Francis Bret Harte - "La fortuna de Roaring Camp"

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Se suele considerar al western como un género nacido del cine. Pero no, el western nació en la literatura del siglo XIX, en el relato breve y el cuento y tuvo un padre, Bret Harte. Mark Twain, que fue asistente suyo, lo calificó como uno de sus maestros (bueno, este es un ejemplo claro del discípulo que supera, y de qué manera, al maestro). Los personajes que retrató Harte en sus cuentos, tan duros, tan trágicos, parecen casi una parodia, pero llegarón a convertirse en un modelo. Sin ser un gan escritor (no lo fue), sí que merece un sitio de honor por ser el iniciador de algo que, con la llegada del cine, se convirtió en mítico (alguien, no recuerdo quién, calificó al western como la forma moderna de la literatura épica).

Hubo una conmoción en Roaring Camp. No podía ser una pelea, porque en 1850 eso no era noticia suficiente como para reunir a todo el campamento. No sólo las acequias y las concesiones estaban desiertas, sino que el almacén de Tuttle había contribuido con sus jugadores que, como bien se sabe, siguieron jugando tranquilamente el día que French Pete y Kanaka Joe se dispararon a muerte sobre la barra en la sala delantera. Todo el campamento estaba reunido delante de una tosca cabaña en el extremo del claro. Las conversaciones se producían en voz baja, pero el nombre de una mujer se repetía con frecuencia. Era un nombre bastante familiar en el campamento: «Cherokee Sal».
Quizá cuanto menos se diga de ella mejor. Era una mujer ruda y, si hay que temer eso, muy pecadora. Pero por aquel entonces era la única mujer en Roaring Camp, y se encontraba en una difícil situación en la que más necesitaba la ayuda de su propio sexo. Disoluta, abandonada e irredimible, sufría un martirio difícil de soportar incluso cuando estaba arropado por la comprensión femenina, pero terrible ahora en su soledad. La primigenia maldición había caído sobre ella en aquel primer aislamiento que debió de convertir el pecado original en algo realmente horrible. Era quizá parte de la expiación de su pecado el que, en el momento en que más le faltaba la ternura intuitiva y los cuidados de su sexo, se enfrentara únicamente con los rostros un tanto desdeñosos de sus compañeros masculinos. Sin embargo, creo que algunos de los espectadores se sentían afectados por sus sufrimientos. Sandy Tipton creía que era «penoso para Sal» y, en la contemplación de su situación, llevó a olvidar por un momento que tenía un as y dos reyes en la manga.
También hay que decir que la situación era nueva. La muerte no era en absoluto algo desconocido en Roaring Camp, pero un nacimiento sí era nuevo. Mucha gente había sido despedida del campamento de una forma efectiva y definitiva y sin posibilidad de retorno; pero aquella era la primera vez que alguien había sido introducido ab initio. De ahí la excitación.
— Ve ahí dentro, Stumpy —dijo un prominente ciudadano conocido como «Kentuck», dirigiéndose a uno de los holgazanes—. Ve ahí dentro y ve lo que puedes hacer. Tú tienes experiencia en esas cosas.
Quizá la elección era correcta. Stumpy, en otras latitudes, había sido el padre putativo de dos familias; de hecho, se debía a alguna informalidad legal sobre este aspecto el que Roaring Camp —un lugar de refugiados— gozara de su compañía. La gente aprobó la elección, y Stumpy fue lo bastante juicioso como para inclinarse ante la mayoría. La puerta se cerró tras el extemporáneo cirujano y comadrona, y el resto de Roaring Camp se sentó fuera, fumó su pipa y aguardó el resultado.
