Autor que pertenece a la generación de escritores polacos que, como muchos de sus colegas de otros países del antiguo bloque soviético, se resistieron a que prescribiera el pasado, al "borrón y cuenta nueva", y consideraron que su deber era velar por el pasado de su nación, recordar su historia, tanto su parte gloriosa como la dolorosa. Autores cuyas obras abordan problemas como la historia polaco-judía, la suerte de los polacos presos en el archipiélago GULAG o el del heroismo y conformismo, y también de las canalladas de la población en la época de totalitarismo.
Nunca en mi vida me ha tocado la desgracia de escribir solicitud o petición de ninguna clase, ni a un abogado, ni a un tribunal, ni a usted, Señor Presidente, ni a mi propio padre para que me mandara un paquete de tabaco y algunas cebollas para curarme, porque el médico de la cárcel me ha dicho que sufro de avitaminosis y eso es lo que me ha aflojado los dientes y que las cebollas son buenas para curar eso, y el tabaco, bueno, ya usted sabe. Bien, como le decía, nunca me había tocado esta desgracia y si ahora me toca es solamente porque se ha cometido aquí conmigo una injusticia inaguantable, que es como para poner el grito en el cielo. Y aquí va como fue todo, Señor Presidente. Nací el 5 de julio de 1928 en el pueblo de Klepakowka, que está entre unos bosques, que cuando uno entra en ellos a veces no sabe cómo demonios va a salir. En mi cabaña yo vivía y labraba la tierra con mis padres para que tuvieran una vejez tranquila y poder comprar un caballo más joven, porque el alazán ya está en pobre que el día menos pensado estira la pata. Pues, la cabaña se encuentra lejos del pueblo y rodeada de bosques, como le dije. Lo que quiero contarle, Señor Presidente del Estado, sucedió un día al anochecer. Salgo de la cabaña para dar de comer al perro, porque mamá se había olvidado de hacerlo y el pobre no comía nada desde la madrugada, miro hacia el camino y ¿qué veo?, se acercaba nuestro ejército; venían como veinte y traían a dos en camillas que después resultó que estaban muertos. Se acercaba una tormenta y en el camino se levantó una polvareda tremenda, así que apuraron el paso y antes que cayera el agua, ya estaban en nuestra pequeña granja. Unos se refugiaron en el granero y los demás y el jefe se metieron en casa. A los muertos los dejaron en el zaguán. Mi padre tomaba su sopa, pues acababa de volver del campo, pero al ver que eran los hombres de nuestro ejército soltó la cuchara y les pidió que tomaran asiento. Después que lo hicieron, el jefe le dijo a papá: "Mire, viejo, necesitamos dos ataúdes y tal vez usted tenga algunos hechos ya... guardados por ahí". Pero nosotros no teníamos ningún ataúd ni nada por el estilo y mi padre le contestó eso, pero le dijo que en cambio podría darles un cubo de leche fresca, que eso sí teníamos. Ellos aceptaron la leche, pero dijo el jefe que los ataúdes también les hacían falta. Entonces mi padre le aconsejó que mandara por ellos a la villa, pues allí vive un carpintero que debe tener esa clase de mercancía, a lo que contestó el hombre que hasta allí no llegaba su jurisdicción. Y en ese dime que te diré resultó que los iría a buscar yo mismo. Enganché rápido el alazán al carro y eché a correr con el penco hasta la villa, aunque llovía a cántaros. Mi padre salió a gritarme que no volviera hasta la mañana, porque Dios sabe qué podía pasar en una noche como esta, pero yo pensé para mí: ¿cómo no voy a traer pronto esos ataúdes para unos valientes soldados que han dado su vida por la patria, que es como yo he pensado morir alguna vez? Y le soné un fuerte latigazo al alazán, a pesar de que está viejo y cojo de una pata. El carpintero estaba durmiendo y la emprendí a golpes con una piedra contra el postigo. Abrió la puerta tanto más cuanto que venía a cumplir un deber cristiano con el ejército nacional, como le dije. Me mostró en seguida cinco cajas para muertos, de las que yo escogí dos: una con adornos dorados en los cantos y otra con una bella cruz