Novelista, poeta, cuentista, traductor y periodista húngaro (aunque actualmente su ciudad de nacimiento es serbia). Su enfoque es pesimista, sobre todo en su obra más temprana. Desde la revista literaria Nyugat lucha contra el academicismo reinante y por la soberanía y la autonomía del arte. Lo han clasificado como un escritor decadente-simbolista que se convirtió en clasicista.
En el Aventino había una pequeña taberna. Allí iban todas las noches los marineros para pasársela bebiendo vino tinto.
Paulina, la muchacha mugrienta que ayudaba en los quehaceres de la cocina, llevaba y traía los platos. Era pelirroja de ojos azules.
Una de las veces que pasó junto a una mesa con el guiso de pescado, un carpintero de barcos, de Capadocia, se llevó de repente la mano a la túnica levantándose de un salto.
—¿Dónde está mi dinero? Me han robado. Ladrón —gritó con todas sus fuerzas—. Ladrón.
Enseguida se formó un gran revuelo. Mientras tanto, el ladrón, un marinero, puso pies en polvorosa.
—Fue ella —dijeron unos cuantos y rodearon a Paulina.
Ante tanta algarabía, dos soldados irrumpieron desde la calle haciendo ruido con sus espadas: era la patrulla nocturna.
Detuvieron a la joven esclava.
—Devuelve el dinero.
—No lo tengo.
—Pues entonces vienes con nosotros.
—No —chilló Paulina—, no. Soy inocente —y no se movió.
—Vamos —ordenó uno de los centinelas, era bajito y bizco, dándole tal empujón que la joven cayó dando tumbos en plena calle.
Allí siguió inmóvil, rígida como una vela.
Entonces se acercó a ella el otro soldado, más alto, y la cogió por un brazo.
—No me toques —gritó la muchacha—. Déjame o te muerdo
El soldado se echó a reír. Pero cuando la agarró del brazo para empujarla hacia adelante, la joven se le tiró encima como un gato montés y le arañó toda la nariz. El soldado empezó a sangrar.
En ese momento el bizco fue al ataque. Paulina de repente se volvió hacia él y le escupió la cara.
—Cerdos —vociferó con la roja cabellera al aire y los ojos ardientes—. Cerdos. Ciudadanos, ayúdenme. Ciudadanos, yo me paso el día trabajando, soy pobre, inocente. Lo juro por los restos de mi madre. Por la tumba de mi madre querida: soy inocente. Ciudadanos, ciudadanos.
Y la gente que paseaba en aquella silenciosa noche de verano contemplaba asombrada a los dos soldados. Forcejeaban con la muchacha, le daban puñetazos, le pegaban con sus espadas. Y, sin embargo, no podían con ella.
Finalmente la cogieron como a un fardo y se la llevaron en volandas.
—Carroña —gritaba pataleando en el aire—. Carroña. Mátenme. Asesínenme, pero me desgañitaré diciendo que este asqueroso, este bizco, me quiso abrazar el otro día en la taberna. Canallas, canallas. Son todos una banda de canallas. Todos los soldados son unos canallas. César, vuestro señor, también es un canalla. César también es un canalla, por Júpiter —gritaba gesticulando con las manos hacia el firmamento vacío.
Ante aquel horrible griterío, que no menguó en las calles de Roma, se fueron despertando los vecinos. En ropa de dormir, en pantuflas, llegaban arrastrando los pies hasta los portones de sus casas, para escuchar esta barahúnda salvaje, la voz, la voz estentórea, que avanzaba de calle en calle, junto con la joven esclava. La luna llena flotaba, amarilla, sobre el Coliseo.
Cuando llegaron junto a la residencia del sabio estoico, Mutio Argentino, la muchacha seguía maldiciendo y rabiando. Su voz, sin enronquecer, seguía lanzando estridentes alaridos en la noche.
A esas altas horas de la madrugada, el sabio estaba conversando con Rufo, el poeta, junto a al fuente del atrio.
Ambos se levantaron del asiento de mármol y se quedaron mirando el espectáculo, hasta que se llevaron, arrastrándola, a la hembra plañidera. Pero siguieron mucho tiempo después escuchando su voz que les llegaba desde las callejuelas oscuras.
—¿Por qué grita? —preguntó el sabio—. ¿Qué quiere?
—Justicia —respondió el poeta.
—Ridículo —observó el sabio—. Todas las descargas emocionales son ridículas.
—Todas las descargas emocionales son sublimes —dijo el poeta—. Cuán sublime es esa joven, cuán majestuosa. El iracundo, aquel que tiene razón, es majestuoso. Esta joven también debe de haber tenido razón.
—¿Por qué lo crees?
—Porque estaba tan iracunda.
—¿Y de qué le valió? —preguntó el sabio pensativo—. En el cuartel la golpearán sin misericordia. O quizás ni llegue. La arrojarán al Tíber.
