Maria Lorena (Lorrie) Moore es, a decir de los críticos, "uno de los nombres fundamentales de la nueva narrativa norteamericana".
Este cuento pertenece al libro de relatos “Autoayuda”. Encontrar este libro en una librería es, a veces (demasiadas), difícil ya que, cuando lees el índice, te encuentras que otros cuentos tienen títulos como: "Cómo encontrar a tu media naranja", "Cómo conseguir un orgasmo", "Cómo salir sano y salvo del divorcio" o "Cómo vivir solo y ser feliz". ¿Por qué es difícil, a veces (demasiadas), encontrar el libro? Pues porque los libreros (generalización injusta, pero injusta con muy pocos) no suelen tener ni idea de literatura. Con esto se consigue que este libro se encuentre en la sección de, claro, "autoayuda" (cualquier día colocarán "Guerra y paz" en la sección de política o "A sangre fría" en la sección de zoología, apartado reptiles y peces).
El libro es una parodia de ese tipo de manuales formado por una serie de cuentos, protagonizados por mujeres, irónicos, burlones, siempre agridulces. Su forma de escribir no tiene nada que ver con la canadiense, pero su sentido del humor me recuerda a Margaret Atwood.
Primero intenta ser algo, cualquier otra cosa: estrella de cine, astronauta, estrella de cine, misionera, estrella de cine, jardinera, Presidente del Mundo. Fracasa horriblemente. Es mejor si fracasas a una edad temprana, por ejemplo, a los catorce. Una desilusión temprana, crítica, para que a los quince puedas escribir largas oraciones en forma de haiku sobre los deseos frustrados.
Es un estanque,
un cerezo en flor
un viento peinando las alas del gorrión rumbo a la montaña.
Cuenta las sílabas. Muéstraselo a tu mamá. Ella es dura y práctica. Tiene un hijo en Vietnam y un marido que podría tener una amante. Ella cree que hay que usar ropa marrón porque disimula las manchas. Ella mirará brevemente tu texto y luego otra vez a tí con la cara vacía como una galletita. Ella dirá: “¿Por qué no vacías el lavavajillas?”. Desvía la vista. Mete los tenedores en el cajón de los tenedores. Accidentalmente rompe uno de los vasos que te dieron gratis con el periódico del domingo. Éste es el dolor y el sufrimiento necesario. Esto es sólo el comienzo.un cerezo en flor
un viento peinando las alas del gorrión rumbo a la montaña.
En la escuela, en clase de literatura, mira sólo la cara de Mister Killian. Decide que las caras son importantes. Escribe una villanelle sobre los poros. Esfuérzate. Escribe un soneto. Cuenta las sílabas: nueve, diez, once, trece. Decide experimentar con la ficción. Ahí no tienes que contar sílabas. Escribe un cuento corto sobre un anciano y una anciana que se disparan un tiro accidentalmente en la cabeza, uno al otro, resultado de un inexplicable fallo en un rifle que aparece misteriosamente en el salón una noche. Dáselo a Mister Killian como trabajo final de la clase. Cuando te lo devuelva habrá escrito en el papel: “Algunas imágenes son bastante buenas, pero no tienes sentido de la trama.” Cuando estés en tu casa, en la privacidad de tu habitación, garabatea a lápiz, debajo de su comentario en tinta negra: “Las tramas son para los idiotas, cara-porosa”.
Coge todos los trabajos de niñera que consigas. Eres fantástica con los niños. Ellos te adoran. Les cuentas historias de ancianos que mueren de forma idiota. Les cantas canciones como “Las campanas azules de Escocia”, tu favorita. Y cuando están en pijama y finalmente dejaron de pellizcarse entre ellos; cuando se duermen, lees todos los manuales de sexo que hay en la casa y te preguntas cómo alguien podría hacer esas cosas con alguien a quien ama. Quédate dormida en la silla mientras lees el Playboy de Mister McMurphy. Cuando los McMurphys vuelvan a casa, te tocarán en el hombro, mirarán la revista en tu falda y sonreirán ampliamente. Querrás morirte. Te preguntarán si Tracy se tomó la medicina. Explica que sí, que lo hizo, que le prometiste contarle una historia si se portaba como una señorita y que eso funcionó bastante bien. “Ah, maravilloso”, exclamarán.
Trata de sonreír orgullosa.
Matricúlate en Psicología Infantil en la universidad.