plateada; no se crea que era pintada sino bien hecha y clavada con unos clavos que parecían de oro puro. El carpintero quería meterme a la fuerza otro ataúd más, que también me había gustado, pero no quise llevármelo y creo que hice mal... Metí aquellos dos en el carro, pagué el precio de ley a su dueño y allí mismo volví de regreso. La lluvia había parado; solo en vuelta del bosque se oían a lo lejos los truenos como gruñidos de perro al que le quieren quitar un hueso. Las ruedas venían tirando el fango encima del carro y yo sentía mucha pena por los ataúdes de aquellos valientes, pues pensé en la vergüenza que sería que a mí me pusieran dentro de un ataúd embarrado. Dejaba atrás las últimas casitas de la villa mientras rogaba a Dios que no lloviera más para que la cruz no fuera a oxidarse, cuando, de pronto, vuelvo a toparme con nuestro ejército; esta vez, en un camión de esos largos, que no tienen ruedas sino que andan como los tanques o los tractores. También me habían visto y uno, el que parecía más viejo, me preguntó: ¿no has visto una banda de maleantes por estos alrededores? Yo no. ¿Y esos ataúdes? Bueno, yo les dije que eran para unos soldados nuestros que habían caído como valientes y que estaban en casa y mi padre les había ofrecido un cubo de leche fresca. El más viejo habló a los demás y oí que les decía que debía ser el destacamento que se les había perdido y no habían tenido telégrafo con él. Sobre la leche dijeron entonces que también les gustaría que les diéramos otro cubo para ellos y yo que como no, que con mucha honra; entonces preguntaron cuál era el rumbo para ir a mi casa y no bien les había indicado, los vi coger por el bosque. Yo también me di prisa, porque me acordé de lo tacaño que es mi padre para desprenderse de otro cubo de leche. Pero yo tenía un caballo y entonces llegué a mi casa una hora después. Ahora, ¿qué se imagina usted que vi? En la era estaba plantado aquel camión y al lado hay como diez muertos tirados en fila, entre ellos el viejo que me preguntó por el otro cubo de leche. Entonces perdí la cabeza. En eso sale el jefe del otro destacamento, aquel que me mandó comprar los ataúdes, y dice. "De haber sabido lo que iba a pasar te hubiera dado más plata para esas cajas; lástima que no hayas traído más que dos". Pero yo no le contesté, solo pensé: "¡qué es lo que pasa con nuestro ejército!". Hasta se me fueron las ganas de asistir al entierro. Además, tenía que desenganchar al alazán y llevarlo al establo. Le eché un poco de pienso; por ahí se había asustado con tantos muertos; el caso es que no quiso probar bocado ni beber; solo se revolvía más inquieto que una cabra, mientras los ollares le andaban como fuelles, así que tuve que apaciguarlo largo rato. Por fin se tranquilizó el animal y hasta se puso a masticar despacito, cuando en eso oigo el ruido de no sé qué motores. Salgo corriendo a la era y veo que no queda ya nadie y mi padre está en el umbral, mirando hacia donde se oyen los motores y persignándose una y otra vez. Entonces me santigüé yo también porque ahí mismo salieron del bosque tres camiones de los mismos y enderezan hacia nuestra casa. No pasa nada, me dijo; otra vez viene nuestro ejército. ¿Y qué se imaginan que hicieron, Señor Presidente del Estado? No bien saltaron de sus carros, lo primero fue sacar de los ataúdes aquellos dos muertos y poner en su lugar a otros dos que eran de los suyos y a mí me detuvieron apuntándome con todos sus fusiles y diciendo: "Deberíamos colgarte del primer árbol, sin juicio alguno, traidor desgraciado, o mejor colgarte patas arriba con la cabeza dentro de un hormiguero". Así fue aquel día y desde entonces no he vuelto a ver mi pueblo, ni a mi padre, ni a mi pobre madre, que cuando cargaron conmigo, gritaba: ¡ay, hijito, hijito, para qué fuiste por esos ataúdes! Y aquí me tiene usted desde entonces entre estas cuatro paredes y un agujero pegado al techo, no sé cuántos meses hace. En todo ese tiempo casi no he dormido porque me lo he pasado pensando cómo