El conjunto sumaba como un centenar de hombres. Uno o dos de ellos eran realmente fugitivos de la justicia, algunos eran criminales, y todos eran temerarios. Físicamente, no mostraban ningún indicio de su vida pasada y de su carácter. El mayor de aquellos bribones tenía un rostro rafaelesco con abundancia de pelo rubio; Oakhurst, un jugador, tenía el aire melancólico y la abstracción intelectual de un Hamlet; el hombre más frío y valeroso tenía escasamente metro sesenta de estatura, con una voz suave y unos modales azarados y tímidos. El término «rudos» aplicado a ellos era una distinción más que una definición. Quizá en detalles menores como dedos, orejas, etc., el campamento fuera deficiente, pero estas ligeras omisiones no restaban nada a su fuerza conjunta. El hombre más fuerte sólo tenía tres dedos en su mano derecha; el mejor tirador era tuerto.
Éste era el aspecto físico de los hombres que estaban dispersos alrededor de la cabaña. El campamento estaba asentado en un valle triangular, entre dos colinas y un río. El único acceso era un empinado sendero por encima de una colina que miraba frente a la cabaña, ahora iluminada por la luna creciente. En medio de sus sufrimientos, la mujer podía verlo desde el tosco camastro donde estaba tendida, enroscado como un hilo de plata hasta perderse en las estrellas de arriba.
Un fuego de ramas de pino añadía sociabilidad a la reunión. Poco a poco, la ligereza natural de Roaring Camp regresaba. Se hacían de forma natural apuestas relativas al resultado. Tres a cinco a que «Sal saldrá de ésta»; incluso a que el niño sobreviviría; apuestas secundarias respecto al sexo y carácter del forastero que vendría. En medio de una excitada discusión brotó una exclamación de aquellos más cercanos a la puerta, y el campamento se detuvo para escuchar. Por encima del oscilar y el gemir de los pinos, el rápido murmurar del río y el crujir del fuego, brotó un seco y quejumbroso grito, un grito como nunca se había oído antes en el campamento. Los pinos dejaron de gemir, el río dejó de murmurar, el fuego de crujir. Parecía como si la naturaleza se hubiera detenido para escuchar también.
¡El campamento se puso en pie como un solo hombre! Se propuso hacer estallar un barrilito de pólvora, pero, en consideración a la situación de la madre, prevaleció la discreción, y sólo se dispararon algunos revólveres; porque, ya fuera debido a la rudimentaria cirugía que había en el campamento, o a alguna otra razón, la población de Cherokee Sal estaba yéndose a pique rápidamente. Al cabo de una hora, ella había ascendido, por decirlo así, por aquel escabroso camino que conducía a las estrellas, y habían abandonado para siempre Roaring Camp, el pecado y la vergüenza. No creo que el anuncio les alterara mucho, excepto en las especulaciones respecto al destino del niño. «¿Vivirá ahora?», le preguntaron a Stumpy. La respuesta fue dubitativa. El único otro ser del mismo sexo y condición maternal de Cherokee era una burra. Hubo algunas conjeturas respecto a su conveniencia, pero se probó el experimento. Era menos problemático que el antiguo tratamiento de Rómulo y Remo, y al parecer tuvo el mismo éxito.
Cuando quedaron completados estos detalles, que agotaron otra hora, se abrió la puerta, y una ansiosa multitud de hombres que habían formado ya una cola entraron en fila india. Al lado del bajo camastro, en el cual se silueteaba la figura de la madre bajo las mantas, había una mesa de pino. Se colocó en ella una caja de velas, y en su interior, envuelto en franela roja, estaba el último recién llegado a Roaring Camp. Al lado de la caja de velas había un sombrero. Su utilidad quedó pronto claramente indicada.
— Caballeros —dijo Stumpy, con una singular mezcla de autoridad y complacencia ex officio—, por favor entren por la puerta de delante, rodeen la mesa, y salgan por la puerta de atrás. Quienes deseen contribuir en algo para el huérfano hallarán un sombrero para sus donativos.
