Rainer Maria Rilke - "Relato de muerte con manuscrito"

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Volví a levantar los ojos hacia el cielo en el atardecer que se desvanecía poco a poco, cuando alguien dijo: "¿Parece interesarse usted mucho por el país de más allá?"
La mirada descendió bruscamente como rebatida y caí en la cuenta: me encontraba frente por frente del muro bajo nuestro cementerio y ante mí, a la opuesta parte del mismo, se hallaba un hombre con su azadón y sonreía sin acabar de perder su gravedad: "Yo me intereso más bien por esa tierra de acá", acabó él, mostrando la tierra negra y húmeda perceptible entre la gran cantidad de hojas secas, que se agitaban rumorosas sin que yo pudiese llegar a darme cuenta de que soplara la más leve ráfaga de viento. De pronto, dije, poseído de la más violenta repugnancia: "¿Pero por qué hace usted eso?" El sepulturero recobró su sonrisa: "También tiene uno que vivir; además, se lo ruego; ¿acaso no hacen lo mismo la mayoría de los hombres? Entierran a Dios allí, de la misma manera que yo aquí a los hombres." Levantaba el dedo señalando el cielo y me explicaba: "Sí, aquello es también un gran sepulcro; en verano florecen en él nomeolvides silvestres." Yo le interrumpí: "Hubo un tiempo en que los hombres enterraban a Dios en el cielo, es verdad." "¿Es que ha dejado acaso de suceder?", preguntó con tono de peculiar tristeza. Yo proseguí: "Un día cada cual echó sobre ÉL su puñado de cielo, lo sé. Pero ÉL no estaba ya propiamente allí, o, mejor dicho...", yo no sabía como continuar. "¿Comprende usted -volví a empezar-. Hubo un tiempo en que los hombres oraban así." Extendí los brazos y, al hacerlo sin querer, sentí dilatarse mi pecho. "Y entonces se echaba Dios en aquellos abismos llenos de humildad y tinieblas, y sólo a su pesar retornaba al cielo que, insensiblemente, iba acercando más y más a la tierra. Pero tuvo su origen una nueva religión, y dado que ésta no podía hacer comprender a los hombres en qué difería su nuevo Dios del antiguo (pues, en cuanto se comenzó en verdad a glorificarle, los hombres reconocieron en él a su pasado Señor), el profeta de la nueva creencia cambió la forma de orar. Enseñó a juntar las manos y declaró: "Mirad, nuestro Dios quiere ser así implorado, puesto que es otro que Aquél a quien hasta ahora creíais acoger en vuestros brazos." Los hombres lo aceptaron, y la mímica de los brazos extendidos vino a ser menospreciable y espantosa, y más tarde enclavada en cruz, para mostrarla al mundo como símbolo de la ignominia y de la muerte.
"Pero a la vez siguiente que volvió Dios a poner su mirada en la tierra, se sintió sobrecogido. Junto a un sinnúmero de manos juntas se habían levantado gran cantidad de catedrales góticas, y de esta manera manos y techumbres, verticales y afiliadas por un igual, se extendían hacia ÉL, cual armas hostiles. En Dios hay una apreciación distinta de la gallardía, así es que retornó ÉL al cielo, y, en cuanto cayó en la cuenta de que las torres y las nuevas plegarias seguían creciendo tras de sí, se confinó a un punto más lejano del empíreo, con objeto de sustraerse por semejante manera a la persecución. Quedó realmente sorprendido al encontrar en aquel extremo de su radiante patria una oscuridad incipiente y, poseído de un extraño sentimiento, se adentraba más y más en aquel crepúsculo que le recordaba tanto al corazón del hombre. Se le ocurrió de pronto, que, si bien la cabeza humana es lúcida, el corazón del hombre está lleno de una tiniebla no inferior, y le sobrevino la nostalgia de habitar en el corazón de los hombres y de no recorrer ya más la clara y fría especulación de sus pensamientos. Ahora, Dios ha proseguido su camino. A su alrededor la oscuridad se hace más densa, y la noche, por la que se apresura, tiene algo de la calidez perfumada de la gleba fértil. Y, no lejos ya, se alargan a su encuentro las raíces con los bellos gestos pasados de las amplias plegarias. Nada hay más acabado que el círculo. Dios, que se nos escapa en el cielo, volverá a nosotros desde el seno de la tierra. Y quién sabe si por ventura será usted quien le abra un día la puerta..." El hombre de la pala dijo: "Pero esto es sólo una conseja." "En nuestra voz -le repliqué con calma-, todo viene a parar en consejas, pues que jamás se ha dado nada en ella." El hombre dejó por un momento, la mirada perdida ante sí. En seguida se puso la ropilla con enérgicos movimientos, preguntando: "¿Podremos marchar juntos?" Yo asentí con la cabeza: "Me dirijo hacia casa. Puede que tomemos la misma dirección, pero, ¿no habita usted aquí?" ÉL salió por la puerta de la pequeña verja, la hizo girar suavemente sobre sus goznes chirriantes y repuso: "No."