salir de aquí, pues los oficiales de investigación me suben a unas habitaciones donde no hacen más que decirme que soy un traidor sinvergüenza, y como yo no permito eso ya le pegué una trompada a uno de ellos. Todo lo que digo lo apuntan en sus papeles y a gritos me insultan para que firme donde ellos dicen que estoy de acuerdo en haber desorientado alevosamente al ejército nacional, que por mi culpa había sido destruido por completo. Parece que se cansaron de los insultos (a mí me dio vergüenza por ellos), porque cuando menos lo pensaba empezaron a rogarme que firmara como traidor a cambio de que ellos mismos lo arreglarían todo de modo que no me fusilaran sino que pasara quince años en la cárcel. Pensar en aquella cueva donde uno no sabe si es de día o de noche, me llenó de miedo y me puse más terco cada vez, hasta que llegó el día del juicio y el tribunal me condenó a muerte, lo que creo que no estuvo tan mal después que pensé bien en los quince años de presidiario, porque, como le dije, me negué a firmar aquel insulto y entonces iba a ser fusilado. Pero es aquí donde quiero empezar la petición que le prometí al principio, Señor Presidente. Nada importante habría ocurrido después si no fuera por ese oficial que ha cometido una gran injusticia conmigo, a quien llaman Pikula y que vino a verme después del juicio estando yo sentado en mi celda, esperando tranquilo a que vinieran a cumplir mi condena de muerte; vino Pikula y me dijo: "Mira, muchacho, aquí tienes papel para que escribas tu petición de clemencia al Señor Presidente del Estado, para que te perdone la vida. Nosotros la ratificaremos y te conmutarán la pena". Y entonces yo me indigné de verdad, porque un juicio es un juicio y qué es eso de conmutar una sentencia que es de ley, que yo no escribiría tal cosa, que sería una vergüenza para el tribunal y para mí, que nunca he pedido nada a nadie. Después de mucha porfía, se fue indignado diciendo que por testarudo solo merecía otra pena de muerte y yo pienso que tenía razón. Después me venía a ver de día y de noche, y otra vez a lo mismo, él a firmar y yo, que no firmaría jamás. Y así me atormentó toda una semana. Dejó de venir dos días y al tercero vino a decirme que era necesario volviera a prestarle declaración como al principio. Se pasó una hora preguntándome por todas aquellas cosas que ya le había contado un millón de veces y lo iba apuntando de nuevo hasta que me aburrió del todo y pedí a Dios que mandara pronto ese pelotón de fusilamiento. Me puso delante el papel donde había escrito todo para que lo firmara. Cogí la pluma y ya iba a poner letra a letra mi nombre cuando vi en la cara de Pikula algo como de culpable, como si fuera un niño que se ha comido un dulce robado. Esto me dio que pensar, así que me puse a leerlo todo desde el principio. Pero allí estaba todo como yo lo había dicho y al fin puse mi nombre y apellido, que no quedaron tan mal; solo que se me fue un poco para arriba y ¡zas! eso mismo me sirvió para que descubriera la trampa, porque en la última letra del apellido se me trabó la pluma en el papel y entonces me di cuenta que en realidad había dos papeles, de modo que la firma la había puesto en el de más abajo que estaba en blanco. Quise romperlo pero Pikula me lo arrebató más rápido y es el caso, Señor Presidente del Estado, que yo no he firmado de mi voluntad ninguna petición de conmutación de pena ni otra de cualquier clase, que lo que usted habrá leído con mi firma abajo no es más que una trampa indigna de un oficial del Ejército Nacional, el cual la escribió y consiguió mi firma valiéndose de que yo ignoraba lo de los papeles pegados. Por tanto, mi vida ayer perdonada no obedece sino a una trampa indigna y contra la justicia, por lo que me quejo a usted, Señor Presidente del Estado, para que sepa cómo andan las cosas por aquí y espero que usted no permitirá que continúen así.
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on 08 enero 2010
at 14:45
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