El primer hombre entró con el sombrero puesto; pero se descubrió mientras miraba a su alrededor, y así, inconscientemente, dio el ejemplo para el siguiente. En tales comunidades, las buenas y las malas acciones son contagiosas. Mientras la procesión avanzaba, se oyeron algunos comentarios —críticas dirigidas quizá más bien a Stumpy, en su carácter de organizador de todo aquello—: «¿Es él?»; «es muy pequeño»; «ni siquiera tiene color»; «no es más grande que una pistola Derringer». Las contribuciones fueron las características: una caja plateada de tabaco; un doblón; un revólver de la marina, montado en plata; un objeto de oro; un pañuelo de señora bellamente bordado (de Oakhurst, el jugador); un broche con un diamante; un anillo de diamantes (sugerido por el broche, con la observación del donante de que «al ver el broche superé la apuesta en dos diamantes»); una honda; una Biblia (donante anónimo); una espuela de oro; una cucharilla de té de plata (las iniciales, lamento decirlo, no eran las del donante); un par de tijeras de cirujano; una lanceta, un billete de 5 libras del Banco de Inglaterra; y unos 200 dólares en monedas sueltas de oro y plata. Durante todo el proceso, Stumpy mantuvo un silencio tan impasible como el de la muerta a su izquierda, una gravedad tan inescrutable como la del recién nacido a su derecha. Sólo se produjo un incidente que rompió la monotonía de la procesión de curiosos. Cuando Kentuck se inclinó medio curioso sobre la caja de velas, el niño se volvió y, en un espasmo de dolor, aferró su dedo, y lo mantuvo cogido por un momento. Kentuck adoptó una expresión estúpida y azarada. Algo así como un ligero enrojecimiento se afirmó en sus mejillas curtidas por el aire libre. «¡El j... chico!», exclamó, mientras retiraba con dificultad su dedo, con quizá más ternura y cuidado del que jamás se hubiera creído capaz de mostrar. Mantuvo ese dedo un poco separado de los demás al salir, y lo examinó con curiosidad. El examen provocó la misma observación original con respecto al niño. De hecho, parecía disfrutar repitiéndola.
—¡Se agarró a mi dedo —señaló a Tipton—, el muy j... chico!
Eran las cuatro de la madrugada cuando el campamento volvió a la tranquilidad. Una luz ardía en la cabaña donde permanecían los que se habían quedado de vigilia, porque Stumpy no se fue a la cama aquella noche. Como tampoco Kentuck. Bebió generosamente, y relató con gran placer su experiencia, terminando siempre con su característica condena al recién llegado. Era algo que parecía librarle de toda injusta acusación de sentimentalismo, y de que Kentuck tenía la debilidad del sexo noble. Cuando todos los demás se fueron a la cama, paseó a lo largo del río, silbando pensativamente. Luego caminó quebrada arriba, más allá de la cabaña, todavía silbando con clara despreocupación. Se detuvo junto a una gran secuoya, volvió sobre sus pasos y pasó de nuevo junto a la cabaña. A medio camino a lo largo de la orilla del río se detuvo de nuevo, regresó y llamó a la puerta. La abrió Stumpy.
— ¿Cómo va todo? —preguntó Kentuck, mirando por encima del hombro de Stumpy hacia la caja de velas.
— Todo tranquilo —respondió el otro.
— ¿No ha ocurrido nada?
— Nada.
Hubo una pausa —una pausa embarazosa—, con Stumpy sujetando todavía la puerta. Luego Kentuck levantó su dedo, que mantuvo tendido hacia Stumpy.
— Se agarró a mi dedo, el j... chico —dijo, y se retiró.
Al día siguiente Cherokee Sal tuvo el mejor entierro que Roaring Camp se podía permitir. Después de que su cuerpo fuera entregado a la ladera de la colina, hubo una reunión formal del campamento para discutir qué debía hacerse con su hijo. La resolución de adoptarlo fue unánime y entusiasta. Pero no tardó en surgir una animada discusión acerca de la forma y factibilidad de ocuparse de sus necesidades. Fue notable que en la discusión no participara ninguna de aquellas fieras personalidades que normalmente las dirigían en Roaring Camp. Tipton propuso que debían enviar el niño a Red Dog —a sesenta y cinco kilómetros de distancia—, donde podría proporcionársele atención femenina. Pero la sugerencia se enfrentó a una feroz y unánime oposición. Era evidente que ningún plan que incluyera el separarse de su nueva adquisición iba a ser considerado ni siquiera por un momento.
