La inglesa Angela Olive Carter fue novelista, periodista, cuentista y profesora en varias Universidades. También escribió relatos para niños. Su obra ha sido calificada de muchas maneras: literatura fantástica, gótica, realismo mágico, postmodernista e incluso surrealista. La compleja mezcla de alegoría, parodia, simbolismo, feminismo y sexo con la fantasía e incluso la ciencia ficción, hacen de ella una de las autoras más importantes y originales de la narrativa inglesa de la segunda mitad del siglo XX. Aquí puedes leer su perturbadora visión de "Caperucita y el lobo"
La lucidez, la claridad de la luz de aquella tarde se bastaba a sí misma. La transparencia perfecta debe ser impenetrable, haces verticales de una amarillenta, metálica destilación de luz, haces que descienden desde los intersticios amarillos, azufrados, de un cielo henchido de nubes grises, todavía preñadas de lluvia. Con dedos sucios de nicotina, la luz hiende el bosque, el follaje centellea.
Un día frío de final de octubre, cuando, como espectros de ellas mismas, las bayas penden mustias de los descoloridos zarzales.
Crujir de cáscaras y cortezas de hayuco y de bellotas bajo los pies, en el limo bermejo de los helechos muertos, allí donde las lluvias equinocciales han anegado a tal punto la tierra que el frío, el lancinante frío del ya cercano invierno, ese frío que te atenaza y estruja el estómago, rezuma a través de la suela de tus zapatos. Los saúcos desnudos tienen un aire anoréxico; en el bosque otoñal no son muchas las cosas que puedan hacerte sonreír, y sin embargo no es ésta, todavía no, la estación más triste del año. Hay, sí, una acuciante sensación de tregua, de la inminente suspensión de la vida; el año, al girar, se repliega sobre sí mismo. Atmósfera introspectiva, un contenido silencio de hospital.
El bosque encierra. Traspones los primeros árboles y ya no estás al aire libre; la espesura te engulle. No hay senderos a través de la fronda, este bosque ha retornado a su soledad primigenia.
Una vez dentro, allí habrás de quedarte, hasta que él te permita volver a salir, pues no hallarás hito alguno que pueda orientarte hacia un camino seguro; la maleza ha invadido años ha los senderos, y zorros y conejos corretean ahora a través del intrincado laberinto por sus propias sendas, y ya nadie puede entrar. Los árboles se mecen con un rumor semejante al de las faldas de tafetán de las mujeres que se han extraviado en la espesura y merodean desesperanzadas en busca de una salida. Las cornejas volatineras juegan al escondite entre las ramas de los olmos en que han arracimado sus nidos y de tanto en tanto graznan roncamente. Un arroyuelo, con las márgenes de blando limo, corre a través de la floresta, pero a la par del año también él se ha vuelto taciturno; el agua negruzca y silenciosa ha cuajado en hielo. Todo cae en una pausa de quietud, todo se aletarga.
Una muchacha se internará en el bosque tan confiada como Caperucita Roja camino de la casa de su abuela, pero esta luz no admite ambigüedades y aquí ella quedará atrapada en su propia ilusión, porque todo en el bosque es exactamente lo que parece.
El bosque encierra y vuelve a encerrar, como un juego de cajas chinas que se abren unas dentro de otras; las secretas perspectivas del bosque cambian sin cesar en torno de la intrusa, la viajera imaginaria avanzando hacia una distancia inventada que perpetuamente se alejaba de mí. Es fácil extraviarse en estos bosques.
Las dos notas del canto de un ave se elevaron en el aire quieto como si mi deliciosa, mi núbil soledad se hubiese trocado en sonido. Había una bruma ligera enmarañada entre los matorrales remedando los mechones de las babas del diablo que, en las ramas más bajas de los árboles y arbustos, entretejían capullos sedosos; pesados racimos de bayas rojas, maduras y deliciosas como frutos feéricos o encantados, pendían de los zarzales, pero las hierbas viejas se agostan, se repliegan. Uno por uno los helechos han desenroscado sus cien ojos y han vuelto a enroscarse en la tierra. Los árboles, con sus ramas casi desnudas, entretejían una cunita, un cendal por encima de mi cabeza, de modo que yo tenía la impresión de hallarme dentro de una cabaña hecha de tules. Y aunque ese viento frío que siempre anuncia tu presencia (ah, si yo entonces lo hubiera sabido) soplaba suavemente alrededor de mí, creía estar sola, sola en todo el bosque.
