Andor Gábor - "Una cuestión personal"

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Periodista, narrador, poeta y dramaturgo húngaro. Muchos de sus trabajos son críticas satíricas de la situación política y social, lo que le valió la etiqueta de humorista. Perteneció a la Federación de escritores proletarios revolucionarios, grupo al que también perteneció Georg Lukács uno de los fundadores y teóricos del realismo soviético. Sus obras traducidas al castellano se limitan, hasta donde yo sé, a cuentos publicados en algunas viejas antologías o en alguna revista como "Nueva cultura", revista que se publicó en Valencia entre 1935 y 1937.

Lo confieso, pues ahora ya da lo mismo; pero antes de comenzar estas líneas tenía intención de arreglar con este escrito una cuestión particular, una cuestión personal. Tenía intención de escribir sobre este papel de cartas a mi amigo el consejero municipal para que le hablase al alcalde, para que éste le hablase al secretario del Estado, para que éste le hablase al ministro sobre aquella cuestión, aquella cuestión muy personal de la que ya tuve el honor de hablarle en nuestra última entrevista.
Ha sido en el café donde se me ha ocurrido la idea de que era preciso escribir ya al consejero municipal para poder echar la carta al correo inmediatamente, y he querido escribir la carta en el mismo café. Pero en cuanto he dado la modesta orden de que me trajesen papel, tintero y pluma (pues en tales asuntos discretos no está bien el escribir con lápiz), he generado al instante una gran revolución.
El que recibe la orden es el botones, pero aquello no es cosa suya, se la traslada al mozo.
—A ver, papel para el escritor. El escritor quiere escribir. ¡Eh!
Este ¡eh! hace referencia a que soy un escritor humorista de fama universal; luego voy a escribir algo humorístico y ya anticipadamente hay que celebrarlo: ¡eh!
El mozo, que no tiene nada de lo que para escribir se necesita, traslada mi deseo al jefe de los camareros.
—Papel a la segunda mesa de la izquierda. Parece ser que quiere escribir algo. Algo muy divertido.
El jefe de los camareros deja que la orden le penetre por la oreja derecha y le salga por la izquierda y se la traslada al encargado del guardarropa, que es el personaje competente. Jamás sabré por qué; pero lo cierto es que en los cafés el hombre del guardarropa es el depositario del papel, de la pluma y del tintero.
Y al instante me trae los artículos pedidos.
Coloca el papel delante de mi nariz, coloca el tintero delante del papel, coloca la pluma delante del tintero y acto seguido se coloca él a su vez detrás de mi hombro. Y comienza a clavar los ojos en mi mano, en lo que haré con ella, en si escribiré y qué será lo que con ella voy a escribir.
Cuando me he dado cuenta de ello —y me he dado cuenta de ello inmediatamente, porque ha sido imposible el que no me diese cuenta, ya que el hombre del guardarropa es un poco asmático y resopla ruidosamente detrás de mi espalda—; cuando me he dado cuenta de su presencia he comenzado a mirar al aire, como si estuviese reflexionando acerca de lo que debo de escribir sobre el papel. Aunque yo sabía ya puntualmente las frases que deseaba escribir al consejero municipal para que le hablase al alcalde, para que le hablase... etcétera, hasta llegar al ministro, no comienzo a escribir, pues se trata de una cuestión personal; se trata de una prima mía, con la que trabé conocimiento en el parque de la ciudad y a la que desearía diesen un empleo de telefonista en una modesta central de provincias, allí donde la circulación es escasa y queda mucho tiempo libre.
Pero esto pertenece a corrupción; por lo tanto, no se puede escribir ante los ojos del encargado del guardarropa.
Entretanto, el botones se ha colocado igualmente a mi espalda y el hombre del guardarropa, que es alto, le deja pasar amablemente delante y, por lo tanto, caldea mi nuca con su respiración. El botones ve que me devano los sesos, lo que le hace creer, no sin motivo, que voy a escribir algo muy chistoso y que vale la pena de esperar.