Cuando hubimos dado un par de pasos se sintió más confidencial: "Tuvo usted mucha razón, hace unos momentos. Es raro que haya alguien que se preste a hacer lo de ahí dentro. Jamás, antes, había pensado en ello. Pero ahora, desde que voy entrando en años, se me ocurren a veces pensamientos, pensamientos muy extravagantes, como el que le he dicho del cielo, y otros más. La muerte. Pero, ¿qué se sabe de ella? Aparentemente todo, y tal vez nada. A menudo me rodean, mientras trabajo, los niños (no sé de quién puedan ser). Y se me ocurre justamente algo de esto. Entonces golpeo y vuelvo a golpear en tierra, excavando como un animal, para desprender toda mi actividad consciente y utilizarla en la mano de obra. La tumba adquiere mayor profundidad de lo que exige el reglamento, y a su lado crece un montículo de tierra. Los niños, con todo, escapan corriendo al ver mis furiosos movimientos. Creen que me he enojado por algún motivo." Meditaba: "Y es, en efecto, una especie de cólera. Uno se ha curtido, cree haberlo superado, y de pronto... de nada sirve; la muerte es algo incomprensible, espantoso."
Pasábamos por una larga calle, bajo frutales ya sin hojas, y el bosque comenzaba a nuestra izquierda, como una noche que en cualquier momento puede también irrumpir en nosotros. "Me agradaría contarle una pequeña historia -insinué-; nos ocupará el tiempo justo hasta llegar al pueblo." El hombre aceptó y dio fuego a su vieja y corta pipa. Yo referí:
"Hubo una vez dos seres, un hombre y una mujer, y se amaban. Amarse, significa no aceptar nada de nadie, olvidarlo todo y querer recibirlo todo de un solo ser, lo que ya se poseía y lo demás. Así lo deseaban ambos, el uno frente al otro. Pero, con el tiempo, con los días, entre los muchos en que todo va y viene, sucede a menudo que, antes de haberse logrado una perfecta reciprocidad en este punto, el amor no llega a consolidarse; vienen por todas partes acontecimientos y el azar les abre la puerta.