En Psicología tienes algunas materias optativas. Siempre te gustaron los pájaros. Te anotas en algo llamado: “Investigación Ornitológica Práctica”. Las clases son los martes y los jueves a las 2. Cuando llegas al aula 314 el primer día de clases, todos están sentados alrededor de una mesa discutiendo sobre metáforas. Alguna vez escuchaste algo al respecto. Después de un corto e incómodo rato, levanta tu mano y di tímidamente: “Perdón, ¿esto no es Observación de Pájaros I?” Todos se quedan en silencio y giran para mirarte. Parecen tener todos una única cara: gigante y blanca, como un reloj destruido. Un barbudo ruge: “No, esto es Escritura Creativa”. Di: “Ah, okay”, haciendo como que ya sabías. Mira tu planilla de horarios. Pregúntate cómo cuernos caíste ahí. El ordenador se equivocó, parece. Empiezas a levantarte para salir pero no lo haces. Las colas en la oficina de inscripción esta semana son larguísimas. Quizás deberías aferrarte a este error. Quizás la escritura creativa no sea tan mala. Quizás sea el destino. Quizás esto es lo que quiso decir tu padre cuando dijo: “Esta es la era de las computadoras, Francie, esta es la era de las computadoras.”
Decide que te gusta la universidad. En tu residencia conoces gente agradable. Algunos son más inteligentes que tú. Y algunos, te das cuenta, son más estúpidos. Continuarás viendo el mundo en estos términos, lamentablemente, el resto de tu vida.
La tarea de Escritura Creativa de esta semana es narrar un hecho violento. Entrega una historia sobre cómo conduce tu tío Gordon y otra sobre dos ancianos que se electrocutan accidentalmente cuando tocan una lámpara de escritorio que tiene un cable pelado. El profesor te devolverá los textos con comentarios: “Tu escritura es fluida y enérgica. Pero lamentablemente tus tramas son absurdas.” Escribe otra historia sobre un hombre y una mujer que, en el primer párrafo, son acribillados de la cintura para abajo debido a una explosión con dinamita. En el segundo párrafo, con el dinero del seguro, compran un puesto para vender helados. Hay seis párrafos más. Lees el texto completo en voz alta para la clase. A nadie le gusta. Dicen que tus tramas son exageradas y gratuitas. Después de clase alguien te pregunta si estás loca.
Decide que quizás deberías probar con la comedia. Empieza a salir con alguien divertido, alguien que tiene lo que en el instituto describías como “un sentido del humor buenísimo” y que ahora la gente de la clase de escritura creativa describe como “auto-indulgencia que toma forma cómica”. Anota todas sus bromas, pero no le digas que lo haces. Construye anagramas con el nombre de su exnovia, ponle esos nombres a todos los personajes con problemas de sociabilidad y observa lo divertido que es él, observa qué sentido del humor buenísimo tiene.
Tu orientador académico te señala que estás descuidando las clases de psicología. Lo que te consume la mayor parte del tiempo no es de tu especialidad. Di que sí, que lo entiendes.
En las clases de escritura creativa de los próximos dos años todos siguen fumando y preguntando las mismas preguntas: “Pero, ¿funciona?”, “¿Por qué debería importarnos lo que le pasa a ese personaje?”, “¿Te ganaste el derecho a usar ese lugar común?” Parecen ser preguntas importantes.
Los días en los que te toca a ti, miras a la clase con esperanza mientras buscan la trama en las hojas fotocopiadas, frunciendo el ceño. Te miran, aspiran el humo con intensidad, y luego te sonríen dulcemente.
Pasas demasiado tiempo abatida y desmoralizada. Tu novio sugiere que salgas a andar en bicicleta. Tu compañera de cuarto sugiere que cambies de novio. Te dicen que te estás autocastigando y perdiendo peso, pero continúas escribiendo. La única felicidad que tienes es escribir algo nuevo, en medio de la noche, con las axilas sudadas, el corazón golpeando fuerte, algo que todavía nadie leyó. Lo único que tienes son esos breves, frágiles, incontrastables momentos de éxtasis en los que sabes: eres un genio. Date cuenta de lo que tienes que hacer. Cambia de carrera. Los chicos de la guardería se entristecerán, pero tienes una vocación, una urgencia, una falsa ilusión, un hábito desafortunado. Estás, como diría tu madre, juntándote con gente que no te conviene.