El Elfo rey te causará un daño irreparable.
Taladrante, ahora, se oyó otra vez el canto del ave, tan desolado como si brotara de la garganta del último pájaro que quedara con vida. Aquel llamado, con toda la melancolía del año moribundo, me llegó directamente al corazón.
Caminé y caminé a través del bosque hasta que todas sus perspectivas convergieron en un claro crepuscular; apenas los vi supe que todos sus ocupantes habían estado esperándome, desde el momento mismo en que entré en el bosque, con la infinita paciencia de las criaturas salvajes que disponen de todo el tiempo del mundo.
Me hallaba en un jardín en el que todas las flores eran aves y bestias, palomas de suave plumaje ceniciento, ratonas diminutas, zorzales moteados, petirrojos de babero escarlata, enormes cuervos acorazados y relucientes como charol, un mirlo con el pico amarillo, ratones de agua, musarañas, tordellas, pequeños gazapos pardos con las orejas extendidas como cucharas a lo largo del lomo, todos .acurrucados a los pies de él. Una liebre rojiza, alta y enjuta, erguida sobre sus grandes patas, frunciendo y desfrunciendo el morro. El zorro de color herrumbre, el hocico afilado, puntiagudo, tenía la cabeza apoyada en sus rodillas. Asida al tronco de un serbal escarlata, lo observaba una ardilla; desde la rama de un espino, un faisán tendía delicadamente su cuello irisado! lo espiaba; una cabra de una blancura inverosímil, resplandeciente como si fuera de nieve, volvió hacia mí sus ojos mansos y baló suavemente para que él supiera que yo había llegado.
Él sonríe. Deja a un lado el flautín de saúco que toca para atraer a los pájaros. Posa en mí su mano irrevocable.
De tanto mirar el bosque, sus ojos son verdes, de un verde absoluto. Hay ojos que pueden devorarte.
El Elfo rey vive solitario en el corazón del bosque, en una cabaña de una sola habitación. A esa cabaña de ramas y piedras le ha crecido un pellejo de líquenes amarillos.
En el tejado mohoso crecen hierbas y hierbajos. Él hacha las ramas caídas de los árboles para hacer el fuego y trae agua del arroyo en un cubo de estaño.
¿De qué se alimenta? ¡De qué, sino de los dones y frutos del bosque! Ortigas estofadas; sabrosos guisos de pamplinas aderezados con nuez moscada; cuece como si fueran coles las hojas del zurrón de pastor. Sabe cuáles de los hongos festoneados, moteados, podridos, son comestibles. Él les conoce sus costumbres misteriosas, sabe cómo brotan de la noche a la mañana en los sitios oscuros y prosperan sobre las substancias muertas. Hasta los vulgares nízcalos que se preparan como los callos, con leche y cebollas, y la cantarela de color yema de huevo con su sombrerete abovedado en abanico y su ligera fragancia a albaricoque, todos crecen de la noche a la mañana como burbujas de tierra, no son frutos de la naturaleza, nacen de la nada. Y eso mismo podría yo pensar de él, que ha nacido del deseo de los bosques.
Por las mañanas, él sale a recolectar sus raros tesoros, los manipula con la misma delicadeza con que recoge los huevos de las palomas, los deposita en una de esas cestas de mimbre que él mismo teje, prepara ensaladas de diente de león -él le da nombres groseros: hierba meona, culo de vieja- y las aliña con algunas hojas de fresa silvestre, pero jamás toca las zarzas, dice que el diablo escupe sobre ellas el día de San Miguel.
Su cabra nodriza, blanca como el suero, le proporciona leche en abundancia y él prepara con ella quesos tiernos con un sabor extraño, rancio, amniótico. A veces caza un conejo en una trampa de cuerdas y prepara una sopa o un estofado que condimenta con ajo silvestre. Del bosque y de las criaturas que lo habitan, todo lo sabe. Me ha contado que las culebras, las más viejas, abren grande la boca cuando huelen peligro y las pequeñitas desaparecen en las gargantas de las más viejas hasta que el miedo pasa y vuelven a salir para corretear como siempre por el suelo. Me ha contado que ese sapo sabio que se sienta en cuclillas entre los ranúnculos a la orilla del arroyo en el verano tiene una piedra preciosísima en la cabeza. Me ha dicho que la lechuza era la hija de un panadero; después me ha sonreído. Me ha enseñado a trenzar esteras con los juncos y a tejer cestas con tallos de mimbre, y esas jaulas pequeñitas en las que encierra a sus pájaros cantores.
