se había prestado a sí misma voluntariamente, pues sólo a ese precio se logra concebir la forma en que el pecado se redime, sólo al precio de la abnegación, al precio del martirio se logra hacer florecer las formas salvadas.
El espectro de su cuerpo actualizaba sin reposo todos sus instantes anteriores, los que habían sido, como los que no habían llegado a ser, pues ahora, en su mundo potencial, todos eran lo mismo. Su cuerpo estaba allí, envuelto en el satén de tonos cambiantes que la ciudad exigía; allí estaban sus manos, que se había alargado a las copas cuando sus labios, ahora cerrados, habían accedido a la sed y también se veía su voz, que había corrido por el cauce de las canciones hasta desbordar. Todo estaba allí y se repetía sin repetirse, todo giraba o rebrotaba, pero no con la paz con que en el seno de Flora se repite el proyecto del lirio. No; todo reflorecía con la singularidad de la pasión eterna.
La ingravidez que había notado en el camino llegó a hacerme inestable como un globo sujeto por un hilo. Sentí que cabeceaba; atraído por ella; temí caer en su abismo o disiparme en su hueco. No intenté profanarla con mi contacto, eso no; pero irresistiblemente me acerqué al espacio cúbico que la contenía. Mi frente tocó apenas la zona helada, que era, no como su aliento, sino como la atmósfera de un mundo donde no es posible el aliento, y en ese momento ya no vi más: perdí el sentido.
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Se dice, se comenta
- La mujer Quijote:
Sí, eso ya quedó aclarado en…
- Anonymous:
Ella no es cubana, es…
- Anonymous:
Que buen cuento!
- Anonymous:
Me encanta 😊
La cita
Samuel Johnson
"Lo que se afirma sin pruebas puede ser rechazado sin pruebas" (La Navaja de Hitchens)
Christopher Hitchens, filósofo inglés.
"La mujer no puede liberarse bajo ninguna religión, ni cristianismo, ni judaísmo ni islamismo, porque las mujeres son inferiores en todas las religiones."
Nawal El Saadawi (psiquiatra, escritora y activista egipcia)
"Dime quién te lee y te diré cómo escribes"
Anónimo
"Tengo una historia maravillosa que contar, pero no conozco el modo de contarla"
Sherwood Anderson
"Las religiones se preocupan de la vida antes de la vida, se preocupan de la vida después de la vida, pero les trae sin cuidado la vida durante la vida"
Anónimo.
"Si crees que la educación es cara, prueba con la ignorancia"
Derek Bok (ex-rector de la Universidad de Harvard)
"La Iglesia dice que la Tierra es plana, pero yo sé que es redonda, porque he visto su sombra en la luna. Por eso tengo más fe en las sombras que en la Iglesia"
Fernando de Magallanes (c. 1480-1521), navegante portugués.
"Tengo un podio en mi casa, soy el primero cuando quiero."
El Niño Gusano (de su canción "Un rayo cae").
"Existe sólo un bien, llamado conocimiento, y sólo un mal, llamado ignorancia"
Platón (c. 428-c. 347 a.C.), filósofo griego.
"Prefiero ser un mono transformado que un hijo degenerado de Adán".
Paul Broca (1824-1880), cirujano y antropólogo francés.
“En primer lugar, acabemos con Sócrates, porque ya estoy harto de ese invento de que No Saber Nada es un signo de Sabiduría"
Isaac Asimov
Lo escribo en el papel y entonces el fantasma no duele tanto. Lo escribo y Mango me dice adiós algunas veces. No me retiene en sus brazos. Me pone el libertad.
Un día llenaré mis maletas de libros y papel. Algún día le diré adiós a Mango. Soy demasiado fuerte para que me retenga. Un día me iré.
Amigos y vecinos dirán, ¿qué le pasó a esa Esperanza?, ¿adónde fue con todos esos libros y papel?, ¿por qué se marchó tan lejos?
No sabrán, por ahora, que me he ido para volver, volver por los que se quedaron. Por los que no.
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