Jerome Klapka Jerome, autor inglés de novela y teatro, es uno de los autores de humor que son referencia obligada. Humor británico, extravagante. Aquí puse un extracto de su obra más conocida y que le dio la fama ("Tres hombres en una barca (por no mencionar al perro)"). El cuento que pongo hoy sería humorístico si no fuera tan cruelmente real.
Basta que al señor Podger se le meta algo entre ceja y ceja para que se revuelva toda la casa. No hacen más que traer al comedor un cuadro recién comprado y, cuando la señora Podger escoge el sitio de su agrado para colgarlo, el señor Podger sale diciendo:
-- ¡Oh!, por favor, les pido a todos que me dejen solo en este asunto… Yo soy quien va a hacerse cargo de ponerlo en la pared.
Y comienza por quitarse la americana; luego manda a la criada a la ferretería a comprar cincuenta centavos de clavos; enseguida, apura a su hijo para que la alcance y le recuerde el tamaño específico de los clavos… De ahí en adelante es cuando comienza el verdadero jaleo.
-- Willy, tráeme el martillo… Tom. Alcánzame el metro… Me hace falta también la escalera… la silla de la cocina y… Eh, Jim, llégate a la casa del señor Goggles y dile así: “Papá lo saluda de su parte y desea que su pierna haya mejorado. De paso le pregunta si puede usted prestarle su nivel”. Tú, Mary, quédate aquí: necesito que alguien me sostenga la lámpara. Tan pronto regrese la criada tendrá que salir de nuevo a comprar cordel. ¡Tom! ¿Dónde está Tom? Ven acá, muchacho. Alcánzame el cuadro.
Cuando Tom va a cogerlo se le cae. El grabado se sale del marco y el señor Podger se corta con el cristal. A la carrera, atraviesa la sala en busca de su pañuelo, pero no puede hallarlo porque está en un bolsillo de su americana y no recuerda dónde la ha colocado. La familia entera se pone entonces a buscarla. El señor Podger va de un extremo al otro como un loco. Empuja a unos, tropieza con otros. Por fin, se deja caer en un asiento y empieza a quejarse sin parar.
-- Pero, díganme… ¿es que nadie va a saber dónde está mi americana? ¡Caramba, en mi vida he visto gente más inútil! No sé cuál es el más incapaz.
Al ponerse de pie, advierte que estaba sentado encima de la prenda y exclama:
-- Aquí está. Yo he sido quien la ha hallado. ¡Yo soy siempre quien halla las cosas en esta casa!
Media hora más tarde, luego que ya tiene el índice vendado y le han traído el martillo, la escalera, la silla y la lámpara, toda la familia se encuentra a su alrededor, incluso la criada y la lavandera… Uno le aguanta la escalera; otro lo ayuda a subir; este le da los clavos; el de más allá le ofrece el martillo. Se le caen los clavos y hay que arrodillarse con una vela a buscarlos por el piso.
-- Aquí están.
-- ¿Y el martillo? ¿Dónde lo han dejado? ¡Es increíble! Tengo siete a mi lado y ninguno sabe del martillo.
El señor Podger encuentra finalmente la herramienta, aunque para entonces ha perdido la indicación a lápiz del lugar donde debe ir el clavo. Lo ayudan otra vez a hacer la marca, pero surgen discrepancias de criterio. Entonces, el señor Podger toma en sus manos el metro y comienza de una vez sus enrevesadas mediciones.
-- Treinta y cuatro centímetros y medio del cielo raso, y un metro diez de la esquina… Restando siete centímetros para el marco…
Se equivoca al hacer los cálculos. Tratan de ayudarlo y lo confunden más en las sumas y restas. El buen hombre toma entonces una importante resolución. Se estira hacia la izquierda con un cordel, lo que simplificará las cosas. Se estira hasta el máximo punto, formando con su cuerpo un ángulo de cuarenta y cinco grados con la escalera.
Tres centímetros más y llegará a la esquina con la yema de los dedos. Pero esos tres centímetros son suficientes para romper su equilibrio y el señor Podger cae sobre el teclado del piano, sacándole un extraño acorde.
-- ¡………………………..!
La dueña de la casa protesta. No puede consentir que los niños oigan tales expresiones. La tía Mary se permite algunos comentarios irónicos:
-- La próxima vez que vayan a colgar un cuadro, me hacen el favor de avisarme con antelación para irme al campo a ver a mamá y regresar antes que hayan terminado.
-- ¡Ah!, las mujeres… De una insignificancia hacen un mundo – responde el señor Podger, con aspereza, y presenta un clavo a la pared.
Al segundo martillazo, el clavo penetra en el yeso hasta la cabeza y para sacarlo hay que practicar una excavación. Luego es preciso ponerse a hacer nuevas mediciones para buscar otro lugar que esté un poco más alto y más a la izquierda. Con tal finalidad, los niños se dedican a buscar el metro, el lápiz y el cordel.
Por fin, ya para las once de la noche, el cuadro está colgado en la pared. No se ve tan derecho que digamos, y su simetría deja algo que desear con respecto a los objetos que lo rodean. Pero, ¡eso qué importa!... No obstante, en un claro de cincuenta centímetros a la redonda, la pared parece picada de viruelas. Todos los miembros de la familia se notan molestos y extenuados, menos el señor Podger.