Su cocina trepida y tiembla con los trinos y gorjeos de jaula a jaula de sus pájaros, alondras y jilgueros, esas jaulas que él apila una sobre otra contra la pared, toda una pared de pájaros cautivos. Qué crueldad, encerrar en jaulas avecillas silvestres. Pero él se ríe de mí cuando le digo eso; se ríe y muestra sus dientes blancos, puntiagudos, brillantes de saliva.
Es un ama de casa excelente. Su rústico hogar reluce como un espejo. Encima del fogón, la marmita y la sartén brillan lado a lado como un par de zapatos recién lustrado. Por encima del fogón cuelgan ristras de setas, esas setas finas, espiraladas, llamadas «orejas de judío» que crecen en el tronco de los saúcos desde que Judas se ahorcó colgándose de uno de ellos. Esa clase de consejas suele narrarme para poner a prueba mi credulidad. También cuelga a secar ramas de hierbas: tomillo y mejorana, salvia, verbena, brótano, milenrama. La estancia es musical y aromática y siempre hay un fuego de leña que crepita en la parrilla, un humo acre y dulzón, una llama alegre, centelleante. Pero de la vieja viola que cuelga de la pared del lado de los pájaros no es posible arrancar una sola melodía porque todas sus cuerdas están rotas.
Ahora, cuando salgo a caminar, algunas veces por la mañana, a esa hora en que la escarcha ha puesto ya su brillante huella digital sobre los matorrales, y otras, menos frecuentes pero más tentadoras, cuando anochece y empieza a descender la fría oscuridad, voy siempre a la cabaña del Elfo rey y él me derrumba en su susurrante jergón de paja, y allí yazgo yo, a merced de sus manazas.
Él es el tierno carnicero que me ha enseñado que el precio de la carne es el amor; desuella la coneja, dice. Y yo me quito toda mi ropa.
Cuando se peina la larga cabellera del color de las hojas muertas, hojas muertas se desprenden de ella. Caen al suelo con un susurro, como si él fuera un árbol, y él puede estar erecto e inmóvil como un árbol cuando desea que las palomas revoloteen arrullando suavemente para ir a posarse en sus hombros, esas gordas bobaliconas y confiadas con los bonitos anillos de boda alrededor del cuello. Él hace sus caramillos con ramas de saúco y es éste el instrumento que usa para atraer a los pájaros desde el aire; todos acuden a su llamada; y a los de cantar más dulce los encierra en sus jaulas.
El viento agita la fronda oscura y silba a través de los árboles.
Un poco del cierzo frío que sopla sobre los cementerios siempre lo acompaña; los cabellos de la nuca se me erizan, pero no le tengo miedo; sólo al vértigo le tengo miedo, a ese vértigo con que él me coge. Miedo de caer.
De caer como podría caer a través del aire un pajarillo si él, el Elfo rey, atara las puntas de su pañuelo para encerrar en él a todos los vientos. Entonces, ya las corrientes no lo sostendrían y todos los pájaros caerían al imperativo de la gravedad, como caigo yo para él, y sé que si no caigo todavía más es tan sólo porque él es tierno conmigo. La tierra, con su suave vellón de hojas muertas y hierbas del último verano, sólo me sostiene por complicidad con él, porque su carne es de la misma sustancia que esas hojas que lentamente vuelven a transformarse en tierra.
Él podría arrojarme a la sementera de la generación del próximo año y yo tendría que esperar para volver de mi oscuridad hasta que él me llamara con su caramillo.
Sin embargo, cuando él arranca de su instrumento esas dos notas claras, yo acudo, acudo igual que cualquiera de esas otras criaturas confiadas que se posan en el hueco de su muñeca.
He encontrado al Elfo rey sentado en un tronco cubierto de hiedra hilando hacia él, en una rueca de sonidos diatónicos -una nota ascendente, una nota descendente-, a todas las avecillas del bosque; un llamado tan dulce, tan irresistible que los hacía acudir en una confusa, gorjeante muchedumbre. El claro estaba tapizado de hojas muertas, algunas del color de la miel, otras rojas como ascuas, otras como la tierra pardas. Y él parecía a tal punto ser el alma del lugar que noté sin sorpresa que el zorro apoyaba, confiado, la cabeza en sus rodillas. La luz sepia del final de la tarde penetraba en la tierra húmeda, espesa; todo silencio, todo calma y el frío olor de la noche que se acercaba. En el bosque, ni un solo refugio a no ser su cabaña.