"Por eso resolvieron, ambos, apartarse del tiempo a su soledad, bien lejos del tictac de los relojes y de los rumores ciudadanos. Y así construyeron, en un amplio jardín, una casa. Y la casa tenía dos puertas: una a su derecha, otra a su lado izquierdo. Y la puerta de la derecha era la puerta del marido y todas las cosas del marido debían entrar en la casa por ella. Pero la izquierda era la puerta de la mujer; y lo que era de su pertenencia debía pasar bajo su umbral. Y así sucedió. El primero que se levantaba, por la mañana, bajaba, y abría su puerta. Y se daba el caso de que una buena cantidad de cosas entraban en el edificio desde entonces hasta bien entrada la noche, aun cuando la casa no estuviera situada junto al camino. Para aquellos que saben captarlo, viene a su casa el paisaje, y también la luz y el viento llevando sobre sus hombros un hálito embalsamado, y mucho más aún. Pero también cosas pasadas: figuras, destinos, penetraban por ambas puertas y todo lo envolvía la misma sencilla intimidad hasta el punto de que los moradores pensaban haber habitado siempre la rústica morada. Así transcurrió mucho tiempo y los dos personajes eran, por todo, muy felices. La puerta izquierda estaba abierta con relativa frecuencia, pero por la derecha entraban huéspedes abigarrados. Ante la última se presentó, también, una mañana, la muerte. El marido, en cuanto la apercibió, cerró de golpe su puerta, y la dejó herméticamente cerrada durante todo el día. Después de algún tiempo compareció la muerte entre la otra puerta de acceso. Trémula, la rebatió la mujer y pasó el cerrojo macizo. No se refirieron aquel suceso uno a uno, pero abrieron más espaciadamente ambas puertas y procuraron bastarse con lo que tenían en casa. Desde entonces vivieron, como es lógico, con mucha estrechez que antes. Sus provisiones escasearon y se presentaron los apuros. Empezaron ambos a dormir mal y, una noche, de largas pasadas en insomnio, percibieron de pronto, y a la vez, un rumor extraño, persistente, y como de martilleo. Procedía de la parte exterior de la pared de la casa, a distancia igual poco más o menos de una y otra puerta, y resonaba como si alguien comenzara desmenuzar la piedra para practicar una nueva abertura en el centro del muro. No obstante, y en medio de su terror, hicieron como si nada de particular hubiesen oído. Se pusieron a hablar y rieron con afectada intensidad, y cuando hubieron cesado de hablar, se había interrumpido también el socavar del muro. Desde entonces permanecieron bien cerradas ambas puertas. Los dos seres vivieron como prisioneros. Han enfermado y tienen extrañas imaginaciones. El ruido vuelve a presentarse de cuando en cuando. Entonces ríen sus labios, mientras sus corazones mueren casi de terror. Y saben ambos que el excavar se hace cada vez más claro y perceptible, y tienen que hablar con voz más y más alta y reír con sus bocas cada vez más lívidas." Yo cesé de narrar. "Sí, sí -dijo el hombre a mi lado-; esto es, ¡y cuán verídica resulta esta historia!" "Leí en un libro antiguo -continué-, y, como quiera que sea, se da el caso de que hay algo muy digno de mención." A renglón seguido del relato de cómo la muerte se presentó también ante la puerta de la mujer, aparece diseñada con tinta más pálida una estrellita diminuta. Se desprende de las palabras como de nubes, y como un instante me fue dado pensar que, si se desvaneciesen los trazos, podría muy bien ocurrir, evidentemente, que tras de ellos hubiese estrellas más altas aún, de manera análoga a como acontece cuando entrada ya la noche se despeja el cielo primaveral. Después olvidé por completo el detalle insignificante, hasta que volví a encontrar en el papel brillante y liso de las guardas del libro la misma estrellita como reflejada en un lago, y cerca de ella, a continuación, comenzaban líneas delicadas que se perseguían como olas, en la pálida superficie reflejante. El escrito, con el tiempo, se había vuelto ininteligible en algunos fragmentos y, no obstante, pude descifrarlo casi por entero, Más o menos, decía así:
