El baile acabó muy tarde.
Vasia Chesnokóv, cansado y sudoroso se hallaba ante Mashenka, diciéndole con tono suplicante:
—Espere, vida mía... Espérese al primer tranvía. ¿Dónde va usted? ¡Por Dios!... Aquí podemos espesar sentados tranquilamente... Y usted se empeña... Espérese al primer tranvía, por lo que más quiera. Además, está usted sudando y yo también... Con la helada, podríamos enfriarnos...
—No —dijo Mashenka, poniéndose los chanclos—. Menudo caballero está usted hecho. No se atreve a acompañar a una dama porque hiela.
—Estoy sudando —decía Vasia, a punto de echarse a llorar.
—Ande, póngase el abrigo.
Vasia Chesnokóv se puso la pelliza dócilmente, y salió a la calle con Mashenka, cogiéndola del brazo.
Era una noche fría de luna. La nieve crujía bajo los pies.
—Es usted una damita muy intranquila —dijo Vasia Chesnokóv, mirando entusiasmado el perfil de Mashenka—. Por nada del mundo hubiera acompañado a otra mujer. Palabra, que sólo lo he hecho por amor.
Mashenka se echó a reír.
—Se ríe usted y lo toma a broma —dijo Vasia— pero realmente, Masha Vasilievna, la adoro, la amo apasionadamente. Si me dijera usted: «Vasia Chensnokóv, tiéndase en los raíles y permanezca ahí hasta que venga el primer tranvía» yo le obedecería. Palabra...
—¡Quite usted! —exclamó Mashenka—. Es preferible que observe cuánta belleza hay en torno a nosotros cuando brilla la luna. ¡Qué preciosa está la ciudad de noche! ¡Qué maravilla!
—Sí; espléndida belleza —dijo Vasia, mirando con cierto asombro los muros descascarillados de una casa—. Verdaderamente, es una preciosidad... Masha Vasilievna, también la belleza influye cuando se ama... Muchos sabios niegan el sentimiento del amor, yo no. La querré a usted hasta la muerte. Podría llegar al mayor sacrificio. Palabra... Si me mandase usted que me estrellara contra esta pared, lo haría.
—Bueno, bueno —dijo Mashenka, no sin cierto agrado.
—Palabra que me estrello. ¿Quiere?
En esto, la parejita llegó al canal Kriukov.
—Palabra —comenzó de nuevo Vasia—. ¿Quiere que me tire al canal? Diga, Masha Vasilievna. No me cree usted, pero se lo puedo demostrar...
Y, asiendo la barandilla, Vasia Chesnokóv hizo ademán de tirarse.
—¡Ay! —gritó Masha—. ¡Vasia! ¿Qué ha ce usted?
De repente, apareció por la esquina una sombra tenebrosa, que se detuvo junto al farol.
—¿Por qué chilláis? —preguntó la sombra, observando con atención a la parejita.
Masha, horrorizada, dio un grito, arrimándose a la barandilla.
El hombre se acercó a Vasia y lo zarandeó por la manga.
—Oye tú, idiota —dijo con voz sorda—. Quítate el abrigo. ¡Rápido!.. Como rechistes, te doy en la cabezota y te mando al otro barrio. ¿Te has enterado, canalla? ¡Quítate el abrigo!
—Es-pe-re-ee —balbució Vasia, queriendo decir con esto: «Por favor, ¿qué ocurre?»
—¡Venga! —ordenó el hombre, tirando de la pelliza.
Con las manos temblorosas, Vasia se la desabrochó y se la quitó.
—¡Descálzate! ¡También necesito los zapatos!
—Es-pe-re-ee —tartamudeó de nuevo Vasia—. Por favor... Está helando...
—¡Venga!
—A la señorita no la molesta usted. Y a mí me dice que me quite los zapatos —pronunció Vasia, ofendido—. Ella tiene una buena pelliza y chanclos...; en cambio, yo debo descalzarme.
El hombre miró tranquilo a Masha, y dijo:
—Si le quitase a ella la pelliza, tendría que llevarla en la mano, el bullo podría traicionarme. Sé lo que hago. ¿Te has descalzado ya?
Atemorizada, Mashenka miraba al hombre sin moverse. Vasia Chesnokóv se sentó en la nieve y comenzó a desatarse los zapatos.
—Ella lleva una pelliza —dijo por segunda vez Vasia— y chanclos, en cambio, soy yo el que tiene que deshacerse de todo por los demás...
El hombre se endosó la pelliza de Vasia, metió los zapatos en sus bolsillos y dijo:
—Estáte quieto, no te muevas, y no castañetees. Si gritas o te mueves, no lo contarás. ¿Te has enterado, imbécil? Y tú, jovencita...
Rápidamente, el hombre se abrochó la pelliza y desapareció.
Vasia se encogió, con expresión avinagrada. Permanecía sentado en la nieve, mirándose con desconfianza los pies enfundados en los calcetines blancos.
—¡La hemos arreglado! —dijo, echando una ojeada rabiosa a Mashenka—. Fíate de acompañar a las damas...
Cuando dejaron de oírse los pasos del atracador, Vasia Chesnokóv se puso a patear en la nieve, y gritó con agudísima voz:
—¡Guardia! ¡Ladrones!
Después, levantándose, se fue corriendo por la nieve, dando saltos y sacudiendo los pies con espanto.