Así fue como penetré en la soledad poblada de pájaros del Elfo rey, el que guarda a sus criaturas plumosas en las pequeñas jaulas que él mismo ha tejido con ramitas de mimbre, esas jaulas en las que ellas se posan y cantan para él.
Leche de cabra para beber de un abollado cuenco de estaño; comeremos los bollos de avena que él ha horneado en la solera del fogón. Repiquetear de la lluvia sobre el tejado.
La aldaba golpea contra la puerta. Estamos los dos encerrados en la estancia en penumbra, en el aire seco con el aroma de los troncos que arden y crepitan en llamas diminutas, y yo yazgo en el crujiente jergón de paja del Elfo rey. Su piel tiene el color y la textura de la nata agria, sus tetillas se yerguen rojizas, maduras como bayas. Es como un árbol que diera frutos y flores en la misma estación y en la misma rama, qué delicia, qué placer.
Y de pronto -ay- siento tus dientes filosos en las profundidades subacuáticas de tus besos. Los vientos equinocciales han aprisionado a los olmos desnudos y los hacen zumbar y girar como derviches. Tú hincas tus dientes en mi garganta y me haces gritar.
Desde lo alto del claro la luna blanca ilumina fríamente nuestros abrazos.
Cuán dichosa vagabundeaba yo, o solía más bien vagabundear; en aquel entonces yo era la perfecta hija del estío, pero el año giró, la luz se decantó y vi de pronto, alto como un árbol con las ramas cuajadas de pájaros, al cenceño Elfo rey quien con su mágico lazo de música inhumana me arrastraba hacia él.
Si yo encordara en tus cabellos la vieja viola, tú y yo podríamos valsar juntos al son de la música a la hora en que la exhausta luz del día se diluye entre los árboles; tendríamos una música más bella que los estridentes cantos nupciales que entonan las alondras y los jilgueros apilados en sus bonitas jaulas mientras el techo se cimbra y cruje bajo el peso de las aves que tú has embrujado cuando nosotros nos entregamos bajo las hojas a tus misterios profanos.
Él me desviste hasta mi última piel, hasta esa desnudez de satén malva, nacarado, como quien desuella una coneja; después vuelve a vestirme en un abrazo tan diáfano e infinito que bien podría ser una túnica de agua. Y esparce sobre mí hojas muertas como si las arrojara al torrente en que yo me he transformado.
De vez en cuando, al azar, los pájaros, cantando todos a la vez, pulsan un acorde.
Su piel me cubre por completo; somos como las dos mitades de una semilla encerradas en el mismo tegumento. Me gustaría volverme inmensamente pequeña, para que tú puedas tragarme, como esas reinas de los cuentos de hadas que quedan encinta cuando tragan un grano de maíz o una semilla de sésamo. Así yo podría habitar tu cuerpo y tú me parirías.
La vela fluctúa, se apaga. Su contacto me consuela y me devasta a la vez; siento mi corazón que pulsa, que se agosta, desnuda como una piedra sobre el jergón crujiente, mientras la hermosa noche lunada se desliza por la ventana para motear los flancos de este inocente que construye jaulas para sus dulces pájaros cantores. Cómeme, bébeme; sedienta, consumida, hechizada, vuelvo a él una y otra vez a que sus dedos me desnuden de esta piel andrajosa y me vistan con su traje de agua, esa túnica que me envuelve y me empapa, su olor resbaladizo, su voluntad de ahogar.
Ahora los grajos gotean invierno de sus alas, invocan con su graznido la estación más inclemente.
Ha empezado a hacer frío. Ya no quedan casi hojas en los árboles y los pájaros acuden a él más numerosos porque con este clima despiadado la comida no abunda. Los mirlos y los zorzales tendrán que desenterrar caracoles de bajo los setas y romper los cascarones contra las piedras.
Pero él, el Elfo rey, les da maíz, y cuando sopla su caramillo pronto no puedes verlo pues ellos lo han cubierto como una lluviecita de aguanieve plumosa. Para mí, él despliega un feérico festín de frutas, qué suculencia tentadora; yo estoy tendida encima de él y veo la lumbre de la hoguera sorbida por la negra vorágine de sus ojos, esa ausencia de luz allá, en el centro que tan tremenda presión ejerce sobre mí, que me atrae hacia el fondo.
Ojos verdes como manzanas. Verdes como muertos frutos de mar.