— Además —dijo Tom Ryder—, los de Red Dog querrían cambiarlo por algo, y nos veríamos en un compromiso.
Una profunda desconfianza en la honestidad de los demás campamentos prevalecía tanto en Roaring Camp como en otros lugares.
La introducción en el campamento de una mujer para cuidarlo también suscitó objeciones. Se argumentó que ninguna mujer decente podría ser convencida de aceptar Roaring Camp como su hogar, y alguien señaló que «no querían a nadie más del otro tipo». Esta poco considerada alusión a la difunta madre, por dura que pueda parecer, fue el primer espasmo de propiedad, el primer síntoma de la regeneración del campamento. Stumpy no dijo nada. Quizá sentía una cierta delicadeza hacia interferir en la selección de un posible sucesor de su cargo. Pero cuando se le preguntó, respondió muy seriamente que él y «Jinny» —el mamífero antes aludido— podían arregárselas para cuidar del niño. Había algo original, independiente y heroico en el plan, que complació al campamento. Stumpy fue aceptado. Se enviaron a buscar algunos artículos a Sacramento.
— Recuerda —dijo el tesorero, mientras colocaba una bolsita de polvo de oro en la mano del correo del expreso—, lo mejor que encuentres, ya sabes: encaje, y filigrana, y volantes. ¡Y a la m... el precio!
Por extraño que parezca, el niño se crió bien. Quizás el vigorizante clima de la montaña fue una compensación a las deficiencias materiales. La naturaleza ofreció lo mejor que tenía en su generoso pecho. En aquella rara atmósfera de las estribaciones de la sierra —aquel aire acre de olores balsámicos, aquel aroma a la vez tonificante y estimulante— debió de encontrar comida y alimento, o una sutil química que transmutó la leche de burra en cal y fósforo. Stumpy se inclinaba hacia que era eso último y unos buenos cuidados.
— Yo y esa burra —decía— hemos sido su padre y su madre. No lo dudéis —añadía, meciendo el pequeño bulto ante él.
Cuando cumplió un mes se hizo evidente la necesidad de darle un nombre. Generalmente era conocido como «el chico», «el niño de Stumpy», «el Coyote» (en alusión a sus poderes vocales), e incluso el afectuoso diminutivo de Kentuck de «el j... chico». Pero había la sensación de que todos ellos eran vagos e insatisfactorios, y finalmente fueron desechados bajo otra influencia. Jugadores y aventureros suelen ser supersticiosos, y un día Oakhurst declaró que el bebé había traído «la fortuna» a Roaring Camp. Lo cierto era que últimamente habían tenido mucho éxito. «Fortuna», ése fue el nombre aceptado por consenso, con el prefijo de Tommy para una mayor conveniencia. No se hizo ninguna alusión a la madre, y el padre era desconocido.
— Es mejor —dijo el filosófico Oakhurst— empezar de nuevo. Llamémosle Fortuna, y olvidemos todo lo demás.
En consecuencia, se acordó un día para el bautizo. El lector, que ya se ha hecho alguna idea de la temeraria irreverencia de Roaring Camp, puede imaginar lo que significaba esa ceremonia. El maestro de ceremonias fue un tal «Boston», un conocido bromista, y la ocasión pareció prometer una gran jocosidad. Este ingenioso satírico se pasó dos días preparando una imitación burlesca de la ceremonia religiosa, con incisivas alusiones locales. El coro fue convenientemente entrenado, y Sandy Tipton haría de padrino. Pero después de que la procesión se hubiera dirigido a la tumba con música y banderas, y el niño fuera depositado ante un remedo de altar, Stumpy se situó delante de la expectante multitud.