—Da lo mismo —dijo el poeta-. La verdad iba por la calle dando gritos. Y nosotros oímos su voz. Nos sacó de la cama, no hemos podido seguir durmiendo, no hemos podido continuar con nuestra discusión anterior. Pensamos en ella. En la verdad. Ves, todavía seguimos hablando de ella. Y ya eso es algo.
Paulina, la muchacha mugrienta que ayudaba en los quehaceres de la cocina, llevaba y traía los platos. Era pelirroja de ojos azules.
Una de las veces que pasó junto a una mesa con el guiso de pescado, un carpintero de barcos, de Capadocia, se llevó de repente la mano a la túnica levantándose de un salto.
—¿Dónde está mi dinero? Me han robado. Ladrón —gritó con todas sus fuerzas—. Ladrón.
Enseguida se formó un gran revuelo. Mientras tanto, el ladrón, un marinero, puso pies en polvorosa.
—Fue ella —dijeron unos cuantos y rodearon a Paulina.
Ante tanta algarabía, dos soldados irrumpieron desde la calle haciendo ruido con sus espadas: era la patrulla nocturna.
Detuvieron a la joven esclava.
—Devuelve el dinero.
—No lo tengo.
—Pues entonces vienes con nosotros.
—No —chilló Paulina—, no. Soy inocente —y no se movió.
—Vamos —ordenó uno de los centinelas, era bajito y bizco, dándole tal empujón que la joven cayó dando tumbos en plena calle.
Allí siguió inmóvil, rígida como una vela.
Entonces se acercó a ella el otro soldado, más alto, y la cogió por un brazo.
—No me toques —gritó la muchacha—. Déjame o te muerdo
El soldado se echó a reír. Pero cuando la agarró del brazo para empujarla hacia adelante, la joven se le tiró encima como un gato montés y le arañó toda la nariz. El soldado empezó a sangrar.
En ese momento el bizco fue al ataque. Paulina de repente se volvió hacia él y le escupió la cara.
—Cerdos —vociferó con la roja cabellera al aire y los ojos ardientes—. Cerdos. Ciudadanos, ayúdenme. Ciudadanos, yo me paso el día trabajando, soy pobre, inocente. Lo juro por los restos de mi madre. Por la tumba de mi madre querida: soy inocente. Ciudadanos, ciudadanos.
Y la gente que paseaba en aquella silenciosa noche de verano contemplaba asombrada a los dos soldados. Forcejeaban con la muchacha, le daban puñetazos, le pegaban con sus espadas. Y, sin embargo, no podían con ella.
Finalmente la cogieron como a un fardo y se la llevaron en volandas.
—Carroña —gritaba pataleando en el aire—. Carroña. Mátenme. Asesínenme, pero me desgañitaré diciendo que este asqueroso, este bizco, me quiso abrazar el otro día en la taberna. Canallas, canallas. Son todos una banda de canallas. Todos los soldados son unos canallas. César, vuestro señor, también es un canalla. César también es un canalla, por Júpiter —gritaba gesticulando con las manos hacia el firmamento vacío.
Ante aquel horrible griterío, que no menguó en las calles de Roma, se fueron despertando los vecinos. En ropa de dormir, en pantuflas, llegaban arrastrando los pies hasta los portones de sus casas, para escuchar esta barahúnda salvaje, la voz, la voz estentórea, que avanzaba de calle en calle, junto con la joven esclava. La luna llena flotaba, amarilla, sobre el Coliseo.
Cuando llegaron junto a la residencia del sabio estoico, Mutio Argentino, la muchacha seguía maldiciendo y rabiando. Su voz, sin enronquecer, seguía lanzando estridentes alaridos en la noche.
A esas altas horas de la madrugada, el sabio estaba conversando con Rufo, el poeta, junto a al fuente del atrio.
Ambos se levantaron del asiento de mármol y se quedaron mirando el espectáculo, hasta que se llevaron, arrastrándola, a la hembra plañidera. Pero siguieron mucho tiempo después escuchando su voz que les llegaba desde las callejuelas oscuras.
—¿Por qué grita? —preguntó el sabio—. ¿Qué quiere?
—Justicia —respondió el poeta.
—Ridículo —observó el sabio—. Todas las descargas emocionales son ridículas.
—Todas las descargas emocionales son sublimes —dijo el poeta—. Cuán sublime es esa joven, cuán majestuosa. El iracundo, aquel que tiene razón, es majestuoso. Esta joven también debe de haber tenido razón.
—¿Por qué lo crees?
—Porque estaba tan iracunda.
—¿Y de qué le valió? —preguntó el sabio pensativo—. En el cuartel la golpearán sin misericordia. O quizás ni llegue. La arrojarán al Tíber.
—Da lo mismo —dijo el poeta-. La verdad iba por la calle dando gritos. Y nosotros oímos su voz. Nos sacó de la cama, no hemos podido seguir durmiendo, no hemos podido continuar con nuestra discusión anterior. Pensamos en ella. En la verdad. Ves, todavía seguimos hablando de ella. Y ya eso es algo.
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on 14 diciembre 2009
at 17:04
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