Un viento se levanta; hace un ruido extraño, grave, salvaje, torrentoso.
Qué ojos tan grandes tienes. Ojos de una luminosidad incomparable, la luminosa fosforescencia de los ojos de los licántropos. El verde gélido de tus ojos fija la imagen refleja de mi rostro. Es un almíbar, una ambrosía verde que me atrapa. Tengo miedo de quedar prisionera en ella para siempre, como las pobres moscas y hormiguitas cuando pisaron la resina antes de que el mar cubriera el Báltico. Él me enrosca en el círculo de sus ojos alrededor de un huso de trinos de pájaros. Hay un agujero negro en el centro de cada uno de tus ojos; es su centro inmóvil. Mirarme en él me da vértigo, como si fuera a precipitarme en ese abismo.
Tu ojo verde es una cámara reductora. Si miro el tiempo suficiente me volveré tan pequeña como mi propio reflejo, me reduciré a un punto, y desapareceré. Seré arrastrada hacia ese torbellino negro y consumida por ti.
Me volveré tan pequeña que tú podrás encerrarme en una de tus jaulas de mimbre y burlarte luego de mi libertad perdida. He visto la jaula que estás tejiendo para mí; es muy bonita, y en adelante allí estaré, en mi jaula, entre tus otros pájaros cantores, pero yo... yo permaneceré muda, por despecho.
Cuando comprendí lo que el Elfo rey quería hacerme, un miedo cerval se apoderó de mí, y no supe qué hacer, porque lo amaba con todo mi corazón y no tenía sin embargo deseo alguno de unirme a la canturreante congregación que él guardaba en sus jaulas, pese a que cuidaba de ellos con inmensa ternura, les daba agua fresca cada día y los alimentaba bien. Sus abrazos eran sus señuelos y a la vez, oh, sí, eran las ramas con que estaba tejida la trampa misma. Y sin embargo él, en toda su inocencia, no sabía que podía ser la muerte para mí, pero yo supe desde el momento mismo en que lo vi qué daño irreparable podía causarme él, el Elfo rey.
Aunque el arco está colgado en la pared junto a la vieja viola, todas las cuerdas están rotas y no puedes tocar. Yo no sé qué melodías podrías tocar en ella, si fuera encordada otra vez: nanas para vírgenes locas, quizá, y yo ahora sé que tus pájaros no cantan, que lo que hacen es llorar porque no saben cómo salir del bosque, porque cuando se zambulleron en los corrosivos estanques de su mirada perdieron la carne y ahora deben vivir enjaulados.
A veces él apoya su cabeza en mi regazo y deja que yo peine sus preciosos cabellos; los cabellos que le arranco al peinado son hijos de cada uno de los árboles del bosque y ruedan a mis pies con un susurro crepitante. Su cabellera cae sobre mis rodillas. Silencio como en un sueño frente al fuego que chisporrotea mientras él yace tendido a mis pies y yo desprendo de su lánguida cabellera las hojas muertas. Este año el petirrojo ha vuelto a construir su nido en el techo de paja; posado en un leño, se limpia el piso, se esponja el plumaje. Hay en su canto una dulzura quejumbrosa, un no sé qué de melancolía por el año que ha terminado... El petirrojo, el amigo del hombre pese a la herida en su pecho de la que él, el Elfo rey, le ha extraído el corazón.
Apoya tu cabeza en mis rodillas para que yo no pueda ver nunca más esos soles verdes de tus ojos que se vuelven hacia adentro.
Las manos me tiemblan.
Ahora, mientras él yace así, soñando a medias, a medias despertando, tomaré dos grandes manojos de sus cabellos susurrantes y los enroscaré en sogas, muy suavemente, para que no se despierte, y suavemente, con manos tan suaves como la lluvia, lo estrangularé con ellas.
Después, ella abrirá todas las jaulas y dejará en libertad a todos los pájaros; y ellos se transformarán en muchachas, cada uno de ellos, cada una con la impronta carmesí de su mordedura de amor en la garganta.
Con la cuchilla que él usa para desollar los conejos, ella tronchará su gran melena; encordará el viejo violín con cinco cuerdas de pelo castaño ceniciento.
Entonces, sin que nadie lo pulse, tocará una música discordante. El arco danzará sobre las nuevas cuerdas, y ellas gritarán:
«Madre, madre, me has asesinado».
This entry was posted
on 23 diciembre 2009
at 20:33
and is filed under
cuento
. You can follow any responses to this entry through the
comments feed
.