En estas circunstancias, decido no escribir la carta de la cuestión personal, pero que escribiré lo que aquí escribo. Y... escribo. Hasta este momento únicamente el hombre del guardarropa y el botones son los que me leen; pero aun no han llegado a poner en claro cuál es el carácter de mi trabajo. No saben si es serio o cómico. Hacen, pues, una seña al jefe de los camareros para que les ayude a descifrar el sentido de lo que yo escribo.
En este momento es cuando llega detrás de mí el hombre del servicio y, haciendo enormes esfuerzos con todos sus ojos, lee estas modestas líneas por encima de mis hombros, después de haber apartado a un lado al hombre del guardarropa, que es grande y desigual y le tapaba la vista. Y el botones saca un terrón de azúcar del bolsillo y se lo pone en la boca, comiéndoselo detrás de mi nuca y haciendo chascar los labios; pero no puedo darle una bofetada porque de ese modo declararía saber lo que está ocurriendo aquí, a mis espaldas. Y si a pesar de saberlo lo aguantase, todo el personal no me tendría ya ningún respeto, y la próxima vez que deseara escribir una carta personal, la próxima vez... En realidad, ¿qué sería lo que ellos podrían hacer la próxima vez? Podrían mirar lo que yo escribiese. En efecto; eso es lo que podrían hacer, y nada más. Y esos ya están en disposición de hacerlo. De suerte que... ¿sería mejor que le diese al botones una bofetada que le volviese la cara del revés?
El botones lee el mensaje que le dirijo; pero, ¡oh maravilla!, a pesar de eso no se separa de mi espalda. ¿Dime, canalla, porqué no te vas de detrás de mi espalda cuando ves que los otros dos miserables están también allí? Y ahora hay ya tres, pues el jefe de los camareros, queriendo ver qué es lo que interesa a sus colegas, se ha acercado también. Ahora estamos ya encadenados los unos a los otros. Yo escribiendo esto y ellos tres —es decir, con el botones tres y medio— leyéndolo. Yo no puedo decirles nada por las razones expuestas más arriba, mientras que ellos... —aunque yo escriba de ellos las cosas más graves— no pueden ofenderse, pues con eso confesarían que estaban leyendo lo que yo escribo.
Puedo, pues, escribir aquí impunemente que jamás he visto cuatro cerdos semejantes.
¡Hopp!
Siento que se han movido. ¿Se habrán ofendido?
Siento que mueven la cabeza para decir que no se han ofendido. Bueno, señores de detrás de mi espalda, ¿es que no tienen ustedes vergüenza? Les juro que yo jamás me pongo a leer los escritos del jefe de los camareros, ni siquiera cuando prepara mis cuentas y, sin embargo, si entonces mirase, podría ahorrarme mucho dinero.
—Vamos, hijos míos, marchaos de detrás de mi espalda, pues me ponéis nervioso. Estáis respirando toda vuestra neurastenia sobre mi nuca.
No se marchan.
—¿Cuánto es?
¡Gran éxito! El jefe de los camareros ha escapado de prisa hasta el otro extremo del café. Ha corrido hasta allí porque su obligación consiste en no oír cuando alguien quiere pagar. Ahora ya estoy seguro de que durante una hora, por lo menos, no se me pondrá ni delante ni detrás.
Por las mismas razones vuelvo a lanzar al aire, sin volverme, las siguientes palabras:
—Café puro... en copa.
El mozo se evapora lo mismo que el alcanfor.
—¡Guardarropa!
El hombre del guardarropa desaparece igualmente.
Ya no queda detrás de mí más que el botones. Voy a echarle una copa de agua sobre su chata nariz.
Lo hago.
Pero sin resultado. Porque el botones leyó muy atentamente la frase precedente, averiguó de ese modo mi intención, saltó de lado y el agua se ha derramado sobre la mesa próxima...
Perdón, señores; tengo que dejar de escribir. El señor de la mesa próxima, que ha recibido el agua, se aproxima a mí con gran dignidad y, ya desde lejos, me llama «animal». Esto va a dar lugar, sin duda, a una cuestión personal.
Ya escribiré lo que ocurra.

This entry was posted on 06 marzo 2010 at 19:51 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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