¿Por qué escribir? ¿De dónde viene la escritura? Estas son preguntas que te haces a ti misma. Se parecen a: ¿De dónde viene el polvo? O: ¿Por qué hay guerras? O: Si hay un Dios, ¿por qué mi hermano es ahora un paralítico?
Estas son preguntas que guardas en tu billetera, como números telefónicos. Estas son preguntas que, como dice tu profesor de escritura creativa, es bueno explorar en tu diario personal, pero raramente en la ficción.
El profesor de este semestre enfatiza en el Poder de la Imaginación. Eso significa que no quiere largas historias descriptivas sobre tu viaje de campamento de julio pasado. Quiere que empieces en un contexto realista para luego alterarlo. Como si recombinaras ADN. Quiere que dejes vagar a tu imaginación, y que tus velas se hinchen como una barriga. Esto último es una cita de Shakespeare.
Cuéntale a tu compañera de cuarto tu gran idea, tu gran ejercicio de poder imaginativo: una transformación de Melville a la vida contemporánea. Será sobre la monomanía y sobre el mundo pez-grande-come-pez-chico de las compañías de seguros de Rochester, New York. La primera línea será: “Llámame Pezchico”, y tratará sobre un hombre casado, andropáusico y suburbano, llamado Richard, a quién, como está todo el tiempo deprimido, su ingeniosa esposa llama “Mufi Dick”. Dile a tu compañera de cuarto: “Mufi Dick, ¿entiendes?”. Tu compañera de cuarto te mira, su cara es blanca como un Kleenex. Viene hasta ti, con aire amistoso y pone su brazo en tu espalda encorvada. “Escúchame, Francie”, dice lentamente, como si fuera tu foniatra. “Salgamos a tomar una cerveza”.
A la gente de la clase tampoco le gusta esta historia. Sospechas que están empezando a sentir lástima por ti. Ellos dicen: “Tienes que pensar en lo que pasa. ¿Cuál es la historia ahí?”.
El semestre siguiente el profesor está obsesionado con escribir a partir de experiencias personales. Tienes que escribir sobre lo que sabes, basándote en algo que te pasó. Quiere muertes, quiere viajes de campamento. Reflexiona sobre lo que te ha pasado. En los últimos tres años pasaron tres cosas: perdiste tu virginidad; tus padres se divorciaron; y tu hermano volvió de un bosque a 15 kilómetros de la frontera con Camboya con sólo la mitad de su muslo y una mueca permanente anidada en un lado de la boca.
Sobre la primera cosa escribes: “Creó un nuevo espacio, que dolió y gritó con una voz que no era mía: ‘No soy más la que era, pero voy a estar bien’”.
Sobre lo segundo escribes una larga historia sobre una pareja de ancianos que tropiezan accidentalmente con una mina en su cocina y vuelan en pedazos. La llamas: “Hasta que la mortadela nos separe”.
Sobre lo último no escribes nada. No hay palabras para eso. Tu máquina de escribir zumba. No puedes encontrar palabras.
En las fiestas de la universidad, la gente dice: “Ah, ¿escribes? ¿sobre qué escribes?”. Tu compañera de cuarto, que ha tomado mucho vino, comido muy poco queso y casi ninguna galletita, dice: “Por dios, siempre escribe sobre el idiota del novio”.
Más tarde aprenderás que los escritores son simplemente textos abiertos e indefensos, sin ningún entendimiento de lo que han escrito y que, por lo tanto, deben confiar en cualquier cosa que se diga de ellos. Tú, en cambio, no has alcanzado ese nivel de refinamiento literario. Te pones rígida y dices: “No hago eso”, de la misma manera en la que se lo dijiste a alguien en cuarto grado cuando te acusó de disfrutar en las clases de oboe y dijo que no eran tus padres los que te forzaban a tomarlas.
Insiste con que no estás muy interesada en ningún tema en particular, que estás interesada en la música del lenguaje, que estás interesada en..., en..., sílabas, porque son los átomos de la poesía, las células de la mente, la respiración del alma. Empieza a sentirte mareada. Fija la vista en tu vaso de plástico lleno de vino.
“¿Sílabas?”, escucharás que alguien pregunta, a la distancia, alejándose lentamente hacia la seguridad de la fuente de salsa.