— No es mi estilo estropear la diversión, amigos —dijo el hombrecillo firmemente, mientras contemplaba los rostros a su alrededor—, pero se me ocurre que esto no es exactamente lo que debería ser. Es jugarle una mala pasada a su bebé burlarse de él cuando él no puede comprender lo que ocurre. Y si ha de haber algún padrino aquí, me gustaría ver quién tiene más derecho a ello que yo.
Un silencio siguió a las palabras de Stumpy. Hay que decir en el haber de todos los humoristas que el primer hombre en reconocer la justicia de aquellas palabras fue el satírico, que cortó en seco sus bromas.
— Pero —continuó Stumpy rápidamente, aprovechando su ventaja— hemos venido aquí a celebrar un bautizo, y esto es lo que vamos a hacer. Te proclamo Thomas Fortuna, según las leyes de los Estados Unidos y del estado de California, y que Dios me ayude.
Fue la primera vez que el nombre de Dios fue pronunciado de una forma no profana en el campamento. La fórmula del bautizo era quizá más ridícula de lo que el satírico había concebido, pero, sorprendentemente, nadie lo vio así y nadie se rió. «Tommy» fue bautizado tan seriamente como lo hubiera sido bajo un techo cristiano, y se echó a llorar y fue consolado de la manera más ortodoxa.
Y así se inició el trabajo de regeneración de Roaring Camp. Casi imperceptiblemente empezó a producirse un cambio en el campamento. La cabaña asignada a «Tommy Fortuna», o «La del Fortuna», como era llamada más frecuentemente, no tardó en mostrar señales de mejora. Era mantenida escrupulosamente limpia y encalada. Luego fue recubierta con tablas, vestida y empapelada. La cuna de palisandrotransportada ciento treinta kilómetros a lomos de mula—, «mató de algún modo el resto del mobiliario», en palabras de Stumpy. Así, la rehabilitación de la cabaña se convirtió en una necesidad. Los hombres que se acostumbraron a visitar a Stumpy para ver «cómo iba Fortuna» parecieron apreciar el cambio y, en un movimiento de autodefensa, el «almacén de Tuttle» se adecentó un poco e importó una alfombra y espejos. Los reflejos de estos últimos en el aspecto de Roaring Camp tendieron a producir unos hábitos más estrictos de limpieza personal. De nuevo, Stumpy impuso una especie de cuarentena sobre todos aquellos que aspiraban al honor y privilegio de sostener a «Fortuna». Fue una cruel mortificación para Kentuck verse privado de este privilegio por ciertas prudentes razones, pues, en la despreocupación de su amplia naturaleza y las costumbres de la vida de la frontera, había empezado a considerar toda su ropa como una segunda cutícula que, como la piel de una serpiente, sólo debía cambiarse cuando se caía por sí misma. Sin embargo, tal fue la sutil influencia de la innovación, que a partir de entonces aparecía regularmente cada tarde con una camisa limpia y el rostro aún reluciente de sus abluciones. Como tampoco eran olvidadas las leyes sanitarias morales y sociales. «Tommy», que se suponía iba a pasar toda su existencia en un persistente intento de descansar, no debía ser molestado por el ruido. Los gritos y ruidos que habían hecho ganar al campamento su propio y descriptivo nombre, «Campamento Ruidoso», no estaban permitidos a distancia auditiva de Stumpy. Los hombres conversaban en susurros, o fumaban con gravedad india. En estos sagrados recintos estaban tácitamente prohibidas estas profanidades, y por todo el campamento se abandonó una forma habitual de maldecir, exclamar «¡j... fortuna!» y «¡me c... en la suerte!», ya que tenía un nuevo significado personal. La música vocal no fue prohibida, puesto que se suponía que tenía una cualidad relajante y tranquilizadora, y una canción, cantada por «Fragata Jack», un marinero inglés de las colonias australianas de Su Majestad, se hizo popular como nana. Era un lúgubre recital de las hazañas de «el Aretusa, Setenta y cuatro», en un apagado tono menor, que terminaba con un prolongado descenso de tono al final de cada verso, «a bo-o-o-ordo del Aretusa». Era un espléndido espectáculo ver a Jack sosteniendo a Fortuna, meciéndole de lado a lado como si fuera el movimiento de un barco, y canturreando su melodía naval. Ya fuera por el peculiar movimiento mecedor de Jack o por la longitud de su canción —que contenía noventa estrofas, y era continuada con consciente deliberación hasta su final—, la nana terminaba consiguiendo en general el efecto deseado. En estas ocasiones los hombres se tendían cuan largos eran bajo los árboles, en el cálido atardecer del verano, fumando sus pipas y bebiendo al son de la melodía. Una idea confusa de que aquello era la felicidad pastoral invadió el campamento. «Pienso —decía Cockney Simmons, reclinado pensativo sobre su codo— que todo esto es relajante.» Le recordaba Greenwich.