-- ¡Ahí lo tienen!—dice visiblemente satisfecho, al abandonar la escalera--. ¡Ya ven, no ha habido que recurrir a un tapicero para realizar una pequeñez como esa!.
Y comienza por quitarse la americana; luego manda a la criada a la ferretería a comprar cincuenta centavos de clavos; enseguida, apura a su hijo para que la alcance y le recuerde el tamaño específico de los clavos… De ahí en adelante es cuando comienza el verdadero jaleo.
-- Willy, tráeme el martillo… Tom. Alcánzame el metro… Me hace falta también la escalera… la silla de la cocina y… Eh, Jim, llégate a la casa del señor Goggles y dile así: “Papá lo saluda de su parte y desea que su pierna haya mejorado. De paso le pregunta si puede usted prestarle su nivel”. Tú, Mary, quédate aquí: necesito que alguien me sostenga la lámpara. Tan pronto regrese la criada tendrá que salir de nuevo a comprar cordel. ¡Tom! ¿Dónde está Tom? Ven acá, muchacho. Alcánzame el cuadro.
Cuando Tom va a cogerlo se le cae. El grabado se sale del marco y el señor Podger se corta con el cristal. A la carrera, atraviesa la sala en busca de su pañuelo, pero no puede hallarlo porque está en un bolsillo de su americana y no recuerda dónde la ha colocado. La familia entera se pone entonces a buscarla. El señor Podger va de un extremo al otro como un loco. Empuja a unos, tropieza con otros. Por fin, se deja caer en un asiento y empieza a quejarse sin parar.
-- Pero, díganme… ¿es que nadie va a saber dónde está mi americana? ¡Caramba, en mi vida he visto gente más inútil! No sé cuál es el más incapaz.
Al ponerse de pie, advierte que estaba sentado encima de la prenda y exclama:
-- Aquí está. Yo he sido quien la ha hallado. ¡Yo soy siempre quien halla las cosas en esta casa!
Media hora más tarde, luego que ya tiene el índice vendado y le han traído el martillo, la escalera, la silla y la lámpara, toda la familia se encuentra a su alrededor, incluso la criada y la lavandera… Uno le aguanta la escalera; otro lo ayuda a subir; este le da los clavos; el de más allá le ofrece el martillo. Se le caen los clavos y hay que arrodillarse con una vela a buscarlos por el piso.
-- Aquí están.
-- ¿Y el martillo? ¿Dónde lo han dejado? ¡Es increíble! Tengo siete a mi lado y ninguno sabe del martillo.
El señor Podger encuentra finalmente la herramienta, aunque para entonces ha perdido la indicación a lápiz del lugar donde debe ir el clavo. Lo ayudan otra vez a hacer la marca, pero surgen discrepancias de criterio. Entonces, el señor Podger toma en sus manos el metro y comienza de una vez sus enrevesadas mediciones.
-- Treinta y cuatro centímetros y medio del cielo raso, y un metro diez de la esquina… Restando siete centímetros para el marco…
Se equivoca al hacer los cálculos. Tratan de ayudarlo y lo confunden más en las sumas y restas. El buen hombre toma entonces una importante resolución. Se estira hacia la izquierda con un cordel, lo que simplificará las cosas. Se estira hasta el máximo punto, formando con su cuerpo un ángulo de cuarenta y cinco grados con la escalera.
Tres centímetros más y llegará a la esquina con la yema de los dedos. Pero esos tres centímetros son suficientes para romper su equilibrio y el señor Podger cae sobre el teclado del piano, sacándole un extraño acorde.
-- ¡………………………..!
La dueña de la casa protesta. No puede consentir que los niños oigan tales expresiones. La tía Mary se permite algunos comentarios irónicos:
-- La próxima vez que vayan a colgar un cuadro, me hacen el favor de avisarme con antelación para irme al campo a ver a mamá y regresar antes que hayan terminado.
-- ¡Ah!, las mujeres… De una insignificancia hacen un mundo – responde el señor Podger, con aspereza, y presenta un clavo a la pared.
Al segundo martillazo, el clavo penetra en el yeso hasta la cabeza y para sacarlo hay que practicar una excavación. Luego es preciso ponerse a hacer nuevas mediciones para buscar otro lugar que esté un poco más alto y más a la izquierda. Con tal finalidad, los niños se dedican a buscar el metro, el lápiz y el cordel.
Por fin, ya para las once de la noche, el cuadro está colgado en la pared. No se ve tan derecho que digamos, y su simetría deja algo que desear con respecto a los objetos que lo rodean. Pero, ¡eso qué importa!... No obstante, en un claro de cincuenta centímetros a la redonda, la pared parece picada de viruelas. Todos los miembros de la familia se notan molestos y extenuados, menos el señor Podger.
-- ¡Ahí lo tienen!—dice visiblemente satisfecho, al abandonar la escalera--. ¡Ya ven, no ha habido que recurrir a un tapicero para realizar una pequeñez como esa!.
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on 20 noviembre 2009
at 12:59
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