Comienza a preguntarte sobre qué escribes en realidad. O si tienes algo para contar. O si existe eso que llaman “algo que decir”. Limita tus pensamientos a no más de diez minutos al día; como las flexiones, pueden hacerte adelgazar.
Leerás en algún lugar que toda la escritura tiene que ver con los genitales propios. No pienses demasiado en eso. Te pondría nerviosa.
Tu madre vendrá a visitarte. Examinará los círculos debajo de tus ojos y te entregará un libro marrón con un portafolios marrón en la tapa. Se llama: Cómo convertirse en una Ejecutiva de Negocios. También trajo la enciclopedia “Nombres para su bebé”, que tú misma le pediste; uno de tus personajes, la maestra de primaria/payaso, necesita un nombre. Tu madre sacudirá la cabeza y dirá: “Francie, Francie, ¿te acuerdas cuando ibas a ser psicóloga infantil?”
Di: “Mamá, me gusta escribir”.
Ella dirá: “Claro que te gusta escribir. Por supuesto. Claro que te gusta escribir.”
Escribe una historia sobre una estudiante de música confundida y llámala: “Schubert Era el de gafas, ¿no?”. No es un gran éxito, aunque a tu compañera de cuarto le gusta la parte en la que los dos violinistas vuelan en pedazos accidentalmente durante un concierto. “Salí con un violinista una vez”, dice ella, reventando su globo de chicle.
Gracias a dios estás cursandp también otras asignaturas. Puedes encontrar refugio en los enredos ontológicos del siglo XIX y en los rituales de apareo de los invertebrados. Algunos moluscos globulares practican lo que se denomina “Sexo por el brazo”. El pulpo macho, por ejemplo, pierde el extremo de su brazo cuando lo introduce en el cuerpo de la hembra durante el coito. Los biólogos marinos lo llaman “Séptimo cielo”. Alégrate de saber estas cosas. Alégrate de no ser solo una escritora. Inscríbete en la facultad de Derecho.
A partir de aquí pueden pasar muchas cosas. Pero la principal es ésta: decides no empezar abogacía después de todo, y, en cambio, pasas una gran parte de tu vida adulta diciéndole a la gente cómo decidiste al final no empezar abogacía. De alguna manera terminas escribiendo de nuevo. Quizás haces una licenciatura. Quizás tomas trabajos temporales y clases de escritura por la noche. Quizás trabajas y escribes todos los comentarios interesantes y las confesiones íntimas que escuchas durante el día. Quizás estás perdiendo a tus amigos, a tus conocidos, tu equilibrio.
Te peleaste con tu novio. Ahora sales con hombres que, en vez de susurrarte “Te quiero”, gritan: “Hagámoslo, nena”. Esto es bueno para tu escritura.
Tarde o temprano terminas un manuscrito, más o menos. La gente lo mira vagamente confundida y dice: “Parece que ser escritora siempre fue un sueño para ti, ¿no?”. Tus labios se secan como la sal. Di que de todos los sueños de este mundo, no puedes imaginar que ser escritora siquiera esté entre los primeros veinte. Diles que ibas a ser psicóloga infantil. “Claro”, dirán suspirando, “eres fantástica con los niños”. Frunce el entrecejo. Diles que eres una navaja caminando.
Abandona las clases. Abandona los trabajos. Retira los ahorros del banco. Ahora tienes tanto tiempo como picazón en las manos. Lentamente copia todas las direcciones de tus amigos en una nueva agenda.
Pasa la aspiradora. Mastica chicles para la tos. Guarda una carpeta llena de notas.
Un párpado oscureciéndose en el costado.
El mundo como conspiración.
¿Argumento posible? Una mujer sube al autobús.
Imagínate que organizas una historia de amor y nadie viene.
En casa toma mucho café. En el Howard Johnson pide ensalada de repollo. Piensa cómo la ensalada se parece a un mapa hecho papel picado: dónde estuviste, hacia dónde vas: “Usted está aquí”, dice la estrella roja en la parte de atrás del menú.
Ocasionalmente una cita, con la cara blanca como un papel, te pregunta si los escritores se desaniman con frecuencia. Contesta que a veces se desaniman y a veces no. Di que se parece mucho a tener la polio.
“Interesante”, sonríe tu cita, y luego mira los pelos de su brazo y empieza a alisarlos, todos, siempre, en la misma dirección.
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on 18 septiembre 2009
at 18:54
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