En los largos días de verano, Fortuna solía ser llevado a la quebrada de donde se arrancaba el dorado material que era la vida de Roaring Camp. Allí, en una manta extendida sobre las agujas de pino, permanecía tendido mientras los hombres trabajaban en las acequias abajo. Posteriormente hubo un burdo intento de decorar su mirador con flores y arbustos olorosos, y en general alguien le traía siempre un racimo de madreselvas silvestres, azaleas, o los ramilletes pintados de Las Mariposas. Los hombres habían despertado bruscamente al hecho de que había belleza y significado en esas naderías, que durante mucho tiempo habían pisoteado con indiferencia. Una lámina de espejeante mica, un fragmento de variado cuarzo, un brillante guijarro del lecho del arroyo, se convertían en objetos hermosos a los ojos, y eran invariablemente apartados para «Fortuna». Era maravilloso cuántos tesoros entregaban los bosques y las colinas que «le gustarían a Tommy». Rodeado de juguetes como nunca antes había tenido ningún niño fuera de los cuentos de hadas, es de esperar que Tommy estuviera contento. Parecía estarlo —aunque había una infantil gravedad en él, una luz contemplativa en sus redondos ojos grises—, hasta un punto que a veces preocupaba a Stumpy. Siempre era tratable y tranquilo, hay noticias de que en una ocasión, tras haberse arrastrado fuera de su «corral» —una cerca de brotes de pino entrelazados que rodeaba su cama—, se cayó de cabeza a la blanda tierra, y permaneció allí con las piernas al aire en esa posición durante al menos cinco minutos con imperturbable gravedad. Fue sacado de allí sin un murmullo. Dudo en registrar los muchos otros ejemplos de su sagacidad, que descansan desgraciadamente en las afirmaciones de predispuestos amigos. Algunos de ellos no dejaban de tener un tinte de superstición.
— Acabo de subir al terraplén —dijo Kentuck un día, en un estado de excitación que le cortaba el aliento—, y que me despellejen si no estaba hablando con un grajo que estaba sentado en su regazo. Allí estaban, tan libres y sociables como puedas imaginar, dándole al pico como unos auténticos compadres.
Sin embargo, arrastrándose sobre las agujas de pino o tendido perezosamente sobre su espalda parpadeando a las hojas que se agitaban sobre él, los pájaros cantaban, las ardillas charloteaban y las flores se abrían para él. La naturaleza era su ama de cría y su compañera de juegos. Para él dejaba que se deslizaran entre las hojas dorados rayos de luz solar que caían hasta su alcance; enviaba brisas errantes para que lo visitaran con el bálsamo del laurel y de las resinosas gomas; a él le saludaban, familiares y adormecidas, las altas secuoyas, zumbaban los abejorros y los grajos graznaban un soñoliento acompañamiento.
