Este es el inicio de una obra desternillante, compleja, burlona, asombrosa, extravagante, caótica, o no tanto, revolucionaria y vanguardista en su época (mediados del siglo XVIII), revolucionaria y vanguardista en la actualidad, imposible de clasificar y que valió a su autor, en su época, tanto fama como denuestos, y en todas las demás épocas hasta hoy, admiración. Una obra que requiere la complicidad del lector.Yo hubiera deseado que mi padre o mi madre, o mejor, ambos -ya que los dos fueron igualmente responsables- hubiesen tomado conciencia de lo que se proponían cuando me concibieron, teniendo en cuenta mi estrecha vinculación con lo que hacían;que hubiesen sido conscientes de que al fin y al cabo no sólo estaba en juego la producción de un ser racional, sino también la feliz formación y temple de su cuerpo, de su genio tal vez, y el molde de su mente. Y de que, de haber procedido de otro modo, incluso la suerte de mi casa hubiera tomado derroteros distintos a los impuestos por los humores y aptitudes que después predominaron en ella. Si hubiesen sopesado y reflexionado sobre esto y procedido consecuentemente, estoy por demás convencido de que yo habría aparecido ante el mundo con una imagen bastante distinta de la que el lector probablemente se forjará de mi. Creedme, buenas gentes, no se trata de algo tan desdeñable como muchos se imaginan. Me atrevería a afirmar que todos ustedes han oído hablar de este propósito de espíritus animales hereditarios; de como van transmitiéndose de padres a hijos y así sucesivamente y de otras cosas por el estilo. Pues bien: puedo asegurarles que las nueve décimas partes del absurdo o de la lucidez de un hombre, de su éxito o de su fracaso en este mundo, dependen de la actividad o movilidad de esos principios, de las diversas regiones corporales y órganos a los que alcanzan, de suerte que una vez puestos en movimiento, de forma correcta o equivocada, ya se trata de algo irremediable. En lugar de andar como locos, dando pasos atropellados y sin sentido, si logran marchar una y otra vez con tino sobre sus propios pasos hasta abrir un camino tan suave como la senda de un jardín y se acostumbran a hacerlo siempre así, ni el mismísimo demonio sería capaz de apartarles de esa senda.
- Por favor, querido - diría mi madre- ¿Has olvidado dar cuerda al reloj? -¡Por Dios!- dijo mi padre profiriendo una exclamación, aunque cuidando al mismo tiempo de bajar la voz -¿Es que desde que existe el mundo puede haber mujer alguna que interrumpa a un hombre con tan estúpida pregunta? Pero, por favor, me preguntarán, ¿qué es lo que estaba diciendo su padre? -Nada, no decía nada.
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on 01 junio 2009
at 18:08
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