"He leído esta historia tan a menudo, y por cierto en cuantas ocasiones me ha sido posible, que a veces pienso que la he debido anotar sacándola de mis recuerdos. Pero, en mí, presenta una variante, que transcribo a continuación. La mujer no había visto jamás a la muerte; sin ningún recelo la dejó entrar. Pero la muerte dijo de una manera algo brusca y como quien no tiene tranquila la conciencia: "Entrega esto a tu esposo." Y cuando la mujer la miró con aire interrogativo, añadió presurosa: "Es simiente, simiente muy buena." Y se alejó al punto sin volver la vista atrás. La mujer abrió la bolsita, que tenía entre las manos; y, en efecto, contenía una especie de simiente de granos duros y feo aspecto. Entonces recapacitó la mujer: "La simiente es algo imperfecto, en potencia. No sabe uno lo que de ella puede salir. No entregaré a mi esposo estos granos de aspecto tan poco agradable, porque no cuadran a un regalo. Prefiero sembrarlos en el macizo de nuestro jardín y esperar a que produzcan. Entonces, le llevaré la planta y le contaré cómo me hice con esta simiente." Y así fue como obró la mujer. No varió en nada, a partir de aquel día, la vida de ambos. El hombre, a quien siempre venía a las mientes que la muerte había estado ante su puerta, se sentía al principio algo intranquilo, pero, viendo a su mujer tan afable y despreocupada como siempre, pronto volvió a abrir las grandes batientes de su puerta, con lo que penetró en la casa mucha vida y luz. A la primavera siguiente brotó en el macizo, entre los esbeltos lirios cárdenos, un arbusto de pequeño tamaño. Tenía las hojas delgadas, negruzcas y un si es no es apuntadas, semejantes a las del laurel, y había en su tono oscuro un resplandor peregrino. El hombre se proponía a diario preguntar por la procedencia de aquella planta. Pero cada día lo aplazaba. Poseída de un sentimiento afín demoraba también la mujer de un día para otro el momento de la confesión. Pero la pregunta retenida por el uno y la contestación no arriesgada del otro les reunían a menudo a ambos junto a aquel arbusto que, a causa de su oscuro verdor, se destacaba con tanta singularidad en el jardín.
"Cuando llegó la primavera siguiente se ocuparon del arbusto como de las demás plantas, y se entristecieron cuando, rodeado de la profusa floración que apuntaba, la vieron crecer invariable y mudo, cual el primer año, insensible a todos los soles. Entonces decidieron, sin consultárselo, procurarle justamente en aquel tercer año toda su lozanía, y cuando brotó en la correspondiente primavera cumplieron en silencio y mano a mano lo que cada uno había prometido. El jardín se embrozaba por todas partes, y los lirios cárdenos se mostraban más pálidos que antes. Pero un día en que, tras de una noche penosa y tapada, salieron por la mañana, la serena y radiante mañana, observaron que, de entre las hojas negras y aguzadas del arbusto extraño, había brotado de improviso una floración azul, mortecina, cuyos capullos se abrían ya por todas partes. Y estuvieron quedos ante aquélla, aunados y en silencio, y entonces, por vez primera, no supieron decirse una palabra. Porque pensaban: "Ahora da flores a la muerte", y se inclinaron a un tiempo para apreciar el aroma de la joven floración. Pero desde aquella mañana, todo ha cambiado en el mundo." "Así rezaba la guarda del viejo libro", acabé yo.
"¿Y quién escribió semejante relato?", instó el hombre. "Una mujer, a juzgar por el tipo de letra -contesté-. Pero ¿de qué habrá servido averiguarlo? Las cubiertas estaban algo desteñidas y pasadas de moda. Debe de haber muerto tiempo ha, al parecer."
El hombre estaba embebido en sus pensamientos. Al fin aventuró:
"¡Pura y simplemente una historia y con todo tan conmovedora!" "Suele suceder así cuando no se está acostumbrado a escuchar historias", insinué yo. "¿Usted cree?" Me alargó la mano y yo la estreché con efusión.
"Me agradaría poderla volver a contar. ¿Me lo permite?" Yo asentí. De pronto se le ocurrió: "Pero si no tengo a nadie. ¿A quién podría contarla yo?" "¡Ah!, pues muy sencillo: a los niños que van a verle, a veces. ¿A quién, si no?"
Los niños han escuchado también las tres últimas historias en su totalidad. En todo caso, sólo la de las nubes vespertinas les fue referida en parte, si no ando mal informado. Los niños son, esto es, pequeños, y saben por ello muchas más cosas de las nubes que nosotros. A pesar de los largos y bien construidos discursos de Hans, se darían cuenta de que la cosa sucede entre niños y mirarían mi relato, a fuerza de personas competentes en la materia, con ojos críticos. No obstante, es preferible que no sepan con cuánto esfuerzo y torpeza vivimos las cosas que a ellos les afectan con tanta sencillez.

This entry was posted on 10 julio 2009 at 19:01 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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