Así era el dorado verano de Roaring Camp. Eran «tiempos de abundancia», y Fortuna estaba con ellos. Las concesiones proporcionaban buenos dividendos. El campamento estaba celoso de sus privilegios y miraba con suspicacia a los forasteros. No se alentaba la inmigración y, para hacer su retiro más perfecto, las tierras a ambos lados de la pared montañosa que rodeaba el campamento fueron convenientemente reclamadas. Esto, y la reputación de singular pericia con el revólver de sus habitantes, mantuvo la reserva de Roaring Camp inviolada. El correo del expreso —su único vínculo de conexión con el mundo exterior— contaba a veces historias maravillosas del campamento. Decía:
— Tienen una calle ahí arriba en «Roaring» que supera cualquier calle de Red Dog. Tienen enredaderas y flores rodeando sus casas, y se lavan dos veces al día. Pero son muy rudos con los forasteros, y adoran a un bebé.
Con la prosperidad del campamento llegó el deseo de más mejoras. Se propuso construir un hotel la primavera siguiente, e invitar a una o dos familias decentes a residir allí en bien de Fortuna, al que quizá le beneficiara la compañía femenina. El sacrificio que esta concesión al sexo costó a esos hombres, que eran fieramente escépticos en relación con su virtud y su utilidad en general, sólo puede comprenderse por su afecto hacia Tommy. Unos pocos se mostraron irreductibles. Pero la resolución no pudo llevarse a efecto durante tres meses, y la minoría simplemente cedió con la esperanza de que ocurriera algo que lo impidiera. Y ocurrió.
El invierno de 1851 será recordado durante mucho tiempo en las colinas. La nieve fue abundante en las sierras, y cada torrente de montaña se convirtió en un río, y cada río en un lago. Cada garganta y cada barranco se vio transformado en una tumultuosa corriente de agua que descendía por las laderas de las montañas, arrancando gigantescos árboles y esparciendo su madera y sus restos por la llanura. Red Dog se vio inundado dos veces, y Roaring Camp fue advertido.
— El agua puso el oro en estas quebradas —dijo Stumpy—. ¡Lo hizo una vez y volverá a hacerlo!
Y aquella noche el North Fork se desbordó de pronto por encima de sus orillas, e inundó el triangular valle del Roaring Camp.
En la confusión de la embestida del agua, los árboles que se rompían y los crujidos de la madera, y la oscuridad que parecía avanzar con el agua y llenar todo el valle, poco pudo hacerse para recoger el disperso campamento. Cuando llegó la mañana, la cabaña de Stumpy cerca de la orilla del río había desaparecido. Quebrada arriba hallaron el cuerpo de su desafortunado propietario; pero el orgullo, la esperanza, la alegría, la Fortuna de Roaring Camp había desaparecido. Regresaban con los corazones tristes cuando un grito desde la orilla los llamó. Era un bote de salvamento procedente de río abajo. Habían recogido, dijeron, a un hombre y un niño, casi exhaustos, unos tres kilómetros más abajo. ¿Les conocía alguien, pertenecían a aquel lugar?
Sólo fue necesaria una ojeada para ver a Kentuck tendido allí, cruelmente herido y magullado, pero sujetando todavía a la Fortuna de Roaring Camp en sus brazos. Cuando se inclinaron sobre la extraña pareja, vieron que el niño estaba frío y sin pulso.
— Está muerto —dijo uno.
Kentuck abrió los ojos.
— ¿Muerto? —repitió débilmente.
— Sí, amigo, y tú te estás muriendo también.
Una sonrisa iluminó los ojos del agonizante Kentuck.
— Muriendo —repitió—; me lleva con él..., decidles a los muchachos que ahora Fortuna está conmigo.
Y el robusto hombre, aferrando al frágil bebé como se dice que un hombre que se ahoga se aferra a una brizna de hierba, se dejó llevar por el oscuro río que fluye eternamente hacia el desconocido mar.

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