Vasia Chesnokóv, cansado y sudoroso se hallaba ante Mashenka, diciéndole con tono suplicante:
—Espere, vida mía... Espérese al primer tranvía. ¿Dónde va usted? ¡Por Dios!... Aquí podemos espesar sentados tranquilamente... Y usted se empeña... Espérese al primer tranvía, por lo que más quiera. Además, está usted sudando y yo también... Con la helada, podríamos enfriarnos...
—No —dijo Mashenka, poniéndose los chanclos—. Menudo caballero está usted hecho. No se atreve a acompañar a una dama porque hiela.
—Estoy sudando —decía Vasia, a punto de echarse a llorar.
—Ande, póngase el abrigo.
Vasia Chesnokóv se puso la pelliza dócilmente, y salió a la calle con Mashenka, cogiéndola del brazo.
Era una noche fría de luna. La nieve crujía bajo los pies.
—Es usted una damita muy intranquila —dijo Vasia Chesnokóv, mirando entusiasmado el perfil de Mashenka—. Por nada del mundo hubiera acompañado a otra mujer. Palabra, que sólo lo he hecho por amor.
Mashenka se echó a reír.
—Se ríe usted y lo toma a broma —dijo Vasia— pero realmente, Masha Vasilievna, la adoro, la amo apasionadamente. Si me dijera usted: «Vasia Chensnokóv, tiéndase en los raíles y permanezca ahí hasta que venga el primer tranvía» yo le obedecería. Palabra...
—¡Quite usted! —exclamó Mashenka—. Es preferible que observe cuánta belleza hay en torno a nosotros cuando brilla la luna. ¡Qué preciosa está la ciudad de noche! ¡Qué maravilla!
—Sí; espléndida belleza —dijo Vasia, mirando con cierto asombro los muros descascarillados de una casa—. Verdaderamente, es una preciosidad... Masha Vasilievna, también la belleza influye cuando se ama... Muchos sabios niegan el sentimiento del amor, yo no. La querré a usted hasta la muerte. Podría llegar al mayor sacrificio. Palabra... Si me mandase usted que me estrellara contra esta pared, lo haría.
—Bueno, bueno —dijo Mashenka, no sin cierto agrado.
—Palabra que me estrello. ¿Quiere?
En esto, la parejita llegó al canal Kriukov.
—Palabra —comenzó de nuevo Vasia—. ¿Quiere que me tire al canal? Diga, Masha Vasilievna. No me cree usted, pero se lo puedo demostrar...
Y, asiendo la barandilla, Vasia Chesnokóv hizo ademán de tirarse.
—¡Ay! —gritó Masha—. ¡Vasia! ¿Qué ha ce usted?
De repente, apareció por la esquina una sombra tenebrosa, que se detuvo junto al farol.
—¿Por qué chilláis? —preguntó la sombra, observando con atención a la parejita.
Masha, horrorizada, dio un grito, arrimándose a la barandilla.
El hombre se acercó a Vasia y lo zarandeó por la manga.
—Oye tú, idiota —dijo con voz sorda—. Quítate el abrigo. ¡Rápido!.. Como rechistes, te doy en la cabezota y te mando al otro barrio. ¿Te has enterado, canalla? ¡Quítate el abrigo!
—Es-pe-re-ee —balbució Vasia, queriendo decir con esto: «Por favor, ¿qué ocurre?»
—¡Venga! —ordenó el hombre, tirando de la pelliza.
Con las manos temblorosas, Vasia se la desabrochó y se la quitó.
—¡Descálzate! ¡También necesito los zapatos!
—Es-pe-re-ee —tartamudeó de nuevo Vasia—. Por favor... Está helando...
—¡Venga!
—A la señorita no la molesta usted. Y a mí me dice que me quite los zapatos —pronunció Vasia, ofendido—. Ella tiene una buena pelliza y chanclos...; en cambio, yo debo descalzarme.
El hombre miró tranquilo a Masha, y dijo:
—Si le quitase a ella la pelliza, tendría que llevarla en la mano, el bullo podría traicionarme. Sé lo que hago. ¿Te has descalzado ya?
Atemorizada, Mashenka miraba al hombre sin moverse. Vasia Chesnokóv se sentó en la nieve y comenzó a desatarse los zapatos.
—Ella lleva una pelliza —dijo por segunda vez Vasia— y chanclos, en cambio, soy yo el que tiene que deshacerse de todo por los demás...
El hombre se endosó la pelliza de Vasia, metió los zapatos en sus bolsillos y dijo:
—Estáte quieto, no te muevas, y no castañetees. Si gritas o te mueves, no lo contarás. ¿Te has enterado, imbécil? Y tú, jovencita...
Rápidamente, el hombre se abrochó la pelliza y desapareció.
Vasia se encogió, con expresión avinagrada. Permanecía sentado en la nieve, mirándose con desconfianza los pies enfundados en los calcetines blancos.
—¡La hemos arreglado! —dijo, echando una ojeada rabiosa a Mashenka—. Fíate de acompañar a las damas...
Cuando dejaron de oírse los pasos del atracador, Vasia Chesnokóv se puso a patear en la nieve, y gritó con agudísima voz:
—¡Guardia! ¡Ladrones!
Después, levantándose, se fue corriendo por la nieve, dando saltos y sacudiendo los pies con espanto.
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on 19 febrero 2010
at 22:07
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